Cuando llegaron al barrio céntrico de Laguna Beach, se refugiaron de la tormenta y de los discípulos de Grace Spivey en la estación de servicio Arco. Después de que Sandy Breckenstein le mostrara al gerente sus credenciales de investigador privado y le explicara lo suficiente de la situación para obtener su cooperación, se les permitió instalar a Chewbacca en los lavabos, siempre y cuando lo ataran a un banco. Sandy no quiso dejar fuera al perro, no sólo porque el animal se calaría, aunque estaba ya bastante empapado y tembloroso, sino también porque existía la peligrosa posibilidad de que los hombres de la Spivey recorriesen la ciudad, buscándolos, y el animal les sirviera de pista.
Mientras Max, que acompañaba a Christine y al niño, permanecía en la parte trasera de los lavabos lejos de puertas y ventanas, Sandy utilizó el teléfono público en la pequeña y acristalada sala de ventas. Telefoneó a Klemet & Harrison. Charlie no estaba en la oficina. Entonces Sandy habló con Sherry Ordway, la recepcionista, y le explicó lo suficiente para hacerle comprender la gravedad de la situación, pero no le reveló el lugar donde estaban ni el número de teléfono. No le parecía que Sherry fuera la delatora que informaba a la Iglesia del Crepúsculo pero tampoco sabía a ciencia cierta hasta dónde llegaba su lealtad.
—Localiza a Charlie —dijo—. Sólo hablaré con él.
—¿Pero cómo va a saber él en dónde encontrarte? —inquirió Sherry.
—Te telefonearé otra vez dentro de quince minutos.
—¿Y si no puedo localizarlo en ese tiempo…?
—Llamaré cada cuarto de hora hasta que lo logres —dijo él y colgó sin más.
Después volvió a los húmedos lavabos que olían a lubricante y gasolina. Un Toyota de tres años estaba montado en uno de los dos suspendedores hidráulicos y un individuo de facciones zorrunas con mono gris se dedicaba a reemplazar el silenciador. Sandy dijo a Max y Christine que iba a costar un poco comunicar con Charlie Harrison.
El encargado de las bombas, un joven rubio, estaba poniendo cubiertas nuevas a un juego de ruedas cromadas, y Joey le observaba, fascinado por la potencia de las herramientas especiales. Rebosaba de preguntas; pero procuró no importunar al hombre con más de dos o tres. El pobre chico se hallaba calado hasta los huesos, fatigado y sucio; sin embargo, no se quejaba ni lloriqueaba como habrían hecho la mayoría de los niños en semejantes circunstancias. Era un chaval endiabladamente sensato y parecía capaz de ver el lado positivo de cualquier situación; en este caso, contemplar el montaje de cubiertas pareció compensarle de los contratiempos que acababa de soportar.
Siete meses antes, la esposa de Sandy, Maryann había traído al mundo un niño: Troy Franklin Brekenstein. Sandy esperó que su hijo le saliera tan sensato como Joey Scavello.
Luego pensó: «Si tengo que expresar algún deseo, mejor será que elija vivir el tiempo suficiente para ver crecer a Troy, sea sensato o no».
Transcurridos quince minutos, Sandy volvió a la sala de ventas, se aproximó al teléfono cerca de la máquina de golosinas y llamó a Sherry Ordway, en el cuartel general. Ella se lo había notificado a Charlie en su telecomunicador pero él no había dado aún señales de vida.
La lluvia tamborileó en el pavimento frente a la estación de servicio, y la calzada empezó a desaparecer bajo un charco profundo; el encargado de las bombas terminó con otra cubierta y Sandy se sintió más nervioso que nunca cuando telefoneó a la oficina por tercera vez.
Sherry le informó:
—Charlie está con Henry Rankin en el laboratorio de la Policía intentando averiguar si los forenses han descubierto algo acerca de esos cuerpos en la casa Scavello, por si ello pudiera ayudarles a establecer alguna conexión con Grace Spivey.
—Eso me suena a picar muy alto.
—Es lo mejor que tiene, supongo yo —respondió Sherry.
La noticia fue más que mala.
Sherry le dio el número en el que podría localizar a Charlie y él lo anotó en su pequeña agenda.
Sandy marcó el número del laboratorio forense, preguntó por Harrison y lo tuvo en la línea al instante. Le refirió el ataque contra la casa de Miriam Rankin, dándole bastantes más pormenores que a Sherry Ordway.
Aunque Charlie sabía por la recepcionista lo peor del asunto, mostró gran consternación y desaliento ante la celeridad con que la Spivey había localizado a los Scavello.
—¿Están bien los dos? —preguntó.
—Sucios y mojados pero ilesos —le aseguró Sandy.
—Así que tenemos entre nosotros un cambiachaquetas —murmuró Charlie.
—Eso parece. A menos que les siguieran a ustedes cuando dejaron la casa de ellos anoche.
—Estoy seguro de que no nos siguieron. Pero tal vez instalaron un micrófono en el coche que llevamos.
—Podría ser.
—Pero no es probable —dijo Charlie—. Me fastidia reconocerlo, sin embargo parece evidente que tenemos un topo en nuestra organización. ¿Desde dónde me telefonea usted?
En lugar de revelárselo, Sandy preguntó:
—¿Está Henry Rankin con usted?
—Sí. Aquí mismo. ¿Por qué? ¿Quiere hablar con él?
—No. Sólo deseo saber si él puede oírnos.
—La voz de usted no.
—Si le digo dónde estamos, la información debe ser para usted. Sólo para usted —recalcó Sandy, y se apresuró a añadir—: No es que tenga motivos para sospechar que Henry sea de la plantilla Spivey. No los tengo. Henry me inspira más confianza que la mayoría. Lo que me ocurre, a decir verdad, es que no confío en nadie que no sea usted. Sólo creo en usted, en mí mismo… y en Max, porque si fuese él, se habría cargado ya al chico.
—Si tenemos una manzana podrida —dijo Charlie—, lo más probable es que sea una secretaria, un contable o alguien por el estilo.
—Lo sé —respondió Sandy—. Pero yo he asumido una responsabilidad respecto a la mujer y al chico. Además, mi propia vida estará en juego mientras yo siga con ellos.
—Ahora dígame dónde se encuentran —pidió Charlie—. Me lo guardaré para mí e iré allí solo.
Sandy se lo comunicó.
—Con este tiempo… será mejor que me conceda cuarenta y cinco minutos —dijo Charlie.
—No pensamos ir a parte alguna —murmuró Sandy.
Colgó y se reunió en el garaje con los demás.
Cuando la lluvia comenzó la noche anterior, había habido un breve período de aparato eléctrico; pero no se había repetido en las últimas doce horas. Las tormentas de California solían ser mucho más mansas que las de otras partes del país. Aquí los relámpagos no eran un acompañamiento ordinario, y las violentas descargas eléctricas eran muy raras. Pero ahora, con sus colinas peligrosamente enfangadas, con la amenaza de los corrimientos de tierra, con sus calles inundadas y su costa batida por olas dos veces superiores a las normales, Laguna Beach se vio asaltada también, de forma inesperada, por formidables truenos y relámpagos. Acompañado de un estampido atronador que hizo temblar las paredes del edificio, un rayo catastrófico asaetó la tierra en algún lugar cercano, y durante un instante el día gris fue de una luminosidad cegadora. Con efectos estroboscópicos, la luz se coló por las puertas abiertas del garaje y por las sucias y altas ventanas, transmitiendo unos momentos de vida frenética a las sombras que se retorcieron y danzaron durante un segundo o dos. Le siguió sin pausa otro rayo, con un trueno todavía más estruendoso que hizo trepidar los cristales en sus manos, pero aún se dejó ver un tercer rayo y el asfalto mojado frente a la estación relució y expresó con reflejos centelleantes la cólera luminosa de las nubes.
Joey, que se había escapado de su madre hacia las puertas abiertas del garaje, daba un respingo cada vez que un trueno seguía al correspondiente relámpago; pero no se mostró asustado. Cuando los cielos se calmaron un momento, volvió la cabeza hacia su madre y dijo:
—¡Huau! Los fuegos artificiales de Dios, ¿verdad, mamá? ¿No fue eso lo que dijiste?
—Los fuegos artificiales de Dios —convino Christine—. Pero mejor será que te retires de ahí.
Otro rayo trazó un arco por el firmamento. El día pareció explotar cuando la corriente asesina lo atravesó. Fue peor que todos los anteriores, y el estampido no sólo hizo temblar las ventanas y las paredes sino que pareció también remover el fondo de la tierra. Sandy lo sintió incluso en los dientes.
—¡Huau! —exclamó el niño.
—Cariño, aléjate de esa puerta abierta —le dijo Christine.
El chico no se movió y al instante siguiente, su silueta quedó totalmente aureolada por una cadena de relámpagos todavía más fulgurantes que los precedentes, su potencia era tan impresionante, que el encargado de las bombas dejó caer, sobresaltado, una llave inglesa.
El perro gimió e intentó esconderse debajo del banco de trabajo. Christine corrió hacia Joey, lo cogió del brazo y lo apartó de la puerta.
—¡Huau, mamá, qué bonito!
Sandy intentó imaginar lo que sería sentirse niño otra vez, tan pequeño que no se apercibiera todavía de lo que es temible en este mundo, que la palabra «cáncer» no tuviera definición, que no tuviese ningún concepto real sobre el significado de la muerte, la inevitabilidad de los impuestos fiscales, el horror de la guerra nuclear ni la naturaleza traicionera del sistema circulatorio humano tan tendente al coágulo. ¿Qué se sentiría al ser niño otra vez, hasta el punto de poder contemplar con deleite una tormenta sin comprender que una chispa podría encontrar el camino hasta llegar a ti y freírte el cerebro en una diezmilésima de segundo? Sandy miró absorto a Joey Scavello y frunció el ceño. Se sintió viejo, sólo treinta y dos años pero terriblemente viejo.
Lo que le fastidió fue no poder recordar haber tenido jamás esa infancia tan desprovista de miedo, aunque él hubiera sido sin duda igual de inocente ante la muerte cuando tenía seis años. Se decía que los animales pasaban sus vidas sin ningún sentido de lo mortal, y parecía muy injusto que los hombres no disfrutaran del mismo privilegio. Los seres humanos no podían eludir el conocimiento de su muerte el cual, de modo consciente y subconsciente, les acompañaba cada hora de cada día. Si él hubiera podido cambiar unas palabras con esa fanática religiosa, Grace Spivey, habría querido saber cómo ella podía profesar semejante fe y devoción a un Dios que creaba seres humanos para dejarlos morir de una forma o de otra, pero siempre horrible.
Sandy suspiró. Estaba tendiendo a la morbosidad y eso no era lo suyo. A ese paso, necesitaría algo más que la habitual botella de cerveza cada noche antes de irse a la cama… Tal vez una docena de botellas. No obstante… le gustaría hacer esa pregunta a Grace Spivey.