Christine se arrodilló e hizo apartarse al perro.
Puso ambas manos sobre los hombros de Joey.
Por un momento, tuvo miedo de darle media vuelta, temió que su cara estuviese aplastada o los ojos reventados por algún escombro volador.
Entre gemidos y toses, en tanto que otra oleada de humo surgía de las calcinadas ruinas, Christine, muy despacio, lo colocó de espaldas. El rostro estaba intacto. Tenía tiznones pero no cortes ni fracturas visibles, y la lluvia estaba llevándose aprisa la suciedad. No vio ni rastro de sangre. ¡A Dios gracias!
Sus párpados se agitaron. Se abrieron. Los ojos fijaron la mirada.
Un golpe lo había dejado inconsciente, eso era todo.
El alivio que la invadió fue tan intenso que la hizo sentirse eufórica como si flotara a varios centímetros sobre el suelo.
Lo sostuvo entre sus brazos, y cuando los ojos del pequeño se aclararon, ella le colocó delante tres dedos y le preguntó cuántos veía.
El niño parpadeó y la miró confuso.
—¿Cuántos dedos, cariño? —repitió ella.
Él jadeó ansioso, limpiándose de humo los pulmones, y luego respondió:
—Tres. Tres dedos.
¿Y ahora cuántos?
—Dos.
Max, que había conseguido librarse de los pertinaces rosales, se reunió con ellos.
Christine dijo a Joey:
—¿Sabes quién soy yo?
El chiquillo se mostró desconcertado, no porque le costase dar la respuesta, sino porque le parecía inconcebible que ella le hiciera semejante pregunta.
—Eres mamá —dijo.
—¿Y cómo te llamas?
—¿Es que no sabes cómo me llamo?
—Quiero comprobar si lo sabes tú.
—Bueno. ¡Claro que lo sé! Me llamo Joseph. Joseph Anthony Scavello.
No había habido conmoción temporal.
Ya mucho más tranquila lo estrechó contra sí.
Sandy Breckstein se agazapó junto a ellos, tosiendo a consecuencia del humo. Tenía un corte en la frente sobre el ojo izquierdo y la sangre le cubría parte de la cara; pero no era nada serio.
—¿Se puede mover al muchacho? —inquirió.
—Se encuentra bien —dijo Max Steck.
—Entonces salgamos de aquí. Ellos pueden venir a curiosear y comprobar si los explosivos han dado buena cuenta de nosotros.
Max abrió la cancela.
Chewbacca salió como una flecha camino del callejón, y los demás le siguieron. Era un callejón angosto, formado a ambos lados por los patios traseros de casas, así como por algún que otro garaje. Numerosos cubos de basura esperaban la recogida. No había canalones ni alcantarillas y el agua corría a todo lo ancho hacia el desagüe al pie de la colina.
Cuando los cuatro anadeaban en medio del superficial torrente sin haber decidido todavía hacia dónde dirigirse, otra cancela se abrió dos casas más arriba y un hombre alto con un impermeable amarillo con capucha salió al callejón. Pese a la lluvia y la escasa luz, Christine pudo ver que el individuo empuñaba un arma.
Max levantó su revólver con ambas manos y gritó:
—¡Suéltala!
—Pero el desconocido disparó.
Max lo hizo también, tres disparos en rápida sucesión, y demostró tener mejor puntería que su enemigo. El fallido asesino recibió un balazo en la pierna y cayó incluso antes de que se extinguieran los ecos de los estampidos. Rodó sobre sí mismo salpicando agua, los pliegues de su impermeable amarillo semejaron las alas de un pájaro enorme y de brillantes colores. Chocó contra los cubos de basura, derribando algunos y casi desapareció bajo un montón de desperdicios. El arma se le escapó de la mano y rodó por el pavimento.
No se detuvieron a averiguar si el hombre estaba muerto o vivo. Podría haber otros «crepusculares» en las cercanías.
—Abandonemos esta vecindad —les apremió Max—. Busquemos teléfono para dar cuenta de esto y pedir un equipo de ayuda.
Con Sandy y Chewbacca abriendo la marcha y Max guardando la retirada, corrieron cuesta abajo resbalando un poco en el escurridizo asfalto pero sin llegar a caerse.
Christine miró hacia atrás dos o tres veces.
El hombre herido no se había levantado de entre los cubos derribados.
Nadie los persiguió.
¡Todavía no!
Doblaron a la derecha en el primer cruce y corrieron a lo largo de una calle llana que orillaba la ladera de la colina, pasando a un repartidor de leche que se apartó atónito de su camino. Se levantó un viento furioso, como si quisiera darles caza. Mientras ellos huían, los árboles batidos por las ráfagas cabecearon y se agitaron a su alrededor, los plumeros quebradizos de las palmeras entrechocaron con estrépito y una lata vacía de soda les pisaba los talones dando ruidosas volteretas.
Después de recorrer dos manzanas, el grupo abandonó la calle llana y entró en una avenida de pronunciada cuesta. Árboles imponentes, formando un túnel, acentuaron el tinte melancólico de aquel día gris, de modo que casi parecía más el atardecer que la madrugada.
Christine notó que el aliento le quemaba la garganta. Los ojos le escocieron todavía del humo, a pesar de que ya quedaba atrás, y el corazón le latió a un ritmo tan acelerado e impetuoso que le dolió el pecho. No pudo decirse hasta dónde aguantaría ese paso. No sería muy lejos.
Le asombró que las piernecitas de Joey se movieran con tanta energía. Ninguno de ellos se rezagó por consideración al niño; él se confió a sus propias fuerzas.
Un coche se les acercó cuesta arriba, sus luces asaetaron la neblina y las sombras profundas que arrojaban los árboles.
De súbito, Christine presintió que había gente de Grace Spivey detrás de esos faros. Cogió a Joey por el hombro y lo encaminó en otra dirección.
Sandy le gritó que se mantuviera a su lado, Max voceó algo que ella no pudo entender y Chewbacca comenzó a ladrar con furia, pero ella no les hizo caso.
¿Es que no veían cómo se aproximaba la muerte?
Oyó el motor del coche cada vez más ruidoso a sus espaldas. Fue un sonido feroz, hambriento.
Joey tropezó en un saliente de la acera y cayó de bruces.
Ella se lanzó sobre él para protegerlo del fuego mortífero que esperaba oír de un momento a otro.
El coche llegó a su altura. El gruñido de su ajetreado motor lo invadió todo.
—¡No! —gritó Christine.
Pero el coche los adelantó sin detenerse. Después de todo, no había sido la gente de Grace Spivey.
Christine se sintió ridícula cuando Max Steck la ayudó a levantarse. El mundo entero los perseguía. Eso era lo que le parecía a ella.