XXXV

La casa no tenía garaje sino sólo un cobertizo, lo cual significaba que necesitarían exponerse para alcanzar el Chevrolet verde. A Sandy no le gustaba pero no había elección salvo la de permanecer en la casa hasta la llegada de refuerzos, y su instinto elemental le dijo que eso sería un error.

Él fue el primero en abandonar la casa por la puerta lateral saliendo directamente al cobertizo. La techumbre le libró de la lluvia y el emparrado lateral de madreselva impidió la entrada del agua por un costado; pero por el lado descubierto, el gélido viento impulsó sábanas de lluvia contra su cara.

Antes de hacer la señal convenida a Christine y Joey para que salieran, marchó hacia el final del cobertizo y salió al camino porque quiso asegurarse de que nadie acechaba frente a la casa.

Llevó el abrigo; pero prescindió del paraguas para tener libres las manos; la lluvia le azotó la cabeza descubierta, le pinchó la cara, le resbaló por el cuello. No vio a nadie ante la puerta principal, ni a lo largo del camino, ni agazapado entre los arbustos, así que dio una voz a la mujer para que se metiera en el coche junto con el chico.

Él avanzó unos cuantos pasos más por el sendero de salida con el fin de echar una ojeada a la calle, y entonces vio el Dodge azul. Estaba aparcado a una manzana y media, cuesta arriba y al otro lado de la calle, mirando hacia la casa. En el preciso momento en que la descubría, la furgoneta se apartó del bordillo y avanzó hacia él.

Sandy volvió la cabeza y vio que Christine, cargada con dos maletas y escoltada por el perro alcanzaba el coche mientras que el chico le abría la puerta trasera.

—¡Esperen! —les gritó.

Volvió la vista hacia la calle. Ahora la furgoneta se acercó aprisa. ¡Demasiado aprisa, diablos!

—¡A la casa! —gritó Sandy.

La mujer debió de haber estado esperando algo así, porque sin vacilar ni un instante, sin preguntar lo que ocurría, soltó las maletas, arrebató a su hijo y salió disparada por donde había venido hacia la puerta abierta junto a la que esperaba Max.

El resto de la acción sucedió en pocos segundos pero el terror alteró de tal modo su sentido del tiempo que a Sandy le pareció que transcurrían varios minutos de pánico ingobernable.

Primero, la furgoneta le sorprendió al cruzar la calle y penetrar en el césped dos casas más allá. Pero no se detuvo allí ni volvió a la calle. Avanzó rugiente por el césped de aquella casa, aplastando flores, proyectando barro y hierba a su paso, derribando una pila para pájaros… Por un momento, los neumáticos se atascaron pero el motor rugió y el conductor siguió adelante con furia maníaca.

«¡Qué diablos…!».

Una puerta del vehículo se abrió de golpe, y el hombre que viajaba en ese lado se arrojó al suelo y rodó por el césped.

A Sandy le parecieron ratas abandonando un barco zozobrante.

La furgoneta arremetió contra la valla de madera que separaba ese jardín de la siguiente propiedad.

Detrás de Sandy, Max vociferó:

—¿Qué sucede?

Ya tan sólo quedó una casa entre el Dodge y esta propiedad.

Chewbacca ladró con furia.

El conductor dio más gas. Se acercó en tromba; como un tren expreso, como un cohete.

Su intención era demencial pero evidente: estrellar la furgoneta contra la casa donde ellos se ocultaban.

—¡Salid de ahí! —gritó Sandy a Christine, Joey y Max—. ¡Fuera de la casa! ¡Aprisa!

Max salió de estampida, y los tres, junto con el perro, volaron hacia el patio trasero, único lugar al que podían ir.

Lanzada cuesta abajo, la Dodge esquivó un Jacaranda en el jardín vecino y topó con la valla entre las dos propiedades.

Entretanto, Sandy había dado la espalda a la furgoneta y corría ya pegado al flanco de la casa.

Detrás de él, la valla de madera cedió con un crujido como de huesos rotos.

Pasó corriendo junto al coche, saltó sobre las maletas abandonadas gritando detrás de los demás, apremiándoles a alcanzar la valla del patio trasero y el estrecho callejón más allá de ella.

Pero ninguno logró llegar a ese punto antes de que la furgoneta embistiera con tremendo impulso contra la casa. Apenas lo hizo, una explosión ensordecedora hizo vibrar el ambiente saturado de lluvia y por un momento pareció que se derrumbaba el propio cielo y que la tierra le salía al encuentro.

¡Aquélla furgoneta había ido cargada de explosivos!

La onda expansiva alcanzó a Sandy, el cual sintió una oleada de aire abrasador, se vio rodando por el césped, atravesó impetuoso un macizo de azaleas y chocó contra la valla junto al callejón magullándose el hombro derecho; mientras tanto, surgieron llamas en la entrada de la casa, llamas y humo proyectándose hacia arriba en deslumbrante columna, y hubo una lluvia de escombros… ladrillos rotos, vigas astilladas, tejas, listones y cristales, el respaldo acolchado de un sillón pasó soltando su relleno, así como la tapa de un retrete, almohadones de sofá, trozos de alfombra… Se cubrió la cabeza con ambas manos y rezó para que no le golpeara nada pesado ni agudo.

Mientras los fragmentos caían a su alrededor, Sandy se preguntó si el conductor de la furgoneta habría saltado al igual que el hombre que viajaba a su lado. ¿Lo habría hecho en el último instante… o estaba tan comprometido en el asesinato de Joey Scavello que permaneció al volante de la furgoneta hasta chocar con la casa? Tal vez estuviese ahora entre los escombros, con los huesos pelados y las manos esqueléticas aferrando todavía el ennegrecido volante.

La explosión semejó una mano gigantesca que golpeó en la espalda a Christine. Ensordecida durante un momento, salió despedida lejos de Joey. En un silencio breve pero espeluznante, rodó sobre un macizo florido y fangoso, aplastando espesos ramos de siemprevivas rojas y purpúreas, percibiendo las oleadas de aire sobrecalentado que pareció vaporizar por unos instantes la lluvia. Una rodilla golpeó dolorosamente contra el muro bajo de ladrillo que rodeaba el arriate, se le llenó la boca de porquería y acabó deteniéndose en el costado del cenador con su densa cobertura de buganvilla. Todavía en silencio, tablones de cedro, cascotes de yeso y otros escombros no identificables llovieron sobre ella y alrededor. Su oído empezó a recobrarse cuando el tostador que había utilizado poco antes para hacer el desayuno, cayó en la hierba y se alejó un trecho dando saltos como si fuera una cosa viva, arrastrando su cordón cual una cola. Un objeto pesadísimo, quizás una viga o un gran trozo de mampostería cayó sobre el techo del cenador en forma de túnel hundiéndolo. La pared contra la que se respaldaba ella se derrumbó hacia adentro, cubriéndola con ramas de buganvilla, y entonces se dio cuenta de lo cerca que la había rondado la muerte.

—¡Joey! —gritó.

No hubo respuesta.

Se apartó del ruinoso cenador, consiguió ponerse a gatas y por fin se levantó tambaleante.

—¡Joey!

Silencio.

Un humo maloliente atravesó el jardín procedente de la casa demolida; combinado con la persistente niebla y la lluvia batida por el viento, redujo la visibilidad a unos cuantos palmos. No logró ver a su pequeño ni supo a dónde mirar, de modo que marchó a ciegas hacia su izquierda respirando con dificultad a causa del humo acre y de su propio pánico, que era como un torno oprimiéndole el pecho. Tropezó con la puerta achicharrada y retorcida del frigorífico, se abrió paso entre dos diminutos naranjos, uno de los cuales se adornaba con una sábana hecha jirones, y pisó la puerta trasera de la casa que estaba de plano sobre la hierba a nueve metros de lo que había sido su marco. Encontró a Max Steck. El hombre vivía y estaba intentando desenredarse de una maraña espinosa de varios rosales entre los cuales había caído. Lo dejó atrás. Continuó llamando a Joey, y siguió sin obtener respuesta. Entonces, entre los múltiples escombros, descubrió un extraño e inquietante objeto, el muñeco E. T., uno de sus juguetes favoritos que había sido abandonado en la casa. La explosión le había arrancado las piernas y un brazo. La cara estaba abrasada. El redondo y pequeño vientre había reventado y por la abertura salía el relleno. A pesar de ser tan sólo un muñeco, parecía un presagio de muerte, un anuncio de lo que ella encontraría cuando diese al fin con Joey. Empezó a correr, sin perder de vista la valla, contorneando la casa, buscando frenética a su hijo entre tropezones y caídas, rezando para encontrarlo vivo y de una sola pieza.

—¡Joey!

Nada.

—¡Joey!

Ninguna respuesta.

Los ojos le escocían a causa del humo. Era difícil ver.

—¡Joooeeey!

Y entonces lo descubrió. Yacía en la parte trasera de la propiedad, junto a la cancela del callejón, boca abajo e inmóvil sobre el césped, empapado de lluvia. Chewbacca estaba a su lado husmeándole el cuello, intentando arrancarle una respuesta; pero el niño no podía responder, permanecía muy quieto, demasiado quieto.