XXXIII

Con ayuda de sus prismáticos, Sandy Breckenstein había logrado leer, la tercera vez que pasó ante la casa, la matrícula de la furgoneta Dodge azul con una escena de surf pintada al costado. Mientras Christine Scavello corría a la cocina para anunciar a Max la presencia del vehículo sospechoso, Sandy telefoneó a Julie Gethers, el enlace de Klemet & Harrison con la Policía, y le pidió una pista del Dodge.

Ahora, mientras esperaba la respuesta de Julie, se apostó tenso ante la ventana agarrando los prismáticos.

Al cabo de cinco minutos, la furgoneta dio una cuarta pasada marchando esta vez cuesta arriba.

Sandy le enfocó los prismáticos y vio, aunque de forma borrosa, dos hombres detrás del parabrisas anegado por la lluvia.

Ambos parecían tener un particular interés por la casa.

Luego, se alejaron. Sandy casi deseó que hubiesen aparcado allí delante. Al menos podría tenerlos vigilados. No le gustó perderlos de vista.

Mientras Sandy seguía plantado junto a la ventana, mordiéndose el labio y lamentando no haberse hecho contable como su padre, Julie, en el cuartel general, establecía contacto con el Departamento de Vehículos a Motor, y luego con la oficina del sheriff del Condado de Orange. Gracias a los ordenadores de ambas agencias, la información llegó rauda, y ella pudo transmitírsela a Sandy doce minutos después. Según el Departamento, la furgoneta azul estaba registrada a nombre de Emanuel Luis Spado, de Anaheim. Y según la oficina del sheriff, que compartía datos candentes con todas las demás agencias policiales del Condado, Mr. Spado había denunciado el robo de su vehículo a las seis de aquella misma mañana.

Tan pronto como tuvo dicha información, Sandy fue a la cocina y se la trasladó a Max, quien le escuchó con no menos inquietud.

—Eso significa follón —masculló Max sin rodeos.

Christine Scavello, que había hecho colocarse a su hijo en el rincón del frigorífico, dijo:

—Pero ese vehículo no pertenece a la iglesia.

—Claro. Sin embargo, podría haberlo robado alguien de la iglesia —dijo Sandy.

—Para establecer cierta distancia entre el grupo religioso y cualquier ataque que ellos puedan desencadenar aquí contra nosotros —explicó Max.

—El hecho de que alguien pase por esta calle en una furgoneta robada, podría ser sólo una coincidencia —dijo la mujer con escasa convicción.

—No he conocido jamás una coincidencia que me guste —dijo Max sin quitar la vista del jardín trasero de la casa.

—Ni yo —corroboró Sandy.

—¿Pero cómo nos habrán encontrado? —inquirió Christine.

—Ni idea —farfulló Sandy.

—¡Qué me cuelguen si lo sé! —exclamó Max—. Tomamos todas las precauciones imaginables.

Pero todos ellos pensaron en la explicación más probable: Grace Spivey había plantado un confidente en Klemet & Harrison.

Ninguno de los tres quiso decirlo. Tal posibilidad era demasiado pavorosa.

—¿Qué dijiste al cuartel general? —preguntó Max.

—Que enviaran ayuda —repuso Sandy.

—¿Crees que debemos esperar a que llegue?

—No.

—Yo tampoco. Aquí ofrecemos un blanco muy fácil. Éste lugar fue una buena idea solamente mientras nos figurábamos que nadie lo encontraría. Ahora nuestra mejor opción es abandonarlo cuanto antes, ponernos en movimiento sin darles tiempo a que se enteren de que los hemos localizado. Ellos no esperarán que levantemos el campo de forma tan súbita.

Sandy se mostró conforme. Luego se volvió hacia Christine.

—Coja los abrigos. Y no más de dos maletas porque tendrá que llevarlas usted misma. En el camino hacia el coche, Max y yo necesitamos tener las manos libres; no podemos ocuparlas con el equipaje.

La mujer asintió. Pareció anonadada. La cara del niño se tornó de una lividez grisácea. Incluso el perro pareció preocupado. Olfateó el aire, ladeó la cabeza y lanzó un gemido peculiar.

Sandy no pudo decir que se encontrara mejor. Él sabía lo que les había sucedido a Frank Reuther y a Pete Lockburn.