XXXII

El doctor Denton Boothe, psicólogo y psiquiatra, era una prueba viviente de que los herederos de Freud y Jung no conocían tampoco todas las respuestas. Una pared de su despacho estaba cubierta con diplomas de las universidades más prestigiosas de la nación, galardones otorgados por colegas suyos en media docena de organizaciones profesionales y doctorados honoríficos de instituciones docentes de cuatro países. A lo largo de treinta años, había escrito el tratado sobre psicología general más difundido y celebrado, y su posición como uno de los expertos de mayor sapiencia en su especialidad, la psicología patológica, era irrebatible. Sin embargo, por muchos que fueran sus conocimientos y experiencia, Boothe no carecía de problemas privados.

Era gordo. No de una tolerable robustez, sino gordo. Su peso excesivo resultaba brutal, abrumador. Cuando Charlie se encontraba con Denton Boothe (Boo para los amigos) después de no haberlo visto durante unas semanas, se sorprendía siempre ante la inmensidad del hombre; nunca le parecía recordar que estuviese tan gordo. Medía un metro setenta y ocho, más o menos la estatura de Charlie, pero pesaba ciento diez kilos. Su cara era una buena imitación de la luna. Su cuello, el basamento de una columna. Sus dedos semejaban morcillas. Cuando se sentaba, inundaba los sillones.

Charlie no podía entender por qué Boothe, un hombre capacitado para diagnosticar y tratar las neurosis incluso de pacientes reacios a todo tratamiento, era incapaz de corregir su apetito devorador y compulsivo. ¡Un verdadero enigma!

Pero ni su volumen desusado ni los problemas psicológicos subyacentes, podían alterar el hecho de que Boo fuera un hombre encantador y afable, divertido y pronto para la risa. A pesar de que tenía quince años más que Charlie y era muchísimo más ilustrado, ambos habían congeniado en su primer encuentro y eran buenos amigos desde hacía varios años. Cenaban juntos una o dos veces al mes, intercambiaban regalos en Navidad, y se esforzaban por mantenerse en contacto, lo cual sorprendía algunas veces a ambos.

Boo recibió a Charlie y a Henry en su despacho, en un apartamento de chaflán perteneciente a un rutilante rascacielos de Costa Mesa, y se empeñó en enseñarles su última hucha antigua. Coleccionaba huchas animadas con mecanismos de relojería que enrevesaban un poco el depósito de monedas. Tenía por lo menos dos docenas distribuidas en diversos lugares del despacho. La nueva era un complicado artefacto comparable por su tamaño a un humectador de cigarros puros; sobre la tapadera, estaban plantadas las figurillas metálicas, pintadas a mano, de dos barbudos buscadores de oro flanqueando a un asno representado con notable comicidad. Boo puso una moneda de veinticinco centavos en la mano de un buscador y pulsó un botón a un lado de la hucha. La mano del muñeco se alzó para alargar la moneda al segundo buscador, pero la cabeza del asno se abatió y apresó la moneda entre sus mandíbulas mientras el buscador la soltaba. El burro alzó otra vez la cabeza y la moneda descendió por su gaznate al interior de la hucha, mientras los dos buscadores meneaban la cabeza desalentados. En la albarda del pollino se leía su nombre: Tío Sam.

—El artilugio data de 1903. Hay sólo ocho ejemplares en el mundo, que se sepa —dijo enorgullecido—. Se titula «El recaudador de contribuciones»; pero yo le llamo «No hay justicia en un universo de borricos».

Charlie se rió; pero Henry pareció desconcertado.

Se acomodaron en un rincón de la estancia donde había sillones grandes y confortables alrededor de un velador cubierto de cristal. El sillón de Boo dejó escapar un suave gruñido cuando el psiquiatra hizo descansar su cuerpo en él.

Como el despacho estaba en el chaflán, la habitación tenía dos paredes maestras que eran de cristal en su mayor parte. El edificio daba la espalda a otras estructuras descomunales de Costa Mesa y miraba hacia una de las pocas comarcas agrícolas que aún quedaban en esta parte del país. Por tanto, no parecía que hubiese nada al frente, salvo un vacío gris compuesto de nubes revueltas, velos traslúcidos de niebla y abundante lluvia que resbalaba por las paredes de cristal formando un río vertical. Aquello causaba un efecto desorientador, como si el despacho de Boothe no existiera en este mundo sino en una realidad supletoria, en una nueva dimensión.

—¿Has dicho que se trata de Grace Spivey? —preguntó Boothe.

Él tenía un interés especial por las psicosis religiosas y había escrito un libro sobre la psicología de los líderes del culto. Grace Spivey le intrigaba, y él se había propuesto incluir un capítulo sobre ella en su próxima obra.

Charlie refirió a Boo lo de Christine y Joey, su encuentro con Grace en la South Coast Plaza y los atentados contra su vida.

Y aquel psicólogo, que no gustaba de la solemnidad con sus pacientes, que utilizaba el engatusamiento y el buen humor como parte de su terapia, y cuyo rostro no se ensombrecía jamás hizo un gesto de desagrado y dijo:

—Mala cosa. Muy mala. Siempre he tenido a Grace por una creyente sincera, no por una farsante de las que explotan el timo religioso para ganarse unos pavos. Ha estado siempre convencida de que el mundo se acerca a su fin. Pero jamás llegué a imaginar que estuviese tan enfangada en esa fantasía psicótica. —Suspiró y contempló el tempestuoso panorama que se dominaba desde su decimosegundo piso—. Mira, ella habla mucho acerca de sus «visiones», las emplea para fustigar a sus seguidores hasta el frenesí. Yo he pensado siempre que no las tiene, que tan sólo finge tenerlas porque ha percibido que son una buena herramienta para hacer conversos y meter en cintura a los discípulos. Mediante las visiones, puede hacer que Dios ordene a sus acólitos hacer las cosas que ella quiere, cosas que quizás esa gente se negaría a aceptar si no creyera que las órdenes provienen directamente del cielo.

—Pero si ella es una creyente sincera —planteó Henry—, ¿cómo justifica esa falsedad ante su propia conciencia?

—¡Ah, fácil, fácil! —dijo el psicólogo apartando la mirada de la mañana henchida de lluvia—. Lo justifica diciendo que ella sólo transmite a sus seguidores las cosas que Dios les habría ordenado si se le hubiese aparecido en sus visiones. La segunda posibilidad, que resulta más perturbadora, es que ella vea y oiga de verdad a Dios.

—No querrás decir que le ve, en sentido literal —observó sorprendido Henry.

—No, no —atajó Boo agitando una mano rolliza.

Él era un agnóstico, flirteaba con el ateísmo. Algunas veces decía a Charlie que, considerando el estado miserable del mundo, Dios debía de estar pasando unas vacaciones prolongadas en Albania, Tahití, Cleveland o cualquier otro rincón remoto del universo donde las noticias no le llegaban.

—Quiero decir —continuó— que ella está viendo y oyendo a Dios pero, claro está, él es tan sólo un producto de su mente enfermiza. Cuando las personas psicóticas se pasan de la raya lo suficiente, suelen tener visiones, unas veces de naturaleza religiosa, otras no. Pero yo no habría creído jamás que Grace se hubiera distanciado tanto de los límites.

—Ha ido tan lejos —dijo Charlie— que, en el lugar adonde ha llegado, no tienen siquiera Taco Bells.

Boo se rió, no con tanta espontaneidad como Charlie hubiera deseado, pero se rió, lo cual era siempre preferible al ceño que le ponía tan nervioso. Boo no estaba encorsetado en el lenguaje profesional, nada era sagrado para él; tan pronto empleaba el término «mochales» como el de «perturbado mental». Y entonces dijo:

—Pero si Grace ha soltado por completo sus amarras, habrá algo en esa situación que será difícil de explicar.

Charlie se volvió hacia Henry y comentó:

—A él le encanta explicar cosas. Es un pedante nato. Intentará explicarte lo que es la cerveza mientras la estás bebiendo. Y no le pidas que te explique el significado de la vida porque entonces nos quedaremos aquí hasta que empiece a funcionar nuestro fondo de jubilación.

Boothe conservó su aire grave, lo cual no era característico de él.

—Ahora mismo no es el significado de la vida lo que me hace cavilar. Dices que Grace se ha distanciado de los límites, y me da la impresión de que estás en lo cierto. Pero, fíjate, si ella cree de verdad toda esa historia del Anticristo, y si se propone matar a un niño inocente, entonces padecerá sin duda una esquizofrenia paranoica con fantasías apocalípticas y megalomanía. Sin embargo, cuesta imaginar que alguien en semejantes condiciones sea capaz de actuar como una figura autoritaria y de dirigir el negocio de su culto.

—Quizás algún otro se ocupe de eso —sugirió Henry—. Tal vez ella sea sólo una figura representativa. Es posible que haya quien la esté utilizando.

Boothe negó con la cabeza.

—Es endiabladamente difícil manipular a un esquizofrénico paranoico del modo que usted sugiere. Ésas personas son demasiado imprevisibles. Pero si ella se ha vuelto verdaderamente violenta, si ha empezado a obrar con arreglo a sus profecías fatídicas, no tiene que estar loca por fuerza. Podría haber otra explicación.

—¿Por ejemplo? —inquirió Charlie.

—Pues, por ejemplo… quizás haya decepcionado a sus seguidores. Quizás el culto esté desintegrándose y ella recurra a esas medidas drásticas para renovar el entusiasmo de sus discípulos y retener su lealtad.

—No —dijo Charlie—. Ella está chiflada.

Y refirió a Boo la macabra entrevista mantenida poco antes con Grace.

Boothe mostró asombro.

—¿Se atravesó de verdad las manos con clavos?

—Bueno, eso no lo presenciamos —reconoció Charlie—. Tal vez uno de sus adictos empuñara el martillo. ¡Pero ella colaboró sin lugar a dudas!

Boo cambió de posición y su sillón se quejó.

—Existe otra posibilidad. La aparición espontánea de los estigmas de la crucifixión en las manos y los pies de personas psicóticas con complejos de persecución religiosa es un fenómeno raro pero no insólito.

Henry Rankin se maravilló.

—¿Quiere decir usted que fueron reales? ¿Quiere decir… que Dios se los hizo?

—¡Ah, no! No pretendo insinuar que eso fuera una señal sagrada genuina ni nada por el estilo. Ahí Dios no tuvo la menor intervención.

—Celebro oírte decir eso —manifestó Charlie—. Por un momento temí que te nos volvieras místico de repente. Y hay dos cosas que no espero verte hacer jamás: una que te vuelvas místico y otra que te hagas bailarín de ballet.

La expresión cavilosa en el rostro del hombre gordo no se disipó.

—¡Por Dios, Boo! —exclamó Charlie—. Yo estoy ya atemorizado; pero si la situación te preocupa tanto, me parece que no lo estoy ni la mitad de lo que debiera.

—Me hallo preocupado —confesó Boothe—. Respecto al fenómeno del estigma existen algunas pruebas de que, en un estado de frenesí mesiánico, una persona psicótica puede ejercer control sobre su cuerpo… sobre la estructura de los tejidos… y casi… Bueno, un control psíquico que la ciencia médica no puede explicar. Como esos santones hindúes que caminan sobre ascuas o se tienden sobre clavos de punta e impiden toda lesión mediante un acto de voluntad. Las heridas de Grace serían la otra cara de la moneda.

Henry, que gustaba de todo lo razonable, ordenado y previsible, y esperaba que el universo fuese tan nítido y pulcro como su propio guardarropa, se mostró turbado a todas luces con aquella charla sobre facultades psíquicas.

—¿Entonces, pueden hacer sangrar su propio cuerpo sólo con pensar en ello? —preguntó.

—Probablemente no tendrán que pensarlo siquiera. Al menos de una manera consciente —contestó Boo—. Los estigmas son el resultado de un intenso deseo subconsciente de ser una figura o un símbolo religioso, de verse venerado o de formar parte integral de algo mucho más grandioso que uno mismo, algo cósmico —mientras hablaba, cruzó las manos sobre su amplio estómago—. Por ejemplo… ¿Qué sabéis acerca del supuesto milagro de Fátima?

—No mucho —respondió Charlie.

—La Virgen María se apareció allí a mucha gente, miles de personas —dijo Henry—. Fue allá por los años veinte, si mal no recuerdo.

—Una visita divina, portentosa y conmovedora… o uno de los casos más increíbles de histeria e hipnosis colectiva que jamás se ha registrado —dijo Boo, inclinándose a favor de la segunda hipótesis a juzgar por su expresión—. Centenares de fieles afirmaron haber visto a la Virgen María y describieron unos cielos turbulentos tiñéndose con todos los colores del arco iris. Entre los presentes, una multitud inmensa, dos personas mostraron los estigmas de la crucifixión; las manos de un hombre comenzaron a sangrar, y unos orificios de clavos aparecieron en los pies de una mujer. Otros más aseguraron que, sin haberse dado cuenta de nada, encontraron pequeñas punzadas formando circulo alrededor de la cabeza. Hay un caso bien documentado de un espectador que lloró lágrimas de sangre; el reconocimiento médico subsiguiente no halló ninguna lesión en los ojos ni descubrió ninguna causa posible de la sangre. En suma, la mente humana sigue siendo un mar inexplorado en gran parte. Aquí hay misterio —dijo al tiempo que se golpeaba la cabeza con un grueso dedo—, un misterio que tal vez no podamos desentrañar jamás.

Charlie se estremeció. Era espeluznante pensar que Grace se había abismado tanto en la locura que podía hacer sangrar espontáneamente su cuerpo, con el designio exclusivo de dar peso a sus fantasías enfermizas.

—Desde luego, tú tienes razón, probablemente, acerca del martillo y los clavos —prosiguió Boo—. Los estigmas espontáneos de la crucifixión son raros. Es de suponer que Grace se los hiciera ella misma… o que se lo ordenara hacer a alguno de los suyos.

La lluvia descendió arrolladora por las paredes de cristal, y un pájaro negro, lastimosamente empapado, llegó raudo buscando refugio del gélido aguacero; pero salió disparado sin llegar a estrellarse contra la ventana.

Pensando en lo que les había referido Boothe sobre lágrimas de sangre y estigmas infligidos mentalmente, Charlie dijo:

—Me parece que he descubierto por casualidad el significado de la vida.

—¿Y cuál es? —inquirió Boo.

—Creo que todos nosotros protagonizamos una película de horror cósmica que se proyecta en el cinematógrafo privado de Dios.

—Podría ser —admitió Boo—. Si lees bien la Biblia, comprobarás que Dios puede concebir castigos mucho más horribles que los que puedan haber soñado siquiera Tobe Hooper, Steven Spielberg o Alfred Hitchcock.