A las ocho del martes, Charlie se encontró con Henry Rankin frente a la Iglesia del Crepúsculo: era un edificio de estilo español, con ventanas de vidrio coloreado, tejado rojo, dos campanarios y una ancha escalinata que conducía a seis puertas de roble macizo y tallado. La lluvia caía sesgada contra ellas, corría por los peldaños y formaba sucios charcos en la resquebrajada acera. Las puertas necesitaban reparaciones y el edificio estaba pidiendo a gritos un encalado; tenía un aspecto sórdido, descuidado; pero eso hacía juego con la vecindad que se venía deteriorando desde hacía décadas. Antaño, aquella iglesia fue el hogar de una congregación presbiteriana, que había huido para refugiarse diez manzanas más allá en una nueva sede que no estaba rodeada de tantos almacenes abandonados, comercios poco prósperos y casas desmoronadizas.
—Pareces agotado —comentó Henry plantado al pie de la escalinata con un enorme paraguas negro, y un tanto ceñudo al ver aproximarse a Charlie sosteniendo su propio paraguas.
—No me he acostado hasta las tres y media —informó.
—Intenté concertar esta cita para más tarde —explicó Henry—. Pero ésta era la única hora en que esa mujer podía vernos.
—No te preocupes. Si hubiese sido más tarde, me habría pasado el tiempo tumbado y mirando el techo. ¿Habló la Policía con ella anoche?
Henry asintió.
—Ésta mañana he conversado con el teniente Carella. Han interrogado a la Spivey y ella lo negó todo.
—¿Y se lo creyeron?
—Ellos sospechan, aunque sólo sea porque tienen también sus propios problemas con algunos de esos cultos.
Cada vez que pasaba un coche por la calle sus neumáticos silbaban sobre el pavimento húmedo como si los dominara una cólera viperina.
—¿Les ha sido posible identificar a alguno de esos tres muertos?
—Todavía no. Respecto a las armas, sus números de serie corresponden a un cargamento que expidió un mayorista de Nueva York a una cadena comercial de artículos deportivos del Sudoeste, hace dos años. Aquél cargamento no llegó nunca a destino. Lo robaron. Así que esas armas han sido compradas en el mercado negro. No hay forma de averiguar quién las vendió ni quién las adquirió.
—Ellos borran bien su rastro —comentó Charlie.
Llegó la hora de hablar con Grace Spivey. No esperaba gran cosa de ello, pues tenía muy poca paciencia con el charloteo psicótico al que solían entregarse esos tipos de los cultos. Además, después de la pasada noche, cualquier cosa parecía posible; aquellos exaltados podrían arriesgarse incluso a cometer asesinatos en su propio umbral.
Miró hacia su coche, junto al bordillo, donde uno de sus hombres, Carter Rilbeck, esperaba al volante. Carter aguardaría allí y pediría ayuda si ellos no salían al cabo de media hora. Por añadidura, tanto Henry como él llevaban pistolas en las fundas sobaqueras.
La rectoría estaba a la izquierda del templo, apartada de la calle, ante un cuadro de césped, entre dos árboles que pedían a gritos una poda. Se hallaba rodeada por unos macizos que evidenciaban encontrarse ayunos de cuidados durante meses. A semejanza de la iglesia, la rectoría requería reparaciones urgentes. Según dedujo Charlie, si uno pensaba que el fin del mundo era inminente, como creían a pies juntillas aquellos «crepusculares», era lógico no perder el tiempo en naderías como atender el jardín y reparar la casa.
El porche de la rectoría tenía una puerta chirriante, y el timbre dejaba oír un sonido tenue, destemplado e irregular, que parecía más el chillido de un animal que un sonido mecánico.
De súbito, se descorrió la cortina que cubría el ventanillo en el centro de la puerta. Apareció el orondo rostro de una mujer gruesa que los miró con protuberantes ojos verdes durante un largo momento; luego, corrió otra vez la cortina, les franqueó la entrada y les hizo pasar a un sórdido vestíbulo.
Cuando la puerta estuvo cerrada de nuevo y la voz susurrante de la tormenta decreció un poco, Charlie dijo:
—Me llamo…
—Sé quién es usted —le interrumpió con sequedad la mujer.
Los condujo a través del vestíbulo hacia una cámara que se hallaba a mano derecha y cuya puerta estaba entornada. La abrió del todo y les indicó por señas que penetraran. La mujer no les acompañó ni los anunció, se limitó a cerrar y a dejarles que se presentaran por su cuenta. A todas luces, la cortesía elemental no era un ingrediente en el estofado de cristiandad y profecías fatídicas que los seguidores de la Spivey habían cocinado para sí.
Charlie y Henry se encontraron en una habitación de seis metros por cinco, amueblada de forma somera y barata. Varios clasificadores se alineaban en una pared. El centro estaba ocupado por una sencilla mesa metálica sobre la que había un bolso de mujer y un cenicero; detrás de la mesa, una silla plegable, también de metal, y delante otras dos iguales. Nada más. Ni cortinas en las ventanas. Ni mesas, ni armarios ni cachivaches. Tampoco había lámparas, tan sólo el aplique del techo que difundía un resplandor amarillento mezclándose con la luz lívida de la tormenta que llegaba a través de las altas ventanas y daba a la estancia un aspecto lúgubre.
Quizá lo más extraño de todo fuera la falta total de objetos religiosos: ni cuadros representando a Cristo, ni imágenes de figuras bíblicas o ángeles, ni encajes con mensajes religiosos bordados, ni ninguno de los objetos sagrados, o cursilerías según cada punto de vista, que cualquiera esperaría encontrar entre los fanáticos del culto. Tampoco habían visto nada de eso en el vestíbulo.
Grace Spivey estaba de pie al fondo de la habitación, junto a una ventana, dándoles la espalda y contemplando la lluvia.
Henry carraspeó.
Ella no se movió.
—¿La señora Spivey? —preguntó Charlie.
La mujer dio por fin media vuelta y se encaró con ellos. Iba vestida toda de amarillo: blusa de un amarillo pálido, alegre bufanda amarilla con lunares, falda de un amarillo oscuro y zapatos amarillos. Lucía brazaletes amarillos en cada muñeca y media docena de sortijas con piedras amarillas. El efecto era ridículo. La luminosidad de su vestimenta servía tan sólo para acentuar la palidez de su cara tumefacta, el carácter marchito de su piel marcada por la edad. Parecía estar dominada por caprichos seniles y creerse una jovencita de doce años camino de una fiesta para celebrar el cumpleaños de una amiga.
Su pelo gris aparecía revuelto; pero sus ojos mostraban más desorden todavía. Incluso desde aquella distancia se veía que eran unos ojos implacables y extraños.
Su postura era rígida, hombros enhiestos, brazos caídos y apretados contra el cuerpo, manos tensas formando puños.
—Soy Charles Harrison —se presentó—. Y éste es mi asociado, el señor Rankin.
Ella se adelantó dos pasos, tambaleándose como una borracha. Su rostro se contrajo, la blanca piel palideció aún más. Luego, dio un grito de dolor, estuvo a punto de caerse; pero se recobró a tiempo y se quedó oscilando como si el suelo se moviese bajo sus pies.
—¿Le ocurre algo? —inquirió Charlie.
—Tendrán que ayudarme —murmuró ella.
Él no se había esperado nada semejante. Imaginó que encontraría una mujer recia, con una personalidad vital, magnética, un tipo dominante que les haría perder el equilibrio desde el principio. Por el contrario, fue ella quien lo perdió, y de la forma más literal posible.
Siguió de pie; pero encogida, como si el dolor la partiera en dos. Sin embargo, conservó la rigidez y sus manos continuaron apretadas.
—Ayúdenme a sentarme antes de que caiga —pidió ella—. Son mis pies.
Charlie y Henry se le acercaron.
Harrison le miró los pies y quedó atónito al ver sangre en ellos. La cogió del brazo izquierdo y Henry del derecho, y entre ambos la llevaron casi en vilo hasta la silla que había detrás de la mesa metálica. Cuando se sentó, Charlie observó que tenía una herida abierta en cada empeine bajo la lengüeta de cada zapato, dos orificios idénticos como hechos con algo puntiagudo, no una navaja sino algo penetrante… quizás un punzón de hielo.
—¿Quiere usted que llame a un médico? —preguntó desconcertado al verse de pronto tan solícito.
—No —rechazó ella—. Nada de médicos. Por favor, siéntense.
—Pero…
—Me pondré bien. Todo saldrá a pedir de boca. Dios vela por mí, ya sabe. Dios es bueno conmigo. Siéntense. Por favor.
Confusos, se aproximaron a las dos sillas al otro lado de la mesa; pero antes de que pudieran sentarse, la anciana abrió las manos y les mostró las palmas.
—Miren —susurró apremiante—. ¡Miren esto! ¡Fíjense bien!
El espantoso espectáculo impidió a Charlie sentarse. Cada palma tenía otro orificio sangrante como los de sus pies. Mientras él miraba estupefacto las heridas, la sangre empezó a brotar.
¡Lo más increíble era que ella estaba sonriendo!
Charlie dirigió una mirada a Henry y halló en sus ojos la misma expresión inquisitiva que, seguramente, tendrían los suyos: ¿Qué diablos estaba ocurriendo allí?
—¡Es por ustedes! —exclamó excitada la anciana.
Se inclinó hacia ellos extendiendo los brazos a través de la mesa, enseñándoles las palmas, incitándoles a mirar.
—¿Por nosotros? —inquirió pasmado Charlie.
—Una señal —respondió ella.
—¿Señal?
—Un signo sagrado.
Harrison le observó con fijeza las manos.
—¡Estigmas! —exclamó madre Grace.
«¡Dios mío, esta mujer debería estar en un manicomio!».
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Charlie, se retorció en la base del cuello y le dio un latigazo glacial.
—Las heridas de Cristo —aclaró ella.
«¿Dónde nos hemos metido?», se preguntó el investigador.
—Mejor será que llame a un médico —propuso Henry.
—No —rehusó ella en voz baja pero autoritaria—. Éstas heridas duelen, sí; pero es un dolor dulce, un dolor benéfico, un dolor purificador, y no se infectarán; se curarán por si solas. ¿Es que no lo entienden? Son las heridas que padeció Cristo, los orificios hechos por los clavos que le crucificaron.
«Está loca de atar», pensó Charlie. Y miró intranquilo hacia la puerta preguntándose a dónde habría ido la mujer del rostro orondo. ¿A buscar a otras dementes? ¿Se disponía a organizar el escuadrón de la muerte? ¿Preparaban algún sacrificio humano? ¿Y tenían la desfachatez de llamar cristianismo a eso?
—Sé lo que está pensando —dijo Grace Spivey con voz cada vez más alta y enérgica—. Usted no cree que yo tenga aspecto de profetisa. Usted no cree que Dios se manifieste mediante una vieja con apariencia de loca como yo. Pero es así como actúa el Señor. Cristo caminó con los proscritos, fue amigable con los leprosos, las prostitutas, los ladrones y los deformes, y los envió por el mundo para propagar Su Palabra. ¿Saben ustedes por qué? ¿Lo saben?
Ahora ella habló a grito pelado, de tal modo que su voz retumbó en las paredes, haciendo recordar a Charlie un evangelista de la televisión que hablaba a un ritmo hipnótico y era la viva imagen de un actor bien preparado.
—¿Saben ustedes porqué Dios elige a los mensajeros más inconcebibles? —insistió ella—. Porque quiere ponerlos a prueba. Cualquiera se sentiría tentado a creer en las prédicas de un niño bonito, un pastor con la cara de Robert Redford y la voz de Richard Burton. ¡Pero sólo los justos, sólo aquéllos que quieren creer de verdad en la Palabra… los que tienen suficiente fe, reconocerán y aceptarán la Palabra cualquiera que sea el mensajero!
Su sangre goteó sobre la mesa. Su voz se alzó hasta hacer vibrar las vidrieras.
—Dios los está probando. ¿No pueden oír ustedes su mensaje desentendiéndose del mensajero? ¿Son sus almas lo bastante puras para permitirles oír? ¿O hay dentro de sus cuerpos una corrupción que los deja sordos?
Charlie y Henry quedaron sin habla. En su parrafada había un componente hipnótico que los entontecía y reclamaba toda su atención.
—¡Escuchen, escuchen, escuchen! —les apremió—. Escuchen lo que les digo. Dios me procuró estos estigmas poco antes de que ustedes llamaran a la puerta. Él me ha hecho una señal, la cual sólo puede significar una cosa: ustedes no están todavía bajo la férula de Satanás, y el Señor les brinda una oportunidad para redimirse. Al parecer, ustedes no se dan cuenta de que la mujer es lo que su hijo es. Si ustedes están enterados y, no obstante, los protegen, Dios no les ofrecerá la redención. ¿Saben ustedes lo que son ellos? ¿Lo saben?
Charlie se aclaró la garganta, parpadeó y se libró de la bruma que le había velado por unos instantes el pensamiento.
—Yo sé lo que usted cree que ellos son —dijo.
—No es lo que yo creo. Es lo que yo sé. Es lo que Dios me ha dicho. El muchacho es el Anticristo. La madre es la Virgen negra.
Charlie no había esperado que la mujer fuera tan directa. Tuvo la seguridad de que ella iba a negar todo interés en Joey, al igual que hizo con la Policía. Quedó sorprendido ante tanta franqueza y no sabía cómo interpretarla.
—Yo sé que ustedes no están grabando esta conversación —dijo ella—. Aquí tenemos instrumentos que habrían detectado la grabadora. Se me habría alertado. Así que puedo hablar con toda sinceridad. Ése muchacho ha llegado para gobernar la tierra durante mil años.
—Tiene sólo seis —dijo Charlie—. Y es como cualquier otro niño de esa edad.
—No —rechazó ella extendiendo todavía más las manos para mostrar la sangre que manaba de las heridas—. No. Es algo mucho peor. Debe morir. Nosotros debemos matarlo. Es el deseo de Dios, la obra de Dios.
—Usted no puede arrogarse…
Ella le interrumpió.
—Ahora que están advertidos, ahora que Dios les ha expuesto la verdad, ustedes deben cesar de protegerlos.
—Son mis clientes —arguyó Charlie—. Yo…
—Si persiste en darles protección, usted se condenará —dijo preocupada la anciana, suplicándole que aceptara la redención.
—Nosotros tenemos una obligación…
—¡Maldito sea! ¿Es que no lo ve? Usted se pudrirá en el infierno. Perderá toda esperanza. Se pasará la eternidad sufriendo. Debe escucharme. Debe comprender.
Harrison miró los ojos febriles que le desafiaban enloquecidos. Sintió piedad por ella, mezclada con una repugnancia que le dejó incapaz de seguir discutiendo. Comprendió que había sido una visita inútil. Aquélla mujer había rebasado las barreras del raciocinio.
Sintió todavía más temor por Christine y Joey que la pasada noche, cuando uno de los prosélitos de Grace Spivey disparó contra ellos.
Ella alzó unos centímetros las sangrantes palmas.
—Ésta señal es por usted, sólo por usted, para convencerle de que yo soy, de hecho, un heraldo portador del verdadero mensaje. ¿Lo ve? ¿Lo cree ahora? ¿Lo entiende?
—Mrs. Spivey —dijo Charlie—, usted no debería haber hecho eso. Ninguno de nosotros dos es hombre crédulo, así que todo ha sido inútil.
El rostro de ella se ensombreció. Sus manos se contrajeron y se convirtieron otra vez en puños.
Charlie continuó:
—Si usted ha utilizado un clavo herrumbroso o sucio, espero que visite sin demora a su médico y le haga inyectarle la vacuna contra el tétanos. Eso podría ser muy serio.
—Usted está perdido para mí —dijo ella con una voz tan uniforme como la superficie de la mesa donde plantó las ensangrentadas manos.
—Vine aquí para intentar razonar con usted. Veo que eso no es posible. Así que permítame advertirle…
—Usted pertenece ahora a Satanás. Ha tenido su oportunidad…
—… que si usted no da marcha atrás…
—… y la ha rechazado.
—… si usted no deja en paz a los Scavello…
—¡Por tanto habrá de pagar un precio horrible!
—… yo ahondaré en todo esto sin cejar. Perseveraré contra viento y marea hasta verla comparecer ante los tribunales, hasta ver cómo su iglesia pierde la exención tributaria, hasta que todo el mundo sepa la clase de persona que es usted, hasta que sus adictos pierdan la fe que le tienen, hasta ver aplastado su perverso y demencial culto. No bromeo. Puedo ser tan implacable como usted, tan obstinado. Puedo acabar con su farsa. Deténgase mientras se le ofrezca la oportunidad.
Ella lo fulminó con la mirada.
—Mrs. Spivey —terció Henry—, ¿no quiere usted poner fin a esta locura?
Ella no dijo nada. Bajó la vista.
—Mrs. Spivey…
No hubo respuesta.
—Vámonos Henry —decidió Charlie—, larguémonos de aquí.
Cuando se aproximaban a la puerta, ésta se abrió y un hombre enorme entró en la habitación agachando la cabeza para no darse contra el dintel. Mediría más de dos metros. Su rostro era una verdadera pesadilla.
«No parece real», pensó Charlie, sólo las imágenes de algunas películas podrían servir para describirlo. Era como un monstruo de Frankenstein con el inmenso y musculoso cuerpo de Conan el ‘bárbaro, un voluminoso corpachón creado por un guión pésimo y un presupuesto ridículamente bajo. La aparición vio llorar a Grace Spivey y su rostro se descompuso con una expresión tal de desesperación y furor, que heló la sangre en las venas a Charlie. El gigante alargó un brazo y aferrándolo por la chaqueta, casi lo levantó en vilo.
Henry sacó su arma; pero Charlie le dijo que se detuviera porque, aunque la situación fuera mala, no tenía por fuerza que representar una amenaza de muerte.
El hombretón dijo:
—¿Qué le han hecho ustedes? ¿Qué le han hecho?
—Nada —repuso Charlie—. Nosotros estábamos…
—Deja que se marchen —le ordenó Grace Spivey—. Déjales pasar, Kyle.
El gigante vaciló. Sus ojos, cual brillantes criaturas marinas ocultándose en las profundidades oceánicas, miraron a Charlie con una furia tan maligna, que hubieran causado pesadillas al propio diablo. Por fin soltó a Charlie y avanzó con pesado andar hacia la mesa ante la que se sentaba la mujer. Descubrió la sangre en sus manos y se volvió con violencia para mirar a Charlie Harrison.
—Se lo hizo ella misma —explicó Charlie escurriéndose hacia la puerta; no le gustó el tono quejoso de su propia voz; pero no había lugar para el orgullo; pues dar paso al coraje viril sería una prueba irrefutable de debilidad mental—. Nosotros no la tocamos.
—Déjales marchar —repitió Grace Spivey.
—Salgan —apremió el gigante en voz baja, amenazadora—. Aprisa.
Charlie y Henry procedieron como les decía.
La mujer de rostro orondo y ojos protuberantes los esperaba a la entrada de la rectoría. Mientras ambos atravesaban presurosos el vestíbulo, ella abrió la puerta. Apenas salieron al porche, cerró de un portazo y echó la llave.
Charlie salió a la lluvia sin abrir el paraguas. Levantó la cara hacia el cielo. Notó el agua fresca, limpia, y dejó que le cayera encima, porque se sentía contaminado por la locura de aquella casa.
—Dios nos ayude —murmuró tembloroso Henry.
El agua sucia borboteó a lo largo del canalón y formó un lago parduzco; desperdicios y porquerías navegaron como una flotilla de minúsculas embarcaciones en su superficie batida por el viento.
Charlie se volvió y contempló la rectoría. Ahora, su mugre y deterioro le parecieron representar algo más que la decadencia urbana ordinaria; esa decrepitud era reflejo de la mentalidad de sus ocupantes. En las ventanas polvorientas, en el maltrecho porche de pintura descascarillada, no sólo vio el estado ruinoso sino también el símbolo del deterioro humano. De niño, había leído muchas obras de ciencia ficción, y las seguía leyendo de tanto en tanto. Tal vez fuera eso lo que le hacía recordar la ley de la entropía, según la cual el universo y todo cuanto contiene se mueven en una única dirección elemental… hacia la decadencia y el colapso, la disolución y el caos. La Iglesia del Crepúsculo parecía adoptar la entropía como expresión última de la divinidad y la locura agresiva, de la sinrazón y el caos. Y se deleitaba con ello.
Se asustó.