Christine creyó que iba a ser incapaz de dormir. Se tendió sobre la cama en la que Joey yacía como un tronco; pero supuso que sólo iba a permanecer allí con los ojos cerrados, descansando, hasta que él despertara. Debió de haberse sumido al instante en el sueño.
Se despertó una vez durante la noche y notó que la lluvia había cesado. Reinaba un silencio profundo. George Swarthout ocupaba su silla en el rincón, y leía una revista al resplandor tenue de una lámpara de mesa con pantalla gris perla. Ella quiso hablarle, saber si todo marchaba bien; pero no tuvo fuerzas para sentarse ni pronunciar palabra. Cerró de nuevo los ojos y se sumió otra vez en las tinieblas.
Despertó por completo antes de las siete, sintiéndose algo aturdida después de cuatro horas y media de sueño. Joey lanzó leves ronquidos. Ella dejó a George vigilando al niño, fue al cuarto de baño y tomó una larga ducha caliente, dando un respingo cuando el agua se coló por la venda de su cadera y le produjo dolorosas punzadas en la herida todavía abierta.
Al fin salió de la ducha, se secó con energía, se colocó una venda limpia y, cuando estaba vistiéndose, presintió que Joey iba a tener complicaciones, unas complicaciones terribles e inmediatas. Creyó oírle gritar por encima del estruendoso gorgoteo del desagüe. ¡Oh, Dios mío, no! ¡Unos maníacos de la Biblia lo estaban degollando en el dormitorio, haciéndole picadillo! El estómago le dio un vuelco, se le puso la piel de gallina. Además del quejumbroso extractor del cuarto de baño, le pareció oír algo más, como golpes asestados con un objeto contundente. ¡Deben de estar aporreándole también, apuñalándole y golpeándole! Los pulmones le negaron el aire para respirar… Lo presintió… Presintió que Joey estaba ya muerto. ¡Dios santo! Presa de pánico se subió la cremallera de los vaqueros y, sin acabar de abotonarse la blusa, salió a trompicones del baño, descalza, con el pelo húmedo colgándole en relucientes mechones.
¡Se lo había imaginado todo!
El niño se hallaba a salvo.
Estaba sentado en la cama escuchando con ojos como platos la historia que le contaba George Swarthout acerca de un loro mágico y el rey de Siam.
Más tarde, pensando apenada que su madre se enteraría de sus problemas por las telenoticias o los periódicos, la telefoneó; pero se arrepintió al instante de haberlo hecho. Evelyn escuchó todos los detalles y mostró la obligada consternación. Sin embargo, en lugar de hacerle presente su solidaridad, emprendió un interrogatorio que sorprendió y encolerizó a Christine.
—¿Qué le hiciste a esa gente?
—¿Qué gente?
—La gente de esa iglesia.
—Yo no les he hecho nada, madre. Ellos están intentando hacérnoslo a nosotros. ¿Acaso no has oído lo que te he contado?
—¡No te van a molestar sin razón alguna! —arguyó Evelyn.
—Están locos, madre.
—No puedes llamarles locos a todos, a una iglesia entera.
—Pues bien, lo son. Es mala gente, madre, personas malas de verdad.
—No pueden ser tan malos. No existen personas religiosas como ésas. No todos van a perseguirte por pura diversión.
—Ya te he dicho por qué nos persiguen. Se les ha ocurrido la desatinada idea de que Joey…
—Eso es lo que me dices tú —contestó Evelyn—; pero no puede ser cierto. No es real. Tiene que haber algo más. Tú les harías algo que les enfurecería. Pero, aun estando furiosos, tengo la seguridad de que ellos no se proponen matar a nadie.
—Ya te lo he dicho, madre, ellos llegaron con armas y unos hombres resultaron muertos…
—Entonces esas personas que llevaban armas no serían miembros de esa iglesia —sentenció Evelyn—. Te has equivocado de parte a parte. Se tratará de alguien distinto.
—No me he equivocado, madre. Yo…
—¡Las gentes de iglesia no usan armas, Christine!
—Las de esa iglesia sí.
—Ha de ser alguien ajeno —porfió Evelyn.
—Pero…
—Tú le guardas rencor a la religión. Siempre ha sido así. Un rencor permanente contra la Iglesia.
—Yo no tengo ningún rencor, madre…
—Ésa es la razón de que culpes sin reflexionar a las personas religiosas, cuando resulta evidente que eso es obra de alguien que no tiene nada que ver, tal vez esos terroristas políticos de los que oyes hablar todo el tiempo en las noticias, o quizá te hayas enredado con algo que no debieras, y ahora se está desmandando, lo cual no me sorprendería. ¿Te has enredado con algo, Christine, como drogas, por las que se están matando siempre unos a otros, según se ve en la televisión? Los traficantes se pasan todo el tiempo intercambiando disparos… ¿Existe algo de eso, Christine?
Ella creyó estar oyendo el reloj del abuelo que hacía sonar su monótono tictac al fondo. De repente le faltó la respiración.
La conversación continuó al mismo tenor hasta que Christine no pudo aguantarlo más. Dijo que debía marcharse y colgó antes de que su madre tuviera tiempo de protestar. A Evelyn no se le ocurrió decir ni una sola vez «hija mía» o «ten cuidado», o «estoy preocupada por ti», o «haré lo que haga falta para ayudarte».
Sería lo mismo que su madre se hallase muerta; sus relaciones lo estaban sin duda.
A las siete y media, Christine hizo el desayuno para George, Vince, para Joey y para ella. Cuando estaba untando de mantequilla las tostadas, empezó otra vez a llover.
La mañana se presentó tan sombría, las nubes se encontraban tan bajas, la luz era tan tenue y gris que lo mismo podría haber sido el final del día que el comienzo. La lluvia cayó del tenebroso cielo con la fuerza de una inundación desaguando por las alcantarillas. La niebla persistió y, al no haber sol, se quedaría allí todo el día y se haría impenetrable por la noche. Era la época del año en que las implacables tormentas en cadena solían asaltar California avanzando desde el Pacífico, batiendo las áreas costeras hasta que los torrentes arrollaban todo, los embalses se desbordaban y los corrimientos de tierra arrastraban casas hacia el fondo de los barrancos con una celeridad letal. A juzgar por el aspecto del tiempo, ahora ellos corrían peligro de ser arrollados por una de esas tormentas.
La perspectiva de un temporal prolongado hizo todavía más aterradora la amenaza de la Iglesia del Crepúsculo. Cuando las lluvias invernales arreciaban de ese modo, las calles se inundaban, las autopistas sufrían atascos increíbles, la movilidad menguaba y California parecía encogerse, con las montañas contrayéndose hacia la costa y estrujando la tierra entre ellas. En los peores momentos de la temporada lluviosa, California daba la impresión de padecer claustrofobia, y adquiría un aspecto que no se reflejaba nunca en los folletos turísticos ni se veía en las tarjetas postales. Con un tiempo así, Christine se sentía siempre un poco atrapada, incluso aunque no la persiguieran unos lunáticos armados hasta los dientes.
Llevó el plato de bacón y huevos a Vince Fields, apostado junto a la entrada principal.
—Debe usted estar cansado —dijo—. ¿Cuánto tiempo pueden aguantar esto?
Él le dio las gracias por el desayuno, echó una ojeada a su reloj y respondió:
—Nos queda sólo una hora más o menos. Entonces llegará el relevo.
—¡Claro! La pareja de relevo. Un nuevo turno. Eso debería habérsele ocurrido. Pero ella se había habituado a Vince y a George, confiaba en ellos. Si cualquiera de los dos hombres hubiese sido miembro de la Iglesia del Crepúsculo, Joey y ella se encontrarían muertos a estas alturas. Le habría gustado que ambos se quedaran; pero ellos no podían permanecer despiertos y en guardia de modo permanente. ¡Qué mentecatez la suya al no comprenderlo así!
Ahora tendría que preocuparse acerca de los nuevos guardaespaldas. Uno de ellos podría haber vendido su alma a Grace Spivey.
Tras esas reflexiones, Christine regresó a la cocina. Joey y George Swarthout estaban desayunando en la mesa semicircular de pino que sólo tenía espacio para acercar tres sillas. Se sentó ante su plato, pero perdió el apetito de repente. Mientras comía con desgana dijo:
—Escuche, George, el próximo turno de guardaespaldas…
—Llegará pronto —se apresuró a responder él con la boca llena de huevo y tostada.
—¿Sabe usted a quiénes envía Charlie… el señor Harrison?
—¿Se refiere a sus nombres?
—Sí, sus nombres.
—No. Puede ser cualquiera de los compañeros. ¿Por qué?
Ella no supo explicarse a qué se debía que se sintiese mejor si sabía cómo se llamaban. No estaba familiarizada con el personal de Charlie. Sus nombres no le dirían nada. No podría inferir de ellos que alguien perteneciera a la gente de Grace Spivey. No estaba pensando de forma racional.
—Si usted conoce a algunos de los nuestros y los prefiere para que hagan el turno aquí, deberá decírselo a Mr. Harrison —indicó George.
—No. No conozco a nadie. Sólo… Bueno… no se preocupe. No tiene importancia.
Joey pareció intuir la naturaleza de su temor. Cesó de burlar a Chewbacca con un trozo de bacón, puso una mano menuda sobre el brazo de Christine para animarla, como había visto hacer a Charlie, y dijo:
—No te preocupes, mamá. Ellos serán buenos. Si los envía Charlie tienen que ser buenos de verdad.
—De lo mejor —convino George.
Joey se dirigió a George:
—¡Eh, cuéntale a mamá esa historia de la jirafa parlante y la princesa que no tenía cabalgadura!
—Dudo que ese tipo de historias interesen a tu madre —respondió sonriente George.
—Entonces cuéntamela a mí otra vez —pidió—. Por favor.
Mientras George le relataba el cuento, que parecía ser de su propia inventiva, Christine trasladó su atención al lluvioso día, observando más allá de la ventana. Por algún lugar se estarían acercando los dos hombres de Charlie, y ella tenía la sospecha creciente de que, por lo menos uno, sería discípulo de esa criatura Spivey.
¡Paranoia! Se daba cuenta de que la mitad de sus problemas eran psicológicos, de que se estaba preocupando sin necesidad. Charlie la había prevenido contra esa tendencia a abismarse. Ella no sería de mucha ayuda para Joey si empezaba a ver malvados en cada sombra. La culpa sería del maldito tiempo que los cercaba, de la lluvia y la niebla matinal tendiendo celajes a su alrededor. Christine se sintió atrapada, asfixiada, y su imaginación trabajó horas extra.
Ella se apercibió de eso.
No le importó.
Le fue imposible disipar su miedo. Sabía que iba a suceder algo malo cuando esos dos hombres se presentaran.