En el coche, recorriendo a gran velocidad las calles azotadas por la tormenta, Charlie insistió en echar una ojeada a la herida de Christine; a pesar de que ella dijese que no era nada serio. Se tranquilizó al descubrir que la mujer tenía razón: era sólo un rasguño, la bala había trazado un surco superficial de veinticinco centímetros por encima de la cadera. Era una abrasión más que una herida, casi cauterizada por el calor de la bala. El proyectil no había penetrado y había muy poca sangre. No obstante, se detuvieron ante una farmacia para comprar alcohol, yodo y vendas, y Charlie vendó la herida mientras Vince, al volante, los llevaba otra vez a la carretera. Cambiaron de una calle a otra, deshicieron camino, corrieron en círculo por la noche ahogada de lluvia, al igual que un insecto volador reacio a posarse por miedo de que lo aplasten.
Tomaron todas las precauciones posibles para asegurarse de que nadie los seguía, y no llegaron a la casa salvadora en Laguna Beach hasta casi la una de la madrugada. El edificio se hallaba hacia la mitad de una calle larga con vistas al océano; una vivienda pequeña, casi un bungalow con dos dormitorios y un baño, una edificación pintoresca, con cerca de cuarenta años de antigüedad, pero muy bien conservada. Tenía un porche delantero con emparrado y postigos decorados; estaba envuelta en buganvilla, que trepaba por una pared y cubría casi todo el tejado. La casa pertenecía a una tía de Henry Rankin que estaba pasando unas vacaciones en México. Ni Grace Spivey ni nadie de la Iglesia del Crepúsculo podían tener conocimiento de su existencia.
Charlie lamentó no haber ido allí antes, se arrepintió de haber permitido que Christine y Joey regresaran a su casa. Desde luego él no pudo prever que Grace Spivey emprendiera tan pronto una acción drástica y violenta. Matar a un perro era una cosa; pero emplear asesinos armados con rifles para invadir un tranquilo barrio residencial… La verdad era que él no llegó a imaginar que esa mujer pudiera estar tan loca. Y, ahora, había perdido a dos de sus hombres, a dos amigos suyos. Un ácido emocional y corrosivo, producto del pesar y del remordimiento, le devoró. Él conocía a Pete Lockburn desde nueve años atrás, y a Frank Reuther desde hacía seis, y había simpatizado mucho con ambos. Aunque sabía que lo ocurrido no era culpa suya, no pudo evitar hallarse culpable; se sintió todo lo vacío que puede estar un hombre sin llegar al extremo del suicidio.
Procuró disimular la intensidad de su dolor y de su furia porque no quería trastornar aún más a Christine, la cual se mostró muy turbada por los asesinatos, y tendía a considerarse responsable, al menos en parte. Charlie intentó razonar con ella: Frank y Pete conocían el riesgo cuando asumieron la misión; si ella no hubiese contratado a Klemet & Harrison, los cuerpos que irían ahora camino del depósito de cadáveres serían el suyo y el de Joey. Por lo tanto, había hecho bien buscando ayuda. No obstante los argumentos esgrimidos, ella no pudo desechar la triste impresión de saberse responsable.
Entretanto, Joey se había quedado dormido en el coche. Así que Charlie lo llevó en brazos hasta la casa, bajo la lluvia sesgada en la quietud nocturna de las colinas de Laguna. Lo dejó sobre la cama del dormitorio. El niño no hizo el menor movimiento; sólo murmuró algo y suspiró. Charlie y Christine lo desnudaron y lo metieron entre las sábanas.
—Supongo que no pasará nada si el chico deja de limpiarse los dientes una noche —dijo ella preocupada.
Charlie no pudo evitar una sonrisa y, al verle sonreír, ella se apercibió de lo absurdo que era preocuparse por las caries cuando hacía sólo unas horas el muchacho había escapado por milagro a tres asesinos. Se sonrojó y dijo:
—Me figuro que si Dios lo libró de las balas, también lo librará de la afección dental, ¿verdad?
—Excelente conjetura.
Chewbacca se enroscó en un lado de la cama y bostezó con ganas.
Vince Fields se acercó a la puerta y preguntó:
—¿Dónde debo colocarme?
Charlie titubeó recordando a Pete y a Frank. Él los había apostado en primera línea. Y no quiso poner también a Vince. Pero era ridículo pensar así. No podía decir a Vince que se escondiera en el fondo del armario porque era un lugar seguro. Tenía el deber de estar en primera línea si era necesario. Vince lo sabía, y él también. Ambos sabían que el trabajo del jefe era dar órdenes cualesquiera que fuesen las consecuencias. Así pues, ¿a qué estaba esperando? Una de dos: o se tenía coraje suficiente para aceptar el riesgo de este trabajo, o no se tenía.
Se aclaró la garganta y dijo:
—¡Hum…! Aquí mismo, Vince. Sentado en una silla. Junto a la cama.
Vince tomó asiento.
Charlie condujo a Christine hasta la pequeña pero inmaculada cocina, donde George Swarthout había hecho una gran cantidad de café y había preparado tazas para Vince y para él. Charlie lo envió a las ventanas de la sala para vigilar la calle; luego, sirvió café a Christine y también para sí.
—Miriam… la tía de Henry… es una gran bebedora de brandy. ¿Le gustaría un chorro en ese café?
—Tal vez sea buena idea —aceptó Christine.
Charlie encontró el brandy en el bargueño junto al frigorífico, y echó en ambas tazas.
Ambos se sentaron frente a frente ante la pequeña mesa, junto a una ventana que miraba hacia un jardín batido por la lluvia, y donde sólo florecían de momento las sombras.
—¿Cómo va su cadera? —inquirió él.
—Sólo unas leves punzadas.
—¿Seguro?
—Claro. Escuche. ¿Qué sucederá ahora? ¿Hará algún arresto la Policía?
—No puede. Todos los asaltantes están muertos.
—Pero la mujer que los envió no está muerta. Ella es parte activa de unos asesinatos. La instigadora. Tan culpable como los otros.
—No tenemos pruebas de que Grace Spivey los enviara.
—Si esos tres eran miembros de su Iglesia…
—Eso sería un indicio importante. El problema es cómo demostrar que ellos eran miembros de la tal Iglesia.
—La Policía puede interrogar a sus amigos, a sus familiares.
—Cosa que hará sin duda… Suponiendo que pueda encontrar a sus amigos y familiares.
—¿Qué quiere decir?
—Ninguno de esos pistoleros llevaba documentos de identidad. Ni carteras, ni tarjetas de crédito, ni permisos de conducir… Nada.
—¿Y no pueden ser identificados mediante sus huellas dactilares?
—Por supuesto. La Policía seguirá ese rastro. Pero, a menos que esos hombres hayan servido en el Ejército, o cumplido alguna condena o desempeñado algún trabajo de seguridad que requiriese la impresión de sus huellas dactilares, no se encontrará ese dato sobre ellos en archivo alguno.
—Así que podríamos no saber jamás quiénes eran, ¿verdad?
—Tal vez. Y mientras no podamos identificarlos, no habrá forma de relacionarlos con Grace Spivey.
Ella arrugó la frente, mientras tomaba unos sorbos de su café con brandy, cavilando sobre la situación, intentando ver lo que podría haberles pasado inadvertido, buscando algún medio para relacionar a los asesinos con la Iglesia del Crepúsculo. Charlie podría decirle que estaba perdiendo el tiempo, que Grace Spivey había tomado todas las precauciones posibles; pero Christine necesitaba llegar a sus propias conclusiones. Por fin dijo:
—El hombre que nos atacó delante de la casa… ¿no será, por ventura, el conductor de la furgoneta?
—No. No es el hombre que observé con los prismáticos.
—Pero si iba en esa furgoneta, al menos como pasajero, tal vez el vehículo siga aparcado cerca de mi casa.
—No. La Policía lo buscó allí. No había ninguna furgoneta blanca en la vecindad. Nada que apuntase hacia «La Palabra Verdadera» o la Iglesia del Crepúsculo.
—¿Y qué hay de sus armas?
—También las están analizando. Pero me temo que no hayan sido adquiridas por la vía legítima. No habrá forma de encontrar a su vendedor.
Con rostro amargado por la frustración, la mujer insistió:
—Pero nosotros sabemos que Grace Spivey amenazó a Joey, y sabemos que uno de los suyos nos ha estado siguiendo con una furgoneta. ¿No es eso razón suficiente, después de lo sucedido esta noche, para que los agentes la interroguen por lo menos?
—Sí. Y piensan hacerlo.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo. Si no lo han hecho ya. Pero lo negará todo.
—¿La mantendrán bajo vigilancia?
—No. De todas formas resultaría inútil. Podrían vigilarla pero no acechar a cada miembro de su Iglesia. Ello requeriría muchos más efectivos de los que tienen. Además sería anticonstitucional.
—Entonces estamos otra vez en el punto de partida —concluyó desalentada.
—No. Algún día, tal vez no de forma inmediata pero a su debido tiempo, uno de esos muertos anónimos, o sus armas, o las fotografías que tomé del hombre de la furgoneta, nos proporcionará una conexión concreta con Grace Spivey. Ésas gentes no son perfectas. En cualquier momento, habrán pasado por alto un detalle, y entonces nosotros le sacaremos provecho. Cometerán otros errores y, tarde o temprano, contaremos con las pruebas suficientes para crucificarlos.
—¿Y entretanto?
—Joey y usted permanecerán escondidos.
—¿Aquí?
—Por ahora.
—Ellos nos encontrarán.
—No.
—Lo conseguirán —murmuró, sombría.
—Nadie sabe dónde están; ni la Policía siquiera.
—Pero sí la gente de su agencia.
—Nosotros estamos de su parte.
Ella asintió. Sin embargo, Charlie adivinó que quería decir algo más, algo que le desagradaba manifestar pero no podía reprimir.
—¿De qué se trata? —la acució él—. ¿Qué está pensando usted?
—¿No es posible que alguien de su personal pertenezca a la Iglesia del Crepúsculo?
La pregunta le sorprendió. Él mismo escogía a su gente, la conocía bien, le tenía aprecio, le daba toda su confianza.
—¡Imposible!
—Después de todo, su agencia tuvo cierta conexión con la Spivey. Ustedes rescataron de su congregación a esos dos pequeños, se los arrebataron a su madre. Yo diría que Grace Spivey tiene buenas razones para recelar de ustedes, las suficientes para introducir a alguien en su organización. Ella podría haber convertido a uno de sus hombres.
—No. Imposible. Apenas intentase establecer contacto con alguno de ellos, él me lo participaría sin tardanza.
—Quizá sea uno de sus nuevos empleados, alguien que fuera discípulo de Spivey antes de trabajar con usted. ¿Ha contratado a alguna persona después de rescatar a esos niños?
—A unas cuantas. Pero nuestros empleados quedan sometidos a una rigurosa investigación de sus antecedentes como medida previa a su contratación…
—Se puede ocultar la afiliación a la Iglesia, mantenerla secreta.
—Sería difícil.
—Observo que usted ha dejado de decir «imposible».
Christine le había desasosegado. A él le gustaba creer que pensaba siempre en todo, que estaba preparado para cualquier contingencia. Pero aquello no se le había ocurrido nunca. Primero, porque conocía a su gente demasiado bien para albergar la sospecha de que alguno de ellos fuese lo bastante mentecato como para afiliarse a un culto demencial. Por otra parte, había personas muy extrañas, sobre todo en estos tiempos, de los cuales lo único que podía sorprender era que ellas no te sorprendieran jamás.
Tomó un sorbo de café y dijo:
—Haré que Henry Rankin abra una segunda investigación sobre todo aquél que se haya incorporado a nuestra firma con fecha posterior al caso Spivey. Si se pasó por alto algo la primera vez, Henry lo descubrirá. Él es lo mejor que hay.
—¿Y está usted seguro de poder confiar en Henry?
—¡Por Dios, Christine! Es para mí como un hermano.
—Recuerde a Caín y Abel.
—Escuche, Christine, un poco de recelo, un toque de paranoia… no es mala cosa. Yo lo recomiendo incluso. Te hace más cauto. Pero no se debe exagerar. Es preciso confiar en alguien. No puedes afrontar esto solo.
Ella asintió, bajó la vista y examinó su café con brandy tomado a medias.
—Tiene usted razón. Temo no haber sido muy caritativa al poner en duda la lealtad de su gente cuando dos de ellos han muerto ya por nosotros.
—Ellos no murieron por usted —rectificó él.
—Sí.
—Sólo…
—Murieron por mí.
Harrison suspiró y optó por callar. Christine era una mujer demasiado sensitiva para no sentir cierta culpabilidad acerca de Pete Lockburn y Frank Reuther. Ella debería solventarlo por si sola… Lo mismo que le correspondía hacer a él.
—Está bien —admitió Christine—. Mientras Joey y yo permanecemos ocultos, ¿qué hará usted?
—Antes de que abandonáramos su casa telefoneé a la rectoría de la iglesia.
—¿La de ella?
—Sí. La mujer no estaba. Pero pedí a su secretaria que concertara una entrevista para mañana. Le hice prometer que llamaría esta noche a Henry Rankin, a cualquier hora que fuese, para comunicarle cuándo deberé presentarme allí.
—Entrando en el cubil del león.
—No es tan dramático ni tan peligroso.
—¿Qué espera obtener usted de esa entrevista?
—No lo sé. Pero parece el siguiente paso y el más lógico.
Ella se agitó en la silla, cogió su taza de café, volvió a dejarla sin tomar ni un sorbo y se mordisqueó nerviosa el labio inferior.
—Temo…
—¿Qué es lo que teme?
—Que si usted se comunica con esa mujer… ella le inducirá a revelarle el lugar donde estamos.
—No soy tan incauto.
—Pero ella podría utilizar drogas, o torturarle, o…
—Créame, Christine, yo sé bien cómo manejar a esa vieja y a su banda de dementes.
Ella lo miró durante largo rato.
Sus ojos eran de una belleza hipnótica.
—Puede hacerlo, lo sé —dijo al fin—. Creo que es capaz de manejarlos. Yo tengo mucha fe en usted, Charlie Harrison. Es algo… instintivo. Estoy segura de que está preparado para ello. No lo dudo. De verdad. Pero sigo asustada.
A la una y media, un empleado de Klemet & Harrison trajo el Mercedes gris de Charlie a la casa de Laguna Beach, para que él pudiera volver cuando lo juzgase oportuno. A las dos y cinco, con ojos enrojecidos y molido hasta la médula, el investigador echó una mirada al reloj y dijo:
—Bueno, creo que va siendo hora de que me marche.
Se encaminó hacia el fregadero para enjuagar su taza de café.
Cuando se volvía, después de poner la taza a escurrir, vio que ella estaba plantada ante la ventana de la cocina junto a la puerta, escrutando el oscuro jardín, y ciñéndose el cuerpo con ambos brazos.
Él se le acercó.
—Christine…
Ella dio media vuelta.
—¿Se encuentra bien?
Ella asintió simulando entereza.
—Fue sólo un escalofrío.
Los dientes le entrechocaron al hablar.
Obedeciendo a un impulso, Charlie la rodeó con ambos brazos. Ella se le apretó sin la menor reserva, dejó que la estrechara e incluso descansó la cabeza en su hombro. Luego, lo abrazó también y ambos quedaron enlazados. No hubo nada tan grato para él como aquella aproximación. El pelo de Christine le rozó la mejilla, las manos le oprimieron la espalda, el cuerpo se ajustó al suyo transmitiéndole su calor, su aroma. Aquél abrazo tuvo la condición electrizante de una nueva experiencia esperada durante mucho tiempo, y a la vez representó una participación sedante, familiar. Resultó difícil creer que hacía menos de un día que la había conocido. Tenía la impresión de haber deseado aquello mucho antes… Y, desde luego, había sido así, aunque no hubiera sabido hasta el momento de verla que ella era la persona a quien había deseado durante muchos años.
Pudo haberla besado entonces. Deseó ponerle la mano bajo la barbilla, levantarle la cara y apretar los labios contra los suyos… Sabía que no se habría resistido, que incluso se prestaría a ello. Pero no hizo más que abrazarla porque intuyó que no era el momento oportuno para el compromiso que se derivaría de un beso apasionado. Ahora sería un beso que ella buscaría en parte por miedo y en parte por la necesidad desesperada de consuelo. Él quiso que cuando la besara de verdad, fuese por otras razones muy distintas: deseo, afecto, amor. Aspiró a que el comienzo fuera perfecto para ambos.
Cuando al fin ella se apartó, pareció cohibida. Sonrió tímida y murmuró:
—Lo siento. No fue mi intención amilanarme y refugiarme en usted. Tengo que ser fuerte. Lo sé. No hay lugar para la debilidad en esta situación.
—Bobadas —respondió él, afable—. Yo necesitaba también que me dieran ánimo.
—¿Si?
—A nadie le viene mal un oso Teddy de cuando en cuando.
Ella le sonrió.
Charlie se aborreció a sí mismo por abandonarla así. Durante todo el camino hasta el coche, con el viento tirando de su chaqueta y la lluvia martilleándole la cabeza descubierta, sintió el impulso de dar media vuelta y regresar para decirle que algo especial estaba ocurriendo entre ellos, algo que no debiera haber sucedido tan aprisa, un hecho que se veía en las películas, pero jamás en la vida real. Deseó decírselo en ese mismo momento, aunque no fuese el oportuno; porque, a despecho de sus palabras alentadoras, no se hallaba seguro de poder manejar a la Spivey y a su cohorte de dementes… Cabía la posibilidad, por detestable que fuese, de que no se le brindara nunca más otra oportunidad, de que no viera ya jamás a Christine Scavello.
Charlie vivía en las colinas de North Tustin, y estaba casi a mitad de camino, atravesando un solitario trecho del Irvine Boulevard, cavilando sobre Frank Reuther y Pete Lockburn, cuando los acontecimientos de las últimas horas resultaron demasiado inabordables y le cortaron el aliento de repente. Se vio obligado a desviarse a la cuneta y frenar. A un lado de la carretera vio naranjales, al otro fresales. Y tenebrosidad por todas partes. A aquella hora no había tránsito. Derrengado en su asiento, miró absorto el parabrisas salpicado de lluvia donde el agua trazaba dibujos fantasmales, caprichosos al resplandor de los propios faros, esquemas de corta vida al ser borrados por el rítmico movimiento de las escobillas. Era inquietante y desalentador comprobar que las vidas humanas podían ser eliminadas con tanta facilidad y presteza como esos dibujos de la lluvia sobre el cristal. Entonces lloró.
A lo largo de sus años de funcionamiento, la agencia Klemet & Harrison había perdido sólo otro hombre en el cumplimiento del deber, el cual se dejó la vida en un accidente automovilístico durante la jornada de trabajo, si bien el hecho no había tenido la menor relación con su cometido, y lo mismo habría podido tener lugar en sus horas libres. Unos cuantos hombres habían recibido balazos durante esos años, y los autores habían sido, por lo general, maridos divorciados o separados que se habían propuesto acosar a sus exesposas aunque los tribunales les hubiesen prevenido contra esa actitud. Pero, hasta el momento, ninguno había sido asesinado ¡por el amor de Dios! El negocio de la investigación privada era mucho menos violento, mucho menos peligroso de como lo representaban la televisión y el cine. Algunas veces te vapuleaban un poco o necesitabas vapulear a alguien, y existía siempre, en potencia, una asechanza de hechos violentos; pero casi nunca llegaban a producirse.
Charlie Harrison no tenía miedo de lo que pudiera ocurrirle; por quienes temía era por sus hombres, por las personas que trabajaban a sus órdenes y confiaban en él. Al aceptar este caso, les había mezclado en algo inextricable, cuando quizá no debiera haberlo hecho. Al suscribir el contrato asumiendo la protección de Christine y Joey, tal vez había firmado también las sentencias de muerte para él y sus colaboradores. ¿Qué sabía nadie lo que se podía esperar cuando era necesario habérselas con fanáticos religiosos? ¿Quién podía prever hasta dónde sería capaz de llegar esa gente?
Por otra parte, todos los que trabajaban con él conocían los riesgos, aunque por lo general esperasen mejor suerte que ésa. ¿Y qué agencia de detectives sería la suya, qué guardaespaldas serían los que se inhibiesen del primer caso verdaderamente peliagudo que abordaran? ¿Y cómo podría él desdecirse de su palabra ante Christine Scavello? Si la dejara indefensa, sería incapaz de mirarse en el espejo por la mañana. Además, estaba más seguro que nunca de haberse enamorado de aquella mujer con un apresuramiento irracional, pero no del todo involuntario.
Pese al repiquetear de la lluvia sobre el techo y al golpeteo monótono de los limpiaparabrisas, la noche fue de una quietud insoportable en el ambiente húmedo y opresivo del coche. No hubo ningún sonido significativo, sólo los ruidos ocasionales de la tormenta le recordaron, por su propio carácter fortuito, el abismo caótico en el que se estaba sumiendo su vida junto con las de otros. De momento, prefirió no profundizar en ese pensamiento. Salió de nuevo a la carretera, aceleró y proyectó dos plumeros gemelos al pasar sobre un charco hondo, camino de las colinas y de casa.