XXVII

Kyle Barlowe temió llevar la mala nueva a madre Grace, aunque supusiera que ella tendría ya noticias por medio de una visión.

Entró por la parte trasera de la iglesia y permaneció inmóvil unos instantes, llenando el hueco de la puerta entre el pórtico y la nave. Sus anchos hombros tocaban casi las jambas. Quiso extraer energía de la colosal cruz de bronce que estaba sobre el altar, de las escenas bíblicas representadas en las vidrieras de colores, de la quietud reverente, del dulzón olor a incienso…

Al lado izquierdo de la iglesia, Grace se hallaba sentada a solas en el segundo banco. Si oyó llegar a Barlowe no lo dejó entrever de ninguna forma. Siguió contemplando estática la cruz que tenía ante ella.

Por fin Barlowe caminó por el pasillo y se sentó a su lado. Como vio que estaba rezando, esperó a que terminara. Entonces dijo:

—Ha fracasado también la segunda tentativa.

—Lo sé —contestó ella.

—¿Y qué hacemos ahora?

—Les seguiremos.

—¿A dónde?

—Adonde sea.

Al principio, madre Grace habló en un tono tan susurrante que él no pudo oírla apenas; pero su voz se fue alzando poco a poco, ganando fuerza y convicción, hasta que sus ecos resonaron espectrales entre las paredes tenebrosas de la nave.

—No les daremos paz, ni descanso, ni abrigo, ni tregua. Deberemos ser despiadados e inexorables, no dormiremos ni vacilaremos. Seremos podencos. Los podencos del cielo. Les pisaremos los talones, saltaremos a sus gargantas y los derribaremos, tarde o temprano, aquí o allá, cuando Dios lo quiera. Triunfaremos. Estoy segura de ello.

Mientras hablaba, miraba con fijeza la cruz; pero de pronto volvió los inexpresivos ojos grises hacia Barlowe, el cual sintió, como siempre, que aquella mirada le penetraba hasta la médula, hasta el alma misma.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó.

—De momento, vete a casa. Duerme. Prepárate para mañana.

—¿No les seguiremos esta noche?

—Primero debemos encontrarlos.

—¿Cómo?

—Dios nos conducirá hasta ellos. Ahora ve. Duerme.

El hombretón se levantó y salió al pasillo.

—¿Dormirás también tú? —Y añadió preocupado—: Necesitas descanso.

La voz de ella se fue apagando hasta ser otra vez un susurro ronco que denotaba extenuación.

—Yo no puedo dormir, hijo mío. Una hora cada noche a lo sumo. Luego, me despierto y mi mente se llena de visiones, mensajes de los ángeles, contactos del mundo espiritual, preocupaciones, temores y esperanzas, atisbos de la tierra prometida, escenas de gloria… y el tremendo peso de las responsabilidades que Dios me ha asignado. —Se secó la boca con el dorso de la mano—. ¡Cómo ansío poder dormir! ¡Cuánto añoro el sueño para reponerme de tantas demandas y ansiedades! Pero el Señor me ha transformado de tal modo que puedo mantenerme sin dormir durante esta crisis. Yo no dormiré bien de nuevo hasta que Dios lo quiera. Por razones que no entiendo, Él me necesita bien despierta, insiste en ello, me infunde energía para resistir sin dormir, me mantiene alerta, casi demasiado alerta. —Su voz tembló, y Barlowe imaginó que serían el pasmo y el pavor lo que la hacían temblar—. Te aseguro, querido Kyle, que ser instrumento de la voluntad divina es a un tiempo glorioso y tremendo, prodigioso y temible, estimulante y agotador.

Dicho esto abrió su bolso, sacó un pañuelo y se sonó. De repente observó que el moquero tenía manchas parduscas y amarillentas, repelentes costras de mocos secos.

—Mira esto —dijo mostrándole el recuadro de tela—. Es horrible. Yo solía ser muy limpia. ¡Mucho! Mi marido, bendita sea su alma, me decía siempre que mi casa estaba más limpia que un quirófano. Y yo prestaba mucha atención a acicalarme. Vestía muy bien. Nunca habría llevado un pañuelo tan repugnante como éste. Jamás. Antes de que me fuese conferido el Don y yo tuviera que desechar muchos pensamientos vulgares… —Unas lágrimas brillaron en los ojos grises—. Algunas veces me siento horrorizada… Estoy agradecida a Dios por el Don, sí; agradecida por lo que he ganado… pero también horrorizada por lo que he perdido…

El gigante quiso comprender lo que tenía que significar para ella ser instrumento de la voluntad divina; pero no pudo entender el curso de sus ideas ni las poderosas fuerzas que actuaban dentro de su ser. No supo qué decirle. Le deprimió no ser capaz de consolarla.

—Ve a casa y duerme —le ordenó ella—. Mañana mataremos al muchacho. Quizá.