XXVI

Mientras las autoridades desempeñaban su tarea, Christine y Joey esperaron en la cocina, pues era una de las pocas habitaciones que no estaba salpicada de sangre.

Christine no había visto jamás tantos policías concentrados en un solo sitio. Su casa fue invadida por agentes uniformados, detectives de paisano, técnicos de laboratorio y un fotógrafo de la Policía, más un juez instructor y su ayudante. Al principio, ella había recibido agradecida a los representantes de la ley, porque su presencia le proporcionaba una sensación de seguridad. Pero, al cabo de un rato, se preguntó si algunos de ellos no serían prosélitos de la madre Grace y de la Iglesia del Crepúsculo. La idea no parecía tan descabellada. De hecho, la suposición lógica sería que un culto religioso militante, deseoso de impedir sus opiniones a la sociedad en general, se esforzara por introducir a su gente en diversas instituciones relacionadas con la aplicación de la ley, y por convertir a quienes actuasen ya en esa especialidad. Recordó al agente Wilford, el cristiano redivivo que desaprobara su lenguaje y su forma de vestir, y se preguntó si madre Grace no habría sido la comadrona de su «segundo nacimiento».

Paranoia.

Pero considerando la situación presente, tal vez cierta medida de paranoia no fuese un síntoma de enfermedad mental; antes al contrario, quizá fuera algo prudencial y necesario para la supervivencia.

Mientras la lluvia continuaba fustigando las ventanas y el trueno imponía a la noche su violenta intervención, ella observó cautelosa a los «polis» y consideró con recelo cada movimiento desusado. Comprendió que no podría seguir así el resto de su vida, desconfiando de todo el mundo; ello requeriría una vigilancia constante y un grado de tensión que minarían por completo sus energías físicas, emocionales y mentales. Sería como pasar la existencia sobre la cuerda floja. Sin embargo, no podía serenarse; de momento, permaneció en guardia, alerta, con los músculos medio contraídos, presta a saltar contra cualquiera que hiciera un ademán amenazador hacia Joey.

Una vez más, le sorprendió la variabilidad del pequeño. Cuando la Policía llegó allí, él presentaba el aspecto de acabar de sufrir un trauma. Sus ojos tenían una mirada vidriosa, y fue incapaz de pronunciar ni una palabra. La vista de tanta violencia cruenta y la amenaza de muerte, le habían causado tal impresión que, durante un rato, permaneció en un ensimismamiento inquietante. Christine comprendió que esa experiencia le marcaría para toda la vida; eso sería insoslayable. Sin embargo, durante cierto tiempo, ella había temido que los atroces acontecimientos de las dos últimas horas le dejasen en un estado catatónico o precipitasen cualquier forma peligrosa de retraimiento psicológico. Pero él se había recuperado a su debido tiempo y ella le sugirió que cogiera su juego Pac-Man, alimentado con baterías, y se distrajera con él. El tema musical del electrónico Pac-Man y el gorgoteo del círculo amarillo, engullidor de galletas, en el tablero del juego, representaron un extraño contrapunto frente a lo torvo del asesinato y la gravedad de la investigación policial que se llevaba a cabo en torno suyo.

La recuperación de Joey se había debido también, en parte, a la milagrosa curación de Chewbacca después del golpe que le propinó en la testa, con la culata del rifle, uno de los asesinos. El perro había quedado sin conocimiento, con una desolladura ligera del cuero cabelludo, y la leve hemorragia había cesado tras aplicarle Christine unas compresas antisépticas. No había señales de fractura. El chucho estaba casi como nuevo, se mantenía cerca de ellos, tendido casi todo el rato sobre el suelo, ante la butaca de Joey, levantándose de cuando en cuando para mirar el juego Pac-Man y ladeando la cabeza como si quisiera desentrañar el objeto de aquel ruidoso artefacto.

No estuvo ya segura de que la gran semejanza de este perro con Brandy fuera perjudicial. Para soportar tanto horror y desbarajuste, Joey necesitaría algunos recordatorios de tiempos más plácidos, le haría falta experimentar una sensación de continuidad que, tendida como un puente, le permitiera atravesar este período caótico con su cordura intacta. Chewbacca podría desempeñar esas funciones, sobre todo por su parecido con Brandy.

Charlie Harrison entraba en la cocina cada diez o quince minutos para interesarse por ellos, así como por los dos nuevos guardaespaldas que les había asignado. Uno de ellos, George Swarthout, estaba encaramado a un alto taburete, junto al teléfono de la cocina, bebiendo café, observando a Joey, a los policías que entraban y salían, y a Christine, la cual, a su vez, no perdía de vista a los agentes. El otro, Vince Fields, se hallaba fuera, en el patio, guardando la parte trasera de la casa. No era probable que la gente de Grace Spivey desencadenara un segundo ataque mientras la vivienda bullese de «polis»; pero tampoco se podía excluir semejante posibilidad. Después de todo, las misiones «kamikaze» gozaban de cierta popularidad entre los fanáticos religiosos.

En cada una de sus visitas a la cocina, Charlie bromeaba con Joey, jugaba una partida de Pac-Man, rascaba las orejas a Chewbacca y hacía cuanto podía para animar al pequeño y hacerle olvidar la carnicería ocurrida en el propio hogar. Cuando la Policía quería interrogar a Christine, Charlie se quedaba con Joey y la enviaba a otra habitación para que el niño no escuchara la espantosa conversación. La Policía quería interrogar también a Joey; pero Charlie había conseguido que el interrogatorio del pequeño quedara reducido a un mínimo. Christine comprendía que no era fácil para él comportarse como una roca, como una fuente proveedora de aliento. Acababa de perder a dos de sus hombres, que no habían sido sólo empleados, sino también amigos. Ella le agradecía que se mostrara dispuesto a disimular su propio horror, su tensión y su pesadumbre en beneficio de Joey.

A las once en punto, justo cuando Joey empezaba a cansarse de jugar con su Pac-Man, Charlie entró, arrastró una silla hasta la mesa de cocina, se sentó y dijo:

—Ésas maletas que hizo usted esta mañana…

—Se encuentran todavía en mi coche.

—Haré que las trasladen al mío. Reúna todas las cosas adicionales que pueda necesitar para… digamos… una semana. Nos marcharemos de aquí tan pronto como se halle usted dispuesta.

—¿A dónde vamos?

—Preferiría no decírselo por el momento. Tal vez nos aceche alguien.

¿Acaso habría considerado también él la posibilidad de que algún elemento de Grace Spivey trabajara como policía? Christine no estuvo segura de que su paranoia la hiciera sentirse mejor.

—¿Vamos a escondernos en alguna madriguera? —inquirió Joey.

—Sí —respondió Charlie—. Eso es exactamente lo que vamos a hacer.

Joey frunció el entrecejo.

—La bruja tiene radar mágico. Nos encontrará.

—No donde me propongo llevarte —dijo Charlie—. Hemos hecho que un hechicero lance un sortilegio sobre ese lugar de modo que ella no pueda detectarnos.

—¿Si? —exclamó fascinado Joey inclinándose hacia adelante—. ¿Y conoces bien a ese hechicero?

—¡Ah, no te preocupes! Es un tipo muy decente. No practica la magia negra ni nada semejante.

—Bueno, claro —dijo muy serio el pequeño—. No se me ocurriría nunca que un detective privado trabajara con un hechicero malo.

Christine quiso hacer mil preguntas a Harrison; pero no creyó conveniente hacerlo delante de Joey, pues podría perturbar su frágil equilibrio. Así que marchó escaleras arriba, donde el juez instructor estaba inspeccionando el levantamiento de un cadáver, el del asesino pelirrojo, e hizo otra maleta. Abajo, en la habitación de Joey, preparó otra para él y, tras cierto titubeo, metió algunos de sus juguetes favoritos en otra bolsa.

La inquietó el presentimiento perturbador de que no volvería a ver esa casa nunca más.

La cama de Joey, los pósters sobre La Guerra de las Galaxias, su colección de figuras de plástico y de naves espaciales, le parecieron cosas borrosas, como si no estuviesen materialmente allí, como si fuesen imágenes en una fotografía. Tocó los barrotes de la cama y el muñeco E. T.; pasó una mano por la superficie fría del encerado instalado en un rincón. Sintió esas cosas bajo sus dedos; pese a ello, no le parecieron ya reales aunque no supiera explicárselo. Era una sensación extraña, fría, ominosa, que le dejó un vacío abominable.

—«No —pensó—. Volveré. ¡Claro que volveré!».

Pero la sensación de pérdida persistió en su mente cuando abandonaba el cuarto de su hijo.

Primero sacaron a Chewbacca para meterlo en el Chevrolet verde.

Luego, cubiertos con impermeables y escoltados por Charlie y sus hombres, los dos abandonaron la casa. Christine se estremeció cuando la lluvia fría le fustigó el rostro.

Fuera los esperaban periodistas, equipos de televisión y una unidad móvil de una emisora radiofónica. Tan pronto como aparecieron Christine y Joey, los captaron unos potentes reflectores. Numerosos reporteros se empujaron unos a otros para ocupar las mejores posiciones y todos ellos hablaron a la vez.

—Mrs. Scavello…

—Un momento, por favor…

—Sólo una pregunta…

Ella entornó los ojos cuando las luces la asaltaron.

—¿Quién podría quererla matar a usted y a…?

—¿Es un caso de drogas por casualidad…?

Ella apretó contra sí a Joey sin detenerse.

—¿Cree usted…?

—¿Puede usted…?

Los micrófonos la acosaron.

—¿Tiene usted…?

—¿Quiere usted…?

Un caleidoscopio de rostros extraños se formó y transformó ante ella; algunos entre sombras, otros de una palidez anómala y fosforescente bajo los chorros luminosos de los focos de las cámaras.

—Cuéntenos lo que se siente al pasar por todo eso…

Ella tuvo una visión fugaz de un rostro familiar, un hombre de la KTLA. Noticias a las diez.

—Díganos…

—¿Qué…?

—¿Cómo…?

—¿Por qué…?

—Ésos terroristas, o lo que quiera que fuesen, ¿habían…?

La lluvia fría se escurrió por debajo del cuello de su abrigo.

Joey le apretó muy fuerte la mano. Sintió miedo de los periodistas.

A ella le apetecía gritarles que se fueran, que se mantuvieran a distancia, que se callaran.

Ellos se le acercaron aún más.

La acosaron.

Christine se sintió como si se abriera camino entre animales hambrientos.

De pronto, en pleno alboroto y griterío, apareció un rostro nuevo y hostil: un hombre de unos cincuenta años con pelo gris y pobladas cejas grises. Empuñando una pistola.

—¡No!

Christine no pudo respirar. Sintió una presión terrible en el pecho.

¡No podía suceder otra vez! ¡No tan pronto! ¡Era increíble que ellos intentaran asesinar delante de tantos testigos! ¡Una verdadera locura!

Charlie descubrió el arma y apartó a Christine y a Joey.

En ese instante, una periodista vio también la amenaza e intentó golpear la mano armada del asaltante, pero recibió un balazo en el muslo por pasarse de audaz.

¡Locura!

La gente gritó, los policías vociferaron, todo el mundo se arrojó al suelo empapado de lluvia. Todos menos Christine y Joey, los cuales corrieron hacia el Chevrolet verde franqueados por Vince Fields y George Swarthout. Cuando ella estaba a unos seis metros del coche, sintió un raro tirón y un dolor agudo a lo largo del costado derecho, por encima de la cadera; pero no se desplomó, ni siquiera se tambaleó en la resbaladiza acera, su único deseo fue seguir avanzando, jadeante, con el corazón latiendo tan fuerte que cada palpitación le dolía, se aferró a Joey, no miró hacia atrás, no supo si el pistolero los estaba persiguiendo, tan sólo oyó un tremendo tiroteo y la voz de alguien gritando:

—¡Traigan una ambulancia!

Se preguntó si Harrison habría abatido al asaltante.

Pero… ¿y si Charlie hubiese resultado herido?

Ése pensamiento la hizo casi detenerse cuando ya estaban delante del Chevrolet.

George Swarthout abrió de un tirón la puerta del coche y les empujó hacia el interior, donde estaba Chewbacca ladrando muy agitado.

Vince Fields corrió a ocupar el asiento del conductor.

—¡Al suelo! —gritó Swarthout—. ¡Permanezcan así!

Y entonces apareció Charlie, cayendo casi sobre ellos, escudándoles.

El motor del Chevrolet rugió, el vehículo se apartó del bordillo con un chirrido de neumáticos, y salió disparado calle abajo, distanciándose de la casa, abismándose en la noche y la lluvia, en un mundo que no podría haber sido más hostil si todo eso hubiera ocurrido en un planeta extraño de otra galaxia.