XXIV

Siete menos cuarto.

Christine observó cómo Charlie desconectaba el teléfono en su estudio y lo sustituía por un dispositivo que había traído consigo, y que parecía una combinación de teléfono, aparato contestador y calculador electrónico no mayor que una cartera.

Charlie levantó el auricular y Christine pudo oír la señal de línea libre aunque se hallara a varios metros de distancia.

Mientras devolvía el aparato a su horquilla, el investigador dijo:

—Si alguien telefonea, nosotros acudiremos para contestar.

¿Es para grabar la conversación?

—Sí. Pero también y, ante todo, es un teléfono detector. Es como el equipo que tiene la Policía cuando se llama a su número de urgencia.

—¿El nueve once?

—Exacto. Cuando usted llama al nueve once, ellos saben desde qué número y dirección se les está telefoneando, porque tan pronto como levantan su auricular y establecen comunicación con usted, esa información queda grabada allí. —Charlie señaló lo que semejaba una cinta de máquina de sumar surgiendo por una rendija del dispositivo que él había colocado sobre su mesa—. Nosotros tendremos una información idéntica sobre cualquiera que llame aquí.

—De modo que, si Grace Spivey telefonea, tendremos no sólo una grabación de su voz sino también la prueba de que se ha hecho esa llamada utilizando su teléfono… o alguno perteneciente a su iglesia.

—Probablemente, los tribunales no lo admitirían como prueba fehaciente, pero si podemos probar que ella está formulando amenazas contra Joey, la Policía se interesará.

Siete de la tarde.

El tentempié llegó con puntualidad, y Christine observó que a Charlie le había complacido la prontitud de su empleado.

Los cinco cenaron en la mesa del comedor. Costillas de ternera, pollo asado y ensalada de col. Charlie amenizó el yantar con anécdotas cómicas sobre diversos casos que su agencia había diligenciado. Joey escuchó fascinado aunque no entendía muchas cosas ni captaba la sutileza de algunos pormenores.

Christine percibió que su hijo observaba muy atento al investigador Harrison. Apenada como nunca, vio lo que el chico se había perdido por no tener un padre o cualquier otra figura masculina próxima a la que admirar y de quien aprender.

Chewbacca, el nuevo perro comió en la cazuela que le pusieron en un rincón del comedor; luego, se estiró cuan largo era y colocó la cabeza entre las patas esperando a Joey. Era evidente que el animal había pertenecido a una familia que se cuidaba de él y le adiestraba bien. Se adaptaría aprisa y con facilidad a la nueva situación. Christine permanecía desconcertada ante su semejanza con Brandy; pero comenzó a pensar que, no obstante, la cosa funcionaría.

Hacia las siete y veinte, los truenos, que hasta entonces se percibían distantes y a intervalos, se aproximaron de súbito. Un fucilazo rasgó el cielo nocturno y las ventanas trepidaron.

Sobresaltada, Christine dejó caer el tenedor. Durante un instante creyó que una bomba había caído fuera de la casa. Cuando se dio cuenta de que era sólo un trueno, se sintió avergonzada. Pero una ojeada fugaz a los demás le reveló que ellos se habían sobresaltado también.

Unas gruesas gotas de lluvia golpearon el tejado y las ventanas.

Hacia las ocho menos veinticinco, Frank Reuther acabó de comer y se levantó de la mesa para hacer una ronda completa por la casa, inspeccionando todas las puertas y ventanas que Pete ya había revisado antes.

Cayó una lluvia ligera, pero persistente.

A las ocho menos cuarto, concluida la cena, Joey propuso a Pete Lockburn que jugara a algo, y el guardaespaldas aceptó. Ambos fueron a la habitación con el perro brincando alegre tras sus talones.

Frank colocó una silla para encaramarse ante una ventana y, por una estrecha rendija de las cortinas, escrutó la calle bajo la lluvia.

Charlie ayudó a Christine a retirar los platos y las servilletas de papel. Los llevaron a la cocina. Allí el estrépito de la lluvia era mayor, pues caía sobre la marquesina del patio trasero.

—¿Y ahora qué? —inquirió Christine mientras arrojaba platos al cubo de basura.

—Pues pasaremos la noche.

—¿Y luego?

—Si la vieja no nos telefonea ni nos da ningún motivo para acusarla, mañana hablaré con el doctor Boothe, el psicólogo que ya le he mencionado. Él tiene un interés especial por las neurosis y psicosis religiosas. Ha concebido, y aplicado con éxito, algunos métodos para la rehabilitación de personas a quienes se les ha lavado el cerebro mediante alguno de esos procedimientos esotéricos. Sabe cómo piensan los líderes de semejantes cultos; por tanto tal vez pueda ayudarnos a encontrar el punto flaco de Grace Spivey. También me propongo, si es posible, hablar cara a cara con la mujer.

—¿De qué manera va a concertar esa entrevista?

Telefonearé a la Iglesia del Crepúsculo y pediré hora, sencillamente.

—¿Y cree usted que ella le recibirá?

Se encogió de hombros.

—Tal vez le intrigue la audacia de ese movimiento.

—¿Y no podemos ir ahora a la Policía?

—¿Con qué?

—Usted tiene pruebas de que Joey y yo somos objeto de persecución.

—Seguir a alguien no es un delito.

—Ésa Spivey llamó a su despacho y amenazó a Joey.

—No tenemos pruebas de que se tratara de Grace Spivey. Y Joey fue el único que oyó la amenaza.

—Quizá si nosotros explicásemos a la Policía que esa loca toma a Joey por el Anticristo…

—Eso es sólo una teoría…

—Bueno… tal vez podamos encontrar a alguien que, habiendo pertenecido a ese culto, lo haya abandonado, y entonces la Policía pueda desentrañar esa insensatez del Anticristo.

—La gente no abandona la Iglesia del Crepúsculo —dijo Charlie.

—¿Qué quiere decir?

—Cuando se nos contrató para rescatar del grupo a esos dos pequeños, se nos ocurrió primero sonsacar a algún exseguidor de Grace Spivey, alguien que se hubiese desilusionado y pudiera revelarnos dónde estaban los niños y cuál era el mejor procedimiento para rescatarlos. Pues bien, no encontramos a nadie que hubiese abandonado la iglesia. Una vez se unen a ella, parecen comprometerse de por vida.

—Siempre hay gente decepcionada, frustrada…

—En la Iglesia del Crepúsculo, no.

—¿Con qué clase de presa los atenaza esa vieja lunática?

—Una tan dura como el hierro y tan prieta como un torno —respondió Charlie.

El relámpago despidió tal destello que fue visible por entre las casi imperceptibles rendijas de las persianas Levolor.

El trueno retumbó haciendo vibrar las ventanas, y la lluvia cayó con más fuerza que nunca.

A las ocho menos cuarto, Charlie se marchó después de dar algunas instrucciones finales a Lockburn y Reuther.

Insistió en que Christine cerrara con llave la puerta antes de que él saliera siquiera del porche.

Ella descorrió un poco la cortina de la ventana próxima a la puerta y miró cómo él corría hacia el Chevrolet verde, saltando sobre los negros charcos, fustigado por el viento húmedo, y penetraba raudo en las densas sombras nocturnas, que parecían ondularse y superponerse como negras cortinas.

Frank Reuther le aconsejó que se retirara de la ventana, y ella siguió a regañadientes su recomendación. Por alguna razón inexplicable, tuvo la sensación de que se sentiría segura mientras pudiese ver a Charlie Harrison. Así que apenas dejó caer la cortina y se apartó de la ventana, percibió con claridad abrumadora la vulnerabilidad de Joey y la suya propia.

Sabía que Pete y Frank eran expertos, competentes y fiables, pero ninguno de los dos le dio la sensación de seguridad que le proporcionaba Charlie.

Ocho y veinte.

Christine fue a la habitación de Joey. Pete y él se hallaban sentados en el suelo jugando a las cartas.

—¡Eh, mamá! ¡Estoy ganando!

—Es un verdadero tiburón de los naipes —dijo Pete—. Si esto llega a oídos del personal en la oficina, quedaré desprestigiado.

Chewbacca, acurrucado en un rincón, miraba atento a su amo con lengua colgante.

Christine estuvo a punto de creer que Chewbacca era en realidad Brandy, que no había habido ninguna decapitación, que Pete y Frank eran sólo amigos de la familia y que aquello era una sencilla velada en casa. Estuvo a punto de creerlo; pero nada más.

Fue a su estudio y se sentó ante la mesa mirando las dos ventanas cubiertas y escuchando la lluvia. Sonaba como si miles de personas estuvieran cantando a tal distancia que no se podían percibir sus palabras sino sólo el murmullo lejano y confuso de muchas voces vibrantes.

Intentó trabajar; pero no pudo concentrarse. Cogió un libro de la estantería, una novela ligera. Tampoco consiguió centrar su atención en ella.

Por un momento, consideró la conveniencia de llamar a su madre. Necesitaba un hombro amigo sobre el que llorar. Sin embargo, Evelyn no podría proporcionarle el consuelo y la comprensión que ella requería.

Deseó que su hermano viviera. Ansió poder telefonearle y pedirle que viniera a hacerle compañía. Pero Tony se había ido para siempre. También su padre se había ido para siempre y, aunque ella le hubiese conocido apenas, ahora lo echaba de menos como nunca lo hizo.

Si por lo menos Charlie estuviera aquí…

A pesar de Frank y Pete, y del desconocido vigilando la casa desde la caravana aparcada fuera, Christine se sintió terriblemente sola.

Miró el teléfono detector que se encontraba sobre su mesa. Quería que esa vieja loca llamara y amenazara a Joey. Por lo menos habría evidencia suficiente para interesar a la Policía.

Pero el teléfono no sonó.

Los únicos ruidos fueron los de la tormenta.

A las nueve menos veinte, Frank Reuther entró en el estudio y le dijo sonriente:

—No se alarme. Sólo estoy haciendo la ronda.

Se acercó a la primera ventana, descorrió la cortina, escrutó la oscuridad durante un segundo y luego puso otra vez la gruesa tela en su sitio.

Al igual que Pete Lockburn, Frank se había quitado la chaqueta y se había arremangado la camisa. La sobaquera le colgaba bajo el brazo izquierdo. Durante un instante, la culata del revólver captó la luz y despidió destellos negruzcos.

Por un momento, y en un intercambio inexplicable entre fantasía y realidad, Christine se sintió inmersa en una película de gangsterismo de los años treinta.

Frank apartó la cortina de la segunda ventana… y lanzó un alarido.

El estampido fue más sonoro que el de la chispa de la aparatosa tormenta.

La ventana explotó hacia adentro.

Christine dio un saltó al caer sobre ella una cascada de cristales y sangre.

Sin tiempo de empuñar su pistola, Frank se elevó en el aire por la fuerza del impacto y cayó hacia atrás.

La butaca de Christine volcó con estruendo.

El guardaespaldas se desplomó sobre la mesa que tenía ante ella. Su rostro había desaparecido. Los gruesos perdigones del rifle le habían horadado y reventado el cráneo convirtiéndolo en un ensangrentado despojo.

Fuera, el pistolero hizo fuego otra vez.

El abanico de perdigones encontró la lámpara del techo y la pulverizó, haciendo caer más vidrio, trozos de yeso y oscuridad. La lámpara de mesa había caído ya al suelo cuando Frank se derrumbara sobre ella. La habitación quedó a oscuras, salvo por el resplandor tenue que llegaba desde el vestíbulo a través de la puerta abierta.

Las cortinas, llenas de perdigonazos, se agitaron con una ráfaga intrusa de viento. Los jirones desprendidos se azotaron unos a otros, giraron y revolotearon en el aire como los ropajes funerarios pútridos de un cadáver animando en una representación carnavalesca.

Christine oyó gritar a alguien. Pensó que sería Joey. Luego, se apercibió de que era una mujer, y por fin descubrió que se trataba de su propia voz.

Un golpe de lluvia fustigó los desgarrados cortinajes. Pero el agua no fue lo único que intentó penetrar allí. El asesino de Frank Reuther se encaramó también por la maltrecha ventana.

Christine huyó como una exhalación.