O’hara enfocó sus prismáticos hacia una ventana alta de la casa Scavello; luego, a otra contigua, y a otra; después escudriñó también la primera planta. Había luz en cada habitación, pero todos los cortinajes estaban cerrados sin dejar el menor intersticio.
—Tal vez ella esté en casa, pero haya dejado al muchacho en cualquier otra parte para pasar la noche.
—No. El muchacho está ahí —dijo O’Hara.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Acaso no sientes su presencia?
Baumberg miró por la ventana contrayendo los ojos.
—¡Siéntelo! —susurró O’Hara con voz ronca y temerosa.
Baumberg sondeó mentalmente la cognición intuitiva que había aterrorizado a su compañero.
—La tenebrosidad. Concéntrate para percibir la singular tenebrosidad que proviene del muchacho, esa horrible niebla oscura que él difunde a oleadas como un nubarrón de tempestad.
Baumberg aguzó los sentidos.
—La malevolencia —precisó O’Hara con la voz reducida a un bronco susurro—. ¡Percíbela!
Baumberg plantó ambas manos sobre el frío cristal, apretó la frente contra él y miró con fijeza la casa de los Scavello. Al cabo de un rato, la sintió tal como le había dicho O’Hara. La tenebrosidad. La malevolencia. Emanó de la casa cual la radiación atómica de un bloque de plutonio. Se difundió por la noche, atravesó el cristal que Baumberg tenía delante y lo contaminó con una energía maligna que no generaba calor ni luz, una energía lúgubre, fuliginosa, gélida.
O’Hara bajó de pronto los prismáticos, se apartó de la ventana y volvió la espalda a la casa Scavello, como si la energía malévola que surgía de ella le resultara insoportable.
—Ha llegado el momento —dijo Baumberg cogiendo un rifle y un revólver.
—No —objetó O’Hara—. Déjalos acomodarse. Deja que se serenen. Dales una oportunidad de bajar la guardia.
—¿Entonces, cuándo?
—Saldremos de aquí… a las ocho y media.