XXII

Cuando doblaron la esquina de la manzana de Christine y tuvieron su casa al alcance de la vista, Charlie preguntó:

—¿Ve usted esa caravana?

Al otro lado de la calle había aparcada una camioneta de reparto y, enganchada a su parte trasera, una caravana. Era un remolque corriente; ella la había visto ya pero no le había concedido importancia. Súbitamente se le antojó siniestra.

—¿Es también de ellos? —preguntó.

—No. Ésa es nuestra —la tranquilizó Charlie—. Tengo apostado ahí un hombre para vigilar cada vehículo que circule por esta calle. Tiene una cámara con película infrarroja para fotografiar todos los números de matrícula incluso en la oscuridad. Posee también un teléfono portátil para llamarla a usted, a la Policía o comunicarse conmigo en caso de urgencia.

Pete Lockburn aparcó el Chevrolet verde frente a la casa de los Scavello, en tanto que Frank Reuther metía el Firebird de Christine en la rotonda de la casa.

La furgoneta Ford blanca que los había seguido pasó de largo. La miraron en silencio mientras su conductor la llevaba hasta la manzana siguiente, buscaba un sitio para aparcar y apagaba los faros.

—¡Aficionados! —comentó desdeñoso Pete Lockburn.

—O arrogantes bastardos —murmuró Christine.

Reuther se apeó del Firebird, dejando al perro dentro, y se acercó a su coche.

Al bajar el cristal de la ventanilla para hablar con Frank, Charlie pidió a Christine la llave de su casa. Cuando la sacó del bolso, él la cogió y se la entregó a Frank.

—Adelántate e inspecciona la casa. Asegúrate de que nadie nos espera allí.

—Conforme —dijo Frank desabotonándose la chaqueta para tener a mano el arma que llevaba en la sobaquera, y se encaminó hacia la puerta principal.

—¿Es ahora cuando aparecen los malos? —preguntó Joey.

—Esperemos que no, cariño.

Había muchos árboles y no demasiados faroles. Charlie empezó a sentir intranquilidad, quieto allí junto al bordillo, así que se apeó del Chevy, advirtiendo a Christine y Joey que no se movieran de su sitio. Se plantó en su costado del coche, dando la espalda a Pete Lockburn, para vigilar las posibles maniobras de aproximación en esa dirección.

De tanto en tanto, algún coche doblaba la esquina y se acercaba a la manzana para pasar de largo o entrar en una de las casas vecinas. Cada vez que veía aparecer un par de faros, Harrison contraía los músculos y se llevaba la mano a la culata del revólver, bajo la chaqueta.

Tuvo frío. Lamentó no haber traído un abrigo.

El resplandor de unos relámpagos palpitó lívido en el cielo occidental. Un eco distante de trueno le hizo recordar los trenes mercancías que desfilaban por delante de la pequeña y sórdida casa donde él creció allá en Indiana. Le pareció que había transcurrido un siglo desde entonces.

Por alguna razón inexplicable, aquellos trenes no habían constituido nunca símbolos de libertad y fuga, como pudieran haberlo sido para otros chicos en su situación. El joven Charlie, tendido sobre su estrecha cama en su angosta habitación, e intentando olvidar el último estallido de violencia de su alcohólico padre, interpretaba el estruendo de aquellos trenes como un recordatorio que le impedía olvidar que él vivía en el lado de la vía. El traqueteo chirriante de las ruedas había sido la voz de la pobreza, el sonido de la escasez, el miedo y la desesperación.

Le sorprendió que ese trueno lejano le hiciera rememorar con una claridad tan enojosa el paso estrepitoso de aquellas ruedas de tren. No menos sorprendente fue que el recuerdo de esos trenes pudiera evocar los temores infantiles y la tremenda sensación de estar apresado que formó parte de su juventud.

A ese respecto, tenía mucho en común con Christine. Su infancia había sido destruida por la prepotencia física; la de ella, por el dominio psicológico. Ambos habían vivido bajo el puño, el uno literal, el otro figurado, y, como niños, se habían sentido apresados, claustrófobos.

Charlie bajó la vista y miró por la ventanilla del Chevrolet. Vio que Joey le atisbaba, y entonces le hizo la señal del pulgares arriba. El niño le contestó de la misma forma sonriendo.

Como, en otro tiempo, había sido objeto del abuso, Charlie era muy sensitivo respecto a los niños que eran víctimas de la violencia. Nada le encolerizaba tanto como los adultos que vapuleaban a los pequeños. Los crímenes contra chiquillos indefensos los consideraba fruto de una frialdad glacial, enfermiza, que le llenaba de odio y desesperación. Ninguna otra cosa podía exasperarle tanto.

Él no permitiría que nadie hiciera daño a Joey.

No le fallaría. No se permitiría fallarle; porque, si lo hiciera, le sería imposible vivir con su propia conciencia.

Pareció haber transcurrido largo rato hasta la reaparición de Frank, el cual se mostró todavía avizor, pero algo más tranquilo que cuando entró en la vivienda.

—Despejado, Harrison —dijo—. Miré también en el patio trasero. Nadie por los alrededores.

Los tres escoltaron a Christine, Joey y Chewbacca hasta el interior, rodeando a la mujer y al niño mientras caminaban hasta interponerse en una posible línea de fuego.

Aunque Christine le había hablado de su éxito, Charlie no esperaba encontrar una casa tan espaciosa y bien amueblada. La sala tenía una inmensa chimenea encuadrada por una repisa esculpida y estanterías de roble hasta los rincones. Una enorme alfombra china proveía la base para una feliz combinación de antigüedades orientales y europeas, más algunas reproducciones de gran calidad. A lo largo de la pared, había un biombo de palo de rosa tallado a mano, con un tríptico doble representando una cascada, un puente y una antigua villa japonesa, todo ello compuesto laboriosamente con pequeñas piezas de esteatita.

Joey quiso ir a su habitación para jugar con el nuevo perro. Frank Reuther lo acompañó.

A instancias de Charlie, Pete Lockburn recorrió la casa de arriba abajo, y luego por segunda vez, asegurándose de que todas las puertas y ventanas estuviesen cerradas y corriendo todas las cortinas, de modo que nadie desde fuera, pudiera ver el interior.

—Iré a buscar algo para la cena —dijo Christine—. Tendré que hacer perritos calientes. Salchichas es lo único que tengo en cantidad.

—No se preocupe —le aconsejó Charlie—, he dispuesto ya que un muchacho nos traiga un tentempié a las siete.

—¡Piensa usted en todo!

—Esperemos que eso sea cierto.