XX

—Se llama Grace Spivey —informó Charlie mientras su coche avanzaba en la noche cada vez más desapacible.

Christine no pudo apartar los ojos de la fotografía. La mirada de la anciana era hipnótica, incluso en blanco y negro, parecía emitir una radiación fría.

En el asiento delantero, Joey siguió charlando con Pete Lockburn sobre E. T., la película de Steven Spielberg que él había visto ya cuatro veces y que Lockburn parecía haber visto todavía más. La voz de su hijo le sonó muy lejana, como si el niño se hallase en una montaña distante y estuviera ya perdido para ella.

Harrison apagó la pequeña linterna.

Christine sintió alivio cuando la oscuridad cayó sobre la fotografía rompiendo el sortilegio que había ejercido sobre ella. La metió en el sobre y se la devolvió al investigador.

—¿Es ella la cabeza rectora de ese culto?

—Ella misma es el culto. Se trata ante todo de un culto a la personalidad. Su mensaje religioso no tiene nada de especial ni único: todo estriba en su forma peculiar de difundirlo. Si le sucediera algo a Grace, sus seguidores se dispersarían y la iglesia se disolvería con toda probabilidad.

—¿Cómo es posible que semejante vieja loca tenga adictos? No me parece carismática ni mucho menos.

—Pues lo es. Yo no he hablado nunca con ella; pero Henry Rankin sí. Él llevó el caso que he mencionado antes, esos dos niños pequeños cuya madre se llevó para incorporarse a la congregación. Y él me dijo que Grace posee sin duda cierto magnetismo, una personalidad muy vigorosa. Y aunque su mensaje no tenga nada de insólito, es dramático y emotivo, el tipo de comunicación a la que responden con entusiasmo determinadas personas.

—¿Y cuál es ese mensaje?

—Ella afirma que estamos viviendo los últimos días del mundo.

—Todo lunático religioso, desde aquí hasta Maine, ha proclamado eso en alguna ocasión.

—Desde luego.

—Por tanto debe de haber algo más. ¿Qué otras cosas dice?

Charlie titubeó, y Christine intuyó que temía contarle el resto.

—¿Qué cosas?

Él suspiró.

—Grace afirma que el Anticristo ha nacido ya.

—También he oído decir eso. Por ahí hay un culto según el cual el Anticristo es el rey de no sé qué país.

—¡Eso si que no lo sabía yo!

—Otros aseguran que el Anticristo será el hombre que asuma el gobierno de Rusia después del actual Primer Ministro.

—Eso me parece más comprensible que imputárselo a un rey.

—Yo no me sorprendería si hubiese por ahí algún culto que creyera ver el Anticristo en Burt Reynolds, Stephen King o Rodney Dangerfield.

Charlie no sonrió al oír la ocurrencia.

—Vivimos en unos tiempos esotéricos —murmuró.

—Nos estamos aproximando al final de un milenio —apuntó Christine—. Por una razón o por otra, eso provoca numerosas reacciones. Según se dice, la última vez, o sea, cuando se aproximaba el año mil, hubo toda clase de cultos extraños, signos de decadencia y actos violentos asociados a los temores de la Humanidad ante el fin del mundo. Me figuro que ahora sucederá lo mismo ante la próxima llegada del dos mil. ¡Qué demonios, si ya han empezado!

—Seguro —murmuró él.

Christine percibió que no le había dicho todo cuanto creía saber sobre Grace Spivey. Incluso con la poca luz que entraba por las ventanillas del coche, pudo apreciar en su rostro una expresión de turbación profunda.

—Bueno… —le apremió.

—Grace dice que estamos en el Crepúsculo, ese período que sobreviene poco antes de que el hijo de Satanás asuma el poder sobre la tierra y gobierne durante mil años. ¿Conoce usted bien la Biblia… o en particular las profecías?

—Hace tiempo estaba muy familiarizada con ella —respondió Christine—. Pero ya no. La verdad es que no recuerdo gran cosa.

—Entonces puede unirse a mi club. Pero, por lo que he podido entender de las prédicas de Grace Spivey, la Biblia dice que el Anticristo gobernará durante mil años acarreando sufrimientos indescriptibles a la Humanidad, después de lo cual se librará la batalla de Armagedón y, al fin, Dios descenderá y destruirá para siempre a Satanás. Ella asevera que Dios le ha concedido la última oportunidad para evitar el dominio milenario del demonio. Según afirma también, el Señor le ha ordenado que intente salvar a la Humanidad instituyendo una iglesia de gentes cabales que detenga al Anticristo antes de que alcance una posición de Poder.

—Si yo no supiese que hay personas fanáticas… y tal vez peligrosas, que creen en esas insensateces, lo encontraría divertido. ¿Y cómo piensan ellas que su pequeña banda de gentes cabales va a combatir contra el portentoso poder de Satanás, suponiendo en primer lugar que exista ese portentoso poder satánico?

—Yo, desde luego, no creo en él. Pero, según mis informes, sus planes de batalla constituyen un secreto conocido sólo entre aquéllos que se han hecho miembros de la iglesia. Sin embargo, creo adivinar lo que se proponen.

—¿Y qué es?

Vaciló unos instantes antes de responder.

—Intentan darle muerte.

—¿Al Anticristo?

—Sí.

—¿Así de fácil?

—No me figuro que ellos lo consideren tan fácil.

—¡Y no me extraña! —exclamó Christine sonriendo a pesar de la situación—. ¿Qué clase de demonio sería el que se dejase matar con facilidad? De todos modos, esa lógica me parece inconsciente. El Anticristo, si existiera, sería una figura sobrenatural. Y los seres sobrenaturales no pueden dejarse matar.

—Yo sé que el catolicismo romano tiene la costumbre tradicional de justificar los puntos de la doctrina mediante procesos lógicos —dijo Charlie—. Por ejemplo, santo Tomás de Aquino y sus escritos. Pero estas personas con quienes nos las habemos, son tipos marginados. Fanáticos. Ni la consistencia ni la lógica son cosas que los fanáticos religiosos requieran de sus correligionarios. —Lanzó un suspiro—. Ahora bien, suponiendo que se crea en toda esa mitología tal y como la expresa la Biblia y la presenta Grace… tal vez su lógica no sea tan descabellada. Después de todo, se considera a Jesús un ser sobrenatural, el hijo de Dios; sin embargo, lo mataron.

—Eso es diferente —argumentó ella—. Según la historia de Cristo, era ésa su misión, su finalidad, su destino… Tenía que dejarse matar para salvarnos de las gravísimas consecuencias de nuestros pecados. ¿No es así? Pero me parece difícil de creer que el Anticristo sea tan altruista.

—Usted está pensando otra vez de forma lógica. Si quiere entender a Grace y a la Iglesia del Crepúsculo tendrá que arrinconar la sensatez.

—De acuerdo. Entonces, ¿quién dice ella que es el Anticristo?

—Cuando rescatamos a esos dos pequeños del culto —explicó Charlie—, Grace no había identificado aún al Anticristo. Tenía que encontrarlo. Pero ahora creo que ya lo tiene.

—¡Ah! ¿Sí? ¿Quién? —inquirió Christine. Pero antes de que Charlie pudiera responder, la respuesta la golpeó con la fuerza de un martillo pilón.

Delante, Joey seguía perorando con Pete Lockburn, ajeno por completo a la conversación que se desarrollaba entre su madre y Charlie Harrison.

No obstante, Christine bajó la voz hasta el susurro.

—¿Joey? ¡Dios mío! ¿Acaso esa demente cree que mi pequeño es el Anticristo?

—Yo apostaría a que si.

Christine creyó estar oyendo aquella voz rebosante de odio surgiendo entre retazos vagos de la memoria: «¡Tiene que morir! ¡Tiene que morir!».

—¿Pero por qué él? ¿Por qué Joey? ¿No podía obcecarse con cualquier otro niño?

—Tal vez fuera como dijo usted: estuvo en el lugar menos adecuado en el momento menos oportuno. Si otra mujer cualquiera, acompañada de otro niño, hubiese estado en el aparcamiento de la South Coast Plaza a la misma hora del pasado domingo, es posible que ahora ese otro niño fuera el objetivo de Grace en lugar de Joey.

Christine comprendió que era probable que tuviese razón. Pero eso no impidió que la idea le causara vértigo. Era un desvarío estúpido, cruel, maligno. ¿En qué mundo se vivía si un inocente recorrido por el mercado les hacía candidatos al martirio?

—Pero… ¿cómo podremos detenerla? —preguntó.

—Si ella recurre a la violencia, utilizaremos la disuasión. Y si no podemos disuadirla… Bueno, entonces haremos saltar por los aires a su gente antes de que pueda tocar a Joey. Esto no es una cuestión de responsabilidad legal. Usted nos ha contratado para que los protejamos, y nosotros contamos con la sanción legal para recurrir a la fuerza, si fuera necesario e inevitable, en cumplimiento de nuestro deber.

—No. Yo quiero decir que cómo podríamos hacerle cambiar de idea. ¿Qué forma hay para hacerle reconocer que Joey es sólo un niño pequeño? ¿De qué modo inducirla a retirarse?

—No lo sé. Me imagino que una fanática semejante es tan obcecada que no atiende a ninguna razón. Será dificilísimo hacerle cambiar de idea sobre nada, y menos todavía acerca de un asunto tan importante para ella como éste.

—Pero usted ha dicho que tiene un millar de seguidores.

—Quizás incluso algunos más a estas alturas.

—Si los envía en persecución de Joey, no podremos matarlos a todos. Tarde o temprano, alguno burlará nuestras defensas.

—No pienso permitir que esto se eternice —le aseguró él—. Ni darles muchas oportunidades para hacer el mal a Joey. Haré cambiar de idea a Grace, la obligaré a replegarse y desaparecer.

—¿Cómo?

—Todavía no lo sé.

La imagen de la arpía en el aparcamiento reapareció ante Christine… Pelo revuelto, ojos desorbitados, ropas llenas de pelusas y manchas grasientas… Sintió que la desesperación la atenazaba.

—Será imposible hacerle modificar su pensamiento.

—Tiene que haber algún medio —insistió Charlie—. Yo lo encontraré.

—Ella no se detendrá jamás.

—Mañana tengo una cita con un excelente psicólogo. El doctor Denton Boothe. Le interesa de un modo especial la psicología del culto. Me propongo discutir el caso con él, darle todos nuestros datos sobre Grace y pedirle que colabore con nosotros para descubrir su punto flaco.

Christine no encontró muy prometedora esa táctica. Pero al fin y al cabo, tampoco vio que lo fuera ninguna otra.

Charlie le cogió la mano mientras el coche volaba a través de la tempestuosa oscuridad.

—No la dejaré en la estacada.

Pero ella se preguntó por vez primera si sus promesas no serían vacuas.