XIX

A lo largo de la pared trasera, se alineaban las ventanas del comedor, la cocina, el cuarto de desayuno y la sala de estar, a la que conducían unas puertas francesas. O’Hara intentó abrirlas a sabiendas de que las encontraría cerradas con llave. Y así fue.

El patio estaba desnudo. No había tiestos ni muebles de jardín. La piscina había sido vaciada, tal vez para reparaciones.

Plantado ante las puertas francesas, O’Hara miró la casa situada al norte de ésta. Una pared formada con bloques de escoria, y que medía aproximadamente un metro ochenta, separaba esta propiedad de la siguiente. Por tanto, él no podía ver más que el segundo piso de la otra casa. Estaba a oscuras. Hacia el sur, más allá de otra pared, era visible la segunda planta de otra casa. Se hallaba inundada de luz. Al menos no había nadie mirando por las ventanas.

La parte trasera de la propiedad tenía también una pared divisoria. El edificio de ese lado era a todas luces de una sola planta, pues no se veía nada desde el patio donde estaba O’Hara.

Entonces, sacó una linterna de la bolsa y la utilizó para examinar el acristalado de las puertas francesas y de una de las ventanas. Se movió aprisa, temeroso de ser descubierto. Buscó alambres conductores. Células fotoeléctricas… cualquier cosa que indicara la presencia en la casa de un dispositivo de alarma contra el allanamiento. Aquél era el vecindario típico en el que una tercera parte de las viviendas estaría equipada de esa forma. No encontró ningún indicio de que perteneciera a esa tercera parte.

Apagó la linterna, rebuscó en la bolsa y por fin extrajo un artefacto electrónico, alimentado con batería, cuyo tamaño venía a ser como el de una pequeña radio de transistores. De un extremo salía un cable de unos cuatro metros y medio, que terminaba en una especie de campana similar a la tapadera de un frasco de mahonesa. La aplicó al cristal de una puerta.

Una vez más tuvo la espeluznante sensación de que algo peligroso lo estaba acechando; un escalofrío le recorrió la espina dorsal cuando se volvió para atisbar el patio trasero envuelto en sombras. El viento silbó en el follaje espeso y un poco quebradizo de un inmenso sicómoro, agitó las frondas de dos palmeras e hizo que los arbustos se balancearan como si estuviesen vivos. Pero la piscina vacía fue lo que más atrajo la atención de O’Hara hasta convertirse en foco de su miedo. Tuvo la idea súbita de que algo enorme y aborrecible se agazapaba en aquel foso de cemento, lo espiaba, esperando el momento oportuno para saltar sobre él. Lo que quiera que fuese había sido creado mediante una acción de coalescencia en la oscuridad. Surgía de las simas del averno, y era enviado por alguien para impedirles que mataran al muchacho. Al fondo de los múltiples sonidos producidos por el viento, creyó oír otro ruido siniestro, viscoso y deslizante que provenía de la piscina, y sintió que, de repente, se le helaba la médula.

Baumberg reapareció con los dos sacos de ropa, sobresaltando a O’Hara.

—¿Lo has notado también? —preguntó Baumberg.

—Sí —repuso O’Hara.

—Está por aquí. Es la propia Bestia. O alguno de sus mensajeros.

—En la piscina —indicó O’Hara.

Baumberg miró pasmado al inmenso y negro boquete en el centro del césped. Por fin asintió.

—Sí, lo siento. Ahí, en el fondo.

«Sólo podrá dañarnos si empezamos a dudar del poder de madre Grace para protegernos —se dijo O’Hara—. Únicamente podrá detenernos si perdemos nuestra fe o dejamos que el miedo nos abrume».

Eso era lo que madre Grace les había advertido.

Y madre Grace no se equivocaba nunca.

O’Hara centró otra vez su atención en las puertas francesas. Movió una llave del pequeño dispositivo al que estaba unida la ventosa y un pequeño dial cubierto de cristal se encendió en el centro del instrumento. El dispositivo, un detector de ondas sónicas, les revelaría si la casa estaba equipada con un sistema de alarma inalámbrico para protegerla mediante la localización de cualquier movimiento. El dial iluminado no se alteró, lo cual significó que no había ninguna actividad de ondas de radio dentro de la sala al otro lado de las puertas.

Antes de que madre Grace le convirtiera, O’Hara había sido un ladrón profesional muy dinámico y endiabladamente eficiente en su oficio. Porque madre Grace era propensa a buscar conversos entre aquéllos que más se habían apartado de Dios. La Iglesia del Crepúsculo disponía, pues, de un sinfín de habilidades y conocimientos que no estaban al alcance de la Iglesia común cuyos miembros pertenecían a los segmentos cívicos de la población. Algunas veces eso era una verdadera bendición.

O’Hara separó del cristal la copa de absorción, apagó el detector de ondas y lo metió otra vez en la bolsa. Luego, sacó unas tijeras y un rollo de cinta adhesiva. Cortó varios trozos y los pegó en el cristal más próximo al picaporte. Cuando estuvo totalmente cubierto, le asestó un golpe seco y potente. El cristal se quebró; pero con poco ruido, y todos los fragmentos quedaron adheridos a la cinta. Los retiró del marco, los dejó a un lado y, metiendo la mano, accionó el cerrojo y abrió la puerta.

Tuvo ya la plena seguridad de que no había sistema de alarma, pero le quedaba una cosa por hacer. Se arrodilló, alargó el brazo a través del umbral y levantó la alfombra después de soltar las tachuelas que la mantenían fija. Debajo, no había ningún felpudo de alarma, sólo la guata ordinaria.

Volvió a colocar la alfombra como estaba. Baumberg y él entraron en la casa llevando los sacos de ropa y la bolsa.

O’Hara cerró las puertas francesas y corrió el cerrojo.

Luego, echó un vistazo a la parcela de césped. Todo parecía tranquilo.

—Ya no está ahí fuera —declaró Baumberg.

—No —convino O’Hara.

Baumberg echó una ojeada por la penumbrosa sala, el cuarto del desayuno y la tenebrosa cocina que se encontraba más allá.

—Ahora está aquí adentro, con nosotros —dijo.

—Sí —murmuró O’Hara, que había sentido la presencia hostil dentro de la casa apenas cruzó el umbral.

—Me gustaría poder encender algunas luces —manifestó inquieto Baumberg.

—La casa se tiene por desocupada. Los vecinos se sorprenderían de ver luces y tal vez decidieran llamar a los polis.

Sobre sus cabezas, en la habitación del piso superior, el parqué crujió.

Antes de convertirse a la fe de madre Grace, cuando él era todavía un ladrón que iba hurtando todo cuanto podía a lo largo del camino hacia el infierno, O’Hara habría pensado al oír aquel crujido que era un mero reajuste de la madera, uno de los múltiples e insignificantes sonidos que las casas vacías producen al dilatarse o contraerse las maderas a causa de la humedad o sequedad del ambiente. Pero aquella noche tenía el convencimiento de que allí no había reajuste alguno.

Sus viejos amigos y algunos de sus familiares le decían que se había vuelto un paranoico desde su incorporación a la Iglesia del Crepúsculo. Ellos no lo entendían, eso era todo. Su comportamiento parecía paranoico porque él había visto la verdad tal como la enseñaba madre Grace, mientras que ni sus amistades ni sus parientes tuvieron la fortuna de ser salvados. A él se le habían abierto los ojos; los de ellos seguían ciegos.

Más crujidos arriba.

—Nuestra fe es una coraza —dijo estremecido Baumberg—. No nos atrevamos a dudarlo.

—La Madre nos ha provisto con una coraza —corroboró O’Hara.

Criiiooooaaac.

—Estamos haciendo la obra de Dios —afirmó Baumberg desafiando a la oscuridad que llenaba la casa.

O’Hara encendió la linterna cubriéndola con la otra mano al objeto de tener sólo la luz indispensable para verse sin correr el riesgo de que los descubriesen desde fuera.

Baumberg le siguió y ambos marcharon escaleras arriba al segundo piso.