XVII

Entretanto la noche había caído.

Las nubes tormentosas seguían progresando desde occidente. Eran más negras que la propia noche y cubrían aprisa las estrellas.

O’Hara y Baumberg marcharon despacio en el Chrysler blanco examinando las casas de aspecto costoso a ambos lados de la calle. Condujo O’Hara, cuyas manos resbalaron sin cesar sobre el volante porque las cubría un sudor frío. Él sabía que era un agente de Dios en este asunto, pues así se lo había dicho madre Grace. Lo que estaba haciendo era bueno, justo y necesario. Lo sabía bien; sin embargo, no se veía a sí mismo como un asesino, fuera santo o no. Estaba seguro de que Baumberg sentía lo mismo, porque la respiración del antiguo joyero era demasiado agitada para un hombre que no había hecho todavía el menor esfuerzo físico. Las pocas veces que dijo algo, su voz había sido más temblorosa y estridente que de costumbre.

Ni uno ni otro tenía dudas acerca de su misión o sobre madre Grace. Ambos poseían una fe profunda y respetuosa en la anciana. Y harían lo que se les había ordenado. O’Hara sabía que el chico debería morir, conocía el porqué y creía en las razones aducidas. Asesinar a ese niño no le perturbaba, y sabía que a Baumberg tampoco. Estaban sudorosos y nerviosos por la sencilla razón de que tenían miedo.

A lo largo de aquella calle casi escondida entre árboles, varias casas estaban a oscuras. Una de ellas podría serles útil. Pero acababa de anochecer y muchas personas circulaban de vuelta del trabajo. No querían que, después de seleccionar una casa y asaltarla los descubriera, y quizá los atrapara, cualquier tipo que volviera a su domicilio con un portafolios en la mano.

O’Hara estaba preparado para matar al chico, a su madre y a los guardaespaldas contratados para protegerlos porque todos ellos se hallaban al servicio de Lucifer. Madre Grace lo había convencido de eso. Pero O’Hara no estaba preparado para matar a cualquier peatón inocente que se cruzara en su camino. Por consiguiente, tendrían que seleccionar con sumo cuidado la casa.

Lo que ellos estaban buscando era un lugar en cuyo porche se acumulasen los periódicos de fechas pasadas, o que tuviera un buzón rebosante de cartas, cualquier señal de que sus inquilinos estaban ausentes. Debería ser en aquella manzana y por tanto resultaba muy poco probable que lo encontraran. De no conseguirlo, se precisaría poner en marcha otro plan alternativo de ataque.

Cuando habían alcanzado casi el extremo norte de la manzana, Baumberg dijo:

—¡Allí! ¿Qué opinas de esa casa?

Era una vivienda de estilo hispánico de dos plantas, estucada de beige claro y con tejado de pizarra, casi oculta por grandes árboles, y entre macizos de verónica y arriates de azalea. La luz de la calle iluminaba el letrero de una empresa inmobiliaria plantado en el césped cerca de la acera. La casa estaba en venta y todas las ventanas permanecían oscuras.

—Tal vez esté desocupada —se ilusionó Baumberg.

—No tendremos tanta suerte —rezongó O’Hara.

—Vale la pena echar un vistazo.

—Creo que sí.

O’Hara condujo el vehículo hasta la siguiente manzana y aparcó junto al bordillo. Cogió una bolsa de líneas aéreas que él había cargado en la iglesia, acompañó a Baumberg hasta la casa de estilo hispánico, recorriendo un camino de entrada flanqueado por floridas begonias, y se detuvo ante la verja de un atrio. Allí permanecieron al amparo de unas sombras profundas. O’Hara esperó que no los descubrieran desde la calle.

Un viento frió suspiró entre las ramas de los árboles y agitó las brillantes hojas de verónica. A O’Hara le pareció que la propia noche les acechaba con propósitos hostiles. ¿No podría ser que una entidad demoníaca les hubiese seguido hasta allí y ahora estuviese con ellos, entre aquellas sombras tétricas, un emisario de Satanás esperando pillarlos desprevenidos para hacerlos pedazos?

Madre Grace había dicho que Satanás haría cualquier cosa para malograr su misión. Y ella vislumbraba esas cosas. Madre Grace conocía la verdad y la proclamaba. Madre Grace era la verdad misma.

Su corazón latió desacompasado. O’Hara miró sin verlos los recovecos impenetrables de la negrura, intentando captar la visión fugaz de un monstruo en acecho. Pero no vio nada fuera de lo común.

Baumberg se apartó de la verja de hierro forjado, penetró en el césped y se aproximó a un macizo lleno de azaleas y begonias de hojas oscuras que, en la profunda tenebrosidad, parecieron negras. Atisbó por una ventana y dijo en voz baja:

—Ninguna cortina… No creo que esté amueblada siquiera.

O’Hara se acercó a otra ventana, apretó la cara contra el cristal, entornando los ojos, y percibió también las mismas señales de vacío.

—Bingo —exclamó Baumberg.

¡Habían encontrado lo que buscaban!

A un costado de la casa, la entrada en el césped trasero estaba protegida también por una verja, pero con la cancela entornada. Cuando Baumberg la empujó, la barrera de hierro forjado dejó oír el chirrido de unos goznes sin engrasar.

—Volveré al coche y traeré los sacos de ropa —dijo Baumberg.

Se alejó deslizándose entre los cortinajes negros de la noche.

O’Hara pensó que eso de separarse no era una buena idea; pero Baumberg desapareció antes de que él pudiera objetar nada. A solas, le resultó más difícil reprimir el miedo. Y el miedo era el alimento del demonio. El miedo atraía a la Bestia. O’Hara miró alrededor de la palpitante oscuridad y se dijo que su fe era la mejor armadura. Nada podría dañarle mientras él confiase la armadura de sus creencias a madre Grace y a Dios. Pero eso no era fácil.

Algunas veces, añoraba los días que precedieron a su conversión, cuando él no conocía aún la próxima llegada del Crepúsculo, cuando no se daba cuenta todavía de que Satanás andaba suelto por la tierra y de que el Anticristo acababa de nacer. Él había sido un ignorante inefable. Las únicas cosas que había temido eran los polis, la cárcel y el cáncer, porque el cáncer había matado a su padre. Ahora temía todo lo comprendido entre el ocaso y el alba, porque era en las horas oscuras cuando el demonio se mostraba más audaz. A la sazón, su vida estaba configurada por el miedo. A veces, la carga que representaba la verdad de madre Grace resultaba casi insoportable.

Decidió no esperar a Baumberg. Cargado con la bolsa de la compañía aérea, O’Hara reemprendió la marcha hacia la parte trasera del edificio. ¡Él le demostraría al demonio que no se dejaría intimidar!