Mientras Tammy despachaba a los últimos clientes de la jornada, Charlie preguntó a Christine:
—¿Ha habido problemas? ¿Alguien la ha molestado?
—No. Todo ha estado muy pacífico.
—¿Indagaste algo sobre La Palabra Verdadera? —inquirió Rankin.
—Explicártelo requeriría demasiado tiempo —contestó Charlie—. Ahora quiero llevar a Christine y Joey a su casa y cerciorarme de que todo está seguro allí. He de dejarlos bien instalados para la noche. Pero he traído tu coche. Está ahí fuera y, en el asiento delantero, encontrarás una copia del expediente hasta la fecha. Puedes leerlo más tarde y ponerte al corriente.
—¿Necesitas algo de mí esta noche?
—No.
Y Joey dijo:
—Ven mamá. Ven al coche. Quiero enseñarte algo bonito de verdad.
—Un segundo, cariño.
Aunque tanto Lockburn como Reuther fueran, al menos por su aspecto físico, el tipo de hombres que encandilan a muchas mujeres, Val Gardner no se dignó echarles una segunda ojeada. Ella enfiló a Charlie tan pronto como éste terminó de hablar con Henry Rankin y le descargó todo su encanto hasta hacerlo más devorador que una llama de soplete.
—Siempre he deseado conocer a un detective —dijo con respiración entrecortada—. ¡Debe de ser tan emocionante…!
—A decir verdad, resulta aburrido por lo general —respondió Harrison—. La mayor parte de nuestro trabajo consiste en buscar y acechar, una hora de tedio tras otra.
—Pero a ratos… —apuntó insinuante Val.
—Bueno, claro, de cuando en cuando hay algunos fuegos artificiales.
—Apostaría cualquier cosa a que usted vive para disfrutar de esos momentos.
—A nadie le gusta que le larguen un balazo ni que un marido iracundo le aporree la cara en un caso escabroso de divorcio.
—Veo que peca de modestia —dijo Val amenazándole con el dedo mientras le guiñaba un ojo con toda la picardía de que era capaz.
«Y está muy capacitada para esto», pensó Christine. Val era una mujer en extremo atractiva, con abundante pelo castaño, luminosos ojos verdes y una figura impresionante. Christine envidiaba sus formas exuberantes. Eran pocos los hombres que habían llamado hermosa a Christine; pero, de todas formas, ella no había dado nunca mucho crédito a quienes le hacían semejante cumplido. Según su madre, ella no había sido atractiva jamás; la había catalogado como una criatura «corriente» y aun cuando supiera que el criterio de su madre alcanzaba unas cotas absurdas y que sus opiniones no eran racionales ni justas, Christine se creía una mujer discretamente bonita, más adecuada para ser monja que sirena. Algunas veces, cuando Val se vestía de tiros largos y optaba por la coquetería, Christine se sentía, comparada con ella, como un mancebo.
Val siguió diciendo a Charlie:
—Apostaría cualquier cosa a que usted es el tipo de hombre que necesita un poco de peligro para salpimentar su vida y que sabe cómo afrontar el riesgo.
—Mucho me temo que usted se esté formando una opinión muy romántica de mí.
Pero Christine sospechó que las lisonjas de Val le estaban haciendo disfrutar.
—Ven, mamá, por favor —clamó Joey—. Ven al coche. Tenemos un perro. Una verdadera belleza. Ven a verlo.
—¿Es de la perrera? —preguntó Christine a Charlie cortando en seco el juego de Val.
—Sí —contestó él—. Intenté convencer a Joey de que eligiera un mastín de setenta kilos llamado Asesino; pero no quiso escucharme.
Christine sonrió.
—Vamos a verlo, mamá —insistió Joey—. Por favor.
Diciendo esto, le cogió la mano y tiró de ella arrastrándola hacia la puerta.
—¿Querrás ocuparte del cierre, Val? —preguntó Christine.
—No me quedo sola, aquí está Tammy. Tú vete a casa. —Lanzó una mirada melancólica a Charlie dándole a entender sin rebozo que le hubiera gustado tener más tiempo para hacer un buen trabajo con él; luego se dirigió a Christine—: Y si no quieres venir mañana, da lo mismo, no te preocupes.
—¡Ah, no! —exclamó Christine—. Estaré aquí. Eso me ayudará a pasar el día. Ésta tarde me habría vuelto loca si no hubiese podido trabajar.
—Celebro haberla conocido —dijo Charlie dirigiéndose a Val.
—Espero verlo otra vez —respondió ella favoreciéndole con una sonrisa de alta tensión.
Pete Lockburn y Frank Reuther salieron antes de la tienda, examinaron el paseo a lo largo de los establecimientos comerciales, inspeccionaron recelosos el aparcamiento. Christine se sintió violenta en su compañía. No se creyó lo bastante importante para necesitar guardaespaldas. La presencia de los guardianes armados la incomodó haciéndola creerse extrañamente pretenciosa, como si se diera aires de grandeza.
El cielo estaba negro por el éste. En la parte de arriba, era de un azul intenso. Hacia el oeste, sobre el océano, una llamativa puesta de sol, con sus luces anaranjadas y amarillas, rojas y ocres, iluminaba un tenebroso frente de nubes de tormenta. Aunque el día hubiese sido bastante cálido para febrero, el aire era ya muy fresco. Más tarde seria frío. En California, los días invernales tibios eran un frecuente obsequio de la Naturaleza, la cual, sin embargo, raras veces extendía su generosidad a las noches de invierno.
Un Chevrolet verde oscuro de la Klemet & Harrison estaba aparcado junto al Firebird de Christine. En el asiento trasero, había un perro mirándolos por la ventanilla y cuando Christine lo vio, se quedó sin aliento.
¡Era Brandy! Durante unos segundos quedó pasmada, incapaz de dar crédito a sus ojos. Luego, comprendió que no podía ser Brandy sino otro spaniel dorado de tamaño, edad y capa idénticos.
Joey se adelantó corriendo y abrió la puerta. El perro saltó a tierra lanzando un breve y hondo ladrido de felicidad; olfateó las piernas del muchacho y luego le saltó al pecho poniéndole las zarpas sobre los hombros con tal ímpetu que casi le hizo caer.
Joey rió y le revolvió la larga pelambrera.
—¿Verdad que es simpático, mamá? Tiene pinta de algo, ¿eh?
Ella miró a Charlie, cuya sonrisa era casi tan radiante como la de Joey. Estando todavía a unos diez metros del niño, sin posibilidad de que éste pudiera oírlos, Christine habló en voz baja con evidente irritación.
—¿No cree usted que habría sido preferible cualquier otra raza?
Charlie pareció aturdido ante aquel tono acusatorio.
—¿Quiere decir usted que es demasiado grande? Según me dijo Joey, viene a tener el mismo tamaño que el del perro que… han perdido.
—No sólo tiene el mismo tamaño sino que es también el mismo perro.
—¿Quiere decir que Brandy era un spaniel dorado?
—¿Acaso no se lo dije?
Usted no mencionó en ningún momento la raza.
—¡Oh! Bueno. ¿Es que no lo hizo Joey?
—Él no dijo ni palabra al respecto.
—Ése perro es una réplica exacta de Brandy —murmuró inquieta Christine—. No me parece una buena idea… desde el punto de vista psicológico, quiero decir.
Sujetando al spaniel por el collar, Joey se volvió hacia ellos y confirmó el temor intuitivo de su madre al exclamar:
—¿Mamá, sabes cómo le llamaré? ¡Brandy! ¡Brandy II!
—Ya veo a lo que se refiere usted —dijo Charlie a Christine.
—Su subconsciente intenta negar que Brandy está muerto —dijo ella—, y eso no es saludable.
En el mismo momento en que las lámparas de sodio se encendían en el aparcamiento proyectando una luz amarillenta hacia la lobreguez crepuscular, Christine se acercó a su hijo y se detuvo.
El perro la olfateó, le pasó revista, ladeó la cabeza y la miró como si intentara calcular cómo encajaba ella allí. Por último, le puso una pata sobre la pierna. Parecía estar pidiéndole la garantía de que ella iba a quererlo tanto como su nuevo amo.
Comprendió que era demasiado tarde para devolver el perro y observó desalentada que Joey se había encariñado ya con el animal; pero decidió hacerle desistir, por lo menos, de que le llamara Brandy.
—Escucha, cariño, creo que sería una buena idea pensar en otro nombre para él.
—Me gusta Brandy.
—Pero usar otra vez ese nombre… sería como una ofensa para el primer Brandy.
—¿Si?
—Daría la impresión de que intentas olvidarlo.
—¡Eso no! —exclamó furioso—. ¡Jamás lo podré olvidar!
Una vez más, se le saltaron las lágrimas.
—Éste perro debería tener un nombre que fuera sólo suyo —insistió cariñosa ella.
—Es que el nombre Brandy me gusta, de verdad.
—Vamos. Piensa otro.
—Bueno…
—¿Qué te parece… Príncipe?
—Bobo. Quizá… Kandy.
Ella frunció el entrecejo y meneó la cabeza.
—No, cariño. Busca otra cosa. Algo diferente por completo. ¿Y si le pusieras algo relacionado… con La guerra de las galaxias? ¿No sería gracioso tener un perro llamado Chewbacca?
Su rostro se iluminó.
—¡Sí! ¡Chewbacca! ¡Grandioso!
Como si hubiese entendido cada palabra y voceara su aprobación, el perro lanzó un ladrido y le lamió la mano a Christine.
—Bueno —intervino Charlie—. Pongamos a Chewbacca en su Firebird. Quiero que salgamos cuanto antes de aquí. Joey, usted y yo iremos en el Chevy. Conducirá Frank. Pete nos seguirá en su coche con Chewbacca. Por cierto, tenemos compañía.
Christine miró en la dirección que le señalaba Charlie. La furgoneta blanca se hallaba en el otro extremo del aparcamiento, iluminada a medias por el resplandor amarillento de las altas farolas. El conductor no fue distinguible más allá del negro parabrisas pero ella supo quién estaba allí acechando.