Sobre la mesa de trabajo que había en el arsenal, se hallaban dos revólveres y dos rifles. Acababan de ser cargadas las cuatro armas. Junto a ellas, se encontraban varias cajas de munición.
Entretanto, madre Grace había enviado a Edna Vanoff a realizar un encargo, quedando a solas con Kyle, el cual cogió un rifle.
—Yo dirigiré el ataque.
—No —dijo madre Grace.
—¿No? Pero si tú has dicho siempre que me permitirías…
—No será fácil matar al chico —argumentó madre Grace.
—¿Cómo es eso?
—No es del todo humano. Una sangre demoníaca fluye por sus venas.
—A mí eso no me asusta.
—Debería asustarte. Sus poderes son grandes y aumentan cada día.
—Pero yo cuento con el poder de Dios Todopoderoso.
—No obstante, este primer ataque fallará casi con seguridad.
—Estoy dispuesto a morir —declaró.
—Lo sé, querido muchacho, lo sé. Pero no quiero arriesgarme a perderte apenas comenzada esta batalla. Eres demasiado valioso. Eres mi enlace entre este mundo y el reino espiritual.
—También soy el martillo —añadió petulante el hombretón.
—Conozco de sobra tu fuerza.
—Diciendo esto, madre Grace le quitó el rifle y lo colocó de nuevo sobre la mesa.
Él sintió una terrible y apremiante necesidad de arremeter contra algo… siempre y cuando arremetiera en nombre de Dios, por descontado. No necesitaba ya sembrar el dolor y la destrucción entre los inocentes sólo para darse esa satisfacción. Tales tiempos habían pasado para siempre. Anheló ser un soldado de Dios. Aquélla necesidad le oprimió el pecho, le retorció el estómago.
Había estado esperando impaciente el ataque de esa noche. La expectación le había dejado los nervios a flor de piel.
—El martillo de Dios —dijo una vez más.
—Y se utilizará a su debido tiempo —le aseguró ella.
—¿Cuándo?
—Cuando se presente la verdadera oportunidad para destruir al chico.
—¡Hum! Si no hay ocasión de aplastarlo esta noche, ¿cuál es el objeto de ir en busca del pequeño bastardo? ¿Por qué no esperar?
—Porque, si tenemos suerte, podremos al menos hacerle daño, herirle —explicó madre Grace—. Y eso alterará su aplomo. Ahora mismo, la pequeña bestia piensa que no podremos causarle jamás daño alguno. Si empieza a creerse vulnerable, lo será cada vez más. Primero debemos debilitar la confianza que tiene en sí mismo. ¿Lo has comprendido?
Kyle asintió a pesar suyo.
—Y, si tenemos mucha suerte —prosiguió Grace—, si Dios está con nosotros y cogemos desprevenido al demonio, podremos matar a la madre. Entonces el muchacho se quedará solo. Ya ha desaparecido el perro. Si eliminamos también a la madre, el chico no tendrá a nadie y su entereza se vendrá abajo. Será vulnerable en extremo.
—Déjame, pues, matar a la madre —suplicó Kyle.
Ella le sonrió y meneó la cabeza.
—Hijo mío, cuando Dios quiera que seas su martillo, te lo participaré. Hasta entonces debes ser paciente.
Charlie se apostó ante la ventana con unos potentes prismáticos que servían también de cámara fotográfica. Enfocó con ellos al hombre plantado junto a la furgoneta blanca que se hallaba en la calle. El desconocido media más o menos un metro ochenta, era un tipo delgado, pálido, con boca de labios apretados, nariz estrecha y cejas gruesas, oscuras y juntas. Un hombre de mirada intensa y que no podía tener quietas las manos. Con una se aflojaba el cuello de la camisa; con la otra se alisaba el pelo para pellizcarse poco después el lóbulo de la oreja y rascarse a continuación la barbilla. Luego, se quitaba alguna pelusa de la chaqueta. Por fin se alisaba otra vez el pelo. Aquél hombre no podría pasar jamás por un vulgar obrero tomándose tranquilamente su almuerzo.
Charlie le hizo varias instantáneas.
Cuando Christine Scavello y Henry se marcharon en el Firebird gris de la mujer, el vigilante pareció a punto de subir a la furgoneta para seguirlos; pero vaciló, miró desconcertado en torno suyo y por último decidió quedarse donde estaba.
Joey se plantó junto a Charlie. Era lo bastante alto para mirar por la ventana.
—Me está esperando, ¿verdad?
—Así parece.
—¿Por qué no sales y disparas contra él?
Harrison se rió.
—No puedo ir por ahí disparando contra las personas. Al menos, en California. Tal vez si esto fuera Nueva York…
—Pero tú eres un detective privado —razonó Joey—. ¿Es que no tienes licencia para matar?
—Eso le corresponde a James Bond.
—¿También lo conoces?
—A él no, la verdad. Pero conozco a su hermano.
—¿Sí? No he oído hablar nunca de su hermano. ¿Cómo se llama?
—Municipal Bond.
—¡Vaya nombre extraño! —exclamó Joey sin darse cuenta de la broma.
«Tiene sólo seis años —se dijo Charlie—. Pero algunas veces el chico se comporta como si tuviera bastantes más, y se expresa con una precisión que nadie esperaría de un párvulo».
El niño miró otra vez por la ventana. Permaneció silencioso durante un momento mientras Charlie tomaba dos últimas fotografías del tipo de la furgoneta blanca, y entonces dijo:
—No entiendo por qué no podemos disparar contra ese hombre. Él lo haría contra mí si tuviese la oportunidad.
—¡Bah! No creo que llegara a ese extremo —contestó Charlie con intención de infundirle ánimo.
Pero, haciendo gala de una ecuanimidad y una firmeza de voz que, dadas las circunstancias, eran impropias de sus años, el chiquillo dijo:
—¡Ah! ¡Sí! ¡Vaya si lo haría! Dispararía contra mí si pudiese hacerlo con impunidad. Dispararía y me arrancaría el corazón. ¡Eso es lo que haría!
Cinco plantas más abajo, el vigilante se alisó el pelo con una mano de dedos largos y huesudos.