XII

Después de su visión, madre Grace despidió a todos sus discípulos excepto a Kyle Barlowe y Edna Vanoff. Luego, utilizando el teléfono del sótano, hizo una llamada a la agencia de detectives adonde habían ido Joey Scavello y su madre, y mantuvo una breve conversación con el muchacho. Kyle pensó que aquello carecía de sentido, pero madre Grace pareció complacida.

—Matarlo no es suficiente —declaró—. Debemos aterrorizarlo y desmoralizarlo. A través del chico, amedrentaremos y desalentaremos al propio Satanás. Al fin haremos comprender al demonio que el Señor no le permitirá jamás gobernar la tierra, y entonces él abandonará de una vez sus maquinaciones y sus esperanzas de gloria.

Kyle adoraba esa forma de hablar. Cuando escuchaba a madre Grace, se daba cuenta de que él era una parte vital de los acontecimientos más importantes en la historia del mundo. El pasmo y la humildad le produjeron temblor de rodillas.

Grace condujo a Kyle y a Edna hacia el otro extremo del sótano, donde la pared revestida de paneles tenía una puerta hábilmente disimulada. Más allá de aquella puerta había una estancia de seis metros por ocho. Estaba llena de armas.

Al comienzo de su misión, madre Grace había tenido una visión en la que se le advertía que, cuando el Crepúsculo llegase, ella debería estar preparada para defenderse con algo más que oraciones. Y había tomado esa advertencia al pie de la letra. Ése no era el único arsenal de la iglesia.

Kyle ya había estado allí muchas veces. Disfrutaba con el frescor de la estancia y el vago olor de lubricante. Pero lo que más le placía era la certidumbre de que una destrucción terrible esperaba, quieta, en aquellas estanterías como un genio poderoso dentro de una botella que lo único que necesitaba era una mano que quitara el corcho.

Kyle gustaba de las armas. Le encantaba darles vueltas y más vueltas entre sus enormes manos, palpando el poder del mismo modo que un ciego encuentra significado en unas líneas de Braille.

Algunas veces, cuando su sueño era especialmente profundo y tenebroso, soñaba que cogía con ambas manos un arma inmensa y apuntaba con ella a la gente. Era una Magnum 357 con un cañón tan grande como para lanzar un obús, y cuando rugía semejaba la voz de un dragón. Cada vez que saltaba en su mano le causaba un éxtasis indescriptible.

Durante algún tiempo, le habían preocupado esas fantasías nocturnas porque, según creía, significaban que, después de todo, el demonio no había sido expulsado de su ser. Pero terminó viendo que las personas a quienes apuntaba en su sueño eran enemigas de Dios y que le convenía fantasear sobre su destrucción. Él estaba destinado a ser un instrumento de la justicia divina. Grace se lo había dicho.

Ahora, en el almacén de las armas, madre Grace caminó a lo largo de los estantes alineados en la pared a la izquierda de las puertas. Bajó una caja, la abrió, sacó de ella un revólver envuelto en plástico y lo colocó sobre la mesa. El arma elegida era un Smith & Wesson 38 Chiefs Special, de cañón corto, que soltaba buenas andanadas. Luego, extrajo otro de una segunda caja del estante, y lo puso junto al primero.

Edna Vanoff quitó los plásticos de las armas.

Antes de que expirara el día, el muchacho estaría muerto, y una de aquellas dos armas podría ser la que lo destruyera.

Madre Grace cogió de otra estantería un rifle Remington de calibre veinte y lo depositó encima de la mesa de trabajo.

La agitación de Kyle aumentó.