X

En el sótano sin ventanas, once velas ahuyentaron a las persistentes sombras.

Lo único que se oía era la respiración cada vez más dificultosa de madre Grace Spivey a medida que entraba en trance. Ninguno de los discípulos emitió el menor ruido.

Kyle Barlowe se mantuvo asimismo silencioso y por completo inmóvil, a pesar de que se sentía muy incómodo. La silla de roble que ocupaba era demasiado pequeña para él. La culpa no era de la silla pues aquel mueble habría proporcionado asiento confortable a cualquiera de las personas presentes en el recinto. Pero Barlowe era tan inmenso que, a su juicio, casi todo el mobiliario parecía haber sido diseñado y construido para pigmeos. A él le gustaban las sillas de asientos profundos y rellenos, así como los anticuados sillones de orejas; pero sólo si las orejas formaban un ángulo lo bastante abierto para acomodar sus espaldas. Le gustaban las camas de dimensiones monumentales, los reclinatorios Lay, Z & Boy y las antiguas bañeras con pies de garra cuya considerable longitud no le obligaba a sentarse con las piernas plegadas como si fuera un bebé bañándose en una palangana. Su apartamento en Santa Ana estaba amueblado con arreglo a sus proporciones; pero cuando él no estaba en casa, solía sentirse incómodo por una razón o por otra.

Sin embargo, a medida que madre Grace se sumía en su trance, Barlowe experimentó cada vez más ansia por saber el mensaje que ella traería del mundo espiritual, y olvidó poco a poco la sensación de haberse sentado en la sillita de un niño.

Él adoraba a madre Grace. Ella le había hablado sobre la venida del Crepúsculo y él creyó cada palabra. ¡Crepúsculo! Sí, la cosa tenía sentido. Al advertirle sobre su llegada y al solicitar su ayuda para preparar a la Humanidad, madre Grace le había brindado una oportunidad para redimirse antes de que fuese demasiado tarde, salvándole así en cuerpo y alma.

Antes de conocerla, Barlowe había dedicado casi todos sus veintinueve años a la persecución de un objetivo único: destruirse a sí mismo. Había sido alcohólico, bravucón de taberna, toxicómano, violador e incluso asesino. También había sido promiscuo acostándose por lo menos con una mujer distinta cada semana, casi todas drogadictas, prostitutas o ambas cosas. Había contraído blenorragia siete u ocho veces, sífilis dos, y lo sorprendente era que no le hubiesen contagiado ambas enfermedades con más frecuencia.

En algunas raras ocasiones, llegó a estar lo bastante sobrio y lúcido para disgustarse e incluso asustarse por su estilo de vida. Pero luego había racionalizado su conducta diciéndose que el aborrecimiento de sí mismo y la violencia antisocial eran, sencillamente, las respuestas naturales a la irreflexiva y algunas veces intencionada crueldad con que lo trataban casi todas las personas.

Él era, para el mundo en general, un engendro, un gigante de torpes movimientos, con rasgos de hombre de Neanderthal, que asustaría a un oso gris. Los niños pequeños se aterrorizaban al verlo. Personas de todas las edades lo miraban asombrados, algunas sin disimulo, otras de reojo. Y no faltaban las que incluso se reían de él cuando creían que no las miraba, y hacían chistes ofensivos a sus espaldas. Barlowe fingía no darse cuenta… Siempre y cuando su talante del momento no le indujese a romper brazos y moler los traseros a patadas. Pero se apercibía siempre, y eso le dolía. Algunos adolescentes eran los peores, y sobre todo ciertas chicas que reían ante su presencia unas veces por lo bajo y otras soltando francas carcajadas. Y no eran pocas las veces en las que cuando se hallaban a una distancia segura, le provocaban. Él no había sido nunca nada más que un intruso, desechado y solitario.

Durante muchos años, su vida violenta y suicida había sido fácil de justificar ante su propia conciencia. Amargura, odio y furia constituían una coraza esencial contra la crueldad de la sociedad. Sin su temerario desprecio del bienestar personal y sin su avidez insaciable de venganza, él se habría sentido indefenso. El mundo insistía en convertirlo en un proscrito, se empeñaba en verlo como un bufón de dos metros diez con rostro simiesco, o cual un monstruo amenazador. Pues bien, él no era un bufón pero tampoco le importaba representar el papel de monstruo ante ellos; no le importaba demostrarles lo perverso y monstruoso que podía ser cuando se lo proponía. Ellos lo habían hecho como era. Y no podían responsabilizarlo de sus crímenes. Era malo porque le hicieron malo. Durante la mayor parte de su vida, se había repetido eso a sí mismo.

Hasta que conoció a madre Grace Spivey.

Ella le demostró que su comportamiento era el de un pobre diablo lamentándose de la propia suerte. Le hizo ver que sus alegatos para justificar una conducta pecaminosa e inmoderada carecían de fundamento. Le enseñó que un proscrito podría extraer vigor, coraje e incluso orgullo de su propia condición. Le ayudó a percibir la presencia de Satanás dentro de su ser y le mostró el modo de librarse del demonio.

Le hizo comprender que era preciso utilizar su gran fuerza y su singular talento tan sólo para sembrar el terror entre los enemigos de Dios y castigarlos.

Ahora, sentado frente a madre Grace mientras ella se abismaba en el trance, la miró con desmesurada adoración. No vio que su descuidada cabellera estaba hirsuta, enredada y grasienta; para él, su pelo, reluciendo al parpadeante resplandor dorado, era como un nimbo sagrado enmarcando el rostro, un halo. No advirtió que su ropa estaba lastimosamente arrugada; no percibió los hilachos y las pelusas, la caspa y las manchas aceitosas que la decoraban. Vio sólo lo que él deseaba, y deseaba ver salvación.

La mujer gimió. Sus párpados se agitaron pero sin llegar a alzarse.

Sentados todavía en el suelo y sosteniendo con firmeza sus velas, los once discípulos del consejo interior contrajeron los músculos; pero ninguno de ellos habló, en evitación de cualquier ruido que pudiera romper el frágil sortilegio.

—¡Oh, Dios! —exclamó madre Grace como si acabase de ver algo pasmoso o quizás aterrador—. ¡Oh Dios, oh Dios, oh Dios!

Dio un respingo. Se estremeció. Muy nerviosa, empezó a relamerse los labios.

El sudor le bañó la frente.

Jadeó con creciente agitación. Abrió la boca y emitió un sonido ronco como si se ahogara. Luego, apretó los dientes y respiró entre ellos dejando oír un ruido sibilante.

Barlowe esperó paciente.

Madre Grace alzó las manos como si intentara agarrar el aire. Después las dejó caer sobre el regazo, las movió un poco, imitando el aleteo de un pájaro agonizante y se quedó quieta.

Por fin habló con voz débil, trémula, una voz que apenas fue reconocible como la suya.

—Matadlo.

—¿A quién? —inquirió Barlowe.

—Al muchacho.

Los once discípulos recobraron el movimiento, cruzaron entre sí miradas significativas, y las oscilaciones de sus velas hicieron que las sombras se retorcieran y superpusieran por toda la estancia.

—¿Te refieres a Joey Scavello? —preguntó Barlowe.

—Sí. Tenéis que matarlo —respondió desde una gran distancia—. ¡Ahora!

Por alguna razón que resultaba inexplicable tanto para Barlowe como para madre Grace, él era la única persona que podía comunicar con ella cuando se hallaba en trance. Si otros le hablasen, no los oiría. Ella era el único contacto que los demás tenían con el mundo espiritual, la conducción exclusiva para todos los mensajes del otro lado, pero era Barlowe quien, mediante su interrogatorio paciente y minucioso, aseguraba que esos mensajes fueran siempre claros e inequívocos hasta el menor detalle. Ésa función suya, ese don inestimable era, más que ninguna otra cosa, lo que le convencía de ser una persona elegida por Dios, tal como le había asegurado madre Grace.

—Matadlo… matadlo —canturreó ella con voz rasposa.

—¿Estás segura de que es ése el muchacho? —preguntó Barlowe.

—Sí.

—¿No hay ninguna duda?

—Ninguna.

—¿Cómo se le debe matar?

El rostro de madre Grace se relajó. Las arrugas aparecieron en su piel, habitualmente tersa. Su carne pálida le colgó cual un paño arrugado.

—¿Cómo debemos eliminarlo? —insistió Barlowe.

Ella no contestó. La mandíbula inferior se le cayó. En su garganta hubo un estertor. La saliva le resbaló por una comisura, se acrecentó y formó un reguero hasta la barbilla.

—¿Madre Grace? —la acució Barlowe.

—Matadlo… como mejor os parezca.

—¿Con una pistola? ¿Con un cuchillo…? ¿Por medio del fuego?

—Cualquier arma… será buena… pero sólo si actuáis pronto.

Su voz se hizo cada vez más débil.

—¿Qué entiendes por pronto?

—El tiempo se agota… y él se hace más poderoso cada día, menos vulnerable.

—¿Deberemos seguir algún ritual cuando le demos muerte? —preguntó Barlowe.

—Sólo que… una vez muerto… el corazón…

—¿Qué pasa con el corazón?

—Deberéis… arrancárselo —dijo ella con tono algo más enérgico e incisivo.

—¿Y entonces?

—Se tornará negro.

—¿Se pondrá negro su corazón?

—Como el carbón. Y se pudrirá. Y vosotros veréis…

Madre Grace se enderezó en su silla. El sudor de la frente le bañó el rostro. Diminutas perlas le brotaron en el labio superior. Sus manos blancuzcas aletearon en el regazo como un par de polillas atontadas. El color volvió a su cara, si bien los ojos continuaron cerrados. Dejó de babear, aunque la saliva brilló todavía en su barbilla.

—¿Qué veremos cuando le arranquemos el corazón? —inquirió Barlowe.

—Gusanos —respondió ella con gesto de repugnancia.

—¿En el corazón del muchacho?

—Sí. Y pequeños escarabajos. Retorciéndose.

Algunos de los discípulos murmuraron entre sí. No tuvo importancia. Ahora nada podía perturbar a madre Grace en su trance. Se encontraba inmersa por completo en él, arrebatada por sus visiones.

Inclinándose hacia adelante para apoyar sus inmensas manos sobre los muslos carnosos, Barlowe la interrogó:

—¿Qué debemos hacer con su corazón cuando se lo arranquemos?

La mujer se mordió los labios con tal fuerza que él temió se hiciera sangre. Alzó otra vez las espasmódicas manos y batió el aire como si pudiera extraer la respuesta del éter.

Al fin habló.

—Sumergid el corazón…

—¿En qué? —inquirió Barlowe.

—En una pila de agua bendita.

—¿La de una iglesia?

—Sí. El agua permanecerá fría… pero el corazón hervirá… se tornará vapor oscuro… y se esfumará.

—¿Y podremos tener ya la certeza de que el muchacho está muerto?

—Sí. Muerto. Para siempre. Incapaz de retornar mediante otra encarnación.

—¿Entonces, hay esperanza? —preguntó Barlowe atreviéndose apenas a creer que sería así.

—Sí —farfulló ella—, esperanza.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó Barlowe.

—¡Alabado sea Dios! —corearon los discípulos.

Madre Grace abrió los ojos. Bostezó, suspiró, parpadeó y por fin miró confusa en torno suyo.

—¿Qué es esto? ¿Qué ha sucedido? Me siento pegajosa por todas partes. ¿Me he perdido las noticias de las seis? No debo perdérmelas. Necesito saber lo que está urdiendo el pueblo de Lucifer.

—Faltan pocos minutos para el mediodía —le comunicó Barlowe—. Las noticias de las seis han quedado varias horas atrás.

Ella lo miró pasmada, con esa mirada familiar, turbia y cansina que subrayaba siempre su regreso de un trance profundo.

—¿Quién eres tú? ¿Te conozco? Me parece que no.

—Soy Kyle, madre Grace.

—¿Kyle? —murmuró ella como si no hubiese oído jamás semejante nombre. Sus ojos dejaron entrever un destello de sospecha.

—Cálmate —le aconsejó—. Cálmate y reflexiona. Has tenido una visión. Lo recordarás de un momento a otro. Volverá pronto a tu memoria.

Le tendió las enormes manos encallecidas. A veces, cuando ella salía de un trance, se mostraba tan asustada y perdida que necesitaba un contacto amigo. Por lo general, cuando ella le asía las manos, extraía energía de sus grandes reservas de fuerza física y recobraba pronto todos sus sentidos, como si él fuera una batería de carga.

Pero esta vez la mujer se apartó ceñuda. Se secó la barbilla húmeda de saliva. Miró las velas y contempló a los discípulos con desconcierto evidente.

—¡Cuánta sed tengo, Dios mío! —susurró.

Uno de los discípulos salió disparado para traerle agua.

Ella miró a Kyle.

—¿Qué quieres de mí? ¿Por qué me has traído aquí?

—Pronto lo recordarás —contestó él paciente, con una sonrisa alentadora.

—No me gusta este lugar —dijo ella con voz tenue y quejumbrosa.

—Es tu iglesia.

—¿Iglesia?

—La cripta de tu iglesia.

—Está muy oscuro —gimió.

—Aquí te hallas a salvo.

La vieja hizo pucheros como un niño; luego, dijo enfurruñada:

—No me gusta la oscuridad. Tengo miedo de la oscuridad. —Se apretó el cuerpo con ambos brazos—. ¿Para qué me habéis traído aquí, a esta oscuridad?

Uno de los discípulos se levantó y encendió las luces.

Los otros soplaron y apagaron las velas.

—¿Iglesia? —volvió a decir madre Grace mirando las paredes recubiertas con paneles del sótano y el techo con las vigas descubiertas. Se esforzó por hacerse cargo de la situación, pero siguió desorientada.

Barlowe no pudo hacer nada para ayudarla. Algunas veces ella necesitaba hasta diez minutos para disipar la confusión que seguía siempre a un viaje por el mundo espiritual.

Por fin se levantó.

Barlowe hizo lo mismo, dominándola con su estatura.

—Tengo mucha necesidad de orinar —declaró ella—. Muchísima. —Gesticuló y se llevó una mano al abdomen—. ¿No hay ningún sitio para orinar en este lugar? ¿Eh? Necesito orinar.

Barlowe hizo una seña a Edna Vanoff, una mujer pequeña y robusta que era miembro del consejo interior, y ella se dispuso a conducir a madre Grace hasta los lavabos, en el otro extremo del sótano. La anciana se mostró poco firme; se apoyó en Edna para caminar, y continuó mirando alrededor extrañada.

Con voz estentórea, que resonó por toda la habitación, madre Grace dijo:

—¡Hombre, necesito tanto orinar que creo que voy a reventar!

Barlowe suspiró hastiado y se sentó en aquella silla tan pequeña y tan dura.

Lo más difícil para él, y para los demás discípulos, era entender y aceptar el insólito comportamiento de madre Grace después de una visión. En ocasiones como ésta, ella no tenía ni mucho menos la estampa de un gran líder espiritual. Parecía más bien una vieja tontiloca. Dentro de diez minutos como máximo, ella recuperaría sus luces, igual que ocurría siempre: sería otra vez la mujer clarividente y sagaz que lo salvó de una vida pecaminosa. Entonces, no existiría quien dudara de su sutileza, poder y santidad; nadie cuestionaría la verdad de su exaltada visión. Ahora bien, durante esos escasos pero desconcertantes minutos, y a pesar de haberla visto ya muchas veces en tan lamentables condiciones, Barlowe se sentía inquieto e inseguro hasta casi enfermar.

Sí, dudaba de ella.

Y se aborrecía por tener tales dudas.

Él suponía que Dios ponía a madre Grace en ese indigno y lastimoso estado de desorientación con el propósito de someter a prueba la fe de sus seguidores. Eran los caminos de Dios para tener la certidumbre de que sólo los discípulos más devotos de madre Grace la rodearían, asegurando así una iglesia sólida para afrontar las dificultades de días venideros. Sin embargo, cada vez que ella se comportaba así, Barlowe quedaba consternado ante su apariencia y actuación.

Miró a los miembros del consejo interior que continuaban sentados en el suelo. Todos ellos parecían turbados y estaban orando. Él se figuró que rezaban suplicando entereza para no dudar de madre Grace, al igual que estaba haciendo él. Barlowe cerró también los ojos y empezó a orar.

Iban a necesitar toda la energía, fe y confianza que pudieran acumular, pues no era empresa fácil matar al muchacho. No se trataba de un niño ordinario, madre Grace se lo había advertido con claridad meridiana. El pequeño poseía poderes portentosos, y quizá fuera capaz de destruirles apenas se atrevieran a levantar la mano contra él. Mas ellos deberían intentarlo en aras de la Humanidad.

Barlowe esperó que madre Grace le permitiera asestar el golpe mortal. Aunque ello le acarreara la propia muerte, quiso ser el verdugo del muchacho, pues quienquiera que lo eliminara (o muriese en el intento) se aseguraría un lugar en el cielo próximo al trono de Dios. Se hallaba convencido de que eso era cierto. Si él empleara su tremenda fuerza física y su furia acumulada para hacer desaparecer a aquel niño maligno, repararía todas las felonías cometidas contra seres inocentes en aquellos días ya lejanos, cuando madre Grace le convirtió a la fe.

Sentado en la dura silla de roble, orando con los ojos entornados, Barlowe fue cerrando las manos hasta convertirlas en puños. Su respiración se agitó por momentos. La ansiedad fue aparente en el encorvamiento de la espalda, en la tensión muscular de cuello y mandíbulas. Fuertes temblores sacudieron su cuerpo. El hombre ansió con impaciencia hacer el trabajo de Dios.