IX

Parecía que los tragos de Chivas Regal habían tranquilizado a Christine, aunque no por completo. Por fin ella se respaldó en su butaca y estiró las agarrotadas manos, pero siguió tensa y temblorosa.

Charlie siguió sentado sobre el borde de su mesa con un pie en el suelo.

—Por lo menos mientras no sepamos quién es esa anciana ni con qué tipo de persona nos las estamos habiendo, creo que deberíamos poner dos guardaespaldas a Joey durante las veinticuatro horas del día.

—Está bien. Hágalo.

—¿Va al colegio el chico?

—Enseñanza preescolar. El próximo curso empezará sus estudios escolares.

—Lo mantendremos en la enseñanza primaria hasta que el peligro desaparezca.

—No desaparecerá —dijo nerviosa.

—Bueno; desde luego no quiero decir que vayamos a esperar sentados. Me refiero a que lo mantendremos en la primera enseñanza mientras no pongamos fin a este asunto.

—¿Serán suficientes dos guardaespaldas?

—En realidad, serán seis. Tres parejas haciendo turnos de ocho horas.

—Así y todo, serán sólo dos hombres en cada turno, y yo…

—Dos bastarán para hacer el trabajo. Están bien adiestrados. Por otra parte, todo esto puede resultar muy costoso. Si…

—Puedo permitírmelo —declaró ella.

—Mi secretaria le entregará un impreso de honorarios…

—Lo que haga falta. Lo pagaré.

—¿Y qué dice su marido?

—¿Marido?

—Sí. ¿Qué opina él de todo esto?

—No tengo marido alguno.

—¡Oh! Siento haberla…

—Las condolencias son innecesarias. No soy viuda ni estoy divorciada. —Acababa de aparecer la franqueza que Charlie había intuido en ella; esa negativa a comportarse de forma evasiva fue reconfortante—. No he estado casada jamás.

—¡Ah! —murmuró él.

Aunque Charlie estaba seguro de que su voz no había tenido el más leve acento desaprobador, Christine se enderezó como si él la hubiera insultado. Con una cólera súbita e irracional, pero también incisiva, que le sorprendió, ella dijo:

—¿Qué intenta insinuar usted? ¿Necesita dar el visto bueno a la moralidad de sus clientes antes de aceptar un caso?

Él la miró boquiabierto y atónito ante ese brusco cambio de actitud.

—¡Claro que no!

—Porque yo no pienso quedarme sentada aquí como una delincuente en un juicio…

—Espere, espere… ¿Qué he hecho mal? ¿Qué he dicho que le ha sentado tan mal? ¡Santo cielo! ¿Qué me importa a mí si usted ha estado casada o no?

—Estupendo. Celebro que piense así. Veamos ahora: ¿Cómo se propone averiguar la identidad de esa vieja?

La cólera subsistió en sus ojos y en su voz cual un fuego latente.

Charlie no pudo comprender por qué ella se mostraba tan sensitiva y defensiva sobre la falta de un padre legal para su hijo. Era una desgracia, por supuesto, y ella desearía con toda probabilidad que la situación fuese distinta. Pero, en verdad, no representaba un estigma social tan terrible en los tiempos que corrían. Ella actuaba como si estuviese viviendo en los años cuarenta y no en los ochenta.

—Lo digo de verdad —insistió—. No me importa nada.

—Grandioso. Enhorabuena por su amplitud de miras. Usted debería recibir el premio Nobel de humanitarismo si eso dependiera de mí. Ahora, ¿le parece bien que dejemos aparte el tema?

«¿Qué diablos le ocurre?», se preguntó el detective. ¡Pero si él celebraba que no hubiese ningún marido! ¿Es que la mujer no percibía su interés por ella? ¿No lo deducía de su poco ortodoxa conducta profesional? ¿No veía cómo le había impresionado? Casi todas las mujeres tenían un sexto sentido para estas cuestiones.

—Si cree usted que no la estoy tratando del modo adecuado —dijo—, puedo trasladar este caso a alguno de mis ayudantes…

—No, yo…

—Todos son de entera confianza, y muy capaces. Le aseguro que no tuve intención de menospreciarla o ridiculizarla ni de inflingirle cualquier otra endiablada ofensa que usted se haya imaginado. Yo no soy como el poli de esta mañana, ése que la reprendió.

—El agente Wilford.

—Yo no soy como Wilford. Soy tratable. ¿De acuerdo? ¿Hacemos las paces?

Después de titubear unos instantes ella asintió. La rigidez desapareció. La ira se esfumó dando paso a la turbación.

—Siento haberle increpado así, señor Harrison…

Él sonrió.

—Llámeme Charlie. Y usted puede increparme cuando le apetezca. Pero tendremos que hablar sobre el padre de Joey porque tal vez él esté conectado con esto.

—¿Con la vieja?

—Podría ser.

—¡Oh! Lo dudo.

—Quizás él quiera la custodia de su hijo.

—Entonces ¿por qué no presentarse y pedirla?

Charlie se encogió de hombros.

—La gente no aborda siempre un problema desde un punto de vista lógico.

Ella meneó la cabeza.

—No. No es el padre… de Joey. Que yo sepa, él no se ha enterado siquiera de que Joey existe. Además, esa vieja estaba diciendo que Joey debía morir.

—Sigo creyendo, sin embargo, que debemos considerar también esa posibilidad y hablar acerca de su padre, aunque ello le resulte penoso. No debemos dejar ninguna posibilidad sin explorar.

Ella asintió.

—Sólo ocurre que, cuando quedé embarazada, el contratiempo anonadó a Evelyn… mi madre. ¡Ella había esperado tanto de mí…! Me hizo sentir una tremenda culpabilidad. —Exhaló un suspiro—. Creo que, a consecuencia del trato que me dio mi madre, soy todavía sobremanera sensitiva en lo que se refiere a la ilegitimidad… de Joey.

—Lo comprendo.

—No. Usted no lo comprende. No puede.

Él esperó y escuchó. Era un oyente paciente, pues eso formaba parte de su trabajo.

—Evelyn… mi madre… no tiene mucho apego a Joey. No se interesa demasiado por su suerte. Le reprocha su ilegitimidad. Algunas veces lo trata incluso como si… como si fuese malvado o algo parecido. Eso es erróneo, enfermizo, no tiene el menor sentido; pero es el estilo de mi madre, culparle a él porque mi vida no ha seguido el curso que ella proyectaba.

—Si le desagrada tanto Joey, ¿no sería posible que su madre estuviese detrás de todo ese asunto de la vieja?

Ésa idea la sorprendió a todas luces. Pero luego meneó la cabeza.

No. Seguro que no. No es su sistema. Ella es muy directa. Te dice lo que piensa a sabiendas de que va a herirte, de que cada palabra suya será como un clavo introduciéndose dentro de ti. Ella no pediría a sus amigos que acosaran al niño. Eso es ridículo.

—Podría no estar implicada de una forma directa. Quizás haya hablado de usted y Joey a otras personas, y esa mujer vieja que vio en el mercado sea una de ellas. Es posible que haya dicho cosas inmoderadas sobre el chico sin darse cuenta de que esa anciana está desequilibrada y podría interpretar mal lo que oyera, tomarlo al pie de la letra y actuar en consecuencia.

—Tal vez… —murmuró Christine, con el ceño fruncido.

—Parece demasiado elaborado, lo sé; pero está dentro de lo posible.

—Sí. Conforme.

—Entonces hábleme de su madre.

—Le aseguro que ella no puede estar complicada en este asunto.

—Cuénteme de todas formas —la apremió él.

Christine suspiró y dijo:

—Mi madre es draconiana. Usted no puede entenderlo ni yo puedo explicárselo, porque es preciso vivir con ella para conocer su manera de ser. Durante muchos años, ella me tuvo bajo su férula… intimidada… inhibida…

—Durante muchos años…

Su pensamiento dio un salto atrás a pesar suyo. Sintió una presión en el pecho y empezó a encontrar dificultad para respirar, pues la sensación predominante entre todas las asociadas a su infancia era el ahogo.

Le pareció estar viendo la casa de Pomona, aquella destartalada edificación victoriana que había sido transferida por su abuela Giavetti a Evelyn, y donde ellas habían vivido desde que Christine tenía un año y en la que Evelyn seguía viviendo. La rememoración representó una carga por demás ingrata. Aunque ella sabía que era una casa blanca, con cortinas y toldos de un amarillo pálido, ornamentación recargada pero deliciosa, y numerosas ventanas para dar entrada al sol, la vio siempre agazapada entre sombras, rodeada de árboles desnudos bajo un cielo grisáceo y amenazador. Pudo oír el monótono tictac del reloj de caja en el vestíbulo, un sonido omnipresente que en aquellos días parecía burlarse de ella como un constante recordatorio de que su mísera niñez se prolongaría casi hasta la eternidad y equivaldría a millones y millones de segundos plomizos. Vio otra vez, en cada habitación, muebles macizos y sofocantes, demasiado juntos, y supuso que su recuerdo hacía aún más impresionante el ruido del reloj, más fuerte, enloquecedor y obsesivo de lo que era en realidad; el mobiliario tampoco había sido tan imponente y abrumador, tan detestable y sombrío como en su evocación.

Su padre, Vincent Scavello, había encontrado aquella casa y aquella vida tan deprimentes como aparecían en la memoria de Christine; y los abandonó cuando ella tenía cuatro años y su hermano Tony once. No volvió. No lo vio nunca más. Era un hombre débil, con complejo de inferioridad, y Evelyn le hacía sentirse todavía más incapaz, porque ella exigía a todo el mundo un nivel de eficiencia exagerado. Nada de lo que él hiciera podía satisfacerla. Nada de lo que hiciese nadie (sobre todo Christine y Tony) alcanzaba siquiera a la mitad de lo que esperaba Evelyn. Y como a Vincent no le fue posible dar la medida impuesta por sus exigencias, empezó a tener problemas con la bebida, lo cual la indujo a acosarlo todavía más hasta obligarlo a que los abandonase. Dos años después, murió. En cierto modo fue un suicidio, aunque no con una pistola… De un modo menos melodramático. Se debió a conducción bajo los efectos del alcohol: arremetió contra el contrafuerte de un puente a setenta kilómetros por hora.

El mismo día en que Vincent se ausentó, Evelyn se puso a trabajar, y no sólo mantuvo a su familia, sino que también prosperó, alcanzando el alto nivel de vida que ella se había propuesto. Ello empeoró aún más las cosas para Christine y Tony.

—Tenéis que ser los mejores en todo cuanto hagáis; y, si no lo sois, más os valdrá no hacerlo —les había dicho Evelyn… mil veces por lo menos.

Christine recordó de forma especial cierta velada muy tensa pasada ante la mesa de la cocina después de que Tony trajera a casa una papeleta de calificaciones con una D en matemáticas, un fracaso que, a juicio de Evelyn, no quedaba compensado por el hecho de que hubiese tenido una A en todas las demás asignaturas. Por si eso no fuera suficiente, aquel mismo día el director del colegio le había amonestado por fumar en los servicios de los chicos. Aunque se tratara de una cosa bastante normal en un muchacho de catorce años, su madre se enfureció. Aquélla noche el sermón duró casi tres horas mientras Evelyn paseaba arriba y abajo o se sentaba ante la mesa y se sujetaba la cabeza con ambas manos entre sollozos y gritos, súplicas y puñetazos sobre el tablero. «¡Eres un Giavetti, Tony! ¡Más Giavetti que Scavello! Llevas el apellido de tu padre; pero, por Dios, que tienes más sangre mía: ha de ser así. Yo no puedo soportar el pensamiento de que tu sangre sea en parte del débil e infeliz Vincent porque, si fuera así, sólo Dios sabe lo que sería de ti. ¡Y no lo toleraré! ¡En absoluto! Yo me dejo la piel trabajando para procurarte las mejores oportunidades, y no toleraré que me escupas a la cara, pues a eso equivale todo lo que haces, golfeando en el colegio, golfeando en la clase de matemáticas… ¡Es lo mismo que escupirme a la cara!». La ira dio paso a las lágrimas, y Evelyn se levantó de la mesa, cogió la caja de Kleenex, sacó un puñado de pañuelos y se sonó con energía. «¿De qué me sirve preocuparme por ti, inquietarme por lo que pueda sucederte? A ti te importa poco. Llevas en tus venas unas cuantas gotas de sangre paterna, sangre de holgazán, y bastan pocas gotas para contaminarte. Es como una enfermedad. La enfermedad de Scavello. Pero tú eres también un Giavetti, y los Giavetti trabajaron siempre con ahínco y estudiaron con más ahínco si cabe, pues es lo único justo, lo adecuado. Dios no nos ha creado para gandulear y desperdiciar nuestras vidas como algunos que yo me sé. Tú debes tener A en todo lo del colegio; y si no te gustan las matemáticas, deberás trabajar mucho más hasta alcanzar la perfección, porque en este mundo se necesitan las matemáticas. Tu padre, Dios se apiade de él, era fatal con los números, y yo no quiero que seas como ese débil e infeliz Vincent; eso me asusta. No admito que mi hijo sea un haragán; y temo ver al haragán en ti, una repetición de tu padre. Veo muestras de su misma debilidad. Ahora bien, tú eres un Giavetti, no lo olvides. Los Giavetti se han esforzado siempre al máximo. Y no me digas que pasas casi todo tu tiempo estudiando, no me digas que los fines de semana trabajas en la tienda de comestibles. El trabajo es bueno para a ti. Te busqué ese empleo porque donde haya un adolescente sin obligación, habrá un futuro holgazán. ¿Pero qué digo? Entre tus estudios y las chapuzas que haces por aquí, te sobra todavía mucho tiempo. Demasiado. Deberías incluso trabajar una noche o dos a la semana en el mercado. Siempre habrá más tiempo si te molestas en buscarlo. Dios hizo el mundo entero en seis días, y no me respondas que tú no eres Dios; porque, si has aprendido bien tus lecciones de catecismo, sabrás que se te ha hecho a imagen y semejanza suya, y recuerda que eres un Giavetti, lo cual significa que se te ha hecho a imagen y semejanza suya un poco mejor que a otras personas que yo podría citar, como Vincent Scavello; pero prefiero abstenerme. ¡Fíjate en mí! Yo trabajo todo el día y además os hago la comida y, junto con Christine, mantengo inmaculada esta enorme casa, absolutamente inmaculada, Dios es mi testigo, y aunque a veces me sienta fatigada e incapaz de continuar, sigo adelante por ti. ¡Por ti sigo adelante! Y plancho tu ropa. ¿O no? Y tus calcetines están siempre zurcidos. ¡Dime si has llevado alguna vez calcetines llenos de agujeros! Así pues, si yo puedo hacer todo eso sin caerme muerta, sin emitir ni una queja, tú puedes ser un hijo capaz de enorgullecerme. ¡Y por Dios que lo serás! En cuanto a ti, Christine…».

Evelyn no cesaba jamás de sermonearles. Siempre, día tras día, fiestas y cumpleaños… Ninguna fecha escapaba a sus sermones. Christine y Tony se sentaban aturdidos, sin atreverse a replicar, porque eso habría suscitado el desdén más mordaz, el castigo más radical… y por añadidura habría acrecentado el sermoneo. Ella los hostigaba sin descanso, les exigía los mayores logros posibles en todo cuanto hacían, lo cual no tenía que considerarse malo; incluso podría haberles beneficiado. Sin embargo, cuando ellos alcanzaban la marca más alta, los supremos galardones, escalaban hasta los primeros puestos en sus secciones de la orquesta escolar, cuando hacían todo eso y más, mucho más, no satisfacían nunca a su madre. Lo mejor no era nunca suficiente para Evelyn. Cuando ellos lograban lo máximo, coronaban el pináculo, ella les reprochaba no haberlo hecho antes, les fijaba nuevos objetivos y los acusaba de estar tentando su paciencia y de retrasar el momento en que debían enorgullecerla.

Cuando consideraba que los sermones eran insuficientes, empleaba el último recurso: las lágrimas. Lloraba y se atribuía la culpa de sus fracasos.

Vosotros dos terminaréis mal, y será todo culpa mía. Yo seré la culpable, porque no he sabido cómo conmoveros, cómo haceros distinguir lo que es importante. No hice lo suficiente por vosotros, no supe ayudaros a superar la sangre Scavello que lleváis en vuestras venas; y yo debiera haberlo sabido y haberme esforzado por hacerlo mejor. ¿Qué tengo de bueno como madre? Nada bueno, nada de madre.

… durante muchos años…

Y parecía como si hubiese sido ayer.

Christine no pudo contarle a Charlie Harrison todo sobre su madre, y explicarle aquella niñez claustrofóbica, con habitaciones tenebrosas y pesados muebles Victorianos, cargando con una pesada culpabilidad victoriana. Habría necesitado horas para describirlo. Además, ella no solicitaba compasión y no era, por naturaleza, una persona dada a compartir sus intimidades con nadie… ni siquiera con amigos, y menos aún con este desconocido, por muy cordial que fuera. Empleó sólo unas cuantas frases para aludir a su pasado; pero dedujo de su expresión que él intuía y entendía más de lo que le había contado. Quizás hubiese percibido el dolor en sus ojos, en la expresión de su rostro, cosa no tan difícil como ella suponía.

—Aquéllos años fueron peores para Tony que para mí —siguió contándole al detective—. Porque, además de todo lo que Evelyn esperaba de él, se había empeñado en hacerle sacerdote. Los Giavetti habían tenido dos sacerdotes en su generación, y eran los miembros más reverenciados de la familia.

Aparte del tradicional servicio a la Iglesia propugnado por los Giavetti, Evelyn era una mujer religiosa, e incluso sin esos antecedentes familiares ella habría empujado a Tony hacia el sacerdocio. Y lo hizo con éxito, porque él se fue derecho desde la escuela parroquial al seminario. No se le ofrecía otra opción. Por entonces el chico tenía doce años. Evelyn le había lavado el cerebro sin darle la posibilidad de imaginar lo que sería cualquier otra profesión.

—Evelyn esperaba que Tony fuese párroco —dijo Christine a Charlie Harrison—. Quizá monseñor a su debido tiempo, e incluso obispo. Como he dicho, se marcaba unos niveles muy altos. Pero cuando Tony fue ordenado, solicitó que se le asignara un puesto como misionero… y marchó a África. ¡Cuánto se incomodó mi madre! Fíjese, en la Iglesia, al igual que en la administración pública, el politiqueo astuto es el principal recurso para ascender por la escala jerárquica. Pero si uno está apartado en cualquier zona africana remota, no puede ser una presencia constante. Mi madre se enfureció.

—¿Escogió él ese trabajo en las misiones sabiendo que así la contrariaba? —inquirió el detective.

—No. El problema consistió en que mi madre veía el sacerdocio como un medio para que Tony aportara honor a ella y a la familia. Sin embargo, para mi hermano el sacerdocio representaba una oportunidad de servir. Él se tomó muy en serio sus votos.

—¿Está todavía en África?

—Ha muerto.

Charlie Harrison dijo sorprendido:

—¡Oh! Lo siento. Yo no…

—No es una pérdida reciente —le tranquilizó ella—. Hace once años, cuando yo era estudiante de bachillerato superior, Tony murió a manos de unos terroristas Revolucionarios africanos. Durante algún tiempo, mi madre estuvo inconsolable; pero, poco a poco, el dolor se tornó… cólera enfermiza. De hecho se encolerizó con Tony por dejarse matar… como si él hubiera huido hacia esa salida, al igual que mi padre. Me convenció de que yo estaba obligada a resarcirla por la forma en que le habían fallado papá y Tony. Acuciada por mi propio dolor, confusión y sentido de culpabilidad… dije que quería hacerme monja; y Evelyn… mi madre, celebró jubilosa la idea. Así que, al terminar el bachillerato, ingresé en un convento a instancias suyas… Y aquello fue un desastre…

A pesar del tiempo transcurrido, fue muy vívido el recuerdo de cuanto había sentido al ponerse por vez primera los hábitos de novicia: el insospechado peso de aquel ropaje, la áspera textura del tejido negro, cómo las faldas se le enganchaban en picaportes y muebles, y todos los contratiempos que se le presentaron por no estar familiarizada con tan voluminosas ropas. Sentirse atrapada por el venerable uniforme, dormir dentro de su angosto cubículo pétreo sobre un primitivo catre, pasarse un día tras otro dentro de los tristes confines de aquel convento ascéticamente amueblado… todo había pervivido en ella a pesar de sus esfuerzos para olvidar. Aquéllos años perdidos habían sido tan similares a la vida asfixiante en la casa victoriana de Pomona que, a semejanza de los pensamientos sobre la infancia, cualquier remembranza de su época conventual le ocasionaba cierta opresión en el pecho y le dificultaba la respiración.

—¿Una monja? —exclamó Charlie Harrison, incapaz de disimular su estupor.

—Una monja.

Charlie Harrison trató de imaginarse a aquella mujer vibrante y sensual con los hábitos monjiles. Le fue imposible hacerlo. Su imaginación se rebeló.

Pero comprendió al menos por qué aspiraba ella a una tranquilidad interna poco común. Dos años de vida en el claustro, dos años de largas sesiones diarias de meditación y oración, dos años aislada y ajena a las corrientes turbulentas de la actividad social, debían surtir por fuerza un efecto duradero.

Pero nada de eso explicó por qué ejercía ella una atracción tan poderosa e inmediata sobre él, ni por qué en su compañía se sentía como un adolescente lascivo. Eso seguía siendo un misterio; un misterio grato pero, así y todo, misterio.

—Aguanté durante dos años intentando convencerme de que tenía vocación para vivir en una comunidad religiosa —manifestó ella—. Fue inútil. Cuando dejé el convento, Evelyn se vino abajo. Su familia entera le había fallado. Luego, un par de años después, cuando quedé embarazada, Evelyn fue presa del más espantoso horror. ¡Su hija única, que podía haber sido monja, resultaba ser una mujer liviana, una madre soltera! Acumuló culpas sobre mí hasta ahogarme.

Christine bajó la vista e hizo una pausa para rehacerse.

Charlie esperó. Él sabía esperar, tanto como escuchar.

Al fin ella prosiguió:

—Por aquel tiempo, yo era una católica extraviada. Había perdido mucho de mi religión… o me habían apartado de ella. Ya ni iba a misa. Pero era todavía lo bastante católica para aborrecer la idea del aborto. Conservé a Joey, y nunca lo he lamentado.

—¿Y su madre? ¿No ha cambiado de parecer?

—No. Nos hablamos, pero entre nosotras hay una vasta laguna. Y ella no quiere saber mucho de Joey.

—Mala cosa.

—Aunque parezca irónico, casi desde el día en que quedé embarazada mi vida experimentó un gran cambio. Todo mejoró cada vez más desde entonces. Yo llevaba todavía conmigo a mi hijo cuando emprendí un negocio con Val Gardner, una amiga mía de la Wine & Diñe. Joey acababa de cumplir un año, y yo mantenía a mi madre. He logrado mucho éxito; sin embargo, ella no lo aprecia lo más mínimo; no es lo suficiente a su entender; sobre todo pensando que he sido monja y ahora soy una madre soltera. Ella sigue amontonando culpas sobre mí cada vez que nos vemos.

—Bueno, ahora puedo comprender por qué es usted tan sensible al respecto.

—Sí, tan sensible que… cuando empezó ayer todo eso de la vieja… Bueno, he llegado a preguntarme, de modo casi subconsciente, si no estaría escrito.

—¿Qué quiere decir?

—Quizás haya estado escrito que yo pierda a Joey. Tal vez sea inevitable. Incluso… algo predestinado.

—No la comprendo…

Ella se agitó, estuvo a punto de mostrarse iracunda y desalentada, asustada y confusa, todo al mismo tiempo. Se aclaró la garganta y, haciendo una profunda inspiración, dijo:

—Bien… tal vez pudiera ser…; no sé; pero cabe pensar que Dios haya elegido ese camino para castigarme por no haber querido ser monja, por destrozar el corazón de mi madre, por apartarme de la Iglesia después de haber estado tan unida a ella.

—Pero eso es…

—¿Ridículo? —sugirió Christine.

—Bueno, sí.

Ella asintió.

—Lo sé.

—Dios no es vengativo.

—También lo sé —murmuró, abrumada—. Es una idea tonta, absurda. Una sandez absoluta. No obstante, me agobia. Las bobadas pueden ser ciertas a veces. —Suspiró y movió la cabeza—. Yo me siento orgullosa de Joey, orgullosísima; pero no estoy orgullosa de ser una madre soltera.

—Usted iba a hablarme del padre… por si él tuviera que ver algo con esto. ¿Cómo se llama?

—Me dijo que se llamaba Luke… En realidad Lucius… Under[1].

—¿Debajo de qué?

—Under es su apellido. Lucius Under; pero él me pidió que le llamara Luke.

Under… Es un apellido desusado.

—Es un apellido falso. Él pensaría, con toda probabilidad, que conseguiría desprenderme de mi ropa interior tan pronto como se lo propusiera —exclamó ella encolerizada, y luego se sonrojó; pues, a todas luces, le avergonzó hacer esas revelaciones tan íntimas, pero siguió adelante sin amilanarse—. Todo sucedió a bordo de un barco en ruta hacia México, una de esas travesías tipo Vacaciones en el mar. —Se rió sin ganas al hablar de amor en semejantes circunstancias—. Cuando dejé la congregación, me pasé algunos años trabajando como camarera, y aquel viaje fue el primer premio que me otorgaba a mí misma. Conocí a un hombre cuando estábamos sólo a pocas horas de Los Ángeles. Muy guapo… encantador. Dijo que se llamaba Luke. Una cosa condujo a la otra. Él debió de haber intuido lo vulnerable que era yo, porque actuó con la celeridad de un tiburón. Entonces yo era muy diferente, compréndame, muy tímida, la clásica exmonja, virgen e inexperta por completo. Pasamos juntos cinco días en aquel barco, y la mayor parte del tiempo en mi camarote… dentro de la cama. Pocas semanas después, cuando supe que estaba embarazada, intenté establecer contacto con él. No para pedirle ayuda económica, sino porque pensé que tenía derecho a tener conocimiento de la existencia de su hijo. —Otra risa amarga—. Él me había dado unas señas y un número telefónico. Ambos eran falsos. Consideré la posibilidad de seguirle la pista mediante la compañía marítima, pero eso habría sido demasiado… humillante. —Sonrió pesarosa—. Desde entonces, he hecho una vida muy morigerada, créame. Incluso antes de saber que estaba embarazada. Me sentí… mancillada por ese hombre, por esa aventura a bordo de un barco. No quise sentir eso otra vez. De modo que he sido… bueno, no exactamente una reclusa respecto a lo sexual, pero sí muy cautelosa. Tal vez sea todo lo que queda de monja en mí. Y sin duda esa exmonja me hace pensar que debo pagar por lo que he hecho, que tal vez Dios quiera castigarme por medio de Joey.

Él no supo qué decir. Estaba habituado a procurar alivio físico, emocional y mental a sus clientes, pero no sabía cómo proporcionar consuelo espiritual.

—Ése tema me enloquece un poco —confesó ella—. Y, probablemente, le enloqueceré a usted otro poco con todas mis preocupaciones. Temo a cada momento que Joey enferme o salga malparado en un accidente. No estoy hablando de una inquietud maternal corriente. Algunas veces casi me obsesiona la preocupación por él. Y, para colmo, ayer aparece esa vieja demente y me dice que mi niñito es maligno, que debe morir. Después, merodea por nuestra casa en plena noche y mata a nuestro perro… Bueno, quiero decir, Dios mío, que esa persona parece tan implacable, tan insoslayable…

—No lo es —aseguró Charlie.

—Ahora que usted sabe ya algo sobre Evelyn, mi madre, ¿no cree absurdo el pensar que ella pueda estar complicada en esto?

—Sí, la verdad. Pero es posible que la anciana oyera hablar a su madre sobre usted, y sobre Joey, y de resultas surgiera esa idea fija.

—Considero probable que se tratara de un hecho casual. Estuvimos en el lugar menos conveniente a la hora menos conveniente. Si otra mujer con un niño pequeño hubiese estado allí en mi lugar, esa vieja bruja les habría acometido como a mí.

—Me parece que tiene razón. —Se levantó y añadió—: Pero no se preocupe por esa persona demente. La encontraremos. —Se acercó a la ventana—. Pondremos coto al hostigamiento. Ya lo verá.

Dicho esto miró hacia la copa del datilero. La furgoneta blanca seguía aparcada al otro lado de la calle. El hombre de ropa oscura estaba todavía apoyado en el parachoques delantero, pero había terminado su almuerzo. Ahora se limitaba a esperar allí, con los brazos cruzados sobre el pecho y un tobillo sobre otro, vigilando la entrada principal del edificio.

—Acérquese un momento —le pidió Charlie.

Christine se aproximó a la ventana.

—¿Podría ser ésa la furgoneta que estaba aparcada junto a su coche en el mercado?

—Sí. Era una como ésa.

—Pero ¿podría ser esa misma?

—¿Cree usted que me han seguido esta mañana?

—¿Se habría apercibido usted si hubiese sido así?

Ella frunció el entrecejo.

—Yo estaba en un estado tal… Tan nerviosa… y contrariada… Tal vez no me habría dado cuenta de que me seguían, al menos si lo hubieran hecho con cierta discreción.

—Entonces podría ser la misma furgoneta.

—O sólo una casualidad.

—Yo no creo en las casualidades.

—Pero si es la misma furgoneta, si me han seguido, ¿quién puede ser el hombre que se apoya contra ella?

El desconocido estaba demasiado lejos para que ellos pudieran estudiar su rostro. A semejante distancia no era posible decir mucho sobre sus rasgos. El tipo podría ser viejo, joven o de edad mediana.

—Quizá sea el marido de la vieja. O su hijo —sugirió Charlie.

—Pero si él me sigue, tendrá que estar tan loco como ella.

—Es lo más probable.

—¡No puede estar chiflada toda la familia! —exclamó Christine.

—Nadie se lo impide.

Charlie fue hacia su mesa y llamó por el teléfono interior a Henry Rankin, uno de sus mejores hombres. Explicó a Rankin lo de la furgoneta de la acera de enfrente.

—Quiero que pases por allí, anotes la matrícula y eches una ojeada al individuo que la custodia para poder reconocerlo más adelante. Memoriza cualquier otra cosa que puedas detectar sin llamar la atención. Pero sal y entra por la puerta trasera y da la vuelta a la manzana para que él no se percate de dónde provienes.

—Descuida —dijo Rankin.

—Una vez hayas anotado la matrícula, consulta por teléfono con el Departamento de Vehículos de Motor y averigua quién es el propietario.

—Lo haré.

—Luego infórmame.

—Ya estoy en camino.

Charlie colgó y se acercó otra vez a la ventana.

—Esperemos que sea sólo una casualidad —comentó Christine.

—Todo lo contrario. Esperemos que sea la misma furgoneta. Será la mejor pista que se nos pueda ofrecer.

—Pero si es la misma furgoneta, si ese individuo va con ella…

—Seguro que va con ella.

—Entonces no será sólo la vieja quien amenaza a Joey. Serán dos.

—O más.

—¿Cómo?

—Pudiera haber dos o tres personas a quienes no hemos visto.

Un pájaro pasó raudo ante la ventana.

Las hojas de la palmera se agitaron con la abrasadora brisa.

El resplandor solar plateó las ventanillas de los coches alineados a lo largo de la calle.

El desconocido siguió esperando delante de la furgoneta.

—¿Qué diablos está ocurriendo aquí? —preguntó Christine.