Grace Spivey se sentó en una silla de duro roble, sus ojos glaciales brillaron en la penumbra.
Hoy era un día rojo en el mundo espiritual, uno de los días más rojos que jamás conociera, y por tanto se había vestido así para armonizar con él, al igual que el día anterior se había vestido de verde porque el mundo espiritual había pasado por una transformación. Las personas no se apercibían de que el mundo espiritual cambiaba de color de un día a otro; desde luego la gente no podía ver el reino sobrenatural con tanta nitidez como lo veía Grace cuando se lo proponía; de hecho, casi nadie era capaz de verlo y, por consiguiente, no podían comprender su manera de vestir. Sin embargo, para Grace, que era una médium con poderes psíquicos, lo esencial era estar en armonía con el color del mundo espiritual porque así podía recibir mejor las visiones clarividentes del pasado y del futuro. Éstas visiones se las enviaban los espíritus benignos, quienes se las transmitían en rayos energéticos de brillantes colores, unos rayos que hoy tenían todos los matices del rojo.
Si ella hubiera intentado explicarlo, casi todo el mundo la habría tomado por demente. Pocos años antes, su propia hija la ingresó en un hospital para un examen psiquiátrico; pero ella se había zafado de la trampa, había repudiado a su hija y, desde entonces, había procurado proceder con más cautela.
Hoy llevaba zapatos de un rojo vivo, falda de un rojo vivo y blusa a rayas en dos tonos de rojo. Todas sus joyas eran rojas: un collar doble de cuentas carmesí, y brazaletes haciendo juego en cada muñeca; un broche de porcelana tan brillante como el fuego; dos sortijas de rubíes; un anillo con dos deslumbrantes óvalos de cornalina pulidísima; y otras cuatro sortijas con vidrio rojo barato, esmalte bermellón y porcelana escarlata. Todas las piedras de sus sortijas, fueran finas, semipreciosas o falsas, destellaban y chispeaban a la luz vacilante del candelabro.
Las llamas trémulas, danzando sobre los extremos de los pábilos, proyectaban sombras extrañas que se retorcían en las paredes del sótano. El recinto, aunque era espacioso, parecía pequeño porque las velas estaban agrupadas al fondo, de modo que su luz ambarina y vacilante no alcanzaba a tres cuartas partes de la estancia. Había doce velas en total, todas ellas gruesas y blancas, cada una de ellas encajada en una palmatoria de bronce con pie ornamentado, y cada palmatoria sostenida por un prosélito de Grace. Todos esperaban ansiosos oírla hablar. De los once, seis eran hombres y cinco mujeres. Los había jóvenes, de edad mediana y más viejos. Estaban sentados en el suelo formando semicírculo alrededor de la silla que ocupaba Grace. Sus rostros aparecían extrañamente desfigurados por el trémulo resplandor espectral.
Ésas once personas no constituían el cuerpo principal de sus seguidores. Otros cincuenta o más estaban en la habitación del piso superior, esperando ansiosas el resultado de esa sesión. Y existían otras mil diseminadas por cien lugares distintos realizando las tareas que Grace les había asignado. Sin embargo, las once que se hallaban a sus pies eran sus lugartenientes más fiables, valiosos y capacitados, los que ella más amaba.
Incluso conocía de memoria sus nombres, aunque hoy día no le resultara nada fácil recordar nombres (ni muchas otras cosas), no tan fácil como lo era antes de que se le otorgase el Don. El Don la colmaba, le llenaba la mente y arrinconaba muchas cosas que antes había dado por supuestas… Como la capacidad para recordar nombres y rostros. Y la capacidad para seguir la pista al tiempo. No sabía nunca qué hora era; incluso cuando miraba un reloj, le parecía con frecuencia carente de significado. Ahora los segundos y los minutos, las horas y los días, se le antojaban unas medidas del tiempo ridículas y arbitrarias; quizá fueran todavía útiles para las personas ordinarias; pero ella había alcanzado una fase en que no le hacían ninguna falta. A veces, cuando ella creía que había transcurrido sólo un día, descubría que toda una semana había quedado atrás. Eso era pavoroso, pero le causaba también un curioso regocijo, porque la hacía consciente en todo momento de que ella era algo especial, una Elegida. El Don la había hecho descartar asimismo el sueño. Había noches en las que no dormía ni un instante. Por lo general solía dormir una hora, nunca más de dos; pero no parecía necesitar ya el sueño y, por tanto, le importaba poco que éste fuera corto. El Don arrinconaba todo cuanto pudiera interferirse en la inmensa y sagrada tarea que le había sido encomendada.
No obstante, ella recordaba los nombres de estas once personas porque eran los miembros más puros de su rebaño, lo mejor de lo mejor, almas sin corromper, que eran las más merecedoras de llevar a cabo las absorbentes misiones en proyecto.
Había otro hombre en el sótano. Se llamaba Kyle Barlowe. Tenía treinta y dos años, pero parecía mayor. Mayor y sombrío, además de perverso y peligroso. Tenía pelo castaño lacio, espeso pero sin lustre. Su ancha frente que terminaba en un sólido seno frontal bajo el cual vigilaban, taimados en sus profundas órbitas, unos ojos castaños. La nariz era enorme, no regia ni altiva; se la habían roto por varios sitios y estaba llena de bultos. Sus mandíbulas y pómulos eran macizos, hechos a golpes igual que la placa ósea con que había sido esculpida su frente. Aunque casi todas sus facciones fueran desmesuradas y deformes, tenía unos labios finos tan anémicos y pálidos que parecían más delgados aún de lo que eran en realidad; de resultas, su boca parecía un corte que le atravesara la cara. Se trataba de un hombre de extraordinaria estatura, de dos metros diez, con cuello de toro, hombros como losas, musculosos brazos y pecho. Daba la impresión de ser capaz de partir a un hombre en un solo gesto Y de hacerlo con frecuencia por puro placer.
A decir verdad, desde que Kyle se hizo adepto de Grace no le había levantado la mano a nadie.
Antes de que Grace lo encontrara había sido un hombre taciturno, violento y brutal. Pero Grace había sabido ver, a través del impresionante físico de Kyle Barlowe, la buena alma que anidaba en él. Se había descarriado, sí; pero evidenció el deseo de volver al cauce de los justos. Todo cuanto necesitaba era que alguien le mostrara el camino. Grace se lo había mostrado, y él la siguió. Ahora, ni sus poderosos brazos ni sus puños demoledores harían daño a una persona virtuosa; sólo aniquilarían a quienes fuesen enemigos de Dios e, incluso entonces, sólo en el caso de que Grace le ordenara hacerlo.
Ella descubría a los enemigos de Dios apenas los veía. Ésa capacidad para reconocer al instante un alma corrupta sin remisión, era sólo una pequeña porción del Don conferido por Dios. Cruzar la mirada con su interlocutor durante una fracción de segundo era, por lo general, todo cuanto Grace necesitaba para determinar si tal o cuál persona era una pecadora habitual o irredimible. Tenía el Don. Ella y nadie más. Era la Elegida. Sólo ella percibía el mal en las voces de los malvados y veía el mal en sus ojos. Nadie podía esconderse de su mirada avizorante.
Ciertas personas habrían dudado si se les hubiese conferido el Don; se habrían preguntado si no estarían equivocadas o incluso locas. Pero Grace no dudó nunca de sí misma ni cuestionó su lucidez. ¡Jamás!
Ella se sabía especial, se hallaba convencida de que era siempre justa en esos asuntos porque Dios le había dicho que tenía razón.
Se aproximaba aprisa el día en que ella convocaría a Kyle, y a algunos otros, para aniquilar a muchos de esos discípulos de Satanás. Ella le indicaría quiénes eran los malvados, y Kyle los destruiría. Él sería el martillo de Dios. ¡Qué maravilloso iba a ser ese día! En el sótano de su iglesia, ocupando la silla de duro roble ante su círculo íntimo de creyentes, Grace se estremeció con una sensación anticipada de placer. ¡Sería tan hermoso, tan satisfactorio, contemplar cómo los músculos del hombretón se contraían y disparaban para descargar la ira del Señor sobre los infieles y satánicos!
Ocurriría pronto. La hora se avecinaba. El Crepúsculo.
La luz de la vela parpadeó y Kyle susurró:
—¿Estás dispuesta, madre Grace?
—Sí contestó ella.
Luego, cerró los ojos. Por unos instantes no vio nada, sólo oscuridad, pero estableció contacto aprisa con el mundo espiritual y unas luces aparecieron detrás de sus ojos, explosiones y volutas, surtidores, lunares y formas cambiantes, sinuosas de luz, unas brillantes y otras tenues, en todas las tonalidades del rojo; cosa natural, porque eran espíritus y energías espectrales, y éste era un día rojo en su plano de resistencia. Fue el día más rojo que Grace jamás conociera.
Los espíritus bulleron a su alrededor, y ella fluctuó entre ellos como si fuera a la deriva en un mundo que estaba pintado en la cara interior de sus párpados. Al principio flotó con lentitud. Sintió que su pensamiento y espíritu se separaban del cuerpo y, poco a poco, dejaban atrás la carne. Percibió todavía el plano temporal en el que existía su cuerpo… el olor de velas encendidas, el duro roble debajo de ella, los murmullos ocasionales de sus discípulos… Pero, al rato, todo se desvaneció. Aceleró la marcha hasta salir proyectada. Luego, voló por fin y atravesó como un cohete el vacío salpicado de luces, cada vez más aprisa, con velocidad embriagadora, ora mareante, ora terrorífica…
Quietud súbita.
Llegó a las honduras del mundo espiritual. Quedó inmóvil, fluctuante, como si fuese un asteroide suspendido en un remanso distante del espacio. Ya no pudo ver, ni oír, ni oler ni sentir el mundo que había dejado atrás. A través de una noche infinita, espíritus rojizos de indescriptible variedad se movieron en todas direcciones, unos raudos y otros despaciosos; unos resueltos y otros erráticos, para realizar empresas y sagrados cometidos cuyo significado le resultaba indescifrable.
Grace pensó en el muchacho. Supo lo que él era en realidad, y supo que él debía morir. Pero no supo si había llegado la hora de eliminarlo. Ella había hecho esa travesía por el mundo espiritual con la única finalidad de preguntar cuándo y cómo debería eliminar al muchacho.
Esperó que se le ordenara darle muerte. ¡Anhelaba tanto hacerlo!