VII

Charlie Harrison se enorgullecía de sus logros. Él había comenzado con nada, siendo sólo un chico pobre del distrito más sórdido de Indianápolis. Ahora, a sus treinta y seis años, era propietario de un negocio floreciente. Propietario único desde que se jubiló el fundador de la empresa, Harvey & Klemet, el cual se estaba dando ahora muy buena vida en la California meridional. Aunque él no hubiese alcanzado aún la cumbre del mundo, había recorrido por lo menos el ochenta por ciento del camino hacia allí, y el panorama que contemplaba desde su altura actual era muy satisfactorio.

Las oficinas de Klemet & Harrison no eran ni mucho menos como los míseros domicilios de los investigadores privados en novelas y películas. Éstas estancias, abarcando todo el quinto piso de un edificio de cinco plantas en una calle tranquila de Costa Mesa, eran cómodas y se hallaban decoradas con buen gusto.

El vestíbulo de recepción causaba muy buena impresión a los clientes recién llegados. Tenía mullidas alfombras y paredes cubiertas de paño verde. El mobiliario era flamante… y no provenía de la fabricación de pacotilla. Las paredes no estaban decoradas con litografías baratas; había tres serigrafías «Eyvind Earle» de quince mil dólares cada una.

El despacho de Charlie era todavía más lujoso que el área de recepción y, no obstante, allí se había procurado evitar la atmósfera ponderosa, solemne que gusta a los abogados y a otros muchos profesionales. Paneles de madera esmaltada en blanco alcanzaban hasta la mitad de la pared, haciendo juego con las persianas; una mesa contemporánea Henredon, sillones tapizados con un alegre estampado verde de Brunschwig & Fils. En los testeros, colgaban dos grandes y luminosas pinturas de Martin Green, paisajes submarinos de vida vegetal etérea fluctuando delicadamente en misteriosas corrientes. Unas cuantas plantas de gran tamaño, sobre todo helechos y potiáceas, pendían del techo o se alineaban en jardineras de palo de rosa. El efecto era casi subtropical; sin embargo, producía una sensación refrescante que estimulaba.

Pero cuando Christine Scavello atravesó la puerta, Charlie sintió de repente que la estancia era lastimosamente inadecuada. Sí, había sido siempre alegre y bien equilibrada, costosa y exquisita de verdad. No obstante, comparada con aquella mujer sorprendente, resultaba recargada, amazacotada e incluso chillona. Charlie, que se hallaba tras su mesa, se levantó y dijo:

—Mrs. Scavello, soy Charlie Harrison. Celebro mucho conocerla.

Ella aceptó la mano tendida y contestó que también le agradaba conocerlo.

Su pelo era espeso, reluciente, de un castaño muy oscuro, casi negro. Al detective le habría encantado pasarle la mano, enterrar la cara en él y aspirar su perfume.

No habituado a reaccionar de forma tan intensa e inmediata ante alguien, Charlie procuró moderarse. La miró con mayor atención de la forma más desapasionada posible. Se dijo que la mujer no era perfecta, no de una belleza para cortar la respiración, por supuesto. Bonita, sí; pero no despampanante. Su frente era algo más despejada de lo necesario, sus pómulos parecían un poco protuberantes y su nariz demasiado fina.

Pese a todo, habló con tono ansioso y algo zalamero, lo que era impropio de él:

—Debo disculparme por las condiciones de este despacho.

Le asombró y desazonó oír su propia voz diciendo semejante necedad.

Christine lo miró perpleja.

—¿Por qué disculparse? Es encantador.

Él parpadeó.

—¿Lo cree así, de verdad?

—Por descontado. Es insólito. No como yo pensaba que sería la oficina de un detective privado. Pero eso lo hace incluso más interesante, más atrayente.

Los ojos de la mujer eran enormes y oscuros. La mirada clara, directa. Cada vez que él la encontraba se quedaba sin aliento por un instante.

—Lo hice yo mismo —explicó, decidiendo para sus adentros que la habitación no tenía tan mal aspecto después de todo—. No contraté a ningún decorador de interiores.

—Tiene usted verdadero talento para esto.

Charlie le señaló una butaca y, cuando la mujer se sentaba, observó que tenía piernas encantadoras y unos tobillos torneados a la perfección.

«Pero yo he visto otras piernas no menos encantadoras, otros tobillos tan bien torneados como ésos», pensó Charlie algo desconcertado, sin sentir jamás este anhelo de adolescente ni este acuciamiento ridículo y súbito del sector hormonal.

Una de dos, o él era más impresionable de lo que pensaba, o estaba reaccionando ante algo más que la mera apariencia de aquella mujer.

Quizá el atractivo estribase más en su forma de andar, de estrecharle la mano, de moverse con soltura y gracia, sin aparente esfuerzo. Y también en su modo abierto de sostenerle la mirada. A despecho de las circunstancias que presidían aquella entrevista, a pesar del grave problema que seguramente la intranquilizaría, ella irradiaba una serenidad interna poco común, la cual le intrigó.

«Pero ésa no es tampoco la explicación» —pensó—. ¿Desde cuándo he deseado correr a la cama por el simple hecho de que ella irradie una serenidad interna? Se vio incapaz de analizar ese sentimiento, lo dejó. Tendría que examinarlo más adelante.

Mientras se sentaba ante su mesa, Charlie dijo:

—Quizá yo no debiera haberle dicho que soy aficionado a la decoración interior. Tal vez eso dé una imagen equívoca de un detective privado.

—Todo lo contrario —declaró ella—. Me indica que usted es observador, perceptivo y, con toda probabilidad, muy sensitivo. Además denota que tiene excelente vista para los detalles. Todas esas cualidades son lo que yo deseaba encontrar en un hombre de su profesión.

—¡Justo! ¡Exacto! —exclamó él radiante, encantado con ese panegírico.

Le dominó un deseo casi irresistible de besarle la frente, los ojos, el puente de la nariz, y también la punta, las mejillas, la barbilla y, por último, los excelsos labios.

Pero todo cuanto hizo fue decir:

—Bien, Mrs. Scavello, ¿en qué puedo servirle?

Ella le explicó todo lo de la vieja y extraña mujer.

Charlie se sintió consternado, solidario e intrigado; pero también inquieto, porque no se sabía nunca lo que se podía esperar de los tipos con demasiadas escamas como esa vieja. Podría suceder cualquier cosa, y era probable que sucediese. Por añadidura, sabía cuan difícil resultaba sorprender in fraganti y dominar a quienes practicaban esa clase de acoso. Él prefería los infractores con móviles claros, comprensibles. Los móviles comprensibles eran la razón de la existencia de su oficio: codicia y lujuria; envidia y celos; venganza, amor y odio… representaban la materia prima de su industria. Él debía agradecer a Dios las flaquezas e imperfecciones de la Humanidad, porque, de lo contrario, se hallaría sin trabajo. Estaba también inquieto porque temía fallar a Christine Scavello; y, si le fallase, la mujer desaparecería de su vida para siempre. Y, si ella desapareciera de su vida para siempre, él tendría que conformarse con soñar… y ¡qué diablos! ¡Era ya demasiado viejo para sueños de esa especie!

Cuando Christine terminó de referirle los acontecimientos de aquella mañana; a saber, la muerte del perro y la llamada telefónica de la anciana, Charlie preguntó:

—¿Dónde está ahora su hijo?

—En su sala de espera.

—Muy bien. Ahí estará seguro.

—No creo que esté seguro en parte alguna.

—Cálmese. Esto no es el fin del mundo. No lo es, de verdad.

Charlie le sonrió para demostrarle que era verdad lo que decía. Deseaba que la mujer le devolviera la sonrisa porque, cuando sonriese, su rostro sería todavía más encantador, estaba seguro de ello. Pero ella, al parecer, no tenía en absoluto el menor deseo de sonreír.

—Está bien, hablemos un poco más de esa anciana… —dijo con aire emprendedor—. Usted me ha dado una descripción bastante completa de ella —echó una ojeada a las notas que había tomado mientras ella hablaba—. ¿Hay algo más que pudiera ayudarnos a identificarla?

—Le he referido todo cuanto recuerdo.

—¿Qué me dice de cicatrices? ¿Tenía alguna?

—No.

—¿Llevaba gafas?

—No.

—Usted dijo que contaría unos sesenta y tantos años o incluso setenta…

—Sí.

—Sin embargo, su cara apenas tenía arrugas.

—Eso es.

—Una tersura nada natural, algo hinchada, según dice usted.

—Su piel, sí. Yo tuve una tía que se ponía inyecciones de cortisona para la artritis. Su cara era como el rostro de esa mujer.

—Así pues, usted supone que ella estaría sometida a algún tratamiento para la artritis, ¿no?

Christine se encogió de hombros.

—No lo sé. Podría ser.

—¿Llevaba un brazalete de cobre o algún anillo de cobre?

—¿Cobre?

—Es un camelo, desde luego; pero muchas personas creen que la bisutería de cobre alivia la artritis. Yo tuve también una tía artrítica, y llevaba un collar de cobre, un par de brazaletes en cada muñeca, varios anillos e incluso una ajorca de cobre en el tobillo. Era una mujer tan menuda como un pájaro, iba cargada de chatarra y juraba por lo más sagrado que le hacía mucho bien; pero lo cierto era que no se movió nunca con desenvoltura ni experimentó jamás el menor alivio de sus dolores.

—Ésta mujer no llevaba bisutería de cobre. Mucha joyería de otra clase, como le he dicho; pero nada de cobre.

Él miró atento sus notas.

—¿No le dijo su nombre…?

—No.

—Pero tal vez llevara un monograma… por ejemplo en la blusa…

—No.

—¿O quizás unas iniciales en alguna de sus sortijas?

—No lo creo. Y si las había, yo no me fijé.

—¿Y no vio usted de qué dirección llegaba ella?

—No.

—Si supiéramos cuál era la marca y el modelo del coche que la llevaba…

—No tengo la menor idea. Nosotros estábamos casi junto a nuestro coche y ella surgió por el pasillo de al lado…

—¿Cuál era el modelo del coche aparcado junto al suyo?

Ella frunció el entrecejo en un esfuerzo por recordar.

Mientras pensaba, Charlie estudió su rostro en busca de imperfecciones. En este mundo nada se libra de ellas, se dijo; todo tiene por lo menos una tacha. Incluso una botella de Lafite Rothschild puede tener un corcho defectuoso o demasiado ácido tánico. Ni siquiera un Rolls Royce posee una pintura impecable; la mantequilla de cacahuete Reese es deliciosa sin la menor discusión, pero engorda. Sin embargo, aun siendo muy meticuloso en su examen del rostro de Christine Scavello, Charlie no pudo encontrar nada imperfecto. ¡Ah, sí! Bueno, la nariz demasiado fina, los pómulos protuberantes y la frente excesivamente despejada, pero, en ella, ninguna de esas cosas le pareció una imperfección sino tan sólo… variantes de la definición ordinaria de belleza, desviaciones menores que le daban carácter, una individualidad muy peculiar…

«¿Pero qué diablos me pasa? —se preguntó—. Debo dejar de fantasear sobre ella como si fuera un estudiante enamoradizo».

Por una parte, le gustó su forma de sentir; era inspiradora y estimulante. Por otra, le desagradó porque no la comprendía, y él era, por naturaleza, una persona empeñada en comprenderlo todo. Ésa era la razón de que se hubiese hecho detective: para buscar respuestas, para comprender.

Ella levantó la vista y lo miró parpadeante.

—Ahora lo recuerdo. No era un coche el vehículo aparcado junto a nosotros sino una furgoneta.

—¿Una furgoneta revestida con paneles de madera? ¿Qué tipo?

—Blanca.

—Quiero decir qué modelo.

Ella volvió a arrugar la frente intentando recordar.

—¿Vieja o nueva? —preguntó él.

—Flamante. Limpia y reluciente.

—¿Observó usted algunas abolladuras o rasguños?

—No. Y era una Ford.

—Bien. Muy bien. ¿Sabe de qué año?

—No.

—¿Un vehículo de recreo tal vez? ¿Con una de esas ventanas redondas en el costado? ¿O quizá con un lateral pintado?

—No. Muy funcional. Como una furgoneta de las que se utilizan para trabajar.

—¿Llevaba el nombre de alguna compañía en el lateral?

—No.

—¿Algún mensaje escrito en él?

—No. Era toda lisa y blanca.

—¿Vio la matrícula?

—No; no la vi.

—Usted pasaría por la parte trasera de la furgoneta. Puesto que observó que era una Ford. La matrícula tenía que estar precisamente allí.

—Por supuesto. Pero no la miré.

—Si es necesario, podremos sacárselo, probablemente, mediante la hipnosis. Ahora tenemos por lo menos un pequeño dato para empezar.

—Suponiendo que ella saliera de esa furgoneta.

—Como comienzo lo supondremos.

—Y será con toda probabilidad un error.

—Pero quizá no lo sea.

—Pudo haber llegado de cualquier parte del aparcamiento.

—Sin embargo, como habremos de tener algún dato de partida, tanto da que sea la furgoneta —dijo él, paciente.

—Ella podría haber salido de cualquier hilera de coches. Y nosotros estaríamos perdiendo el tiempo. No quiero que sea así. Ella no lo pierde. Tengo la horrible impresión de que no nos queda mucho tiempo.

Sus movimientos nerviosos, desordenados, se acrecentaron hasta ser temblores ingobernables que le sacudieron todo el cuerpo. Charlie comprendió que le había costado un gran esfuerzo mantener su compostura.

—Tranquila —le aconsejó—. Ahora mucha tranquilidad. Todo saldrá a pedir de boca. No permitiremos que le suceda nada a su chico.

Ella palideció aún más. Su voz fue trémula cuando habló:

—¡Él es tan bueno! ¡Es un niño tan dócil…! Representa el centro de mi vida. ¡El centro de todo! Si le sucediera algo…

—Nada le va a pasar. Se lo garantizo Christine rompió a llorar. No gimoteó histérica. Sólo hizo inspiraciones profundas, los ojos se le inundaron y las lágrimas le resbalaron por las mejillas.

Charlie echó hacia atrás su sillón y se levantó con propósito de consolarla, aunque se sintió desmañado y sin recursos.

—Creo que usted necesita una copa.

Ella negó con la cabeza.

—Le aliviará.

—Bebo muy poco —dijo ella temblorosa mientras las lágrimas fluían cada vez más copiosas.

—Sólo un sorbo. Es demasiado temprano.

—Son más de las once y media. Casi hora de almorzar. Además es medicinal.

Diciendo esto, Charlie se acercó al bar y se detuvo junto a una de las dos grandes ventanas. Abrió las puertas de abajo, sacó una botella de Chivas Regal y un vaso, los puso sobre el mostrador de mármol y vertió el whisky.

Cuando estaba cerrando la botella, echó una mirada casual por la ventana… y se quedó rígido. Al otro lado de la calle estaba aparcada una furgoneta blanca Ford, flamante y reluciente, sin letreros ni anuncios. Atisbando por encima de la copa de un inmenso datilero que se alzaba casi hasta su ventana del quinto piso, Charlie vio un hombre vestido de oscuro y respaldado contra el costado de la furgoneta.

¡Notable coincidencia!

El sujeto parecía estar comiendo. Sencillamente un trabajador que se había detenido en una calle apartada y tranquila para tomar su almuerzo. Eso era todo. No podía tener ningún otro significado.

Pura coincidencia.

¿O tal vez no? El hombre de abajo parecía estar vigilando la fachada del edificio que tenía ante él. Daba la impresión de estar tomando un bocado y desempeñando al mismo tiempo una misión de acecho. Al correr del tiempo, Charlie se había familiarizado con ese tipo de misiones, había participado en docenas de ellas, y ésta era una más, tan seguro como que era de día; aunque fuese poco discreta y con todas las marcas del aficionado.

Detrás de él Christine preguntó:

—¿Sucede algo?

Le sorprendió su perspicacia, su diligencia para sintonizar con él, en especial cuando estaba todavía llorosa y sumamente agitada.

—Espero que le guste el whisky escocés —dijo. Se apartó de la ventana y le tendió el vaso.

Ella aceptó sin más protestas. Lo cogió con ambas manos pero no pudo reprimir el temblor. Tomó un sorbo con cierto remilgo.

—Bébalo de golpe —le aconsejó Charlie—. En dos tragos. Debe penetrar aprisa dentro del cuerpo para surtir efecto.

Ella lo hizo así y le demostró que era verdad que no bebía mucho, porque hizo algunas muecas al notar el amargor del whisky, pese a que el Chivas fuera la bebida más suave que jamás salió de una destilería.

Charlie le cogió el vaso vacío, lo llevó al bar y, después de enjuagarlo en el pequeño fregadero, lo puso en el escurridor.

Luego, miró otra vez por la ventana.

La furgoneta blanca seguía allí.

Y también el hombre de camisa y pantalones oscuros comiendo su almuerzo con afectada naturalidad.

Volviendo a Christine, Charlie le preguntó:

—¿Se encuentra mejor?

Ella asintió. Sus mejillas recobraron parte del color habitual.

—Siento haberle dado este espectáculo.

Él se sentó sobre el borde de su mesa apoyando un pie en el suelo. Le sonrió.

—No tiene por qué disculparse. La mayoría de las personas, si se hubiesen llevado un susto como el suyo, habrían entrado por esa puerta balbuceando incoherencias y estarían todavía tartamudeando. Usted lo ha afrontado muy bien.

—No me siento capaz de afrontar nada —Christine sacó un pañuelo del bolso y se sonó—. Pero supongo que usted tiene razón. Una anciana medio loca no significa el fin del mundo.

—Exacto.

—Y no será tan difícil hacerle frente.

—Ésa es la forma de abordarlo —aprobó él.

No obstante, se preguntó: «¿Una anciana medio loca? ¿Entonces, quién es el sujeto de la furgoneta blanca?».