VI

Christine entró en la casa, cerró la puerta y echó la llave.

Luego, le revolvió el pelo a Joey.

—¿Te encuentras bien, cariño?

—Notaré la falta de Brandy —dijo él con voz trémula, intentando parecer un bravo hombrecito, aunque sin mucho éxito.

—Yo también —murmuró Christine, y recordó lo gracioso que había estado el perro en su papel de Chewbacca el Wookie.

—He pensado… —balbuceó Joey.

—¿Qué?

Tal vez fuera una buena idea…

—¿Cuál?

—Traer pronto otro perro.

Ella se acuclilló para ponerse a su nivel.

—¡Oye, esa idea es de una persona muy madura! Y muy sabia, me parece a mí.

—¡No quiero decir que desee olvidar a Brandy!

—¡Claro que no!

—Yo no podré olvidarle jamás.

—Ocupará un lugar muy especial en nuestro corazón.

—Nosotros recordaremos siempre a Brandy. Y estoy segura de que él entendería que decidamos traer sin tardanza otro perro. De hecho sé que él quiere que lo hagamos.

—Así estaré protegido —argumentó Joey.

—Exacto. Brandy querrá que tú estés protegido.

El teléfono sonó en la cocina.

—Bueno —dijo ella—. Ahora contestaré a esa llamada: y luego tomaremos medidas para enterrar a Brandy.

El teléfono dio otro timbrazo.

—Buscaremos un bonito cementerio de perros o algo parecido, y sepultaremos los despojos con todos los honores.

—Eso me gustaría.

El teléfono sonó por tercera vez.

Mientras se encaminaba hacia la cocina, añadió:

—Después iremos en busca de un cachorro —cogió el auricular cuando se oía el quinto timbrazo—. ¿Diga?

Una voz femenina preguntó:

—¿Es usted parte de ello?

—Perdón, no entiendo.

—¿Es usted parte de ello… o ignora lo que está sucediendo? —inquirió la mujer.

Aunque su voz le fuera vagamente familiar, Christine contestó:

—Creo que se ha equivocado de número.

—¿No es usted Miss Scavello?

—Sí. ¿Y usted quién es?

—Necesito saber si usted forma parte de ello. ¿Es usted una de ellos? ¿O tal vez inocente? Necesito saberlo.

De repente, Christine reconoció la voz, y sintió un escalofrío a lo largo de la espina dorsal.

La anciana siguió preguntando:

—¿Sabe usted lo que es su hijo? ¿Sabe usted cuánta maldad hay en él? ¿Sabe usted por qué él ha de morir?

Christine soltó de golpe el auricular.

Joey, que la había seguido hasta la cocina, se mantuvo inmóvil en la puerta que daba al comedor mordiéndose la uña del pulgar. Le pareció de una pequeñez patética, desvalida, con su camisa a rayas y los zapatos de lona algo raídos.

El teléfono sonó de nuevo.

Haciendo caso omiso, Christine dijo:

—Vamos, jefe. Quédate conmigo. No te alejes de mí.

Lo condujo fuera de la cocina, a través del comedor, de la sala y, escaleras arriba, al dormitorio principal.

Él no le preguntó lo que iba mal. Christine dedujo por la expresión de su rostro que tal vez lo hubiese adivinado.

El teléfono siguió sonando.

Ya en el dormitorio, ella abrió el cajón superior de la cómoda, rebuscó bajo un montón de suéters y sacó una pistola de aspecto inquietante, una automática Astra Constablert del treinta y dos, con doble acción selectiva y cañón corto. La había comprado hacía varios años, antes de que naciera Joey, cuando empezó a vivir sola. También había aprendido a utilizarla. El arma le había proporcionado la sensación de seguridad que tanto necesitaba… y ahora se la dio una vez más.

El teléfono sonó y sonó.

Cuando Joey entró en su vida, y sobre todo cuando empezó a andar, ella temió que, en su curiosidad insaciable, encontrase el arma y se pusiera a jugar con ella. Había habido que elegir entre la protección contra los malhechores y la posibilidad más probable, más aterradora, de que Joey se hiciese daño sin querer. Había descargado la pistola, había puesto el cargador vacío en un cajón del tocador, y había escondido el arma en la cómoda, debajo de la ropa. Por fortuna no la había necesitado nunca.

Hasta ahora.

El sonido estridente del teléfono se hizo cada vez más sonoro e irritante.

Empuñando la pistola, Christine se acercó al tocador y localizó el cargador vacío. Luego, corrió al armario, al fondo de cuyo estante superior guardaba una caja de municiones. Con dedos temblorosos y desmañados, metió balas en el cargador hasta llenarlo; luego, lo introdujo en la culata del arma con el suficiente ímpetu para dejarlo encajado.

Joey la observó fascinado, con ojos como platos.

Por fin el teléfono enmudeció.

El silencio súbito surtió el efecto de un golpe. Aturdió por un momento a Christine.

Joey fue el primero en hablar. Mordiéndose todavía la uña del pulgar, preguntó:

—¿Estaba la bruja en el teléfono?

Como no había razón para ocultárselo, así como tampoco había necesidad de explicar que la anciana no era una bruja, contestó:

—Sí, era esa mujer.

—Mami…

Durante los últimos meses la había llamado mamá, desde que él superó su pánico acerca de aquella serpiente blanca que perturbaba su sueño, la había dejado de llamar «mami» porque intentaba comportarse como un chico mayor.

La vuelta al apelativo «mami» denotó cuánto era su terror.

—Todo acabará bien. No permitiré que nos ocurra nada… ni a ti ni a mí. Si andamos con cuidado no pasará nada malo.

Ella esperó oír de un momento a otro una llamada en la puerta o ver un rostro pegado a la ventana. ¿Desde dónde habría telefoneado la vieja? ¿Cuánto tiempo tardaría en llegar allí, ahora que los agentes se habían ido, ahora que tenía el camino libre para hacerse con Joey?

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Joey.

Su madre dejó la pistola sobre la cómoda. Abrió los cajones y sacó a rastras dos maletas del fondo del armario.

Haré una maleta para cada uno y nos alejaremos de aquí.

—¿A dónde iremos?

Arrojó una de las maletas sobre la cama y la abrió.

—No lo sé con seguridad, corazón. A cualquier parte. Tal vez a un hotel. Nos instalaremos donde esa vieja medio loca no pueda encontrarnos por mucho que busque.

—¿Y luego qué?

Mientras plegaba la ropa dentro de la maleta, Christine respondió:

—Luego, buscaremos a alguien que quiera ayudarnos… Que nos ayude de verdad.

—¿No como los policías?

—No como los policías.

—¿Quién?

—No lo sé muy bien. Quizás… un detective privado.

—¿Cómo Magnum en la tele?

—No exactamente como Magnum.

—¿Cómo quién, entonces?

—Necesitamos una empresa que nos pueda proporcionar guardaespaldas y todo lo demás mientras sigue la pista a esa vieja. Una organización de primera fila.

—¿Cómo las de las películas antiguas?

—¿Cuáles son esas películas antiguas?

—Ya sabes, ésas en que la gente tiene muchos líos y al fin dicen, «contrataremos a Pinkelton».

—Pinkerton —le corrigió—. Sí. Algo parecido a Pinkerton. Yo puedo permitirme contratar a unos profesionales semejantes, y por Dios que lo haré. No seremos un par de blancos fáciles, como pretende la Policía.

—Yo me sentiría mejor si contratáramos a Magnum —dijo Joey.

Christine no tenía tiempo para explicar a un niño de seis años que Magnum no era un detective privado de carne y hueso. De modo que le siguió la corriente.

—Bueno, quizá tengas razón. Tal vez contratemos a Magnum.

—¿Sí?

—Si.

—Él hará un buen trabajo —aseguró solemne Joey—. Siempre lo hace.

Siguiendo las indicaciones de su madre, cogió la maleta vacía y se encaminó hacia su dormitorio. Ella le siguió llevando la suya, que ya había hecho… y también la pistola.

Decidió dejar lo del hotel para después. Primero irían a una agencia de detectives sin pérdida de tiempo.

Sintió la boca como papel de lija. El corazón le latió aprisa. La respiración se le hizo rasposa, anhelante.

Una visión terrible se le apareció en el pensamiento, la imagen de un cuerpo sangrante y decapitado sobre el suelo del porche trasero. Pero los despojos sanguinolentos que aparecían en la visión no eran los de Brandy, sino los del propio Joey.