V

Christine y Joey tomaron asiento en el sofá beige de la sala. El niño había cesado ya de llorar, pero se mostraba consternado.

El policía que hacía el informe, agente Wilford, se sentó en uno de los sillones Queen Anne. Era un hombre alto y fornido, con facciones ásperas, cejas tupidas y un aire de suficiencia bronca; el tipo humano que, con toda probabilidad, sólo se sentiría a sus anchas al aire libre, sobre todo en bosques y montañas, cazando o pescando. Estaba colgado, por así decirlo, sobre el borde del sillón y tenía su bloc sobre las rodillas, una postura tan modosa como divertida para un hombre de su tamaño. Al parecer, le preocupaba la posibilidad de estropear o ensuciar el mueble.

—¿Pero quién hizo salir al perro? —inquirió después de haber hecho todas las preguntas que le vinieron a la imaginación.

—Nadie —contestó Christine—. El animal salió por su cuenta. La puerta de la cocina tiene al pie una gatera.

—Ya la he visto —respondió Wilford—. No lo bastante grande para el tamaño de un perro.

Lo sé. Estaba ya aquí cuando compré la casa. Brandy la utilizaba muy raras veces; pero si necesitaba salir a toda costa y no había nadie cerca para sacarlo, pegaba la cabeza al suelo, se arrastraba sobre el vientre y se escurría a través de la pequeña abertura. Siempre he tenido la intención de taparla por miedo a que el perro se quedase atascado ahí un día u otro. Si lo hubiese hecho así, estaría todavía vivo.

—La bruja lo atrapó —murmuró Joey.

Christine pasó un brazo alrededor de los hombros de su hijo.

—Así pues continuó Wilford, —¿creen que utilizarían galletas de perro para hacerle salir?

—No —replicó Joey con sequedad, ofendido a todas luces por la sugerencia. Él sabía que la vieja bruja estaba todavía en los alrededores y atacó para protegerme. Por lo tanto salió para atacarla; pero sucedió algo primero.

A sabiendas de que la sugerencia de Wilford sería con toda probabilidad la explicación correcta, Christine comprendió que Joey aceptaría mejor la muerte de Brandy si pudiera creer que su perro había perecido por una causa noble.

Era un perro muy valiente, mucho —dijo—, y nosotros nos sentíamos orgullosos de él.

Wilford asintió.

Estoy seguro de que ustedes tienen todas las razones imaginables para sentirse orgullosos. Es una vergüenza. ¡Un spaniel dorado de raza tan pura! ¡Con esa expresión tan sumisa y esa disposición tan afable…!

—La bruja lo atrapó —repitió Joey como si le hubiese anonadado esa terrible verificación.

—Tal vez no —observó Wilford—. Quizá no fue la vieja.

Christine lo miró ceñuda.

—¡Vaya si lo fue!

—Comprendo que les haya impresionado el incidente de ayer en la South Coast Plaza —dijo Wilford—. Y que ustedes propendan a establecer una conexión entre la vieja y lo acaecido con el perro. Pero no hay ninguna prueba consistente, ninguna razón para pensar que ambas cosas estén relacionadas. Dar por hecho que es así podría ser un grave error.

—Pero la vieja estuvo anoche ante la ventana de Joey —arguyó exasperada Christine—. ¡Ya se lo he dicho! Y también se lo dije a los agentes que estuvieron aquí anoche. ¿Es que nadie quiere escucharme? Ella estuvo ante la ventana de mi hijo, mirándolo, y Brandy le ladró.

—Pero no estaba ya cuando usted llegó —le recordó Wilford.

—Sí —admitió Christine—. No obstante…

Sonriendo, Wilford se dirigió a Joey:

—Escucha hijo, ¿estás absolutamente seguro de que era esa señora vieja quien estaba ante tu ventana?

Joey asintió enérgico.

—Sí, la bruja.

—Mira, cuando levantaste la vista y descubriste a alguien ante la ventana, pudiste imaginar que era la mujer vieja, lo cual es muy natural. Después de todo, ella te había dado ya un buen susto al comienzo del día y por tanto la tenías muy presente. Entonces, cuando encendiste la luz y echaste una ojeada a la figura que estaba al otro lado de la ventana, quizá tuvieras tan grabado en la mente el rostro de la señora loca que de todas formas lo habrías visto quienquiera que fuese el que se acercara.

Joey parpadeó, incapaz de entender el razonamiento del policía. Así que insistió tozudo:

—Era ella. La bruja.

El agente Wilford dijo a Christine:

—Yo me siento inclinado a creer que el merodeador fue quien mató más tarde al perro… Pero no que la mujer vieja fuese ese merodeador. Mire, cuando un perro es envenenado, ocurre casi siempre, y más a menudo de lo que usted pueda imaginar, que el atropello no ha sido obra de un total desconocido, sino de alguien que habita en la misma manzana. Un vecino. En mi opinión, algún vecino estaba merodeando en busca del perro, y no de Joey cuando éste lo vio ante la ventana. Más tarde esa persona encontró al perro y le hizo lo que había venido a hacer.

—Eso es ridículo —protestó Christine—. Aquí tenemos muy buenos vecinos. Ninguno de ellos mataría a nuestro perro.

—Eso ocurre con frecuencia —insistió Wilford.

—En este vecindario, no.

—En cualquier vecindario —porfió Wilford—. Perros que ladran día tras día, noche tras noche… acaba sacando los nervios de quicio a ciertas personas.

—Brandy ladraba muy poco.

—Bueno, ese «muy poco» de usted pudiera parecer «todo el tiempo» a alguno de sus vecinos.

—Además, Brandy no ha sido envenenado. Lo han matado de forma mucho más violenta, diablos. Usted lo ha visto. Violencia demencial. Una cosa así no la hace ningún vecino mío.

—Le sorprendería lo que pueden hacer algunos vecinos —comentó Wilford—. A veces, incluso se matan entre sí. Eso no es desusado, ni mucho menos. Vivimos en un extraño mundo.

—Usted se equivoca —dijo Christine acalorada—. Fue la vieja. El perro y el rostro ante la ventana… ambas cosas están conectadas con la mujer de verde.

El policía suspiró.

—Tal vez tenga razón.

—La tengo.

—Yo quise sugerir tan sólo que mantuviéramos abiertas nuestras miras.

—Excelente idea —dijo incisiva ella.

El hombre cerró su agenda.

—Bien, me parece que tengo ya todos los detalles que necesito.

Christine se levantó al mismo tiempo que el agente abandonaba su sillón, y planteó:

—¿Y ahora qué?

—Archivaremos el informe, claro está, incluida su declaración, y le asignaremos un número de caso abierto.

—¿Qué es un caso abierto?

—Si sucede algo más, y esa mujer vieja reaparece, usted deberá citar el número del caso cuando nos telefonee, y los agentes que reciban su llamada conocerán la historia antes de presentarse aquí; ellos sabrán dónde mirar por el camino, de modo que, si la mujer abandonara este lugar antes de que ellos llegaran, podrían localizarla al pasar y detenerla.

—¿Y por qué no nos dieron un número de caso después de lo sucedido anoche?

—¡Ah! No se abre expediente por un informe sobre merodeadores —explicó Wilford—. Mire, anoche no se cometió crimen alguno… Por lo menos que nosotros sepamos. No existía evidencia de ninguna clase de delito. Pero esto es… un poco peor.

—¡Un poco! —exclamó Christine al recordar la cabeza sangrante de Brandy y los ojos vidriosos vueltos hacia ella.

—Bueno, no me he expresado bien. Lo siento. Pero es que, comparado con otras muchas cosas que vemos en nuestro trabajo, un perro muerto es…

—Bien, bien —dijo Christine sintiéndose cada vez más incapaz de disimular su cólera e impaciencia—. Así que usted nos telefoneará para darnos el número del caso. ¿Pero qué más piensa hacer?

Wilford parecía incómodo. Cuadró los anchos hombros y se rascó el grueso cuello.

—La descripción que usted nos ha dado es lo único que tenemos para investigar, y eso no representa gran cosa. La pasaremos por el ordenador e intentaremos llegar a algún sospechoso mediante el método de eliminación. La máquina nos procurará los nombres de todos cuantos hayan tenido complicaciones con nosotros y coincidan en siete puntos por lo menos de los diez que requiere la comparación física estándar. Entonces, sacaremos copias de las fotos correspondientes que tengamos en nuestros archivos. Tal vez el ordenador nos procure varios nombres, por lo cual tendremos fotos de más de una mujer anciana. Si fuera así, le traeríamos aquí todas esas fotografías para que las examinara. Tan pronto como nos dijera usted que la habíamos encontrado… Bueno, pues podríamos ir a charlar con ella y averiguar a qué viene todo esto. Como puede ver, Mrs. Scavello, no es un caso sin esperanza.

—¿Y qué pasará si ella no ha tenido complicaciones con ustedes y por tanto no figura en sus archivos?

Mientras se dirigían hacia la puerta de la calle, Wilford dijo:

—Tenemos acuerdos para el intercambio de datos con todas las comisarías de Orange, San Diego, Riverside y Los Ángeles. Podemos conectar con sus ordenadores a través del nuestro. Acceso instantáneo. Conexión de datos, así le llaman. Si esa persona aparece en alguno de sus archivos la encontraremos tan aprisa como si se hallara en el nuestro.

—Sí, por descontado. ¿Pero y si ella no ha tenido complicaciones en parte alguna? —preguntó acuciante Christine.

Al tiempo que abría la puerta, Wilford la animó:

—¡Ah, no se preocupe, encontraremos algo con toda probabilidad! Casi siempre lo conseguimos.

—Eso no basta —objetó ella.

Habría dicho lo mismo aunque le hubiese dado crédito; y no era así. Ellos no encontrarían nada.

—Lo siento, Mrs. Scavello, pero eso es todo cuanto podemos hacer.

—Mierda.

El agente frunció el entrecejo.

—Comprendo su frustración y quiero asegurarle que no archivaremos esto para olvidarlo. Pero no podemos hacer milagros.

—Mierda.

Su ceño se acentuó. Las pobladas cejas se unieron para formar una gruesa barra.

—Escuche, señora, aunque no sea asunto mío, no creo que usted deba emplear palabras como ésa delante de su niño.

Ella lo miró atónita. Luego, su estupor se tornó ira.

—¡Ah! ¿Sí? ¿Y qué es usted? ¿Un cristiano redivivo?

—De hecho lo soy; sí, señora. Y, a mi juicio, es en extremo importante dar buen ejemplo a nuestros jóvenes para que crezcan a imagen y semejanza de Dios. Debemos…

—Yo no creo eso —repuso Christine—. Usted me dice que he dado mal ejemplo por emplear una palabra normal, una palabra inofensiva…

—Las palabras no son nunca inofensivas. El demonio delude y persuade con palabras. Las palabras son el…

—¿Y qué le parece el ejemplo que está usted dando a mi hijo? ¿Eh? Con su actuación le muestra que la Policía no puede dar una protección verdadera a nadie, no presta una ayuda verdadera; lo único que hace es acudir después de los hechos para recoger los despojos.

—Me gustaría que usted no lo viera así —dijo Wilford.

—¿Y cómo diablos he de verlo?

Él suspiró.

—Telefonearemos para darle el número del caso.

Dicho esto, dio media vuelta y se alejó andando envarado por el camino de salida.

Un momento después, Christine corrió en pos de él, lo alcanzó y le puso una mano sobre el hombro.

—Por favor.

El policía se detuvo y volvió la cara hacia ella. Su rostro fue severo, su mirada fría.

—Lo siento —se disculpó Christine—. De verdad. Es que estoy trastornada. No sé qué pensar. De repente no encuentro a dónde dirigirme.

—Lo comprendo —repitió él, por tercera vez. Pero no se vio la menor comprensión en su rostro granítico.

Echando una mirada hacia atrás para cerciorarse de que Joey seguía en el umbral, lo bastante lejos para no oírla, Christine se justificó:

—Lamento haber perdido los estribos. Y supongo que usted tiene razón al decir que cuide mi lenguaje delante de Joey. Lo hago así casi siempre, créame; pero hoy no hago nada a derechas. Ésa mujer medio loca dijo que mi pequeño debía morir. Fue lo que dijo. Tiene que morir. Y ahora el perro está muerto, ese pobre y viejo cara peluda. ¡Yo quería mucho al chucho, Dios mío! Ahora él está muerto, y Joey vio una cara en la ventana a medianoche. El mundo entero se ha vuelto del revés en un instante, y estoy asustada. Estoy asustada de verdad, porque creo, sin poder explicármelo, que esa loca nos siguió, y me hallo convencida de que se propone hacerlo, que lo va a intentar, que trata de matar a mi pequeño. Y no sé por qué. No puede existir motivo alguno. Ninguna razón comprensible. Pero eso tiene poca importancia en estos tiempos, ¿verdad?, cuando los periódicos están repletos de reseñas sobre hampones, violadores de niños y lunáticos de toda especie que no necesitan ningún móvil para hacer lo que hacen.

Wilford la reconvino:

—Por favor, Mrs. Scavello, procure dominarse. Se está mostrando usted melodramática, no diré histérica, pero sí melodramática del todo. La cosa no está tan mal como usted la pinta. Nosotros pondremos manos a la obra en este asunto, tal como le he dicho. Mientras tanto, deposite usted toda su confianza en Dios, y saldrán bien librados usted y su hijo.

No podría conmover a aquel hombre. Jamás. Ni en un millón de años. Ella no conseguiría hacerle sentir su propio terror; no lograría que entendiese lo que llegaría a representar para ella la pérdida de Joey. Un caso sin esperanza después de todo.

Apenas pudo permanecer en pie. Le pareció que todas sus energías la abandonaban de pronto.

—Sin embargo, me alegra oírle decir que cuidará de su lenguaje delante del chico —dijo él—. En este país, hemos estado criando muy mal a las dos últimas generaciones, y somos culpables de que ahora haya unos mocosos antisociales que creen saberlo todo y no respetan nada. Si queremos tener una sociedad buena, pacífica, amante y temerosa de Dios, deberemos educar a los pequeños empezando por darles buen ejemplo.

Christine no dijo nada. Se sintió como si estuviera dialogando con alguien de otro continente, quizás incluso de otro planeta. No sólo hablaba un lenguaje distinto, sino que carecía también de capacidad para aprender. No hubo forma de hacerle captar sus problemas, valorar su preocupación. Se distanciaban entre sí miles de kilómetros para todas las cosas que importaban, y no había nada que los uniera.

Los ojos diamantinos de Wilford relucieron con la pasión de un verdadero creyente cuando añadió:

—Y le recomiendo asimismo que no vaya sin sujetador delante de su hijo, como hace ahora. Una mujer con una constitución como la suya, incluso con la blusa suelta que lleva ahora, adopta ciertas formas de volverse o estirarse… que acabarán siendo sin remedio… provocadoras.

Ella lo contempló incrédula y le vinieron al pensamiento varias observaciones tajantes que le habría gustado emitir. Pero Por alguna razón inexplicable las palabras no quisieron acudir a sus labios. Desde luego, su reticencia fue en parte el resultado de haber tenido una madre que habría hecho parecer muy tierno al mismísimo general George Patton, una madre que había insistido hasta la saciedad en los buenos modales y la cortesía a ultranza. También estuvieron presentes las lecciones que le inculcó la Iglesia, sobre todo la de ofrecer la otra mejilla. Christine se dijo que se había librado de todo aquello, que lo había dejado muy atrás; pero ahora su incapacidad para poner en su sitio a Wilford fue una prueba irrefutable y desalentadora de que ella era todavía prisionera de su pasado hasta cierto punto.

Wilford siguió parloteando sin percatarse de su enfurecimiento.

—Tal vez el muchacho no se aperciba ahora; pero dentro de dos o tres años lo observará sin la menor duda, y un chico no debiera tener esa clase de pensamientos acerca de su madre. Entonces, usted le estaría conduciendo por los caminos del demonio.

Si no hubiese estado tan débil, Christine se habría sobrepuesto a la terrible percepción de un desamparo y el de Joey, se habría reído en la cara de aquel hombre. Pero en ese instante no tenía ningunas ganas de reír.

—Bien —dijo Wilford—. Ya tendrá noticias mías. Y confíe en Dios, Mrs. Scavello. Confíe en Dios.

Christine se preguntó lo que opinaría el agente si le dijese que no había nada de «Mrs». Scavello. ¿Qué diría si le dijese que Joey había nacido fuera del matrimonio, que era un hijo bastardo? ¿Trabajaría con menos ahínco en el caso? ¿Le interesaría preservar la vida de un hijo ilegítimo?

«¡Malditos sean todos estos hipócritas!».

Le acometieron deseos de golpear a Wilford, de darle de patadas, de pagar con él su frustración; pero se limitó a mirar cómo subía al coche patrulla donde le esperaba su compañero. El hombre volvió la vista, alzó una mano y la agitó por la ventanilla en un breve saludo.

Ella regresó a la puerta principal.

Joey la esperaba todavía allí.

Christine quiso decirle algo alentador. Era evidente que el chico lo necesitaba. No obstante, aunque hubiese encontrado las palabras, no habría sido capaz de pronunciarlas para engañarle. Por lo pronto, y mientras ninguno de los dos supiera qué diablos estaba ocurriendo allí, lo mejor sería seguir asustados. Si él sentía temor, se mostraría cauteloso, vigilante.

Christine intuyó que se cernía el desastre.

¿Era melodramático su comportamiento?

¡No!

Joey tuvo la misma intuición. Su madre percibió en los ojos del pequeño un anticipo de terror.