III

La despertaron los ladridos de Brandy, lo cual era desusado porque era un perro que ladraba muy poco. Entonces oyó la voz de Joey.

—¡Mamá! ¡Ven de prisa! ¡Mamááá!

No era una mera llamada; la estaba reclamando a gritos.

Mientras echaba hacia atrás las sábanas y saltaba de la cama, Christine miró los rojos y fosforescentes números del despertador digital: la una y veinte de la madrugada.

Atravesó rauda la puerta abierta de la alcoba y se precipitó por el vestíbulo hacia el dormitorio de Joey, encendiendo luces a medida que pasaba.

El chico se hallaba sentado en la cama apretándose contra la cabecera como si intentara atravesarla y cruzar por arte de magia la pared que había detrás para esconderse donde pudiera. Agarraba con ambas manos grandes puñados de sábana y manta. Su rostro estaba pálido.

Brandy se encontraba ante la ventana con las zarpas delanteras sobre el alféizar. Ladraba a algo en la noche, más allá del cristal. Cuando Christine entró en la habitación, el perro cesó de ladrar, se acercó calladamente a la cama y miró inquisitivo a Joey como si pidiera consejo.

—Alguien estaba ahí fuera —dijo el niño—. Mirando hacia adentro. Era esa vieja señora loca.

Christine se dirigió a la ventana. No había mucha luz en el exterior. El resplandor amarillento del farol de la esquina alcanzaba apenas aquella zona. Aunque la luna adornara el cielo no era llena, e irradiaba un resplandor tenue, lechoso, que escarchaba las aceras y plateaba los coches aparcados a lo largo de la calle pero desvelaba muy pocos secretos de la noche. La mayor parte del césped y de los arbustos estaban sumidos en una oscuridad profunda.

—¿Está todavía ahí? —inquirió Joey.

—No.

Christine se apartó de la ventana y aproximándose a su hijo, se sentó sobre el borde de su cama. El pequeño, aún muy pálido, se estremeció.

—Cariño, ¿estás seguro…?

—¡Ella estaba ahí!

—¿Qué fue exactamente lo que viste?

—Su cara.

—¿La de la vieja?

—Sí.

—¿Estás seguro de que era ella y no cualquier otra persona?

Él afirmó con la cabeza.

—Ella.

—¡Está tan oscuro fuera! ¿Cómo pudiste ver lo bastante para…?

—Vi a alguien en la ventana, una especie de sombra a la luz de la luna. Entonces encendí la luz, y era ella. Pude verlo. ¡Era ella!

—Pero, cariño, no veo cómo puede habernos seguido hasta aquí. Es más, sé que no lo hizo. Y no puede haber averiguado de otro modo dónde vivimos. Por lo menos no tan pronto.

Él no dijo nada. Se limitó a mirarse las manos convertidas en puños y soltó muy despacio la sábana y la manta, mostrando unas palmas llenas de sudor.

—Tal vez estuvieras soñando, ¿no?

El pequeño lo negó enérgico con la cabeza.

—A veces —le explicó su madre—, cuando despiertas de una pesadilla estás tan confuso durante unos segundos, que no sabes qué es real y qué es lo que pertenece al sueño. ¿Comprendes? No tiene importancia. Le sucede a todo el mundo alguna vez.

Él le sostuvo la mirada.

—No fue así, mamá. Brandy empezó a ladrar, entonces yo me desperté y ahí, en la ventana, estaba la vieja señora loca. Si hubiera sido sólo un sueño, ¿por qué habría de ladrar Brandy? Él no ladra sin motivo. Jamás lo hace. Ya sabes cómo es.

Christine miró atenta a Brandy, el cual, entretanto, se había tumbado junto a la cama, y empezó a sentirse otra vez intranquila. Por fin se levantó para aproximarse de nuevo a la ventana.

Fuera, en la noche, había muchos lugares donde la lobreguez tendía con firmeza sus tentáculos, y en los que podría ocultarse y esperar cualquier merodeador.

—¡Mamá!

Ella lo miró.

—No es como la otra vez —declaró el niño.

—¿Qué quieres decir?

—Esto no es una serpiente blanca imaginaria debajo de mi cama. Esto es de verdad. Palabra de honor.

Una ráfaga súbita de viento agitó las hojas e hizo sonar un canalón suelto.

—Vamos —le invitó ella tendiéndole la mano.

Joey salió a gatas de la cama y la acompañó hasta la cocina.

Brandy les siguió. Durante un momento, se detuvo en el umbral golpeando el marco con su peluda cola; luego, reanudó la marcha y se enroscó en un rincón.

Joey, con su pijama azul cuya pechera lucía el letrero en rojo PATRULLA SATURNO, se sentó ante la mesa. Miró ansioso hacia las ventanas encima del fregadero mientras Christine telefoneaba a la Policía.

Los dos agentes permanecieron en el porche y escucharon corteses mientras Christine, en la puerta abierta, con Joey a su lado, les refería la historia… Lo poco que podía contarles. El más joven de los dos, el agente Statler, se mostró dubitativo y llegó a la presurosa conclusión de que el tal merodeador habría sido sólo un fantasma en la imaginación de Joey; pero el hombre de más edad, el agente Templeton, les concedió el beneficio de la duda. A instancias suyas, Statler y él escudriñaron los alrededores con sus linternas de largo mango. Examinaron los arbustos, contornearon la casa, inspeccionaron el garaje e incluso echaron un vistazo a los patios contiguos. No encontraron a nadie.

Cuando regresaron a la puerta principal, donde les esperaban Christine y Joey, Templeton se mostró menos dispuesto a creer su historia.

—Bien, Mrs. Scavello, si es cierto que esa anciana estuvo por aquí, ahora se ha ido. Una de dos, o sus propósitos no tenían nada de particular… o tal vez se asustara al ver el coche patrulla. Quizás ambas cosas. Es muy probable que sea inofensiva.

—¿Inofensiva? Ésta tarde en la South Coast Plaza, no me pareció tan inofensiva —dijo Christine—. La creí más bien bastante peligrosa.

—Bueno… —El policía se encogió de hombros—. Ya sabe cómo son esas cosas. Una anciana… quizás algo senil, diciendo disparates sin querer.

—No creo que sea ése el caso.

Templeton eludió su mirada.

—Bien, pues si la ve otra vez o si tiene cualquier otro percance no dude en llamarnos.

—¿Se van ustedes?

—Sí, señora.

—¿No piensan hacer nada más?

—El agente se rascó la cabeza.

—No sé qué más podemos hacer. Usted ha dicho que no conoce el nombre de esa mujer ni sus señas, de modo que no nos es posible tener una charla con ella. Como le he indicado, si reaparece, avísenos tan pronto como la localice y nos tendrá aquí en seguida.

Con una inclinación de cabeza, el hombre dio media vuelta y se alejó por el camino de entrada hacia la calle donde le esperaba su compañero.

Un minuto después, cuando Christine y Joey se apostaban ante las ventanas de la sala para ver partir el coche patrulla, el niño dijo:

—La vieja estaba ahí fuera, mamá. ¡De verdad! ¡De verdad! Esto no es como lo de la serpiente.

Ella le creyó. Lo que el pequeño había visto en la ventana pudo ser una ensoñación o la imagen residual de una pesadilla… Pero no era ni una cosa ni otra. Él había visto lo que afirmaba: a la propia anciana en carne y hueso. Christine no supo explicarse por qué estaba tan segura de ello, pero lo estuvo. A ciencia cierta.

Le propuso que pasara el resto de la noche con ella, en su habitación; pero él optó por la valentía.

—Dormiré en mi cama —dijo—. Brandy estará aquí y olerá a esa vieja bruja a un kilómetro. Pero… ¿no podríamos dejar encendida una lámpara?

—¡Claro que sí! —concedió la madre; aunque no hacía mucho que consiguió quitarle la costumbre de la lamparilla.

Dicho esto, Christine fue al dormitorio de él y corrió las cortinas a conciencia, sin dejar ni la más mínima rendija por la que pudiera atisbar alguien desde fuera. Lo arropó, le dio un beso y lo dejó al cuidado de Brandy.

De vuelta en su cama, con todas las luces apagadas, miró fijamente el sombrío techo. Le fue imposible conciliar el sueño. Se pasó el tiempo esperando oír un ruido desusado: cristales rotos, puertas apalancadas… Pero la noche transcurrió en calma.

Sólo el viento de febrero perturbó la quietud nocturna con alguna racha ocasional.

Mientras tanto, Joey, en su habitación, apagó la lámpara que le había dejado encendida su madre. La oscuridad fue absoluta.

Brandy se encaramó de un salto a la cama, donde se sabía que no debía estar jamás (una orden terminante de mamá: nada de perros en la cama); pero su amo no lo rechazó. Brandy se acomodó a su gusto y fue bien acogido.

Joey escuchó el viento de la noche; le sonó como una cosa viva que olisqueara y lamiera la casa. Se subió la manta hasta la nariz, igual que si fuera un escudo capaz de protegerlo de cualquier daño.

Al cabo de un rato dijo:

—La bruja está todavía ahí fuera en alguna parte.

El perro alzó su cabezota cuadrada.

—Está esperando, Brandy.

El animal enderezó cuanto pudo una oreja.

—Y volverá.

Brandy emitió un profundo gruñido.

Joey puso la mano sobre su peludo compañero.

—Tú lo sabes, ¿verdad, muchacho? Tú sabes que ella está ahí fuera, ¿verdad?

El chucho dejó escapar un ronquido suave.

El viento gimió.

El muchacho escuchaba.

La noche progresó lenta hacia el alba.