II

Después de haber tomado, junto con Joey, una ligera cena en la cocina, Christine fue a la mesa del estudio para poner al día el papeleo atrasado. Val Gardner y ella poseían en Newport Beach una tienda de exquisiteces culinarias denominada Wine & Diñe donde vendían también vinos nobles, platos especiales del mundo entero, utensilios de cocina caracterizados por su alta calidad, e incluso artilugios más o menos exóticos, como aparatos para hacer pasta y cafeteras exprés. El establecimiento funcionaba desde hacía seis años y tenía sólidos fundamentos; estaba aportando unos beneficios bastante más considerables de los que Christine y Val se habían atrevido a esperar cuando ambas abrieron sus puertas para iniciar el negocio. Ahora las dos proyectaban inaugurar una sucursal aquel mismo verano y luego una tercera tienda en Los Ángeles oeste el año próximo. Su éxito era emocionante y remunerador; pero les exigía cada vez más tiempo. Éste no era el primer fin de semana dedicado a poner al día el papeleo atrasado.

Sin embargo, Christine no se quejaba. Antes de tener Wine & Diñe había trabajado como camarera seis días a la semana atendiendo dos empleos al mismo tiempo: un turno de cuatro horas para el almuerzo, en un hostal, y otro de seis horas para la cena en un restaurante francés relativamente caro, Chez Lavelle. Y como era una camarera cortés y diligente que sabía mover el trasero, las propinas habían sido buenas en el hostal y excelentes en Chez Lavelle; pero, al cabo de unos cuantos años, el trabajo había empezado a entumecerla y envejecerla: sesenta horas semanales, ayudantes de camarero que solían acudir a trabajar con una dosis tan alta de drogas que ella debía echarles un capote y afanarse por partida doble, y parroquianos lascivos que almorzaban en el hostal y eran groseros, repelentes y de una persistencia horrible pero a quienes se debía rechazar con frivolidad y buen humor por mor del negocio. Permanecía de pie muchas horas y, en su día libre, no hacía más que estar sentada con las doloridas piernas apoyadas sobre una otomana mientras leía los periódicos dominicales dedicando una atención especial a la sección financiera y soñando con poder fundar algún día su propio negocio.

Pero, gracias a las propinas y a la frugalidad de su vida (se había pasado dos años sin coche), logró ahorrar lo suficiente para pagarse un crucero a México a bordo de un lujoso trasatlántico, el Aztec Princess, y dejar aparte una cantidad lo bastante grande para que pudieran abrir su tienda de exquisiteces gastronómica. Tanto el crucero como la tienda habían representado un cambio. ¡Los años perdidos! Así veía ella aquel período, ahora pasado, aquellos años perdidos tan desapacibles y miserables, tan tristes y estúpidos.

Comparado con aquella etapa de su vida, el papeleo era un placer, una delicia, un verdadero carnaval…

Cuando llevaba ya una hora larga ante su mesa, se apercibió de que Joey había estado excepcionalmente silencioso desde que ella entró en el estudio. Desde luego él no fue nunca un niño revoltoso. Solía jugar solo durante horas sin hacer el menor ruido. Pero, después del perturbador encuentro de aquella tarde con la espantosa vieja, Christine estaba un poco nerviosa y aquel silencio tan normal se le antojaba extraño y amenazador. No se hallaba asustada. Sólo sentía ansiedad. Si le ocurriera algo a Joey…

Soltó la pluma e hizo callar a la zumbadora máquina de calcular. Tendió el oído.

Nada.

En una cámara de la memoria, le pareció escuchar como un eco la voz de la vieja mujer: «Él tiene que morir, tiene que morir…».

Christine se levantó, abandonó el estudio, cruzó presurosa la sala, bajó al vestíbulo y llegó al dormitorio del pequeño.

La puerta estaba abierta, la luz encendida y él se encontraba allí, a salvo, jugando en el suelo con su perro Brandy, un spaniel dorado de mirada dulce, e infinitamente paciente.

—Mamá, ¿quieres jugar con nosotros a la guerra de las galaxias? Yo soy Han Solo y Brandy, mi compañero Chewbacca, el Wookie. Tú puedes ser la princesa si te gusta.

Brandy estaba sentado en el centro del suelo, entre la cama y las puertas corredizas del armario. Llevaba una gorra de béisbol con el lema EL RETORNO DEL JEDI y sus largas orejas peludas colgándole a los lados. Joey le había puesto también alrededor del cuerpo una bandolera con balas, y una funda conteniendo una pistola de aspecto futurista, todo de plástico. Jadeante y con ojos relucientes, Brandy parecía avenirse a cuanto su amo quería, se diría incluso que estaba sonriendo.

—Hace un Wookie estupendo —observó Christine.

—¿Quieres jugar?

—Lo siento, jefe, pero tengo montañas de trabajo. Sólo pasé por aquí para ver si… si estabas bien.

—Bueno, lo que ha sucedido es que casi nos ha vaporizado un crucero de combate del imperio —dijo Joey—. Pero ahora nos encontramos en forma.

Brandy dejó oír un resoplido de desaprobación.

Ella sonrió a Joey.

—Ten cuidado con Darth Vader.

—¡Ah, sí, seguro! Lo hago siempre. Estamos siempre muy atentos, porque sabemos que él está en algún lugar por esta parte de la galaxia.

—Me reuniré contigo dentro de un rato.

Christine dio media vuelta; pero cuando apenas había avanzado un paso hacia la puerta, Joey le dijo:

—¡Mamá! ¿No temes que esa vieja señora loca aparezca otra vez?

Christine se volvió hacia él.

—No, no —dijo, a pesar de que era lo que estaba pensando—. Es imposible que ella sepa quiénes somos y dónde vivimos.

Los ojos de Joey parecieron más azules y brillantes que de costumbre; se encontraron con los de su madre y dejaron entrever intranquilidad.

—Yo le dije mi nombre, mamá. ¿Te acuerdas? Ella me preguntó y yo se lo dije.

—Sólo tu nombre de pila.

Él arrugó el entrecejo.

—¡Ah! ¿Sí?

—Dijiste sólo «Joey».

—Sí, es verdad.

—No te preocupes, cariño. No la verás nunca más. Eso es un asunto concluido. No era más que una triste pobre anciana que…

—¿Y qué hay de la matrícula?

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, fíjate, si ella cogió el número tal vez tenga alguna forma de utilizarlo. Para averiguar quiénes somos. Como hacen a veces los detectives en los telefilmes…

Ésa posibilidad la desconcertó; pero así y todo respondió:

—Lo dudo. Creo que sólo los policías pueden seguir la pista al propietario de un coche mediante el número de matrícula.

—Tal vez si —insistió preocupado el muchacho.

—Nos alejamos tan aprisa que no tuvo tiempo de memorizar el número. No pensaba con la suficiente serenidad para observar la matrícula. Además, estaba histérica. Como te he dicho, es asunto concluido. De verdad. ¿Queda claro?

Él vaciló unos instantes antes de decir:

—Sí. Pero… Mamá, he estado pensando…

—¿Qué?

—Ésa vieja señora loca… ¿no podría ser… una bruja?

Christine estuvo a punto de reírse cuando se apercibió de que él hablaba con suma seriedad. Reprimió, pues, toda muestra de hilaridad y, adoptando una expresión lo bastante grave para que no desentonara de la suya, respondió:

—¡Oh! Estoy segura de que no era una bruja.

—No quiero decir como Hilda, sino una bruja auténtica. Y, ya sabes, una verdadera bruja no necesitaría conocer nuestro número de matrícula. No necesitaría nada de nada. Nos olfatearía. Cuando una bruja te persigue no hay ningún lugar del universo en el que puedas ocultarte. Las brujas tienen poderes mágicos.

Una de dos, o él sabía ya a ciencia cierta que la vieja era una bruja o estaba convenciéndose muy aprisa de ello. De una forma o de otra, se estaba asustando sin necesidad, porque lo cierto era que ellos no volverían a verla nunca más.

Christine recordó la forma en que se pegaba al coche la extraña mujer, aferrando el tirador de la puerta cerrada, corriendo a la par del automóvil a medida que se alejaban, sin cesar de vociferarles acusaciones demenciales. Sus ojos, y todo el rostro, irradiaban una energía y una furia perturbadoras como si fuera capaz de detener el Firebird con las manos. ¿Una bruja? Desde luego era comprensible que una criatura pudiera creerla dotada de poderes sobrenaturales.

—Una bruja auténtica —repitió Joey con cierto temor en la voz.

Christine comprendió que debería atajar ese curso de ideas antes de que el chico se obsesionara con brujas. El año anterior estuvo convencido, durante casi dos meses, de que una serpiente blanca mágica (como la que había visto en una película) se escondía en su habitación y esperaba a que se durmiera para deslizarse hasta él y morderle. Fue necesario que ella se quedase cada noche a su lado hasta comprobar que se quedaba dormido. Algunas veces había tenido que llevárselo a su propia cama para tranquilizarlo. El pequeño superó la manía de la serpiente el mismo día en que Christine decidió llevarlo a un psicólogo de niños. Canceló la consulta. Transcurridas unas semanas, convencida ya de que la mención de la serpiente no desencadenaría otra vez la manía, le preguntó qué había sido del animal. El chico la miró confuso y dijo:

—Sólo estaba en mi imaginación, mamá. Me he comportado como un niño pequeño medio tonto, ¿verdad?

Desde entonces, no volvió a mencionar la serpiente blanca. El chico poseía una imaginación desbordante, saludable, y ella tenía el deber de moderarla cuando se saliera de cauce. Como ahora.

Aunque estimara necesario poner punto final al asunto de la bruja, no pudo decirle que no había tal cosa; pues, en tal caso, él pensaría que había hecho el ridículo portándose como un bebé. Sería preciso dar por supuesta la existencia de brujas como Joey creía, y entonces emplear la lógica infantil para hacerle ver que la vieja mujer del aparcamiento no podía ser una bruja en modo alguno. Así pues, dijo:

—Bueno, me parece natural que te preguntes si no será una bruja. Porque, desde luego, tenía algo de lo que se supone corresponde a las brujas, ¿verdad?

Más que algo.

—No, no, sólo un poco. Seamos justos con la pobre anciana.

—Tenía el aspecto exacto de una bruja malvada —insistió el pequeño—. Exacto. ¿No es cierto, Brandy?

El perro resopló como si entendiera la pregunta y estuviese de acuerdo por completo con su joven amo.

Christine se acuclilló, rascó al perro detrás de las orejas y bromeó:

—¿Qué sabes tú de eso, cara peluda? Ni siquiera estabas allí.

Brandy bostezó.

Christine argumentó:

—Si lo piensas bien, verás que no tenía mucho de bruja.

—Sus ojos daban miedo —respondió el chico—, parecían saltársele de la cara. Como salvajes. ¡Tú lo viste, córcholis! Y sus pelos tiesos parecían los de una bruja.

—Pero no tenía una nariz enorme y ganchuda con una verruga en la punta. ¿A que no?

—No —admitió Joey.

—Ni iba vestida de negro, ¿verdad?

—No. Pero sí toda de verde.

Por el tono de su voz se evidenció que el atuendo de la vieja le había parecido tan raro como a la propia Christine.

—Las brujas no visten de verde. Tampoco llevaba un sombrero negro alto y picudo.

Joey se encogió de hombros.

—Ni la acompañaba un gato.

—¿Y qué?

—Una bruja no va a ninguna parte sin su gato.

—¿No?

—No. Él es su pariente.

—¿Qué quiere decir eso?

—El pariente de la bruja es su contacto con el demonio. Mediante ese pariente, el gato, el demonio le transmite poderes mágicos. Sin ese animal, ella es sólo una vieja horrenda.

—¿Quieres decir que el gato la vigila para asegurarse de que no haga nada que disguste al demonio?

—Así es.

—Yo no vi gato alguno —reconoció el niño frunciendo el entrecejo.

—No había gato porque ella no es bruja. No tienes nada de qué preocuparte, cariño.

Su rostro se iluminó.

—¡Bueno, me tranquilizas! Si hubiera sido una bruja podría haberme transformado en un sapo o algo parecido.

—Bueno, vivir como un sapo no debe ser tan malo —comentó Christine bromeando—. Basta estar plantado durante todo el día en un macizo de lirios de agua y tomarlo con tranquilidad.

—Los sapos comen moscas —dijo él con un gesto de repugnancia—, ¡y yo que no puedo soportar ni la ternera!

Ella se rió, e inclinándose hacia adelante lo besó en la mejilla.

—Aunque fuera una bruja —arguyó el pequeño—, no habría cuidado, porque yo tengo a Brandy, que no permitiría que se me acercaran los gatos.

—Sí, puedes confiar en Brandy —convino Christine; y mirando al perro con cara de payaso, añadió—: Tú eres la Némesis de todos los gatos y brujas, ¿verdad, cara peluda?

Ante su sorpresa, Brandy alargó el hocico y le lamió debajo de la barbilla.

—¡Caramba! —exclamó—. Sin querer ofender a nadie, debo decir, cara peluda, que no estoy segura de que besarme contigo sea mejor que comer moscas.

Joey se rió por lo bajo y abrazó al perro.

Christine regresó al estudio. Le pareció que el montón de documentos había crecido durante su ausencia.

Apenas se hubo acomodado en la butaca detrás de la mesa, el teléfono sonó. Lo cogió.

—¿Diga?

Nadie contestó.

—¿Diga? —repitió.

—Me he equivocado —dijo suavemente una mujer, y colgó.

Christine dejó el auricular en su sitio y reanudó el trabajo. Olvidó por completo la llamada.