I

Todo comenzó a la luz del sol, no en una noche sombría y tormentosa.

Ella no se encontraba preparada para lo que sucedió, no estaba en guardia. ¿Quién hubiera esperado semejante percance en una tarde dominical tan encantadora como aquélla?

El cielo era de un azul translúcido. Hacía un calor sorprendente para últimos de febrero, incluso en la California meridional. La brisa soplaba suave, perfumada por las flores del invierno. Era uno de esos días en que todo el mundo parece destinado a vivir para siempre.

Christine Scavello fue a la South Coast Plaza en Costa Mesa para hacer algunas compras y se llevó consigo a Joey, al cual le gustaba el espacioso pabellón. Le fascinaba el arroyuelo que atravesaba saltarín un ala del edificio para descender hasta el centro del paseo público y desparramarse en mansa cascada. También le intrigaban los centenares de árboles y plantas que crecían en el interior; era un observador nato. Pero adoraba sobre todo el tiovivo del patio central. A cambio de una cabalgada en algún caballito, prometía un comportamiento sosegado y obediente durante las dos o tres horas que Christine dedicaba a la compra.

Joey era un buen chico, el mejor. No gimoteaba jamás, no cogía rabietas ni protestaba por nada. Cuando un día largo y lluvioso le dejaba preso dentro de casa, era capaz de entretenerse hora tras hora sin dar la menor señal de aburrimiento, inquietud o mal humor como hacen la mayoría de los niños.

A juicio de Christine, Joey semejaba algunas veces un anciano en el cuerpo menudo de un niño de seis años. A veces, decía cosas sorprendentes, propias de una persona adulta, y por lo general mostraba la paciencia de un adulto y una sabiduría que no respondía a su edad.

Sin embargo, en otras ocasiones… Sobre todo cuando preguntaba por su papá o se extrañaba de su ausencia o, sencillamente, permanecía callado, pero con miles de preguntas asomando a sus ojos… Entonces, parecía tan frágil e inocente, de una vulnerabilidad tan enternecedora, que ella se sentía obligada sin remedio a abrazarlo y estrecharlo contra sí.

Había momentos en los que esos abrazos estrechos no expresaban tan sólo su amor por él sino también una forma de eludir cualquier dilema que él hubiese planteado. Ella no había logrado encontrar jamás la fórmula adecuada para explicarle lo de su padre, y ése era un tema que deseaba dejar al margen mientras no estuviese dispuesta a suscitarlo. Era todavía demasiado pequeño para entenderlo. Y no quería mentirle. Al menos no con demasiada desfachatez. Tampoco le apetecía recurrir a rebuscados eufemismos.

Hacía sólo un par de horas, cuando iban camino del mercado, él le había preguntado otra vez por su padre, y ella le había respondido:

—Tu papá, cariño, no estaba preparado para asumir la responsabilidad de una familia. Eso es todo.

—¿Es que yo no le gustaba?

—¿Cómo podías no gustarle si él no llegó a conocerte siquiera? Se marchó antes de que nacieras.

—¡Ah! ¿Sí? ¿Y cómo pude haber nacido si él no estaba aquí? —había preguntado escéptico el chiquillo.

—Eso es algo que aprenderás en el colegio cuando tengas la asignatura de educación sexual —le había respondido divertida.

—¿Y cuándo la tendré?

—Bueno, dentro de seis o siete años, supongo.

—Es una espera muy larga —había suspirado cariacontecido—. Apuesto cualquier cosa a que él no me encontraba de su gusto y, claro, se marchó.

Ella le había contestado ceñuda:

—Quítate esa idea de la cabeza, corazón. Yo era quien no le gustaba a tu padre.

—¿Tú? ¿No le gustabas?

—Exacto.

Joey permaneció mudo a lo largo de una manzana o dos, pero al fin dijo:

—¡Hombre, si no te encontraba de su gusto debe haber sido tonto de remate!

Luego, intuyendo al parecer que aquel tema la incomodaba, lo había descartado por completo. Un anciano en el cuerpo menudo de un niño de seis años.

El hecho era que Joey no había sido el fruto de un asunto amoroso breve y apasionado, temerario y estúpido. A veces, mirando hacia atrás, ella no podía creer que hubiese sido tan ingenua… o hubiera estado tan desesperada como para patentizar así su femineidad e independencia.

Aquéllas habían sido las únicas relaciones en su vida que merecían la calificación de «devaneo», la única vez que se sintió arrebatada. Sólo por aquel hombre, y por ningún otro, ni antes ni después, sólo por aquél, ella había desechado sus principios morales y su sentido común, dejándose guiar tan sólo por el deseo urgente de la carne. Se había dicho a sí misma que era una aventura romántica, con letras mayúsculas, no mero amor sino el Gran Amor, incluso amor a primera vista. En realidad, se había comportado como una mujer débil, vulnerable, ansiosa de hacer el ridículo. Más tarde, cuando comprendió que Mr. Maravilloso le había mentido, que la había utilizado con un desprecio cínico y frío de sus sentimientos, cuando descubrió que se había entregado a un hombre que no la respetaba lo más mínimo y que carecía de todo sentido de responsabilidad, experimentó una vergüenza muy honda. A su debido tiempo percibió que el sonrojo y el remordimiento llevados a ciertos límites resultaban casi tan inmoderados y lamentables como el propio pecado que ocasionó tales emociones, y entonces decidió dejar a un lado el sórdido episodio y olvidarlo por completo.

Y lo habría conseguido si no hubiera sido porque Joey preguntaba sin cesar quién era su padre, dónde estaba su padre y la causa de que se hubiese marchado. ¿Y cómo se explica a un niño de seis años cómo son tus impulsos libidinosos, de qué modo te traiciona tu corazón y cuál es tu lastimosa capacidad para ponerte en ridículo? Si había algún modo de hacerlo, ella no lo veía. Sería preciso esperar hasta que el chico hubiese crecido lo suficiente para comprender que, a veces, los adultos son tan bobos y atolondrados como niños pequeños. Mientras tanto, lo distraía con respuestas vagas y evasivas que no satisfacían a ninguno de los dos.

Ella sólo deseaba que su hijo no ofreciera una estampa tan lastimera, tan encogida y vulnerable cuando le hacía preguntas acerca de su padre. Al verlo así le daban ganas de llorar.

Christine estaba obsesionada con la indefensión que percibía en el niño. Jamás había estado enfermo, se le podía catalogar como un chico sanísimo, lo que era de agradecer. No obstante, ella estaba leyendo siempre revistas y artículos periodísticos sobre enfermedades de la infancia, no sólo poliomielitis, sarampión y tos ferina (lo había vacunado contra ésas y muchas más) sino también otras horribles, paralizadoras e incurables, a veces raras, pero no menos estremecedoras por su propia rareza. Memorizaba los síntomas precoces de dolencias exóticas y estaba acechando sin cesar por si los percibía en Joey. Por tratarse de un niño muy activo tenía, claro está, su porción de contusiones y cortaduras; y la vista de su sangre la ponía frenética, aunque fuera sólo una gota que brotara de un rasguño superficial. Su preocupación por la salud de Joey era casi obsesiva, pero ella no permitía nunca que llegara a ser verdadera obsesión, pues tenía una noción clara de los problemas psicológicos que una madre excesivamente solícita podría crear a un niño.

Aquélla tarde dominical de febrero, cuando la muerte se presentó de improviso y gesticulante ante Joey, ni los virus ni las bacterias fueron lo que inquietó a Christine. Fue sólo una mujer vieja con pelo grisáceo y estropajoso, rostro pálido y ojos grises de un tono similar al del hielo sucio.

Cuando Christine y Joey abandonaron el mercado por el lado del Bullock’s Department Store serían las tres y cinco. El sol se reflejaba en los cromados parabrisas de los automóviles desde un extremo del espacioso aparcamiento hasta el otro. Su Pontiac Firebird estaba en la hilera que había frente a las puertas del Bullock’s, ocupaba el decimosegundo puesto de la línea. Cuando se aproximaban a él apareció ante su vista la vieja.

Se les cruzó en el camino surgiendo de entre el Firebird y una furgoneta Ford blanca.

Al principio, la mujer no dio la impresión de ser amenazadora. Se la veía un poco extraña, sin duda, pero nada más. Su larga y espesa cabellera gris parecía revuelta por el viento aunque soplara sólo una leve brisa. Tendría unos sesenta y tantos años, quizás incluso setenta, cuarenta más que Christine; sin embargo, su rostro apenas mostraba arrugas y su piel parecía tan tersa como la de un bebé; tenía la tumefacción anómala que se suele atribuir a las inyecciones de cortisona. Nariz puntiaguda, boca pequeña, labios gruesos, barbilla redonda con un hoyuelo. Llevaba un sencillo collar de turquesas, una blusa verde de manga larga, falda verde y zapatos verdes. En sus manos rollizas brillaban ocho sortijas, todas verdes: turquesa, malaquita, esmeraldas. La monotonía verde hacía pensar en algún uniforme singular.

La mujer miró parpadeante a Joey, sonrió y dijo:

—¡Cielos, eres un jovencito muy guapo!

Christine esbozó una sonrisa. Ésos elogios espontáneos no eran nada nuevo para Joey. Con su pelo oscuro, sus ojos de un azul intenso y sus correctas facciones, era un niño de singular atractivo.

—Sí señor, una pequeña, pero auténtica estrella de cine —murmuró la anciana.

—Gracias —respondió Joey sonrojándose.

Christine inspeccionó con más atención a la desconocida y tuvo que rectificar su impresión inicial acerca de la supuesta tierna abuelita. Había no pocas pelusas en la arrugada falda de la vieja, dos pequeñas manchas de grasa en la blusa y numerosas motas de caspa sobre sus hombros. Las medias tenían bolsas en las rodillas y la izquierda una larga carrera. La mujer sostenía un cigarrillo medio apagado, y los dedos de su mano derecha revelaban el amarillo sucio de la nicotina. Era una de esas personas de quienes los chicos no deberían aceptar jamás caramelos, pasteles ni ninguna otra golosina… no porque pareciera el tipo capaz de envenenar o molestar a los niños sino porque debía tener una cocina inmunda. Incluso examinada de cerca no pareció peligrosa, sólo desaseada.

Inclinándose sonriente hacia Joey sin prestar la menor atención a Christine, preguntó:

—¿Cómo te llamas, jovencito? ¿No quieres decirme tu nombre?

—Joey —repuso con timidez.

—¿Y cuántos años tienes?

—Seis.

—¡Vaya! ¡Sólo seis y ya lo bastante guapo para marear a las señoras!

El chiquillo se agitó confuso y evidenció el deseo de salir escapado hacia el coche, pero se mantuvo en su sitio y se comportó con cortesía tal como le había enseñado su madre.

La anciana dijo:

—Apuesto un dólar contra un bollo que sé cuál es el día de tu cumpleaños.

—Yo no tengo bollos —objetó Joey, tomando la apuesta al pie de la letra y advirtiendo con toda solemnidad que no podría pagar si perdía.

—¡Qué listo! —exclamó la vieja—. ¡Eres listísimo! Pero yo lo sé. Tú naciste la víspera de Navidad.

—Nada de eso —replicó Joey—. El dos de febrero.

—¿El dos de febrero? ¡Vamos, no bromees conmigo! —replicó desentendiéndose por completo de Christine y haciendo todavía una amplia sonrisa a Joey—. Tú naciste el veinticuatro de diciembre, tan cierto como que hace sol.

Christine se preguntó qué se propondría aquella mujer.

—Díselo, mamá —pidió Joey—. El dos de febrero. Ahora ella me debe un dólar, ¿verdad?

—No, ella no te debe nada, cariño —dijo Christine—. Porque no ha sido una apuesta auténtica.

—Bueno —razonó el chiquillo—. Si yo hubiese perdido, no habría podido darle ningún bollo, por lo tanto no importa que no me dé el dólar.

Por fin la vieja alzó la cabeza y miró a Christine.

Christine empezó a sonreír pero se quedó seria al ver los ojos de la desconocida. Eran unos ojos de mirada dura, fría, colérica. No los de una abuela ni los de una pícara inofensiva. Había en ellos energía, terquedad y aplomo. La vieja había dejado de sonreír.

«¿Qué está ocurriendo aquí?».

Antes de que Christine pudiera hablar, la mujer dijo:

—Nació la víspera de Navidad, ¿no es cierto? ¡Hum! ¿No es cierto? —Habló con tal apremio, con tanta precipitación que salpicó de saliva a Christine; sin esperar respuesta, prosiguió—. Estáis mintiendo acerca de ese dos de febrero. Vosotros dos estáis intentando ocultarlo, pero yo conozco la verdad. La conozco. No podéis engañarme. ¡A mí no!

De repente, la vieja parecía peligrosa.

Christine puso la mano sobre el hombro de Joey y le empujó hacia el coche rodeando a la arpía.

Pero la mujer dio un paso de costado y les cerró el camino. Apuntó con su cigarrillo a Joey y lanzándole una mirada fulminante exclamó:

—¡Sé quién eres! ¡Sé quién eres, sé todo sobre ti! ¡Todo! Te conviene creerme. ¡Ah, sí, lo sé, lo sé!

«Una lunática —pensó Christine sintiendo que el estómago le daba un vuelco—. Una vieja loca, el tipo capaz de cualquier cosa. ¡Haz que no sea agresiva, Dios mío!».

Con aire desconcertado Joey se apartó de la mujer, cogió la mano de su madre y se la apretó con fuerza.

—Apártese de nuestro camino, por favor —dijo Christine procurando conservar la calma. Mantuvo un tono razonable para no enfrentarse con aquella extraña aparición.

La vieja permaneció donde estaba. Se llevó el cigarrillo a los labios. Sus dedos temblaron.

Reteniendo la mano de Joey, Christine intentó esquivar a la desconocida.

Pero, una vez más, la mujer les bloqueó el paso. Dio una chupada nerviosa al cigarrillo y expulsó humo por la nariz. A todo esto no quitaba los ojos de Joey.

Christine miró a su alrededor. Algunas personas estaban apeándose de un coche pocas filas más allá, y dos hombres jóvenes marchaban en dirección contraria al extremo de aquella hilera; pero ninguno se hallaba lo bastante cerca para prestar ayuda en caso de que aquella loca se tornara violenta.

Arrojando su cigarrillo, la mujer lo miró con sus ojos saltones, cual un inmenso y malicioso sapo y farfulló:

—¡Conozco muy bien tus malignos y aborrecibles secretos, pequeño impostor! ¡Sí, los conozco muy bien!

Christine sintió que el corazón le empezaba a latir de modo descompasado.

—Apártese de nosotros y déjenos pasar —exigió con tono agudo olvidándose de permanecer serena o tal vez incapaz de hacerlo.

—No podéis engañarme con vuestra ficción…

Joey comenzó a llorar.

—Ni con tu falaz monería. Tampoco te ayudarán las lágrimas.

Por tercera vez Christine intentó esquivar a la mujer… y se vio detenida de nuevo.

La ira endureció el rostro del basilisco.

—Sé muy bien quién eres, pequeño monstruo.

Christine la empujó y la vieja retrocedió tambaleante.

Tirando de Joey, Christine se apresuró hacia el coche, se sintió como si protagonizara una pesadilla, corriendo a cámara lenta.

Encontró cerrada con llave la puerta del vehículo. Tenía el hábito de cerrar bien todas las puertas.

Por una vez, deseó haber sido más descuidada.

La vieja se escurrió jadeante detrás de ellos gritando algo que Christine no pudo entender porque los latidos frenéticos de su corazón y el llanto de Joey le llenaron los oídos.

—¡Mamá!

Un fuerte tirón la hizo casi perder a Joey. La mujer había enganchado dos manos como garfios en su camisa.

—¡Suéltelo, maldita sea! —dijo.

—¡Reconócelo! —le gritó la vieja—. ¡Confiesa quién eres!

Christine le dio otro empujón.

La desconocida no soltó su presa.

Entonces Christine la golpeó, primero con la mano abierta en el hombro, luego le cruzó la cara.

La vieja dio un traspié y Joey pudo zafarse de ella; pero la camisa se le desgarró.

Pese a sus temblorosas manos, Christine logró, sin saber cómo, introducir la llave en la cerradura. Abrió la puerta del coche y empujó a Joey hacia adentro. El pequeño gateó hasta su asiento mientras ella se colocaba al volante y cerraba la puerta con inmenso alivio. Luego, echó el seguro.

La anciana atisbo por la ventanilla del conductor.

—¡Escuchadme! —vociferó—. ¡Escuchad!

Christine puso la llave en el contacto, le dio media vuelta y pisó el acelerador. El motor rugió.

La enloquecida mujer aporreó el techo del coche con un puño blancuzco. Una vez y otra.

Christine hizo retroceder el «Firebird» fuera del aparcamiento, lo movió despacio, no queriendo lesionar a la mujer sino sólo dejarla atrás de una endiablada vez.

La lunática los siguió arrastrando los pies, encorvada, aferrándose al tirador de la puerta mientras fulminaba con la mirada a Christine.

—¡El tiene que morir! ¡Tiene que morir!

—¡No dejes que me coja, mamá! —gritó Joey entre sollozos.

—No lo hará, cariño —lo tranquilizó Christine, y sintió la boca tan seca que apenas pudo pronunciar las palabras.

El pequeño se acurrucó contra su puerta derramando lágrimas; pero con los ojos muy abiertos y fijos en el rostro descompuesto de la desgreñada arpía apretado contra el cristal del lado de su madre.

Retrocediendo todavía, Christine aceleró un poco y, cuando hacía girar el volante, casi chocó con un coche que se acercaba despacio por el pasillo. El otro conductor hizo sonar su claxon. Christine se detuvo a tiempo con un chirrido de frenos.

—¡Él tiene que morir! —aulló la vieja.

El pálido puño golpeó la ventanilla casi con fuerza suficiente para romper el cristal.

«Esto no nos puede estar sucediendo —pensó Christine—. No es posible en un día tan soleado y en la pacífica Costa Mesa».

La extraña mujer volvió a golpear la ventanilla.

—¡Él tiene que morir!

Su saliva salpicó el cristal.

Christine metió la primera velocidad y se puso en marcha, pero la vieja se obstinó. Christine aceleró. La anciana siguió aferrada al tirador de la puerta, resbaló y corrió a trompicones, a la par que el coche, tres metros, seis, nueve… cada vez más aprisa. ¿Sería humana, Dios mío? ¿De dónde sacaría una mujer tan mayor la energía y la tenacidad necesarias para aguantar tanto? Miró de reojo por la ventanilla y percibió tal ferocidad en aquellos ojos que si hubiese arrancado de cuajo la puerta pese a su poca corpulencia y avanzada edad, no le habría extrañado lo más mínimo. Pero al fin la mujer se soltó con un aullido de cólera y frustración.

Cuando llegó al final de la hilera, Christine dobló a la derecha. Condujo con excesiva rapidez a través del aparcamiento y, no bien transcurrido un minuto, abandonaron el pabellón y tomaron la calle de Bristol en dirección norte.

Joey siguió llorando aunque con más suavidad.

—Ya pasó todo, corazón. Ahora estamos bien. Ya se ha ido.

Christine fue hasta el bulevar MacArthur, giró a la derecha y recorrió tres manzanas echando repetidas ojeadas por el retrovisor para ver si los seguía, aunque no lo consideraba probable. Por fin se acercó al bordillo e hizo alto.

Notó sus propios temblores. Y esperó que Joey no se apercibiera.

Sacó un Kleenex de una cajita que había en la guantera.

—Toma, cariño. Sécate los ojos, suénate y demuestra lo valiente que eres para complacer a mamá. ¿De acuerdo?

—Sí —contestó el pequeño cogiendo el pañuelo. Al poco se reanimó.

—¿Te encuentras mejor?

—Bastante mejor.

—¿Asustado?

—Antes sí.

Pero ahora no, ¿verdad?

—El muchacho negó con la cabeza.

—Escucha —lo tranquilizó Christine—. En realidad esa mujer no se propuso hacer todas esas cosas malévolas que te ha dicho.

El niño la miró atónito. Su labio inferior tembló pero su voz se mantuvo firme.

—Entonces, ¿por qué las dijo si no se proponía hacerlas?

—Bueno… Es que no pudo remediarlo. Era una señora enferma.

—¿Quieres decir… como los enfermos de gripe?

—No, cariño. Quiero decir… enferma mental… perturbada.

—Estaba chalada, ¿no?

El pequeño había captado esa expresión de Val Gardner, la asociada comercial de Christine. Ésta era la primera vez que le oía emplearla, y se preguntó si él no habría pescado también otras palabras de menos aceptación social y procedentes de la misma fuente.

—¿Era una verdadera chalada, mamá? ¿Estaba loca?

—Perturbación mental, sí.

El niño frunció el ceño.

—Eso no lo hace más fácil de entender, ¿verdad, hijo?

—No. Porque, de todos modos, no entiendo lo que significa la locura cuando una persona no está encerrada en una habitación con paredes de goma. Y aunque ella sea una vieja señora loca, ¿por qué enloqueció aún más conmigo? ¿Eh? Yo no la había visto jamás.

—Bueno…

¿Cómo explicar el comportamiento psicótico a un niño de seis años? Ella no pudo concebir ninguna forma de hacerlo sin sentirse ridículamente simplista; sin embargo, en este caso, una respuesta simplificadora le pareció mejor que ninguna.

Tal vez ella haya tenido en otro tiempo un niño pequeño, un niño al que quería mucho, pero quizás él no fuera un buen chico como tú. Tal vez, al hacerse mayor, se volviera muy malo y cometiera acciones terribles que apenaran a su madre. Algo de ese tipo habría podido desequilibrarla.

—Así que ahora aborrece a todos los niños pequeños tanto si los conoce como si no —dedujo Joey.

—Sí, quizá.

—Porque le recuerdan a su propio niño. ¿No es eso?

—Justo.

Durante un momento, el chiquillo caviló acerca de ello y luego asintió.

—Sí. Me parece que ya veo cómo pudo ocurrir.

Ella sonrió y le revolvió el pelo.

—Eh, te diré lo que podemos hacer… Detengámonos en Bassin Robbins y compremos un helado. Según creo, el sabor del mes es mantequilla de cacahuete y chocolate. Ése es uno de tus favoritos, ¿verdad?

El chaval se mostró sorprendido a todas luces. Su madre no aprobaba la grasa excesiva en su dieta y por tanto seleccionaba con sumo cuidado sus comidas. El helado no figuraba entre las concesiones más frecuentes. Aprovechó la oportunidad y preguntó:

—¿Puedo tomar un cucurucho de eso y otro de limón?

—¿Dos nada menos?

—Es domingo… —arguyó él.

—La última vez que miré el calendario, el domingo no parecía ser tan especial. Cada semana tiene uno. ¿O es que eso ha cambiado?

—Bueno… pero… mira, yo… —Contrajo las facciones intentando idear una salida, movió la boca como si masticara un trozo de melcocha y por fin dijo—: Acabo de tener una experiencia traumática…

—¿Experiencia traumática?

—Sí. Eso es.

Lo miró parpadeante.

—¿Dónde has aprendido esas palabras tan rimbombantes? ¡Ah, claro está! No hace falta que me lo digas. Val.

Según Valerie Gardner, persona muy proclive a la teatralidad, el simple hecho de levantarse por la mañana era una experiencia traumática. Val venía a tener alrededor de media docena de experiencias traumáticas cada día… y gozaba con ellas.

—Así que hoy es domingo y he tenido esa experiencia traumática —insistió Joey—. Creo que lo que más me conviene es tomar esos dos cucuruchos de helado para compensar. ¿Comprendes?

—Comprendo sólo que me parece preferible no saber de más experiencias traumáticas hasta dentro de diez años por lo menos.

—¿Y qué hay del helado?

Ella le miró la camisa desgarrada.

—Bueno. Dos cucuruchos.

—¡Huau! Esto está resultando un día imponente, ¿eh? ¡Una chalada de verdad y doble helado!

A Christine no dejaba nunca de sorprenderle el temple de los niños y sobre todo el del suyo. Había transmutado ya en su cerebro el encuentro con la vieja, transformando un momento de terror en una aventura que era casi tan gozosa como la visita a una heladería.

—Eres un chico de cuidado.

—Y tú una mamá de cuidado.

Joey encendió la radio y acompañó la música con feliz tarareo hasta que llegaron a Bassin Robbins.

Christine continuó vigilando por el espejo retrovisor. Nadie les seguía. Se cercioró de ello. Pero mantuvo la vigilancia.