16

La mujer de la maleta caminaba rezongando por el pasillo. Los médicos y enfermeras se apartaban de su paso.

—Ojos Azules —repetía Marilyn; había invadido Bellevue.

Subió hasta el ala de los presos y se puso a gritarle a la puerta metálica.

—Manfred, sal ya.

El vigilante pensó que estaba pirada.

—Esto es cosa de la policía, señorita. No puede entrar ahí.

—Yo soy la policía —dijo Marilyn.

El vigilante masculló algo acerca de los subnormales que andaban sueltos por los pasillos. Se llamaba Fred.

—Ya, usted es poli, yo soy poli, y los yonquis del pabellón llevan la placa cosida al pijama.

—Mi padre es un comisionado —dijo—. Y ahora abra.

—Señorita, hágame un favor. Desaparezca. ¿Sabe cómo nos quitamos de encima a los pesados? Los metemos en la bolsa de la lavandería.

—Gilipollas —dijo Marilyn, con la voz de su padre—. ¿Alguna vez has conocido a Isaac el Puro?

El vigilante empezó a no estar tan seguro de sí mismo.

—¿Qué pasa con Isaac?

—Que soy la única hija que tiene. ¿Entiendes? Tráeme a Ojos Azules.

—¿Ojos Azules? ¿Por qué no me ha dicho que lo buscaba a él?

El vigilante mandó buscar a Manfred por el teléfono interno. Marilyn oyó el chasquido de la cerradura eléctrica y Ojos Azules asomó por la puerta. El vigilante se los quedó mirando; tenían el mismo aire triste, la nariz moqueante y los ojos enrojecidos e irritados. Dos tortolitos, supuso el vigilante. Dos malditos tórtolos.

Coen recogió la maleta de Marilyn y habló con el vigilante.

—Cuídame la tienda, Freddy. Vuelvo enseguida.

Se llevó a Marilyn a un cuartito que había tras el hueco del ascensor. No dijo nada a propósito de la maleta.

—Como te pillen aquí me van a estrangular.

—¿Y cómo van a hacerlo? Tú eres el que tiene la pistola… Manfred, vente conmigo.

—Se supone que estoy vigilando a Stanley Chin. Isaac llama cada media hora. Aún cree que el Vaquero intentará llevarse al chaval.

—¿Estás sordo, Manfred? Me largo, y quiero que vengas conmigo.

—Marilyn, soy chico de ciudad —dijo Coen, al tiempo que se le trababa la lengua—. No me gustarían los fines de semana en New Rochelle.

—Dios mío —dijo ella—, no te hagas el tonto conmigo. Rupert está abajo, con la espalda rota. Casi se mata por culpa de Isaac.

—¿Y qué hacía en tu ventana? No se trepa una escalera de incendios en medio de una tormenta de nieve porque sí. Iba a por ti.

—Vaya si iba a por mí. Con una cuchara.

—Marilyn, no fue a comer huevos duros. Él no. Le puedes rajar la garganta a una persona con menos que una cuchara.

Coen tocó los bordes metálicos de la maleta.

—¿Adónde vas?

—Tan lejos de aquí como pueda. Quizá a Seattle. O Vancouver. ¿Te lo voy a tener que rogar, Manfred? Hará que mates a alguien, ese padre mío. O hará que te maten. A él le da igual.

Coen se encogió de hombros. Tenía marcada la mejilla.

—No me tira mucho lo de huir. ¿Qué podría hacer en Seattle? Echaría de menos a las cucarachas. Me ablandaría sin las calles.

Podría haberle cogido por la nariz para llevárselo a rastras de Bellevue, pero comprendió lo inútil que resultaría. No podía abandonar el fuerte de su padre. Era el ángel de ojos azules de la brigada de Isaac. Se puso de puntillas para besarle, y mientras su lengua se movía dentro de la boca de Coen, le acarició el vello rubio del cuello. No le dio oportunidad de corresponder el beso, ni de empujarla al cuartito. Le arrancó la maleta de las manos y salió corriendo por el pasillo. No era chica que soportarse las despedidas largas. Coen se quedó escuchando el sonido de sus zapatos. Tenía miedo de mirar. Ver el bandeo de la maleta le hubiera jodido vivo. Amaba a aquella chica delgaducha. Pero la tormenta había amainado y ya no podían esconderse bajo las sábanas de Isaac, ni escabullirse a Seattle. ¿Cómo iba a escapar a Isaac llevándose a su hija en el bolsillo?

El Jefe había estado de comunión con sus espías: dos apostadores de poca monta de la calle Noventa y dos juraron por la tumba de sus madres que Zorro Guzmann aparecería por la estación de autobuses de la Autoridad del Puerto para recoger un cargamento de chicas huidas de casa procedentes de Memphis. A Isaac le escamó que unos apostadores quisieran jurar por una tumba, pero no podía dejar pasar la oportunidad de atrapar a Zorro con las manos en una masa de doce y trece años. Por eso estaba ahora agazapado en una plataforma por encima del reloj de cuatro caras: desde allí podría ver avanzar a los proxenetas del Bronx y a las chicas de Tennessee por el pasillo principal de la estación.

Isaac mantenía la barbilla escondida tras la edición matinal de The New York Times y tenía una radio de la policía remetida bajo el cinto. La radio le permitía comunicar con sus ángeles, que se movían por distintas zonas de la terminal, algunos vestidos con ropas de mujer.

—Isaac, vamos a pillar a los Guzmann con el culo al aire, ya verás —dijo Newgate, el tipo del FBI.

Acompañaba a Isaac en calidad de observador neutral, al tiempo que intentaba robar las técnicas de la gente del comisionado.

Llevaba puestas unas gafas de sol enormes en pleno febrero, y apretaba parte del diario de Isaac contra la boca. Tenía el aire sucio de un tratante de blancas.

La radio pitó en el cinto de Isaac. Uno de sus ángeles le conminó a acudir a la sala de equipajes de la compañía Greyhound cercana a la salida de la Novena Avenida.

—Isaac, ya empieza. Los dos tarados están aquí. Zorro y su hermano.

—No grites —susurró Isaac al cinto.

—¿Quieres que les meemos las orejeras, Isaac?

—No. Quedaos donde estáis.

Zorro y Jorge Guzmann entraron por el pasillo principal vestidos con jerséis de lana y orejeras despeluchadas, seguidos de cerca por los ángeles de Isaac. Zorro había acudido sin su abrigo a cuadros ni sus zapatos de piel de cerdo. Las orejeras debían de ser su uniforme para Manhattan. Newgate le cuchicheó al Jefe:

—Recuerda, Isaac, si tocan a una niña bajando de un autobús son míos.

Jorge se quedó bajo el reloj mientras su hermano se metía en una cabina telefónica. Newgate se chupó los dedos. Zorro salió al fin y los Guzmann continuaron su paseo. No miraron a la plataforma que había encima de ellos. Hicieron caso omiso de los ángeles de las escaleras mecánicas y de las extrañas mujeres con walkie-talkies en la bolsa de la compra. No sonrieron, ni juguetearon con las orejeras. Salieron de la estación sin su partida de chicas de Tennessee.

Newgate se enfurruñó.

—¿Cómo han podido descubrirnos, Isaac? ¿Quién les dio el chivatazo?

Isaac bajó corriendo a las cabinas al este del reloj. En la cabina de Zorro encontró una hojita de papel. «Cómemela, Isaac». Envió a sus ángeles de vuelta a la central. Ahora tenía que despistar al hombre del FBI.

—Newgate, me voy a ver a mi madre. Hasta luego.

Tomó un taxi para cruzar la ciudad. Detuvo el coche una manzana antes de llegar a Bellevue, junto a la antigua facultad de medicina. Pagó al conductor, bajó del coche y se abalanzó sobre una chica. Su maleta se abrió. Marilyn empezó a recoger braguitas de la acera. Isaac no quiso ayudarla.

—No tienes de qué preocuparte, papá. No voy a molestar más a Manfred. Es tuyo. Dios, menuda lealtad tienes de tus esclavos. Tuvo su oportunidad. Ojos Azules no ha querido moverse. Isaac, debes de tener el mejor polvo de todo Nueva York.

Marilyn siguió recogiendo arrodillada las braguitas. Isaac tuvo que levantarla del suelo. Mientras la abrazaba, sintió que se avergonzaba. Había manipulado a Marilyn y a Coen, los había engañado para que se juntasen mientras Rupert andaba suelto. Aun así, el parloteo de Marilyn no tenía sentido. Había llamado a Coen tan pronto Rupert se cayó de la ventana de Marilyn, sí, pero eso no hacía de él «un buen polvo» ni nada por el estilo. Él no era el chulo de Isaac. Palmeó la maleta, de cuyo fondo colgaban ligueros y mangas de camisa.

—¿Adónde demonios te llevas esto?

—A Far Rockway —dijo ella.

—No te pases de lista con tu padre. Ahora mismo te llevo a casa. Te voy a amarrar a Rivington Street.

—Ya sé —dijo ella—. Nos prepararás blintzes a Ida y a mí.

Marilyn salió corriendo hacia la facultad de medicina, con la maleta aferrada bajo un brazo. Isaac no fue capaz de sonreír al ver el débil bamboleo de sus piernas. Su delgaducha hija intentaba huir de él y buscaba refugio en la universidad. Tuvo que tirarle del pelo para que aminorara el paso.

—Estúpida loca, ¿crees que encontrarás asilo ahí dentro? Vas a buscar la compasión de una panda de imbéciles que llevan todo el día estudiando cadáveres. Esos monstruitos te meterán algo de azúcar en la lengua y te llevarán en camilla al depósito.

El estirón de pelo hizo que los ojos de Marilyn pareciera a punto de saltar, e Isaac la soltó. Tenía el malhumor ceñudo y desquiciado de su madre; Kathleen era la única persona de este mundo capaz de asustarle. Madre e hija sabían cómo estrujar la carne bajo el corazón de un hombre.

—Cariño —le dijo—, ¿qué te pasa?

Su arrullo no surtió efecto. Marilyn tiritaba bajo su abrigo. En su frente aparecieron arrugas, largas líneas que amenazaban con partir el cerebro de la muchacha. Isaac la dejó ir con un suave empujón.

—Eres libre —le dijo.

Ella no se movió. Con dos dedos, Isaac le alisó los pliegues de la frente. Ella empezó a andar hacia la Segunda Avenida, y en el camino perdió un calcetín. Isaac reconoció un color extraño. El morado no era el color de Marilyn. El calcetín era de Coen.

Isaac cruzó la calle para llegar al hospital. Pasó bajo una marquesina de vidrio de la que se desprendían capas de hielo. Cuando entró en Bellevue tenía las orejas mojadas. No podía permitirse malos modales con la chica de recepción. Ni los jefes de policía tenían acceso a Rupert si no disponían de un pase. Rupert estaba bajo la custodia del tribunal de menores de Manhattan; Isaac no podía ponerle la mano encima a un chico de quince años. Murmuró el nombre «Rupert Weil» a la chica del mostrador. La chica dijo:

—Lo siento. No puede subir. El casillero de los pases está vacío. Tiene visita en la habitación.

Isaac sacó la placa.

—Soy un amigo de su padre, señorita. Muy amigo. Inspector jefe segundo Isaac Sidel. ¿No creerá que le voy a hacer daño al chaval? Pregunte a su supervisor. Paso por Bellevue dos veces por semana.

La chica se fijó en las hojas azules y doradas de la placa de Isaac. Le garabateó un pase.

—Quince minutos —dijo—. Más no me va a sacar.

Isaac subió a desgana las escaleras. Mostró su pase al único sheriff del tribunal de menores que custodiaba a Rupert. Cualquier mindundi hubiera podido sortear al sheriff. Era una suerte para el tribunal que Isaac tuviese a Stanley Chin, o del hospital hubieran desaparecido no sólo Rupert, sino también los pantalones del sheriff.

Isaac podía ver a Rupert desde la puerta. Los muy cabrones lo habían momificado; estaba atado con cinta adhesiva a una tabla, y junto a los pies tenía una polea. Sólo una parte de su cuerpo había quedado sin vendar, un óvalo irregular que iba desde las cejas hasta el hoyuelo de debajo del labio y abarcaba la mayor parte de las orejas. Las mejillas habían cogido un color amarillo hospital.

No había nada de enfermizo en los ojos de Rupert; se posaron en Isaac con el ansia de un muchacho al que una tabla inclinada no podía sujetar. Isaac tuvo que apartar la mirada; le podía entrar a uno fiebre de tanto mirar a un chico que no parpadeaba jamás. Aun con el cuerpo inmovilizado, habría podido acabar con Isaac, sólo con el poder de sus ojos. El Jefe respetaba esa intransigencia. Pero no pensaba meterse en un duelo de miradas con Rupert Weil. Isaac no podía ganar.

Un olor enloquecedor le sorprendió junto a la puerta: vio que sobre una silla se amontonaban cajas de caramelos, halvah negra, piruletas con el palillo afilado, botellitas de cera con agua azucarada dentro que se abrían con los dientes, dulces de malvavisco y chocolate blanco. Todo aquello debía de proceder del Bronx, donde los Guzmann tenían una tienda de dulces. Isaac le pegó un berrido al sheriff, que dormitaba.

—Esas visitas que ha tenido Rupert, ¿llevaban puestas orejeras en sus estúpidas cabezas?

El sheriff musitó un tímido «sí» con un gesto de la barbilla. Isaac salió al pasillo con el puño apretado. Zorro había entrado y salido del hospital antes de que Isaac llegase a rascarse la nariz. Jorge había cargado con las piruletas y la halvah rusa. Isaac había venido con los bolsillos vacíos. Los Guzmann eran demasiado primitivos para poder ser destruidos con la burda y rutinaria ortodoxia policial. Eran capaces de eludir espías y radios y de hacerse invisibles para los agentes de paisano ataviados con sostenes rellenos.

Mientras le daba vueltas a lo de los Guzmann, Isaac tropezó con Mordecai y Philip, y los tres mosqueteros judíos de Seward Park se reunieron tras un lapso de veintisiete años. Se sentían incómodos unos con otros. Mordecai ahuecaba su gorra entre los dedos. Philip procuraba ajustar el relleno de su corbata artesana. Isaac rascaba la radio que llevaba en el cinturón con la uña. Mordecai, que siempre era el que estaba en medio, y era algo menos severo que los dos genios, fue el primero en hablar.

—Isaac, los detectives tenéis que saber algo sobre el cuerpo humano. Los médicos nos han contado una historia sobre un nervio seccionado. ¿Tú crees que Rupert volverá a caminar algún día?

—Mordecai —dijo Philip—, ¿es que Isaac es mago? ¿Cómo va a poder predecirlo?

—No desprecies su talento, Philip. Isaac es un maestro de las predicciones. ¿Acaso no predijo dónde estaría mi hija? Sacó a mi hija del arroyo… aunque eso fue hace un mes. Y te devolvió a tu hijo. ¿Qué importa si Rupert tiene que caminar con tres bastones? Está vivo.

—Mordecai —dijo Philip—, ya vale.

Los pliegues del vientre de Isaac empezaron a picarle bajo el jersey. ¿Podía jugar a ser el Jefe con sus amigos de siempre?

—Philip, lo siento. Fue un accidente. Te lo juro, mi detective no le tiró de la escalera de incendios.

A Mordecai se le escapó una risita en plena cara de Isaac.

—¿Coen? Ese tío no empujaría ni a un niño en un charco. Tú estás detrás de todo el asunto, Isaac. Tú le empujaste desde tu asqueroso despacho.

—Cállate —dijo Philip.

—¿Por qué? ¿No puso la cara de Rupert en sus carteles? Le hubieran disparado por la calle como a un perro. Isaac, no olvido lo que Rupert le hizo a Sophie y los otros. Pero hay una diferencia entre un chaval enloquecido y un poli con mierda en los oídos.

Philip arrastró del brazo a Mordecai.

—Isaac, tenemos que irnos.

Siguieron caminando pasillo adelante, en dirección al sheriff y el pabellón de Rupert. Mordecai forcejeaba con Philip. Isaac tuvo que gritarles.

—Philip, te llamaré… mañana.

Los zapatos de Isaac se clavaron en el linóleo del Bellevue. Podía bajar a donde estaba su madre o subir un piso a por Coen. La pernera del pantalón rozó con toda la pared cuando se decidió por Ojos Azules y el ala de vigilancia. Ya se sentaría con Sophie por la tarde. Necesitaba la sonrisa de Coen.

El vigilante saludó a Isaac. Freddy le tenía mucho respeto al Jefe.

—Isaac, ¿tú tienes una hija de cabello castaño claro? Ha estado aquí, gritando y poniéndome verde, pero no podía dejarla pasar. Son las normas.

Incluso en un día reventado por los Guzmann y Mordecai, Isaac tenía ánimo suficiente para tranquilizar al vigilante.

—Hiciste lo que debías, Fred.

Freddy le abrió el cerrojo, e Isaac entró. Parecía que el ala de vigilancia hubiese sido arrasada por un bombardeo. Isaac había entrado en zona de guerra. Las camas estaban desperdigadas según un patrón espantoso sin ningún sentido. Un yonqui se sentaba agazapado bajo una de ellas, y jugaba con una peonza sin fuerza suficiente para girar mucho tiempo. En las paredes se abrían largas grietas y zarpazos recientes; Isaac habría podido atravesar el yeso con el codo. Coen estaba con Stanley Chin.

No dedicaron saludo alguno a Isaac. Se le quedaron mirando desde el lecho de hospital de Stanley, perdidos en su duermevela. Isaac sintió la necesidad de soplarles el polvo de los ojos.

—¿Qué está pasando, Manfred?

Coen sonrió al fin. Isaac esperaba algo más. Las mejillas de Manfred estaban muy tirantes. Isaac comprendió por qué: el chico estaba pensando en Marilyn.

—¿Quieres que pida té y unas magdalenas, Isaac?

—Magdalenas no —dijo Isaac—. ¿Dónde tenéis las damas?

—Aquí sólo se juega al ajedrez —le dijo Stanley con voz sibilante al Jefe.

Isaac frunció el ceño. Ponerse a mover peones con Coen le recordaría la escalera de incendios y cierto alfil negro. Vio la irregular mesa de ping-pong y las pelotas amarillentas. Quiso desafiar a Ojos Azules delante de Stanley Chin, desafiarle a su propio juego. Pero las dos caras soñolientas del camastro le preocuparon. Isaac se sintió tímido. No hizo ademán de coger las pelotas.

El Jefe tenía un regalo esperándole en Centre Street: una edición especial de The Toad. En portada aparecía la jeta de Isaac, con la palabra «asesino» en grandes caracteres y la rúbrica de Tony Brill. Ni Brodsky ni la brigada de pistoleros de goma habían conseguido ocultarle las portadas a Isaac. La gente de Barney se había desplegado por la central, desde el sótano a la cúpula gigante del despacho del comisionado de la policía, y había esparcido ejemplares de The Toad por todos los rincones.

—Basura —sentenció Brodsky, tras leer a Tony Brill.

El periódico acusaba a Isaac, entre márgenes irregulares y manchones de tinta, de haber orquestado una «campaña letal» contra Rupert Weil y los niños de Nueva York. «¿Quién será el siguiente?», clamaba Tony Brill desde la segunda página. «¿Cuántos de nosotros tendremos que sacrificar nuestros hijos e hijas al leviatán de la central de policía? ¿Acabará por tragarnos a todos la ballena azul?».

—Menuda mierda —le dijo Brodsky al Jefe—. Isaac, ¿quieres que le rompa los pies?

El chófer se dio cuenta de lo absurdo de su amenaza. Tony Brill era ahora inatacable. Por la central corría el rumor de que Brill había pasado de The Toad directo a la revista Time.

—Brodsky —dijo Isaac—, ve a rascarte por ahí. Estoy ocupado.

Pidió a Brodsky que cerrase la puerta. El Jefe tenía cosas que hacer. Si se concentraba en los Guzmann, no tendría que pensar en Marilyn la Fiera. De modo que empezó a planear su próximo asalto. Los Guzmann eran inmunes a las trampas del comisionado primero. Jorge tenía antenas en las orejeras capaces de detectar pistolas en una liga o en un sostén. Isaac no podía usar espías corrientes. Tendría que infiltrar a un policía muy, muy camuflado. ¿A quién podía enviar al Bronx para amargarles el dulce a los Guzmann? ¿A Brodsky? ¿A Coen? ¿A Rosenblatt el Vaquero? Isaac estaba en un brete. No tenía a quién enviar. Marilyn consiguió colarse en el espacio entre las paredes de Isaac. No consiguió hacerla desaparecer.

Los pistoleros de goma esperaban con la barbilla pegada a la puerta de Isaac. Se entretenían en maldecir a Tony Brill y en arrancar la foto de Isaac de las portadas de The Toad.

—Shhh —dijo Brodsky—. ¿No veis que molestáis al Jefe? Está pensando ahí dentro.

Marilyn la Fiera estaba en la estación de la Autoridad del Puerto. Se había sentado sola en la plataforma superior de la estación, encorvada y apoyada en su maleta. Tendría que esperar varias horas al autobús que cruzaba el país. Se había plantado a medio kilómetro de las escaleras mecánicas, en una zona desierta. La idea de tener compañía, masculina o femenina, era suficiente para producirle náuseas. Se le irían las tripas por la boca si tenía que explicar que huía de tres maridos, de los blintzes y de su padre. No quería decir «Isaac».

Un chulillo que llevaba una chaqueta de ante sintético vio a Marilyn cuando paseaba por cuarta vez por la estación. El chulillo atendía al nombre de Henry. La curva de las medias de Marilyn no le emocionó. Lo que le interesaba era su maleta. Aquella mañana había pispado una Polaroid y un paraguas de seda; con las cosas de Marilyn podría visitar al judío de la Treinta y siete y sacarle veinte dólares. Se había enamorado de un sombrero en el escaparate de Ohrbach.

—Hola, guapísima —le dijo, al tiempo que se sentaba junto a la maleta.

El ceño de Marilyn no bastó para ahuyentarle. Henry no estaba seguro de que no fuera puta. ¿Quién si no se apoyaba en una barandilla con un pie en el aire? Sólo las putas. Tenía unas rodillas encantadoras, cara de irlandesa decidida y bultos bajo el abrigo allí donde deberían estar las tetas. Esta tía era de alguien. Seguramente de Zorro, el hispano del Bronx, que tenía licencia para chulear en todas las estaciones de autobús de Nueva York. Henry se estaba arriesgando a que le cortasen las orejas. Los Guzmann no eran humanos. Habían salido de una jungla del Perú. Si trasteabas con sus mujeres te arrancaban la nariz a mordiscos y guardaban tus restos en una bolsa de papel. Henry tenía que arriesgarse. Primero exploraría un poco.

—¿Eres amiga de Zorro, encanto?

La puta no quería responderle.

—¿Eres mercancía de los Guzmann?

Henry se sentía más seguro. Aferró la maleta, mientras gritaba «nos vemos, cariño», y salió corriendo hacia las escaleras, porque las putas escaleras mecánicas estaban demasiado lejos.

Marilyn se quedó en el banco, sin gritar «al ladrón». No sentía tanto apego por un montón de bragas. Ya se compraría un par cuando el autobús hiciese escala en Chicago. Libre de toda traba, podría viajar con sólo un cepillo de dientes en el bolsillo. Empezó a adormilarse.

En sus sueños vio un traje de ante, un ladrón cuyos pies colgaban en el aire. No tuvo ni que tocarse la mejilla. Tenía la maleta junto a los pies. Alguien arrastraba a Henry por el cuello de su falsa chaqueta de ante. Ojos Azules. De no haber estado el ladrón delante le hubiera estrangulado de puro cariño. Se moría por besuquearle las orejas.

Coen daba muestras de timidez.

—Marilyn, he conseguido escaparme de Bellevue. Tengo cuarenta minutos. Stanley me cubre las espaldas. Supuse que estarías aquí. Pero si no llega a ser por el capullo éste no habría llegado hasta ti. Me fijé en lo que llevaba.

—Manfred, hay un millón de maletas como la mía.

—Es verdad. ¿Pero en cuántas asoman unas bragas moradas por los lados?

Se rieron, y Henry notó un crujido en el cuello. Dio por sentado que Coen era un gorila que trabajaba para Zorro. Se llevó los dedos al pecho y rezó. Había oído decir que, pese a ser de Perú, los Guzmann eran gente religiosa. ¿Llamarían por él a un sacerdote antes de pelarle la cara?

—Marilyn, ¿quieres que le suelte? Me ha traído hasta ti, ¿no? Y si le arresto no nos quedará tiempo para estar juntos.

Marilyn no era avariciosa. Besó a Henry en la frente y le dio las gracias por traer a Coen. Henry torció los labios en un cuarto de sonrisa. Luego salió a galope hacia las escaleras mecánicas. Después de lo de Coen ya no se fiaba de las escaleras.

Marilyn manoseó a Ojos Azules, con las manos metidas debajo del abrigo de piel de camello, los dientes pegados a su barbilla. El policía no se resistió. Tenía buena parte de su blusa en la mano. Marilyn se quitó los zapatos de dos patadas y dejó que la falda se escurriera de sus piernas. Hubiera arrastrado consigo a Coen al banco, pero el policía empezó a sospechar.

—Marilyn, hay detectives de la estación por todas partes. Podrían chivarse a Isaac.

—¿Qué nos importan los chivatos?

Coen vio un pequeño nicho a unos seis metros detrás de Marilyn. Era la entrada a unos servicios abandonados. Recogió la falda, la blusa y la maleta. Marilyn cargó con sus zapatos. La habitacioncita era estrecha y no había sitio para tenderse. Marilyn se recostó contra el muro sucio. Los pantalones de Coen cayeron hasta las rodillas. Sus vientres se encontraron bajo los abrigos.

—Ojos Azules —dijo ella.

Sus murmullos fueron pronto ininteligibles.

Atado a una tabla portátil, una auténtica barca de hospital con ruedas, Rupert alzó la vista para enfrentarse a su padre y a Mordecai, los dos astrosos príncipes de Essex Street. No podía decir «papá», ni esbozar un saludo para Mordecai. Al caer de la escalera de incendios de Isaac había aterrizado sobre el cuello y había perdido el habla. Oía las palabras de su padre. Pero Mordecai interrumpía constantemente a Philip.

—Rupert, escúchanos. Ningún poli soplapollas puede entrar ya en tu habitación. Ahí fuera hay un vigilante con un arma. Si con eso no basta, tu padre y yo nos quedaremos contigo. La próxima vez detendremos a Isaac. ¿Quieres un poco de zumo de naranja, Rupert? Sólo mueve la barbilla.

La barbilla de Rupert estaba enmarcada por gruesos fajos de gasa. Una enfermera le había afeitado la cabeza y le había envuelto en cien metros de vendas. No tenía ni un dedo del pie al aire.

—Idiota —dijo Philip—, ¿cómo va a mover la cabeza?

Los príncipes se pusieron a discutir. Un equipo de enfermeras los sacó de la habitación. Mordecai se magulló una rodilla. Rupert observaba la línea encorvada de la espalda de su padre. Las rayas multicolores de su camisa de veinte dólares no llegaban a ocultar los bultos bajo los omóplatos de Philip. Rupert gritó en su mente. «Hasta luego, papá, hasta luego, Mordecai». Iba a tener que hacerles de madre a aquellos dos. Los dos tenían mechones grisáceos tras las orejas: ninguno era abuelo todavía. Mordecai caminaba con las rodillas dobladas. Philip tenía el cuello torcido por todos los años que había pasado agazapado en Essex Street. Rupert pensaba sacar a su padre del territorio de Isaac. Remontarían la corriente de la Tercera Avenida en el barco de Rupert. Se instalarían en otra zona del barrio (Philip se moriría a poco que saliese de Manhattan). Conseguiría que Mordecai se uniese a ellos. Entre los tres declararían la guerra a los chulos que retenían a Honey. Luego, Rupert subiría a saltos las escaleras del hospital, atado a su tabla, y rescataría a Stanley Chin del ala de vigilancia. La poli llamaría a gritos al Gran Judío. A Rupert le daba igual. Más allá de Delancey Street, Isaac no existía.

La felicidad de Rupert empezó a decaer. ¿Cómo se las arreglaría para sacar a Esther de debajo de la tierra? Llenarle las orejas de arcilla no la devolvería a la vida. Su entrepierna era más obstinada que los kilómetros de vendaje. Ni Bellevue, ni Isaac, ni la mortaja en la que le habían envuelto podían evitar que su erección asomase por entre la gasa. Lloraba sin que de sus ojos brotase una gota de agua. No eran las lágrimas frágiles del que llora la pérdida. Ni la aguja del médico ni el azúcar que corría por sus venas podían aplacar su hambre de Esther Rose.

De vez en cuando entraba un interno y se maravillaba ante el muchacho quebrado y su erección. Las enfermeras del chico vieron el bulto bajo la gasa. Se les escapaba la risa. «Casi inconsciente y se le levanta». Rupert les gruñía desde detrás de sus mejillas inmóviles. «¿Dónde está Mordecai? ¿Dónde está mi padre?». Y cuando le daban la vuelta y le palmeaban los muslos para disminuir la posibilidad de ulceraciones, Rupert resoplaba por la nariz. «Señoras, no se puede matar a un piruleta».

Se abrió la puerta. Rupert pensó que serían camilleros, con sus batas de color verde repugnante, que venían a cambiar los tubos y los orinales de debajo de su cama. Vio unas manoplas montadas en una silla de ruedas y a un poli de cara triste. Eran Ojos Azules y Stanley Chin. Rupert sonrió sin relajar los labios. El poli parecía reticente. No quería acercarse a la cama.

—Dígaselo —le rogó Stanley Chin—. ¿No se lo puede decir?

Coen dejó caer un brazo junto a la silla de ruedas.

—No quise perseguirte en plena tormenta… No deberías haber huido hacia el tejado… La escalera de incendios del Jefe es traicionera. Rupert, lo siento.

El poli volvió a callar. Rupert no tuvo que fijarse demasiado. La tormenta no había acabado para Ojos Azules; en torno a las enormes pupilas de Coen estallaban manchas de color. ¿Dónde estaba lady Marilyn? Coen estaba tan triste como Mordecai. Momificado, atado a su tabla, Rupert se alegró de no haber sacado sangre a cucharazos del cuello de Marilyn. A Coen le irían bien sus besos.

—Rupe —dijo Stanley, rozando a la momia con el yeso de su puño—. La poli no puede separarnos. Mierda, el señor Coen me ha colado aquí. Se supone que no tengo derecho de visita.

Rupert se rió más allá de los canales de su nariz. Ya no podía sentir las zonas más alejadas de su cuerpo. Existía sin dedos, codos y rodillas. Tenía ojos, oídos y un pito sensible. No podía reír con las rótulas, ni agitar el ombligo. Su lengua yacía muerta. Pero le estaba agradecido a Ojos Azules por traer a Stanley. Consiguió manejar la lengua en su imaginación. Formar una docena de palabras. «Stanley, nos vamos a curar juntos. Nos saldrán manos nuevas. Vamos a llenar Bellevue de canciones sobre Isaac». No dejaron que los chicos juntasen sus vendajes en privado. Varias enfermeras entraron por la brava en la habitación. Tenían la cara encendida.

—¿Qué significa esto, detective Coen? Rupert Weil no puede recibir visitas. Llévese a su prisionero arriba.

Rupert oyó el traquetreo de las palancas de la silla, el chirrido de las ruedas, y se encontró en un mundo sin Ojos Azules ni Stanley Chin. Las enfermeras sostuvieron la tabla entre las manos. Le voltearon a la altura de sus codos, de forma que Rupert no pudiese caer. Había perdido su erección. Sus mejillas bailotearon contra la gasa. Empezaba a sentir de nuevo las rodillas. Las enfermeras le devolvieron a su lecho.

—Descansa —dijeron, antes de dejarle.

Fueron a chillarle al guardia asignado a Rupert por el tribunal de menores.

—Nadie puede pasar de esa puerta. Ni siquiera el jefe de policía.

Rupert soñaba con un ojo mirando a la pared. En el pasillo se oían gritos y frases entrecortadas. Vio retazos de Philip y Mordecai. Los dos príncipes de Essex Street discutían con las enfermeras, los médicos, los camilleros y el guardia de Rupert.

—¿Están locos? —decía Mordecai—. Éste es el padre del chico. Queremos una explicación, por favor. Como no nos dejen entrar les voy a dejar sin pulmones.

Se abrió un hueco entre el muro de uniformes de enfermera. Los príncipes se colaron por él. Llegaron junto al lecho. Rupert estaba incapacitado para dedicarles un guiño. «Papá —dijo—. Papá y Mordecai».