Sobre el ala de vigilancia de Bellevue se abatía una tormenta de nieve. Las ventanas se estaban cegando. La nieve se amontonaba en los intersticios de las rejas y se helaba sobre la madera y el vidrio. Stanley Chin contemplaba asombrado el fuerte parpadeo de la nieve en las ventanas. Rupert Weil no decía más que chorradas. Sólo a un tarado se le ocurre comparar Hong Kong con Nueva York. En Kowloon no había tormentas blancas. Ninguno de los camilleros quería darle un cigarrillo. Le pedían cincuenta centavos por una calada. Stanley se negaba a negociar con especuladores. Tenía un cuarto de dólar en el bolsillo del pijama. Le hubiese gustado que Ojos Azules estuviese de vuelta.
La mesa de ping-pong se caía a pedazos sin Coen. La banda inferior de la red se había ondulado. Las pelotas amarilleaban. Un sonido estridente que provenía de un extremo del ala hizo que Stanley se pegara a las barras de la cama. El ruido le acongojaba. No había oído sonar el teléfono desde la noche anterior. Se suponía que Bellevue estaba incomunicado.
—Hey, chico —le dijo al enfermero de guardia en el pabellón—. Me dijiste, me aseguraste, que nadie tenía conexión. ¿Qué está pasando?
—Ni idea —replicó el enfermero. Tenía los ojos enrojecidos por haber estado mirando tanto tiempo las ventanas cegadas de nieve—. Igual es el Espíritu Santo.
El enfermero se puso al teléfono.
—Sí, sí… Hable más alto, ¿quiere?
Apartó una silla de ruedas plegable de la pared, la abrió, se subió a ella y la condujo hasta la cama de Stanley.
—Ponte, es para ti.
—¿Quién es?
El enfermero se rió.
—Tu chico favorito. Ojos Azules. Has tenido suerte con el poli ese. Debes de ser un cliente muy especial.
El enfermero bajó las barras de la cama, pero no le alcanzó la silla a Stanley.
—Déjale que espere. No querrás que piense que eres un chico fácil.
—Chico, en el bolsillo tengo un cuarto de dólar. Cógelo y llévame hasta el teléfono.
El enfermero metió la mano en el pijama de Stanley, palpó la moneda, se hizo con ella y subió a Stanley a su regazo. Impulsó entonces la silla de ruedas por todo el pabellón a velocidad temeraria: chocaron con las patas de las camas, rascaron varias paredes, despertaron al resto de prisioneros, atontados por la nieve, hasta que el enfermero se escurrió de la silla y dejó a Stanley con el teléfono sobre el codo. Stanley tuvo que empujar el auricular con la cabeza para cogerlo.
—¿Señor Coen?
Oyó un zumbido horrible, un chirrido mortífero que resonaba en su oído. A través del hilo telefónico le llegó una risita.
—Soy yo.
—¿Rupe?
Stanley estaba anonadado, pero se acordó de volverse de espaldas al enfermero para disimular la risita de aquel chalado.
—Chico me había dicho que eras Ojos Azules.
—Idiota, ¿cómo iba a dar mi verdadero nombre? ¿Tú crees que iban a dejar que Rupert Weil llame a Bellevue? Siendo Ojos Azules consigues todo lo que quieres.
El ruido estático empezaba a rascarle las mejillas a Stanley.
—Rupe, el hospital está cerrado al mundo. No encuentran leche para los recién nacidos. Las enfermeras ya han venido a pedirnos sangre a los prisioneros. ¿Cómo has conseguido llamar?
—Con el dedo corazón. ¿Sabes de alguna otra forma de marcar?
—Vale ya de paridas, Rupe. Me están saliendo verrugas en la oreja por culpa del teléfono.
—Bueno, ya te sacaré del agujero. Hoy no, le estoy haciendo un recado a mi padre.
—¿Haciendo recados en medio de una tormenta?
—Me voy a follar a lady Marilyn.
Stanley apretó la cara contra el auricular.
—¿Qué has dicho, Rupe?
—Que me voy a follar a la hija de Isaac… en la cara.
A Stanley se le escurrió el teléfono del codo y quedó colgado de la pared.
—Chico, ¿me haces el favor de agacharte a por el teléfono?
El enfermero repescó el teléfono.
—Tío, échale un beso a Ojos Azules y dile adiós.
Stanley apretó el auricular contra la mejilla; el ruido estático estaba a punto de agujerearle la piel. Dejó caer el teléfono. Rupert ya no estaba. El enfermero le dejó caer en su cama.
—Chico, escríbeme un mensaje… por favor. Es importante.
—Escríbelo tú. Tenemos un sindicato, ¿sabes? No soy tu esclavo.
Stanley gesticuló con las manoplas de yeso.
—¿Tú crees que si pudiera escribir te iba a molestar?… Te daré un dólar.
—Ya te he visto los bolsillos, tío. No tienes tela.
—Te lo debo. No tengas miedo. Ojos Azules te lo pagará.
El enfermero se le quedó mirando con interés.
—Así que a Coen le va lo de patrocinar chivatos.
Destapó su bolígrafo, lo retorció un instante en la boca y se puso a garabatear sobre el menú del hospital.
—¿Qué mensaje es ése?
A Stanley no le hacía gracia recitarle sus temores al enfermero, pero no le quedaba más remedio; no había manera de llegar hasta Manfred Coen. Stanley se había dormido en Saint Bartholomew. Los detectives que le custodiaban habían puesto verde a Coen. Odiaban también a Isaac y a su hija, de quien decían que era una zorrita huesuda. A través de ellos supo que Ojos Azules estaba enamorado de Marilyn. No quería vender a Rupert, pero no quería que la novia de Coen muriese. De modo que le dictó al enfermero:
—Apreciado detective Coen, por favor no baje la guardia en torno a Marilyn la Fiera. Tendrá serios problemas si abre la puerta esta noche. Atentamente, Stanley Chin.
El enfermero garabateó un pagaré. Le puso a Stanley el bolígrafo en el yeso y le obligó a firmar. La firma consistió en una serie de rayones.
—Tiene que llegar a la central de policía —dijo Stanley—. Ojos Azules te pagará más de un dólar.
El enfermero sonrió. Tras dejar a Stanley, metió el mensaje por una rendija de la puerta de hierro del pabellón, puso la boca contra la mirilla y le susurró al guarda al otro lado de la puerta:
—Freddy, ¿ves este papel? Tíralo al váter, rápido. Es una nota envenenada de la banda de los piruletas.
El enfermero se mondaba de risa tapándose la boca. No le preocupaba el pagaré. Stanley tendría que pagar con un poco de piel, con sangre o con flan de chocolate de Bellevue.
Rupert estaba atrapado en una cabina de teléfono en el cruce de Essex con Grand Street. Un cuarteto de matones de Little Italy, unos tipos que vestían abrigos largos y que llevaban dos semanas persiguiendo a Rupert, entrando y saliendo de colmados, restaurantes y puestos de conservas, comiendo bialys y escabeches kosher, estaba frente a la cabina. Se frotaban los hombros para entrar en calor. Los cuatro llevaban consigo piezas de fontanería cortesía de Amerigo Genussa: tuberías de plomo con las que chafarle las orejas a Rupert, alambre para sacarle los ojos, llaves y tenazas para juguetear con la nariz y las orejas. Rupert maldijo su suerte. Tendría que acurrucarse en la cabina hasta que los matones se buscasen otro refugio. Rupert no llevaba camisa bajo la chaqueta que le había robado al policía local; los pezones estaban a punto de quedarse pegados al forro.
Marcó el número de la central para incordiar a Isaac hasta que los matones se hubiesen ido: le saltó una voz grabada que le susurró a saber qué. Rupert no entendió ni palabra. Llevaba sus armas en el bolsillo: un tenedor, una cuchara y un abrelatas romo. Eran lo suficientemente puntiagudos como para penetrar en el cuello de una mujer. Pensaba dejar sin hija a Isaac de un cucharazo.
—Tío, vas a saber por una vez en tu vida lo que significa perder.
Rupert no tenía cuentas pendientes con lady Marilyn. Ser la hija de Isaac era puramente circunstancial: su única tragedia era el propio Isaac. Y Marilyn tendría que pagar por ello. Rupert no era un carnicero común: el hijo de Philip no hubiera sabido desangrar un pato, o una res. Pero tenía que robarle a Isaac algo que para él fuera más valioso que su piel de poli. Rupert no era inmisericorde. Pensaba desangrar a Marilyn mucho más rápido de lo que Isaac había desangrado a Philip y a Mordecai y a todo el East Side.
Rupert tenía la astucia de un coyote de Essex Street. Había aprendido a vivir a salto de mata entre escaleras y tabiques de edificios abandonados. Siempre llevaba encima algo de comer. Rebuscando en el abrigo encontró una piruleta amarillenta en la manga. Esther era adicta a las piruletas, y le había contagiado a él. Se puso a vigilar a los matones en su banco de nieve, y en la boca se le fue formando una babilla amarillenta. La piruleta le dejó indefenso: la saliva amarilla no hacía más que conjurar imágenes de Esther. Encerrado en la cabina, con una pastilla de caramelo en la mejilla, se le aparecieron los pechos de Esther. Podía oler a Esther Rose, sentir el manto de pelusa de su espalda. Tuvo que tirar la piruleta: eso o volverse loco.
Salió de un salto de la cabina. El temblor de la puerta debió de llegar hasta el banco de nieve. Los gorilas se giraron. Tenían demasiado frío como para ganarle terreno. Arrebujándose en sus abrigos, empezaron a perseguir el abrigo fugitivo.
Mordecai Schapiro se enfrentaba a las tormentas de nieve con rodajas de pepino, aguardiente y un poquito de sal. Tales eran los límites de su apetito. Lloraba por su hija Honey, que no podía dejar de huir de él. ¿Cogería una pulmonía en aquel espeso puré de nieve, con su falda corta y sus ridículas medias? ¿Por qué engañarse? Su hija era una puta. Hacía las calles hiciese el tiempo que hiciese. Era una auténtica profesional, tenía hasta representante, un chulo de pañuelo de seda, supuso Mordecai, y una tarjeta que certificaba que estaba libre de ladillas. El aguardiente se mezcló con la sal de su lengua, y el pepino alivió la amargura, el dolor de un padre abandonado.
Mordecai tenía visita. Sólo un imbécil saldría a la calle con la que estaba cayendo. Abrió la puerta a un fantasma calzado con zapatos de piel fina. Una simple ventisca de Manhattan no bastaba para alterar el extraño sentido de la moda de Philip Weil. Philip vestía su ropa de domingo, pantalones escoceses de pinza y guantes. Siempre el ermitaño impoluto, en opinión de Mordecai. Su amistad se había ido agriando a lo largo de los últimos veinte años. Sin Isaac para mantenerlos unidos con su encanto osuno, se habían alejado uno del otro.
—No te esperaba, Philip. Me habría preparado. Pero es difícil salir de compras en plena tormenta. He oído que en A&P se han acabado los víveres. La gente ha empezado a acaparar, ¿sabes? Quieren garantizarse las provisiones. No se les puede culpar. Si eres viejo, recuerdas las vacas flacas. Y si eres joven, tienes una imaginación desatada.
—No te preocupes, Mordecai. No he venido a comerme tus arenques. Háblame de Honey. ¿La ha encontrado ya Isaac?
—Isaac es un pez gordo. ¿Por qué iba a querer ayudarme dos veces el mismo mes? Bebe té con los comisionados. Le llevan en limusina. Conoce a las estrellas de la ópera.
—De modo que no es perfecto —dijo Philip—. Aun así, es capaz de encontrarte a Honey.
—Eso, ponte de su lado. Podría haber salvado a Rupert, pero no lo hizo. Se lo pedí. «Isaac, ve a ver a Philip. Philip te necesita». ¿Te crees que me escuchó? Tiene una cera especial en los oídos para hacerse el sordo con los viejos amigos.
—Así sobreviven los policías. Se aíslan de ciertos ruidos. No esperarás que se dedique a redimir a todos los descarriados de Nueva York.
Mordecai admiraba la finura de la lana escocesa.
—¿Y tú cómo sobrevives? Me interesa, Philip. Te pasas sentado en casa mañana y tarde. Te van a salir granos en el culo de tanto soñar despierto. Maldita la gracia que tiene clasificar cartas en la oficina de correos, pero al menos estoy ocupado.
—Yo no sueño despierto, Mordecai. Veo telenovelas, curioseo los libros de Rupert, juego al ajedrez conmigo mismo y siempre pido blancas, les saco lustre a los zapatos. No me aburro por las mañanas.
A Mordecai le reventó la ocurrencia del ajedrez. No aguantaba las excentricidades de Philip. Pero rió para sí el chiste.
—Qué tontos somos —dejó escapar—. Podríamos haber creado una pequeña familia de Schapiros y Weils. ¿Qué hay de malo en un matrimonio acordado? Rupert y Honey. No se nos hubieran ido tanto de las manos.
—¿Para qué cargar a dos quinceañeros con el matrimonio?
—¿Qué pasa, hipócrita, que tu hijo no se acostaba con esa chica de la yeshiva? Todo el mundo sabe que los sefarditas están un poco locos. Son más árabes que judíos. ¿Eso querías tener en tu familia?
Mordecai le estaba gritando a una habitación vacía. Philip había vuelto a salir a la tormenta.
—Que le den —dijo Mordecai—. Es demasiado aristócrata para pelear conmigo.
Pero Mordecai no encontró demasiado consuelo en el aguardiente. El pepino se le volvía pastoso en la boca. No sobreviviría al invierno sin su chica. «Pues que sea puta», razonó al fin, la mirada fija en los botones que le faltaban a su bata. Las putas saben cómo usar aguja e hilo, las putas saben coser. Mordecai estaba ahora exultante. Si durante la tormenta morían suficientes chulos, Honey tendría que volver a casa.
Rosenblatt el Vaquero no podía escaparse a las montañas Rockaway, donde le esperaba una viuda polaca dueña de una cadena de tiendas de electrodomésticos. Ninguna de las salidas de Manhattan era practicable. Filas y filas de coches abandonados bloqueaban los puentes, y las líneas de metro que iban a Brooklyn no conseguían desatascarse; no había tren que llegase más allá de Flatbush Avenue.
El Jefe de detectives ya había tomado medidas respecto a la tormenta: llevaba puesta ropa interior de abrigo. Pero las prendas no conseguían eximirle del viento que aullaba en sus oficinas, traqueteaba en los cajones y en la colección de lámparas, tiraba los lápices de los botes, tumbaba las papeleras y calaba hasta en los archivos secretos. Las lámparas empezaron a parpadear hacia las ocho de la tarde y la oficina del Vaquero quedó a oscuras. Rosenblatt salió rezongando hacia la habitación más exterior, al tiempo que llamaba a un teniente que tuviera una linterna o unas cerillas.
—¿Dónde está todo el mundo? —gritó—. Hijo de puta.
Salió al descansillo y se agarró al pasamanos. Las escaleras a oscuras no intimidaban a un hombre con dos pistolas, un superjefe con tres mil detectives bajo su mando. Soñaba con su novia polaca y con el imperio de tuercas y tornillos que pronto compartiría con ella: Rosenblatt, el rey de las ferreterías. Notó un temblor en el pasamanos. El Vaquero no era supersticioso: la madera no temblaba sola. Tenía que haber otro policía subiendo o bajando las escaleras. Una cerilla chisporroteó a la altura de las caderas del Vaquero. Vio un par de mejillas entre las sombras, una frente pronunciada, la nariz ancha de Isaac el Justo. El Vaquero acarició el nácar de su Colt. Podía haberle volado los ojos a Isaac.
—Isaac, no deberías subir las escaleras sin escolta. Imagínate que te caes de morros, Dios no lo quiera. ¿Dónde está Coen?
Isaac dejó que la cerilla se apagase. El Vaquero se acodó en la barandilla.
—Empújame si quieres, Barney. Me gustaría el viaje. Pero recuerda que tengo una pistola cerca de tus costillas. Forma un ángulo peculiar. Si me meneas demasiado puede que te explote entre las piernas.
—Eres un animal, Isaac, eso es lo que eres. Mi familia desciende de una estirpe de sochantres, todos hombres piadosos. Los Rosenblatt han erigido sólo en Brooklyn tres sinagogas. Y tú, Isaac, tu lames la basura de la calle.
Isaac pasó a su lado sin decir palabra. El Vaquero siguió aferrado al pasamanos. ¿A dónde podía ir? ¿Bajaba al sótano a charlar con los de dactiloscopia o se lanzaba a la tormenta y se abría paso hasta la oficina de la propiedad en Broome Street? Decidió quedarse donde estaba. El encuentro con Isaac le llevó a pensar en el tema de las hijas, la de Isaac y la suya. El Jefe de detectives rebosaba de pensamientos lascivos. Tenía una malsana necesidad de tirarse a Marilyn la Fiera, de meterse entre sus ropas, mascar sus pezones, rascarle los sobacos y dejar caer su esperma entre sus ojos. Vengaría la fealdad de su hija con el cuerpo de Marilyn. El Vaquero había tenido que hurgar por Brooklyn para dar con un marido para Anita, apalabrar a un solterón sin blanca más viejo que él y casar a la última de sus hijas con un hombre de dientes podridos y próstata inflamada, mientras el zorrón de Marilyn huía de sus maridos y tenía un lío con Manfred Coen. El mundo no era justo. Fuera cual fuese el ángel que distribuía caridad a los padres de Nueva York, había pasado de largo ante Rosenblatt.
Una mano rozó su chaqueta. El Vaquero se sobresaltó. Saltó la luz de una linterna. Era uno de sus cuervos.
—¿Qué está haciendo aquí, jefe?
—Idiota —dijo el Vaquero—, estoy aireando los bolsillos —y le quitó la linterna.
Rupert iba de banco en banco de nieve. Apenas avanzaba. Le llevó media hora ir desde Essex a Orchard Street, dos miserables manzanas. No se veía ni las caderas. Cada paso que daba le hacía hundirse en la nieve hasta los bolsillos. Los gorilas de Mulberry Street le habían decepcionado. No eran capaces de seguir el paso de un adolescente. Se los sacudió sin tener siquiera que borrar las huellas de sus deportivas. Fue dejando un rastro en la nieve que hasta un elefante podría seguir.
No siempre pisaba en buen sitio. Se vio atrapado en una avalancha que le hizo caer al suelo. No fue capaz de escapar a la corriente. Resbalando a quince por hora, se abría camino con las orejas. Al fin llegó a una zona de nieve más firme, donde se enderezó y se encontró sobre el rótulo de los grandes almacenes Melamed de Grand Street. La furia de la nieve en movimiento tenía asombrado a Rupert: debía de haberle alzado cuatro metros por encima del suelo. El rótulo no estaba a menos altura.
Empezó a pasársele la sorpresa por la avalancha. Rupert se deprimió. Melamed le recordó batallas pasadas, cuando él y Esther habían estado a merced de un detective de almacén un mes atrás. Habían ido a buscar ropa al departamento de ropa interior de Melamed. Rupert echó tripita llenándose de calzoncillos la camisa. Esther fue mucho más atrevida. Se metió un cargamento entero de braguitas por el cuello de la blusa y estuvo rondando por Melamed con una joroba a la espalda. Un rabino bajito con tirabuzones y abrigo negro que había estado rebuscando entre los barriles de ropa interior junto a Rupert se acercó por detrás a Esther, musitando «perdone», y le plantó unas esposas en la muñeca. Rupert se le quedó mirando. El rabino tiró de ella, mientras de él desaparecía toda amabilidad.
—Muévete, niña, o te arranco el brazo.
El rabino la arrastró a lo largo de tres tramos de escalera hasta llegar a la celda de detención de Melamed, una jaula de un metro veinte de alto, pensada para humillar a los ladronzuelos, a los que obligaba a permanecer encorvados mientras el encargado llamaba a la policía. Rupert dio vueltas en torno a la jaula, comprobando la resistencia de la reja. El rabino se deshizo de los tirabuzones y del abrigo revelando al hacerlo la dejadez propia de un detective de almacén que tenía los dedos sucios de tabaco y saliva en la corbata. Rupert no conseguía reventar la verja. Esther chillaba, con la frente a la altura de las costillas del detective.
—Tío, tengo que mear.
—Mea todo lo que quieras —le dijo con una mueca—. De ahí no sales.
Los compradores empezaron a arremolinarse en torno a la jaula. Esther se abrió de piernas y meó. Los clientes se echaron atrás, la boca abierta con disgusto a medida que la orina de Esther corría hacia ellos. No bastó para mover al detective. La orina pasó en dos regueros bajo sus piernas.
—Lo vas a recoger todo, niña. Con la lengua.
Esther se desabotonó la blusa. Los compradores volvieron junto a la jaula, chapoteando en el pis para ver los pezones de una ladrona. El detective se colocó frente a Esther, ocultándola tras sus brazos: el más mínimo indicio de desnudez podía costarle el empleo. Abrió el candado de la jaula y se dispuso a esposarla de nuevo. No debería haberle vuelto la espalda a Rupert. Al tiempo que Esther salía por la puerta, la blusa pringosa y meada pegada a los muslos y la cabeza por debajo del pecho, Rupert hundió los dientes en el resquicio de talón que asomaba del zapato del detective. El detective aulló, perdió las esposas y se llevó las manos al pie herido. Aún le estorbaba el paso a Esther. Tuvo que retorcerle los testículos para poder escurrirse entre él y la jaula. Los compradores no habían visto nunca a una chica tan malvada. Se apretujaron para evitar contaminarse con su contacto. Esther empujó a Rupert hacia las escaleras mecánicas de Melamed y le ayudó a saltar sobre los dientes metálicos de la escalera. Esther no había terminado aún en Melamed. Cuando llegaron a la puerta principal llevaba encima más braguitas y un liguero enorme y muy poco práctico. Pero Esther no consiguió escapar sin ningún daño. Tuvo que pasar una semana para que sus hombros se enderezaran.
Rupert se arrastró hasta el siguiente banco de nieve. Era más fácil lanzarse con los puños por delante. Como no tenía guantes, optó por estirar las mangas de la chaqueta. A Rupert le gustaron las alturas: cerca del suelo, la nieve era mucho más pastosa. Podía curiosear por las casas, tocar las escaleras de incendios, comer puñados limpios de nieve. Los cruces de las calles no le preocupaban: los semáforos sólo parpadeaban. Rupert se desentendió de las señales de precaución. Estaba completamente a salvo en Grand Street. Ni coches ni autobuses podían subirse a un montón de nieve.
Mientras braceaba con todas sus fuerzas y la nieve se le metía en los ojos, fue a topar con el escaparate de un mercado de animales de corral. Rupert era vegetariano. Le desagradaba hasta el olor de la carne asada. La idea de que un pedazo de carne se tostase en un horno le irritaba las encías. La única carne a la que Rupert le habría hincado el diente era la de Isaac. No era broma. Por Isaac el Puro se hubiera hecho caníbal.
Vio gallos jóvenes, gallinas y conejos en el escaparate. Los gallos eran los amos del mercado. Había dos en cada jaula, mientras que las gallinas se apilaban de cuatro en cuatro o de cinco en cinco, sentadas unas sobre las espaldas de otras, y algunas se picoteaban el cuello hasta que por encima de las alas les salían calvas. Aquellos pollos le dieron asco. Se quedó mirando a los conejitos blancos y grises, de ojos rosados, que mordisqueaban lechuga y olisqueaban el bebedero que tenían cerca del borde de la jaula. Su piel se le antojó increíblemente suave. Rupert quiso hundir los dedos en las pieles, acariciar aquellos ojitos hasta que durmiesen. «¿Quién demonios sería capaz de comerse un conejo?», se dijo a sí mismo. El travesaño de la parte superior de la ventana no encajaba del todo bien. Rupert consiguió colar un nudillo. Empezó a rascar el espacio que quedaba entre el travesaño y la barra de la ventana. Los nudillos se le estaban pelando. Se los humedeció con saliva casi congelada. El travesaño era coser y cantar. Ya tenía tres dedos dentro del local.
Retorciéndose y empujando con el hombro consiguió levantar el travesaño lo justo para colarse por la ventana. Los pollos cloquearon. Los gallos ondearon sus crestas carnosas con un triste gesto de la cabeza. ¿Quién habría castrado a aquellos pájaros, quién los había cebado y les había retocado la cresta para venderlos mejor? La nariz de los conejitos temblaba, aterrada ante Rupert. Estaba oscuro: la nieve quedaba justo por debajo del travesaño, y no permitía más que el paso de una raya de luz. Rupert tuvo que hacer frente a una infinidad de ojos. Caminó de puntillas para calmar a las gallinas. Les dio trochos de maíz en el pico a los gallos, con lo que se llevó varios arañazos en la mano. Sintió los latidos del corazón en el hociquito rosa y húmedo de un conejo. Le hubiera gustado que Esther estuviese allí. Le hubiera encantado tener un conejito vivo que cobijar bajo su manta, acurrucado contra su piel.
¿Y qué haría el conejito cuando Rupert y Esther se juntasen bajo la manta? Rupert se obligó a parar. Podía hacerse daño si seguía soñando con mantas. El sabor de Esther le llenó la cabeza de humo, y le hizo recordar lo mucho que le había robado Isaac. Rupert prefería un conejito de nariz menos húmeda.
Brian Connell no debería haberse movido de la comisaría. Nadie le hubiera recriminado nada por quedarse a dormir en el vestuario durante una tormenta semejante. Pero tenía que redimirse. Había desvestido a la hija del Gran Judío, la había empapuzado de whisky en un bar, se la había tirado y la había enviado luego a casa con Ojos Azules. La muy zorra se había chivado. Había gritado «violación», y ahora las patrullas asesinas del comisionado habían salido a la caza de Brian Connell. ¿Cómo se evita a un ángel con galón de tirador de primera? A Brian le quedaba una vía de escape: capturar al pequeño Rupert antes de que Isaac llevase a cabo su venganza.
Llevaba tiempo rondando el territorio de Rupert, desde Clinton hasta West Broadway, vestido con unas ropas de mendigo que empezaban a pudrirse. Aquel día les había añadido un par de detalles: una bufanda de seda que le tapaba la cara y botas militares con las que proteger sus delicados tobillos de la nieve. El viento le producía alucinaciones. Había conejos cruzando por Grand Street. Tenía que ser obra del diablo, o bien un espejismo causado por el ángulo particular con el que la nieve caía. Llevaba en el bolsillo un medallón de la sociedad del Santo Nombre. Pero ni frotando el trozo de metal desaparecían los conejos. Aparecían y desaparecían con cada parpadeo. Brian estaba aterrorizado. Tendría que depositar su cuerpo en un sanatorio católico, o salir del Estado. Huir a Delaware para unirse a sus primos en su granja de zorros.
No podía seguir pretendiendo que no veía aquellas correrías en la nieve. Había un gallo al lado de su pierna. No era un bicho descolorido arrastrado por la tormenta. El gallo tenía las barbas y la cresta intactas. Brian se lanzó a por el animal, pero se le escabulló entre las botas. Palmoteó sobre la nieve, incapaz de alcanzar a un pollo. Vio que había alguien al otro lado de Grand Street. Brian sacó la pistola. El hombre estaba metiendo conejos en una bolsa de la compra. Brian le gritó:
—Quédate donde estás, nenito.
El tipo arrojó la bolsa de la compra y un conejo salió volando. Brian disparó por encima de las orejas del hombre para demostrarle que a un policía no se le tiran bolsas de la compra. Una montaña de nieve se desmoronó detrás del ladrón.
—Sal de ahí con las manos en alto.
Oyó un ruido muy fuerte, como una palmada. El montículo de nieve sobre el que estaba se desintegraba bajo sus pies. El ladrón tenía un arma en la mano. Brian se refugió tras las ruedas de un camión abandonado. Se asomó entre las llantas para dispararle al ladrón de conejos. Notó que la nieve saltaba con golpes secos. Aquel tío le estaba apuntando con una escopeta o con una Special. Ninguna otra arma hacía agujeros como aquéllos. El tipo blandía ahora un objeto amarillento. Un escalofrío recorrió a Brian cuando reconoció el ribete de una placa dorada.
—Capullo —dijo el otro, saliendo de entre la nieve—. Soy de la segunda división. ¿Quién coño eres tú?
Brian estaba demasiado cansado para lloriquear siquiera. Su sargento le iba a cubrir de papeleo hasta los ojos. Rellenaría formularios por triplicado hasta que se le cayesen los dedos para explicar qué le había impulsado a intentar volarle las orejas a un detective. Se la había cargado pero bien. Además, Isaac tenía autoridad más que suficiente para secuestrarle y dárselo de comer a la brigada de chivatos, que le comería las orejas y le chuparía la sangre, le sacaría del barrio y acabaría por depositarlo en Ward’s Island en una caja antes de que se fundiese la nieve. El encargado de materiales le retiraría la Smith & Wesson. Ante Brian se abría la certeza de una tumba muy húmeda y el anonimato de un policía enterrado sin su arma.
—¿Estás chalado? —le dijo el ladrón de conejos, apartando de un empujón a Brian de su deprimente visión—. ¿Le disparas a un tío por recoger animales en la calle? Los conejos son tontos. En Manhattan se morirán. Me los llevaba a Islip, para mis niños.
Brian se encogió de hombros.
—Peligroso —dijo—. Piruletas… Busco a Rupert Weil.
Todo volvía antes o después a Isaac. Isaac era el arroyo helado, la roca, la nieve. Isaac era el alcantarillado bajo Grand Street, el moco en el pañuelo de Philip, el polvo en las aletas de la nariz de Mordecai. Isaac era el guerrero santo que había hundido a Philip y Mordecai con sus buenas acciones y había destripado a Esther Rose, el que duerme en la vulva de su hija y se alimenta del vello púbico de una oronda reina de los blintzes.
Dos hombres habían estado siguiendo a Rupert mientras él divagaba en la nieve. No eran matones de Mulberry Street. No llevaban abrigos largos. A Rupert le pareció que vestían como extranjeros, con ropas más ligeras: jerséis, orejeras y gorros de lana. Era difícil precisar su aspecto entre la nieve, pero Rupert habría podido jurar que eran hermanos. Sus caras tenían una malicia que no se correspondía con las tiendas enterradas en la nieve de Grand Street. Puede que los hermanos no fueran muy buenos en aspectos comerciales, ni en geografía o aritmética; caminaban con cierta prevención, como si se moviesen por territorio extraño. No podían tener relación con Isaac; eran demasiado extraños para ser una pareja de polis.
Rupert no se molestó en despistarlos; se enfrentaría a sus puños si era necesario. Les echaría las orejeras por encima de los ojos. Les mordería la lana de la cabeza. No conseguirían arrancarle de la nieve. Se metió por Allen Street, pero el viento le hizo retroceder. Tuvo que arrodillarse y cavar para torcer la esquina. El esfuerzo le agotó. Les guiñó los ojos a los de los jerséis. Dos cabezas enlanadas no eran enemigo para Rupert. Tenía una cuchara en el bolsillo, una cuchara con la que podía abrirse paso hasta lady Marilyn y también rajarle las mejillas a un enemigo. Revivió, al tiempo que observaba el trabajo de las orejeras. Los hermanos estaban atascados. No conseguían llegar hasta Allen Street. Rupert se dijo que serían refugiados de Brooklyn. Era libre ahora de avanzar al paso que más le conviniese. Tenía los dedos de los pies congelados, y sus pezones estaban azules. Puso cien metros de braceo entre él y los dos refugiados. Tropezó con una mano.
—¿Qué mierda es ésta?
Un pie sacudió la nieve. Rupert tiró de él. Un viejo emergió del fondo, abrazado a la nieve que le cubría y que le había enterrado vivo, sin chanclos ni bufanda. Rupert frotó al viejo contra su chaqueta.
—¿Quién es usted? ¿Dónde vive?
El viejo señaló un edificio.
—Salí a por un knish[19] —dijo—. Un knish de trigo sarraceno. Pero había niebla. No veía.
—¿Tiene esposa? —preguntó Rupert.
—Vivo con mi hija. El knish era para ella.
—No hace tiempo como para un knish, creo yo. Las tiendas están cerradas. Venga.
La tormenta había cubierto de nieve el edificio del viejo, y lo había aislado de la planta baja con un banco de nieve arqueado como la espalda de un elefante. Rupert arremetió contra la nieve, buscando una entrada al edificio. Abrió una trocha irregular con manos y pies y metió en casa al viejo. Dentro hacía más frío que en la nieve.
—Esa chica es una glotona —dijo Rupert, mientras se calentaba con el vaho de su aliento—. Me encargaría de ella, pero voy con prisa.
Mientras salía por la trocha que él mismo había abierto le sorprendieron cuatro abrigos largos. Sus enemigos, los gorilas de Mulberry Street, le estaban esperando. Habían visto a Rupert mientras se detenía a desenterrar al viejo. Le golpearon los brazos con los trozos de tubería y le amenazaron con el alambre de fontanero.
—Estate quieta, pequeña peste, o te metemos en veinte paquetes. Tienes una cita con Amerigo Genussa.
Rupert forcejeó en la nieve, incapaz de coger el abrelatas, la cuchara o el tenedor. El alambre le rajó una ceja. Moqueaba sangre.
Los tubos caían contra sus omóplatos. Llegaron los refugiados, los chicos del jersey, los dos hermanos abrigados con orejeras y gorros infantiles. ¿Era la sangre o la nieve lo que confundía a Rupert? ¿Cómo iban a saltar por los aires cuatro gorilas? Sólo uno de los hermanos peleaba con ellos. Las tuberías rebotaban en la cabeza del refugiado. Con los dedos desnudos destrozó el alambre. Con un brazo aplastó a dos gorilas contra su pecho. Dejó sin color a uno de un abrazo. Rupert oyó que bajo los abrigos los huesos crujían. Los cuatro gorilas cayeron de rodillas. Se retorcían y gemían cerca del segundo hermano, que dijo:
—Jorge, ya basta.
Después aplicó en la ceja de Rupert una servilleta de papel mojada en saliva.
—Soy César Guzmann. Hay quien me llama Zorro. Ése es mi hermano Jorge. No parpadees. Se te meterá nieve en el ojo.
—¿Por qué me están siguiendo? —dijo Rupert, que empezaba a mostrarse hosco.
Zorro restañó la sangre.
—Sé educado. A mí me da igual. Pero mi hermano se ofenderá. Nos envía tu hada madrina para cuidar de ti.
—Tengo codos con los que luchar, señor Zorro, gracias. Soy Rupert Weil.
—Eso lo sabemos —dijo Zorro, que ya había terminado con la servilleta—. Nosotros enterramos a tu chica, a Esther Rose. Mi padre contrató a dos sochantres para que cantasen en su funeral. Los mejores cantos que hay en latín y portugués.
Rupert le miró con su ojo ensangrentado.
—¿A ustedes qué más les daba Esther?
—Era una ladina sin una tumba digna. Nada más. Teníamos un amigo común. El gran Isaac. Él debería estar bajo tierra, y no tu chica.
Los gorilas procuraron escabullirse de Rupert y de los Guzmann, magullados bajo los abrigos.
—¿Sabes? —dijo Zorro—, nos sale a cuenta mantenerte sano. ¿Podrías torturar a Isaac si te arrancasen los codos?
Los Guzmann era gente delicada. Zorro nunca se hubiera presentado sin llevar encima las baratijas de su familia: metió la mano por el cuello del último de los jerséis, moviendo los dedos bajo la lana como granos gigantes, y sacó un punzón de hielo y una pistola diminuta envuelta en un trapo.
—Mi padre quiere que elijas. Puedes pinchar a Isaac, o volarle la lengua. Por la pistola no te preocupes. No se le puede seguir el rastro. Hace mucha pupa para ser un veintidós. Déjala caer a los pies de Isaac y sal corriendo.
Rupert se encogió de hombros ante la oferta.
—Ya tengo mis herramientas, señor Zorro. —¿Estaban locos los Guzmann? No podía dejar de mirar a los dos refugiados que habían salido bajo una tormenta, cubiertos de ropa como orondos dioses de la nieve, para salvarle de una banda de matones—. ¿Es usted de Brooklyn, señor Zorro?
—Ni mucho menos —dijo Zorro, estirándose la barbilla—. Venimos del Perú. Recuerda que tienes donde esconderte. Mi padre puede ocultarte en México, Bogotá, Lima, o en cualquiera de las diez Habanas que hay en el Bronx Este. No tienes más que coger el metro hasta Boston Road y preguntar por mí.
Le hizo una seña a Jorge. Los dos hermanos se ajustaron las orejeras y se perdieron en la nieve, hundidos hasta las rodillas.
Coen tenía la boca llena de plumas de la raída almohada de Isaac. Marilyn no le dejó salir de la cama. Estaba desvestido, a excepción de la pistolera y de los calcetines. La tormenta había simplificado sus vidas; no había habido interrupciones de Isaac durante treinta y seis horas. Mientras Coen estuviese en casa, a Marilyn no le asustaba el traqueteo de las escaleras de incendio. Le lamió hasta que quedó limpio, hasta que perdió su nervioso temblor de policía. No era chica que se perdiera en ensueños. Comprendía las obligaciones de Ojos Azules, la lealtad hacia su padre, su carácter melancólico. No se había acostado con muchos huérfanos antes de Coen. No hubiera creído que un hombre pudiera llevar a sus padres muertos en los pliegues de la barbilla. Era mortífero al tacto. Su manera de hacer el amor era profundamente hermosa y lenta. No la inundaba la saliva. No le mordisqueaba la oreja con el obsceno chapoteo de su segundo marido y sus primeros amantes. Se movía dentro de ella con el ritmo de un sonámbulo, con una devoción adormilada que la mantenía clavada a los bordes del estrecho colchón de Isaac y la hacía gemir.
Se sentía como Isaac, que saboreaba cada noche el paraíso al meter la nariz en un tarro de miel. Así de glotona se sentía con Coen. Quería que la acariciara hasta que el orgasmo le llegase a los dedos y los ojos.
—Madre santa —dijo, transportada a sus días de colegio, cuando tenía que confesar que le gustaba acariciarse los pechos—. Haz que me corra, Manfred, haz que me corra.
Muy de vez en cuando se alejaba del colchón para preparar algo de comer para los dos. Atacaba entonces los cogollos de lechuga de su padre, partía trozos en un plato y añadía pepinos, salsa de ajo, cebolla y queso artesano. Marilyn lamentaba la insipidez del festín. No podía variarse el menú en plena tormenta. Tocaba o queso fresco o morirse, pues Ida Stutz era quien había llenado la nevera. Al menos había algo de vino tinto en una botella de cuello alambicado: bebieron con moderación y conservaron la botella por si tenían visita. Quizá Isaac entrase por la ventana: sentía pasión por las escaleras de incendios, y detestaba subir por las escaleras. ¡Pues que entrase de sopetón! Marilyn no iba a sentirse avergonzada. Ya tenía edad de que la pillasen desnuda con un hombre. Seguro que Isaac le había visto las tetas una o dos veces en sus breves estancias con él entre maridos. Él nunca se había quejado. Marilyn no trabajaba para su padre. Le pondría de patitas en la ventana si incordiaba a Coen, su marido.
Decidió no escatimar el contenido de la botella. Derramó el vino sobre Ojos Azules, en las trincheras de su cuerpo, en el cuello, los codos, las rodillas, la línea de vello que dividía su pecho, en los pliegues alrededor de sus pelotas. Se había propuesto devorar a Coen, beber el vino de su nuevo marido, cazarlo con su lengua. Se dejó caer sobre su hombro, acariciándole con la frente y la mandíbula, mientras Coen cerraba los ojos, gruñendo como un muerto; el aire salía de sus pulmones a ráfagas suaves y regulares, y Marilyn maldecía todos los anillos de casada que había llevado puesto, los velos de novia y las sábanas bordadas de los hoteles de las lunas de miel.
El ojo herido de Rupert empezaba a cerrarse. Tenía que forzar la vista, enfrentar la mejilla a la tormenta, o bien abrirse camino a rodillazos. Avanzó a trancas y barrancas mientras el viento le quemaba los labios, al tiempo que intentaba imaginar la caída de Isaac. Cerca de Delancey ya no estaba tan decidido. El tráfico estaba parado. Tenía una avenida entera para él solo. De haberlo querido, hubiera podido avanzar saltando sobre los techos de los coches abandonados. No estaba de humor para cruzar puentes de metal abollado.
La tormenta había roto el escaparate de una tienda de pantalones del lado norte de Delancey. Vio que hombres y niños pertrechados con abrigos mugrientos saqueaban la tienda y sacaban enormes fardos de pantalones a través de los dientes irregulares del escaparate. Uno de ellos, un portorriqueño[20] con cicatrices en los labios, chocó con Rupert y se quedó mirando su uniforme de policía local; se acercó aún más para inspeccionar las deportivas, la ceja dañada, la cara lampiña de Rupert, y sonrió.
—Yo no sé[21], broder. Hay para todos. Aprovecha.
A Rupert no le interesaban los pantalones, pero los saqueadores no querían dejarle marchar: su uniforme era demasiado valioso. Se convirtió en el vigía. Rupert se quedó frente a la puerta con semblante alicaído. No era partidario de la anarquía si tenía por objetivo el beneficio. Aquellos pantalones no servirían para cubrir los pantalones de los ladrones, sino que serían vendidos en un mercado de objetos robados o en las calles, y los brazos de los saqueadores serían las perchas en las que exponer la mercancía. El líder de la banda era un gringo, como Rupert. Llevaba puesto un gorro con borla y una vieja chaquetilla militar corta. Vio la condena reflejada en las magras mejillas de Rupert.
—¿Qué problema tienes, tío?
—Nada —dijo Rupert.
—Entonces ¿por qué me miras tan mal?
—Porque me parecería mejor que robaseis lo que os hace falta y os fueseis a casa.
De la ventana salían chicos que o bien eran canijos, enanos o chiquillos de menos de diez años. Pasaron bajo la mirada de Rupert cargados de pantalones, en una hilera cuyo final era borroso tras la nieve. Rupert comprendió que la hilera podía alcanzar varias manzanas. La banda de canijos quizá llegara hasta el mismísimo edificio Chrysler. El líder le quitó a uno de los pequeñajos la carga y se la tiró a Rupert.
—Debes de ser hijo de ricos —le dijo—. Un niño de mamá. No tienes ni puta idea de robar.
Rupert salió corriendo para salvar la vida. No podía enfrentarse a un ejército de canijos. La nieve estaba sembrada de obstáculos y trampas peligrosas. Caminó sobre vidrios rotos, topó con varias bocas de riego y resbaló con el cadáver de un perro helado. Llegó a Rivington Street con la nariz en carne viva. ¿Sería al fin capaz de asesinar a la hija de Isaac? La capa de nieve en la calle le dio fuerzas. La tormenta había jugado a su favor. Había un banco de nieve cerca de la escalera de incendios que quería alcanzar. Podría asir el peldaño inferior sin tener que hacer acrobacias bajo la ventana de Isaac.
Rupert, Esther y Stanley Chin habían perdido tardes enteras espiando su ventana desde un edificio cercano. Habían visto a Isaac caminar como un hinchado animal marino a lomos de Ida Stutz, sacudiendo su culo de policía en ondas profundas y tortuosas. Semejante turbulencia les resultaba cómica. Rupert no pudo por menos que pensar cómo se comportaban sus propias nalgas cuando se acostaba con Esther. ¿Ondeaban al aire, temblaban? Rupert no era un elefante marino. Sus embates tenían que ser más dulces que los de Isaac el Puro. Antes de que Esther muriera vio a otra mujer en la ventana de Isaac. Era lady Marilyn. A veces iba allí, solo, para verla deambular por el saloncito o salir de compras hacia Little Italy con una bolsa. Era una chica delgaducha. No tenía el cuello grueso de su padre, ni la complexión de una reina de los blintzes.
Rupert trepó por el banco de nieve. Ya estaba subido de pies y manos en la escalerilla. Trepó con los codos pegados al pecho. El ascenso no era fácil. Tenía que medir la distancia entre los peldaños o resbalaría escalera abajo. A esa altura, el viento podía ser diabólico; cuanto más subía, más le azotaba la nariz y le arrojaba contra los peldaños. Rupert llegó al piso de Isaac con la barbilla cubierta de nieve y los dedos hinchados por el hielo. La estructura tembló cuando se agachó en la plataforma al final de la escalera. La ventana del dormitorio estaba completamente helada. Rupert tuvo que echarle el aliento y frotar el vidrio embarrado y húmedo con el puño de la chaqueta. La ventana empezó a aclararse. Rupert pudo ver una mujer desnuda a través del hueco en la ventana. Lady Marilyn. Estaba estirada sobre una cama desecha, con medio cuerpo fuera de las sábanas. Nunca había visto a un ser humano en tal estado de reposo. La niñita de Isaac, sin marca alguna en la cara. Sólo el tamaño de sus pechos y la redondez de los pezones avisaban de que ya estaba desarrollada por completo. En su frente apareció una arruga. Marilyn se rascó la nariz, y la arruga desapareció.
Rupert se sentía desgraciado. Aquel pecho le recordaba a Esther. Tenía la misma caída de pechos, la misma hinchazón suave bajo los brazos. Rupert no era un gran conocedor de las proporciones carnosas de una chica. Esther había sido su única novia, la primera y la última. Pero las tetas de Marilyn le hicieron llorar. Hubieran podido amansar al chico si no hubiera tenido una misión irrevocable y toda la bilis de Essex Street metida en el corazón. Tendría que asesinarla con los ojos cerrados.
Marilyn no había estado soñando, ni con Ojos Azules, ni con Isaac, ni con su madre Kathleen, sino con Larry, su primer marido, el único que no había escogido Isaac. No era lo suficientemente respetable para la hija de un jefe de policía: Larry no tenía un empleo fijo. Había tocado la guitarra en un restaurante macrobiótico y vendido bufandas por la calle. No fue Isaac quien expulsó a Larry de Manhattan, fue la propia hosquedad de Marilyn, heredada de Isaac y Kathleen, el temperamento histérico de una niña judío-irlandesa, la que le obligó a empaquetar la guitarra y marcharse. Era demasiado fiera para sus hombres. Su devoción iba acompañada de garras. Hubiera arañado el aire en torno a Larry para protegerle de su padre. Pero Larry desapareció. No tendría que defender a Coen. Ojos Azules tenía pistolera y pistola.
Marilyn oyó un chirrido procedente de la ventana. Algo se apoyaba contra el vidrio. La cadena de la ventana tintineaba. Marilyn pudo ver una línea de nieve. Había una cara en la ventana, una cara con un ojo ensangrentado y una nariz siniestra. No llamó a gritos a Coen. Se quedó mirando al muchacho acuclillado con una pierna en la escalera de incendios y la otra en la habitación de su padre. Llevaba puestas deportivas en plena tormenta, y aún más raro, una chaqueta de policía.
—No seas tímido, hombrecito de nieve, entra —dijo Marilyn, con la sábana aún sobre el regazo.
No pensaba taparse porque hubiese un chico en la ventana.
Ojos Azules salió de la bañera al oír a Marilyn (se había estado enjuagando el vino que Marilyn había vertido sobre él). La sangre del ojo no consiguió confundirle: reconoció al hijo de Philip gracias a las circulares preparadas por los hombres de Isaac. Pero no conseguía entender qué hacía Rupert con una cuchara en la mano. Coen estaba desnudo. Sintió frío en la pelotas. Rupert se escabulló por la ventana. Coen corrió a ponerse la camisa y los pantalones. No había tiempo de atarse los zapatos. Marilyn le tiró del faldón de la camisa.
—Manfred, ¿qué coño está pasando?
Ojos Azules dejó la pistola en el baño; no iba a tener un duelo con un asaltante de quince años. Tuvo que apartarle las manos a Marilyn de la espalda.
—Es la guerra de tu padre —dijo. Salió a la escalera de incendios antes de que Marilyn encontrase otro asidero en su cuerpo. El viento azotó la camisa.
—Dios santo —dijo Coen.
La escalera de incendios se bamboleaba como un barco. Estaba seguro de que se separaría de la pared y caería a la calle. Siguió a Rupert en su ascenso.
No fue temeridad por parte de Coen. Nada hubiera podido apartarle de la escalera de incendios. Tenía que atrapar al pequeño Rupert.
—Ojos Azules —masculló Rupert mientras trepaba.
Tendría que haber imaginado que el favorito de Isaac se lo estropearía todo. Empezó a no prestar atención a los peldaños, y a saltar en diagonal de uno a otro con saltos rápidos y utilizando la mano. Subía al tejado. Se le encajó un pie en la escalera, y la deportiva del pie izquierdo quedó atravesada bajo la barra vertical entre dos peldaños.
—Maldita sea —dijo, al tiempo que intentaba sacar el talón del zapato.
La escalera vibraba con el peso de Coen y el muchacho. Ojos Azules tuvo que abrazarse a los peldaños para mantener el equilibrio. Subía gateando igual que los bebés por el suelo. Se sacudió la nieve de las cejas para poder ver la lucha de Rupert con la escalera.
—Rupert, espérame.
La nieve se tragó sus palabras.
Rupert consiguió liberar el talón. Dejó atrás la deportiva y siguió trepando. No pudo afianzarse en un peldaño con el pie descalzo. Resbaló. Intentó aferrarse al peldaño por encima de su cabeza y falló. En la mano tenía aire y nieve. Cayó. No formó grito alguno con los labios. Ningún fantasma le persiguió mientras su cuerpo caía. No hubo fugaces imágenes de Esther, Marilyn ni Isaac. No recordó nada más que la cara de su padre. La piel escurrida por cuarenta años de dolor. Consiguió abrir la boca. Intentaba decir «papá».
Ojos Azules no consiguió detener la caída de Rupert. El chico cayó en un arco cada vez más amplio lejos del alcance de Coen. Fue un intento peligroso: Coen no tenía un brazo metálico con el que rescatar al muchacho. El cuerpo de Rupert le hubiera tirado de la escalera. Coen sintió el golpe contra el banco de nieve en la cuenca de los ojos. El estremecimiento le llegó a la mandíbula. ¿Estaba loco o el chico había empezado a moverse? Una mano se abrió camino entre un montón de nieve. Rupert no estaba muerto.