14

Marilyn oía gemir el viento en los peldaños de la escalera de incendios de la casa de su padre. La radio había prometido ventisca. Le recorrió un escalofrío al imaginarse la nieve cegadora. Marilyn era una chica de Riverdale. Las tormentas de nieve le ponían nerviosa. Recordaba las ventiscas de su infancia, cuando Riverdale quedaba incomunicado del resto del mundo y no podía ir a clase. Tenía que alimentarse entonces de los guisantes y los palitos de sésamo que guardaba su madre en la alacena. Alcanzaba a ver las bolas de vapor del Hudson, y las masas dispersas de nieve que el viento arrastraba. Su madre estaba en Baltimore, o en Miami, y su padre estaba ocupadísimo en el centro. Isaac no podía llamar por teléfono. La nieve había tirado los cables. Del teléfono salía un crujido estático, un desagradable ronquido eléctrico. Y Marilyn se mordisqueaba las coletas, exhausta, mientras los guisantes rugían en su estómago, demasiado asustada para llorar.

No podía siquiera reírse de su antigua histeria, de ansiedades de hacía quince años. Estaba en casa de su padre. Después de tres maridos, no había conseguido aún superar su miedo al mal tiempo. Podría haber llamado a Florida y rogarle a Kathleen que la sosegase con historias del dulce Miami y sus inviernos sin pizca de nieve. A Marilyn le daba vergüenza llamar a Florida. Kathleen le leería las previsiones del tiempo y Marilyn tendría que repasar todos sus matrimonios y proporcionar a Kathleen detalles de los maridos dos y tres. Alguien llamaba a la puerta de su padre. Marilyn abrió.

Un hombre de nieve había ido a buscarla: Manfred Coen, con las cejas blancas y las orejas enrojecidas. Marilyn podía adaptarse a un hombre de nieve así. No le hizo preguntas impertinentes. Le sacudió las puntas de hielo del abrigo de pelo de camello. Le puso los pantalones sobre el radiador. Levantó el bajo de su falda para que pudiera frotarse las cejas con algo caliente. Le cubrió las orejas con un turbante de trapos de cocina. Al hombre de nieve ni se le había ocurrido ponerse chanclos. Le obligó a quitarse los zapatos. Le envolvió los pies con las toallas de Isaac. El hombre de nieve estornudó.

—Ahí fuera hace un frío de puta madre, menudo coñazo de nieve.

—Machista —rió Marilyn—. ¿No se te ocurre nada en masculino? Un pollazo de nieve, o un frío de chapero padre. ¿Cómo has despistado a Isaac?

—No me ha hecho falta. —El hombre de nieve parpadeó—. Isaac me ha enviado aquí.

La barbilla de Marilyn subió disparada desde las rodillas del hombre de nieve.

—¿O sea que esto no es idea tuya? ¿Has venido porque te envía Isaac?

—Marilyn, el tal Rupert anda suelto. Isaac dice que va tras de ti. Necesitas un guardaespaldas, e Isaac ha pensado…

—Sal de aquí.

Marilyn le tiró el cepillo al hombre de nieve. Le arrancó el turbante de las orejas. Coen trastabilló sobre el linóleo de Isaac.

—Puto Ojos Azules, no me vengas con lo que piensa Isaac. Isaac no piensa una mierda. ¿Nunca haces nada por tu cuenta y riesgo? Un recadero. Maldito sea, primero nos separa y ahora hace de alcahuete contigo. ¿Y qué se le ocurrirá luego? ¿Quiere que me pase por la piedra al departamento de policía al completo? Dile que las chicas a veces son muy exigentes con sus citas. Y que si no va con ojo me buscaré otro chulo.

—Marilyn, no creo que sea tan malvado. Isaac sabe lo mucho que detestas tener a un poli cerca… Le pareció que sería más soportable si el poli era yo.

—Coen, quita los pantalones del radiador y póntelos. Yo no confraternizo con guardaespaldas.

Coen fue a buscar sus pantalones. Estaba a medio ponérselos cuando Marilyn le tiró sobre el sofá cama de Isaac. Coen sintió el temblor de su puño, la presión de sus muslos, el peso enloquecido de su cuerpo al ataque. La teñía encima, codos, pechos y rodillas. Coen no quiso defenderse. Marilyn malgastó sus energías aporreando a un hombre de nieve. Su antigua histeria estaba de vuelta. Estaba de nuevo en Riverdale, la ventisca rondando en su cabeza, y entre ella y Manfred se alzaba un muro de nieve implacable. No reconocía al policía: ni unos ojos de azul puro conseguirían tirarlo. Marilyn era inmune a notas hipnóticas de color. Percibió un hueco en el pecho del hombre de nieve y se acurrucó en él.

Marilyn se despertó con un parpadeo que se abrió camino hasta el fondo de la nariz. Olió la carne de un hombre. No estaba desnuda, no, pero sí se había quitado la falda. Ojos Azules la había convertido en una niña india. Estaba bien arropada, casi atada a la cama con una manta. Apenas podía mover los brazos.

—¿Cuánto tiempo he estado dormida? —preguntó.

—Puede que una hora —dijo Coen desde el radiador.

Tenía un labio hinchado, y arañazos en los dos lados de la cara.

—¿He sido horrible contigo?

—No ha sido para tanto. —Los arañazos se movieron cuando Coen sonrió—. Pero tuve que atarte. Estabas pegando muy fuerte.

Le aflojó la manta.

—Lo siento —dijo ella, resistiéndose a tocar el labio de Coen—. Siempre me da un ataque de pánico antes de una gran nevada… Manfred, siéntate conmigo.

Coen se sentó frente a ella, consciente de la tormenta que ella podía desencadenar con los codos y un solo dedo.

—Marilyn, hubiera venido igual sin que Isaac me lo ordenara. Intentaba escaquearme. Pero me tenía dando vueltas. Me enviaba de una punta a otra del barrio. No podía ni comer sentado. Perseguía a la Luna por orden de Isaac. Luego va y me encierra con Stanley Chin. He estado durmiendo con pelotas de ping-pong.

—Shhh —dijo ella—. No tienes que explicar nada.

Se acurrucó sobre las rodillas de Coen. Debía de haberse vuelto una bruja en la cama de su padre. Los arañazos en la cara de Coen la estaban excitando. Quiso lamer las heridas que le había causado. No por morbo, Marilyn no tenía instinto de torturadora. Pero con Coen era todo o nada. Hubiera matado a su padre por salvar a Ojos Azules. Lo raro era que no podía mostrarle sus sentimientos sin señalarle las mejillas. Coen seguía parloteando.

—Marilyn, debería haber espiado por Rivington Street; te hubiera agarrado mientras subías las escaleras y te hubiera llevado lejos del centro. El secuestro es mi especialidad… Pero tenía que ser fuera. Es mi jefe. No puedo invadir la casa de Isaac.

Ella hubiera saltado encima de él con gusto, con todo el afecto de una mujer a quien tres maridos se le habían quedado pequeños, pero sabía que con eso le ahuyentaría. Coen desconfiaba de ella. Tendría que moverse poco a poco. Enroscó el cuello en torno a él y le besó la hinchazón del labio. No hubiera sido una estrategia apropiada quitarle la ropa. Marilyn le picoteó a besos sobre la camiseta. Le lamió una oreja. ¿Cómo despertar a un hombre de nieve?

Coen volvía a la vida. Cubrió de saliva los huecos de sus pómulos. Mordisqueó el contorno de sus ojos. No pasaría a mayores con los pantalones puestos. El poli era hombre de modales. Pero ella notó su erección a través de la tela. La lengua de Coen empezó a serpentear en un rincón de su boca. La humedad heló sus dientes. Las axilas de Marilyn derramaron un agua poderosa que no se parecía a ningún otro sudor. Coen la había ablandado al pasar la lengua por su cara. Marilyn no estaba acostumbrada a besos tan lentos.

—Podría llegar a amarte, Coen.

No tenía nada más que decir.

La central estaba inundada de copias de The Toad. Alguien, seguramente Tony Brill, las había apilado en los escalones de entrada, insensible a las bolas de nieve y al barro de los zapatos de la policía. Los hombres del Vaquero debían de haber sido los primeros en recoger los empapados ejemplares. Atormentados con ideas de venganza, habían distribuido hatos del diario en cada piso. Brodsky estaba sentado frente al despacho de Isaac con un periódico embarrado en el regazo. Tony Brill, aquel gordo gusano, había llenado la segunda página con fotografías de Rupert Weil y un reportaje en exclusiva sobre los tres piruletas. Rupert aparecía desafiante ante la cámara, vestido con una chaqueta de policía local a punto de reventar.

Brodsky no sabía leer sin mover los labios. The Toad le ofendía. Un periodicucho, decidió Brodsky, un maldito periodicucho hippy para rojos y prostitutas sociales. No había visto nunca un batiburrillo tal de expresiones malsonantes y texto volado. Tony Brill hablaba de cruzadas infantiles, guerras de piruletas y el martirio de Esther Rose. Acusaba a Isaac de «joder los cerebros de todo Nueva York». Para entretener a sus lectores había dibujado una cruda caricatura de Isaac meando en Delancey Street. A Brodsky no le hacían gracia aquellas imágenes que hacían burla de su Jefe (en la caricatura, Isaac tenía testículos colgones). Brill era un maníaco. Juraba que Isaac había arruinado, o estaba en camino de arruinar, a Philip Weil, Mordecai Schapiro, el instituto de Seward Park, Honey Schapiro, Rosenblatt el Vaquero, Stanley Chin, Esther Rose, a los portorriqueños, a los sefarditas de Brooklyn, a los ciudadanos de Chinatown y a Manfred Coen (Brodsky tuvo que reír al leer la mención a Coen). Sólo Rupert había conseguido huir de él, y Rupert estaba en pie de guerra. ¿Quién, excepto un piruleta se preguntaba Tony Brill, se hubiera atrevido a representar los agravios de su barrio?

Brodsky llamó a la puerta de Isaac. El Jefe le indicó que pasara con un «hola» somnoliento. Isaac debía de estar rumiando un plan, o sobre Brodsky hubiera caído una lluvia de gruñidos. El Jefe estaba sentado leyendo The Toad. Brodsky parecía reticente a interferir con lo que estuviese pasando por la cabeza de Isaac.

—Isaac, ¿quieres que me ocupe de Tony Brill? No es mal momento. Hay gente que se ahoga en la nieve.

—Déjale en paz —musitó Isaac—. No puede hacernos nada.

Isaac salió entonces de su abatimiento.

—Ese chico me va a hacer muy conocido. La gente temblará cuando pase por la calle. ¿No lo sabías? El crimen desaparece allá por donde voy.

El chófer tenía problemas con la forma tan retorcida de hablar de Isaac. Se sintió obligado a reír un poco.

—Déjame al menos que haga algo. La oficina de The Toad está en La Guardia Place, ¿no? Podría sabotearles las prensas, Isaac. Es fácil. Tendrán que imprimir con lapiceros y gomas.

El Jefe se estaba poniendo ya su chaleco. No se animó a seguir los planes que tenía Brodsky para The Toad. Isaac era supersticioso con los periodistas. No se podían matar sus historias. Si les quitabas la letra impresa, seguirían escribiendo en la corteza de los árboles. De cortarles los dedos, escribirían con la nariz.

—¿No quieres el coche, Isaac?

—Da igual. Iré andando.

—Dos palmos, Isaac, ésa es la previsión. El coche tiene gomas para la nieve. ¿Para qué vas a mojarte los pies?

Isaac se cruzó con unos cuantos cuervos por las escaleras que se apoyaron en el pasamanos para abrirle paso. Ninguno se atrevió a susurrarle «Tony Brill» a la cara. Posiblemente ni siquiera un cuervo sobreviviría a uno de los abrazos de oso de Isaac. No tendrían por qué haberse preocupado. El Jefe estaba ensimismado. Tropezó con el pie de un cuervo y no se disculpó siquiera. El problema era Marilyn. Ahora que Rupert se dedicaba a enviar alfiles por correo, Isaac no veía una solución fácil. ¿Qué iba a hacer, echársela al hombro y cargar con ella a todas partes? ¿O buscarle un cubículo en los calabozos de mujeres? Tendría que confiar en Coen. Marilyn le habría arrancado la lengua de un mordisco a cualquier poli o matrona que le hubiese mandado. Él tendría que mudarse a casa de Ida. Sus propios detectives se reirían de él: dirían que Coen le había desahuciado, que le había puesto de patitas en la calle.

Brodsky se había equivocado con la predicción. ¿Dos palmos? Isaac notó una delgada capa de polvo bajo los zapatos. Vio a un hombre en la acera a través de la nevada. Isaac creyó reconocer los sombríos hombros de Jorge Guzmann. No estaba de humor para un abrazo mortal. Isaac volvió a mirar. Era Gula el Tuerto, su antigua némesis.

—Gula, vas a enfriarte. La previsión es que se aproxima un huracán.

Gulavitch no podía hablar sin tragar algo de nieve.

—Isaac, tendrías que haberme dejado ciego del todo. No fuiste inteligente. Soy tu enemigo. ¿Para qué me dejaste un ojo bueno en la cara?

A Isaac no le hacía falta cachear los bolsillos de Gulavitch: el viejo no llevaba más arma que sus extraordinarios pulgares. Aun así, Isaac tenía que sacarle de allí. Si le veían los cuervos, se chivarían a Rosenblatt, y el Vaquero haría que le arrestaran por bloquear el tránsito peatonal. Se lo llevarían al sótano, le harían posar sin el parche del ojo, y le llamarían «el tonto de Isaac».

—Gula, ¿no tienes patatas que pelar para Bummy? Vuelve a Broadway Este. Bummy te necesita.

El viejo se relamió la nieve de los labios.

—Tengo mucho que pelar, Isaac. Tu nariz, tus ojos, tu boca…

Isaac dio el alto a un coche patrulla que salía del garaje de Mulberry Street. El conductor se esforzaba por ver a través de la ventanilla. No podía entender por qué uno de los grandes jefes judíos se entretenía con un retrasado mental que tenía la cara llena de nieve. Pero no hizo preguntas a Isaac.

—Éste es Milton Gulavitch. Es amigo mío. Llévelo al restaurante de Bummy Gilman, en Broadway Este. Más vale que no haya problemas. A Milton no le gustan los viajes moviditos.

Isaac fue a pie hasta el club social Garibaldi. No se molestó en echar un vistazo por encima de la franja verde de la ventana. Entró sin más. No era buena hora para incordiar a Amerigo Genussa. El Casero estaba preparando pasta para los garibaldinos. Amerigo hacía su propia brujería. Era capaz de transformar el club en una trattoria con unos cuantos cuencos, unas salchichas, anchoas, espaguetis blancos y verdes, avellanas, parmesano y un molinillo de pimienta, amontonados en torno a la máquina de café del club. El Casero tenía un espacio minúsculo para trabajar en la mesa y se veía obligado a saltar de cuenco en cuenco, con un batidor de alambre apretado contra el pecho.

Isaac no esperó el recibimiento de Genussa.

—Casero, ya te lo dije una vez. No quiero a tus asquerosos matones por Essex Street.

Amerigo continuó saltando de cuenco en cuenco. El batidor volaba dentro de ellos impulsado por los breves giros de la muñeca del Casero. Esperó a que la espuma empezase a subir antes de responder a Isaac.

—¿Te he invitado a cenar, Isaac? Llevas demasiado tiempo de policía. Lo digo en serio. Tienes unos modales que dan asco. Yo no contrato a degenerados. Todos mis hombres tienen familia. Me hace gracia, Isaac. Tienes a los mejores detectives del mundo y no eres capaz de pillar a un niño judío. O sea que es cosa nuestra.

—Es mío, Amerigo. Como tus amiguitos vuelvan a pasar de Bowery te quedarás sin disfrutar de tu pasta a las espinacas.

Isaac oyó el pérfido silbido de la máquina de café. Ahora no podían tentarle con cappuccinos. El Casero echaba avellanas en un cuenco.

—Vete a rascarte por ahí —dijo, mientras dejaba caer avellanas del puño—. Isaac, no me vengas ahora con que vas a torturarnos con el FBI. Newgate es un gilipollas, igual que tú.

Isaac echó un puñado más de anchoas y avellanas en el cuenco más cercano. Sacó la mano pringada de clara de huevo. Los garibaldinos le observaban lívidos desde sus mesas con el ceño fruncido. El Casero sonreía.

—Sigue jugando, Isaac. Si quieres puedes hacernos los macarrones. No voy a dejar que un soplapollas como tú me provoque para que me meta en una pelea. La ciudad te paga para que mates. Espere… tenga cuidado en las esquinas, inspector. Podría atropellarle un ladrón de bicicletas.

Isaac entendía la postura de Amerigo. El Casero tenía que vengar de las intrusiones de Rupert Weil a los ancianos de Little Italy. Pero Isaac no estaba dispuesto a tolerar que una banda de macacos escudriñase los escaparates de los tenderos portorriqueños y judíos.

La nevada arreciaba en Mulberry Street. Un Chrysler gigantesco patrullaba al paso de Isaac. El Jefe miró al coche con mala cara.

—Brodsky, ¿quién te ha mandado que me siguieras?

El chófer sacó la cabeza del Chrysler para ver mejor a Isaac y escupir unas palabras bajo la nieve.

—Jefe, el teletipo lleva quince minutos intentando localizarte. A Wadsworth le han jodido el cuello.

—¿Un balazo? —dijo Isaac, al tiempo que entraba en el coche.

—El negro no tiene ni un agujero en el cuerpo. Debe de haber sido con una palanca.

El Chrysler se abrazaba al suelo, gracias a las milagrosas gomas de nieve de Brodsky, unas llantas capaces de trepar paredes y clavarse en cualquier techo. Sortearon a los otros automóviles y su andar cansino y llegaron al Tivoli en menos de diez minutos. El cine había sido acordonado. Había patrulleros enfundados en botas de goma altas e impermeables amarillos que mantenían a los curiosos fuera de la zona acordonada, y en la taquilla alguien había puesto el cartel de «investigación policial». Brodsky tuvo que meter tripa para pasar por debajo del cordón. El vestíbulo estaba a rebosar de gente de homicidios y de cuervos llegados de la oficina del jefe de detectives. Isaac se abrió paso entre ellos. No tuvo que buscar mucho el cadáver. El negro lechoso de Isaac estaba encogido en una butaca en el centro del foso de la orquesta, rodeado de un pequeño grupo de detectives. Tenía un bulto morado donde le habían roto el cuello. Sus ojos miraban vacíos alrededor. La lengua le llegaba al hombro.

—Jesús —dijo Brodsky, con el sabor del vómito en la nariz.

Se llevó la mano a la boca y salió corriendo en busca de un vaso de agua, al tiempo que los pantalones le caían hasta las rodillas. El chófer llevaba puestos unos calzoncillos floreados. La piel de sus muslos era blanquecina. Uno de los detectives se dirigió a Isaac.

—¿Alguna idea, Jefe?

—No —dijo Isaac.

—Creía que el negrito estaba contigo.

—¿Y qué? —gruñó Isaac—. Metedlo ya en una maldita bolsa. No quiero que se quede tirado así.

—Compréndelo, Isaac, no podemos interrumpir la investigación. Lo pondremos en la bolsa en cuanto podamos.

El fotógrafo de la policía, de rodillas en el suelo, sacaba instantáneas de Wadsworth desde diferentes ángulos. Dos expertos «en ciernes» espolvoreaban con talco las butacas de la hilera de Wadsworth. El tipo de la oficina del forense se entretenía en marcar con tiza el contorno del cadáver, la posición exacta de sus brazos y piernas. Isaac sentía escaso respeto por las ratas de laboratorio. Las marcas de tiza daban buenas pistas, pero no identificaban al asesino. Brodsky volvió de la fuente de agua. Susurró a Isaac al oído:

—Ha sido una palanca. Te lo digo yo. Un ser humano no se retuerce así si no es con una barra de hierro. Mira, si es que le han sacado chepa.

Isaac no veía la marca de ningún metal: Wadsworth no tenía arañazos en el cuello. La «palanca» era el codo de Jorge Guzmann. Salió del Tivoli con Brodsky pisándole los talones.

—Isaac, no me dejes tirado.

—¿Por qué no? No te necesito hasta mañana.

El chófer se quedó indeciso en la acera.

—¿Qué puedo hacer, Isaac?

—Habla tú solo. Siéntate en el coche. Lee un libro porno.

Isaac se dirigió con dificultad hacia la Décima Avenida en busca de Tomás, el tío abuelo de Zorro, el camisero especializado en descartes. La nieve había empezado a calar los zapatos de Isaac; las lengüetas estaban ya húmedas. La puerta del sótano del camisero estaba bien cerrada. A Isaac no le apetecía ponerse a reventar cerraduras. Tiró la puerta cargando contra ella con el hombro. Zuckerdorff no estaba solo. Un pistolero portorriqueño estaba sentado junto a él, un asesino de Boston Road. Isaac puso en pie al pistolero cogiéndole por las patillas y le arrastró por el sótano hasta que de su camisa cayeron una pistola oxidada y algo de calderilla anudada en un pañuelo. A continuación lo puso sin miramientos a los pies de Zuckerdorff. El pistolero estaba ciego de dolor. Aquel policía loco[18] le había arrancado la piel.

—¿Querías sacarme el cerebro, tío? Loco de los cojones.

Isaac le empujó a patadas detrás de la silla de Zuckerdorff.

El camisero hundió la cabeza en el regazo, e Isaac pudo ver las venas azules de su cráneo esculpido a cincel. «Es más viejo que mi padre», pensó Isaac. El Jefe ocultó la compasión que sentía por Zuckerdorff.

—Tío Tomás, tus sobrinos nietos han estado cometiendo atrocidades en mi barrio. Han asesinado a gente inocente. Si Zorro buscaba cuellos que partir, que hubiera venido a buscarme.

Isaac no podía desfogar su rabia en aquellas venas azules. La emprendió con las cajas de camisas de Zuckerdorff, pateándolas con sus zapatos empapados. Las cajas abolladas se acumularon en torno a Isaac que enterró al pistolero bajo una montaña de tapas chafadas. Zuckerdorff no se movió. Isaac tenía los dedos de los pies magullados. No encontraría al asesino dentro de aquellas cajas. Isaac era el culpable. Él había entregado a Wadsworth a los Guzmann. En su pulso con Zorro había comprometido a su confidente. Había obligado a Wadsworth a revelar una información que necesariamente iba a apuntarle a él. Había hecho de Wadsworth una mercancía prescindible, como un idiota, como un animal policía. El Jefe ya estaba harto de cajas. Salió dando patadas del sótano de Zuckerdorff.

Ida no escatimaba con sus mejores clientes. Añadía pimentón dulce al queso fresco. Pero no tenía la cabeza puesta en los blintzes, ni en las propinas. Se le olvidó recortar los tallos de apio. Las espinacas se le mezclaron con la ensalada de huevo. Tiñó de naranja los billetes del mostrador con el jugo de pimiento de sus dedos. En el restaurante no estaban acostumbrados a tanta dejadez. ¿Qué podían hacer los jefes de Ida? Sin su mula de carga estaban perdidos.

Ida Stutz veía nieve, no el mísero aguachirle de Manhattan, sino la oscura nieve rusa, una nieve que se tragaba farolas y asfixiaba a las jaurías de perros salvajes. Los profesores de Ludlow Street tuvieron que soplar en sus sopas de guisante. No había forma de apartar a Ida de la ventana. Tenía la nariz pegada al vidrio. «Dejadle que sueñe —dijeron los profesores—. Ya le dolerán las pantorrillas. Y entonces recuperaremos a Ida». Sonrieron cuando vieron tiritar a Ida mientras se pellizcaba las caderas. Supusieron que volvía a estar con ellos. Pero no era así. Ida vio un rostro al otro lado del cristal, la cara de un salvaje de ciudad, de labios crudos y mejillas de goma, una barbilla en perpetuo entrar y salir de un cuello de toro, ojillos de cerdo y orejas metidas de calabaza. Ida salió a la carrera del restaurante.

—¿Qué se te ha perdido por aquí, Isaac? ¿La vida quizá?

Nunca hubiera creído que un hombre pudiera sudar bajo una nevada. El Jefe estaba ardiendo. Ida le observó mejor. «Pobre inspector, tiene los motores trabajando horas extra».

—¿Adónde vas, Isaac? Por aquí no se va a Rivington Street.

¿Le volvían a uno tonto los motores poderosos? El Jefe siguió avanzando camino de Broome Street.

—A tu casa —masculló entre dientes.

—¿Por qué?

—Marilyn tiene un invitado.

Ida le siguió. No era frágil. Tenía su propia máquina de combustión.

—Dios bendiga a esa Marilyn tuya, ¿vuelve a estar acompañada? ¿Un cuarto marido?

—No, yo le llevé allí. Es uno de mis detectives. Coen.

A Ida no le agradó su forma de abreviar la conversación. ¿Iba a arreglarse la situación con un simple «Coen»? Ya conocía a aquel policía guapo. ¿Por qué le arrojaba en brazos de su hija? No consiguió sacarle ni una palabra más. El Jefe caminaba con los hombros hundidos. Intentó tomarle de la mano. Él le apartó los dedos, Isaac, el oso huraño.

—Sé andar —dijo.

Ida tendría que darle miel al llegar a casa.

Ida vivía en un sexto piso. El Jefe subía agarrado al pasamanos. Un tramo de escaleras había bastado para agotarle. Ida le empujó. El Jefe llegó hasta el umbral de la puerta. Ida metió la llave en la cerradura. Se olvidó de sí misma. Le preparó un baño a Isaac, con espuma perfumada fabricada en una ciudad de Rumania. Eso ponía en la caja. Le desvistió, le quitó el chaleco, los pantalones y la pistolera. Comprobó la temperatura del baño removiendo un dedo entre la espuma. Le sentó en la bañera. Le peinó las patillas. Le cepilló los dientes con una pasta clara de muestra que había llegado con el correo del día anterior. No conseguía encontrar el escroto de Isaac. El Jefe se había encogido. La miró con un ojo entrecerrado.

—Quítate el jersey, Ida. Aquí dentro hace calor.

Ella le llevó una cuchara sopera de miel oscura. Isaac se zampó la miel de un lametazo. Salió refrescado de la bañera. ¿Estaba dispuesto el oso a bailar? Isaac, tenía espuma en los pectorales. Ida se la enjugó con la manga del jersey. El Jefe jugueteaba con la ropa de Ida. Los botones saltaban bajo la presión de su mano gruesa. Isaac había llegado a las copas del sujetador: sabía acariciar un pezón como el mejor. El sostén quedó colgando del brazo. Isaac estaba de rodillas. Tenía el ombligo de Ida en la boca. La succión en el vientre hizo que Ida se estremeciera con un escalofrío. Las piernas le fallaron. Cayó sobre él. Él cayó con Ida, pero se negaba a apartarse de su vientre. Ida creyó que se le escaparía el pis. Sus muslos se contrajeron con la fuerza de una mula. No conseguía sacudirse al Jefe.

—No pares, Isaac. Por favor, no pares.

Pero notó que su boca se apartaba. El vientre estaba libre. No iba a lamerla con su lengua, ni a acariciar con el hocico las paredes de su pecho. Ahora era Isaac el que se estremecía. El oso tenía sangre entre los dedos de los pies. ¿Magulladuras del trabajo? Ida no le dio importancia. Ya le quitaría la ansiedad con un masaje. Empezó a acariciarle los pliegues de la piel detrás de las orejas.