Brodsky llevaba casi una hora fulminando con la mirada a los travesías. No podía descargar su ira en el Jefe. Isaac estaba de caza por Times Square, aunque tendría que estar en la central para la rueda de prensa con la que se celebraba la recaptura de Stanley Chin. Eso sí era un sabueso. Isaac fue el único poli de la central capaz de imaginar a dónde huiría Stanley Chin. Un chico chino irá siempre a Chinatown, afirmó Isaac, mientras Rosenblatt el Vaquero perdía el culo con todos sus detectives por Brooklyn y Queens. A los diez minutos de que llegase el aviso de la fuga de Stanley Chin de Saint Bartholomew, una patrulla de ángeles comandada por Manfred Coen atravesaba Centre Street de camino a Mott, rescataba al piruleta de una cafetería china y lo entregaba en el ala de vigilancia de Bellevue. Y ahora Isaac el Justo circulaba sonámbulo por la Octava Avenida.
—Vamos al centro, Isaac, allí está nuestro sitio. ¿Qué hacemos remoloneando por aquí?
El Jefe no le prestó atención. Iba en busca de una chica. Honey Schapiro había vuelto a fugarse del nido y había dejado Essex Street para volver junto a su chulo. Isaac no iba ahora de parte de su padre. Ya se ocuparía Mordecai de buscarle un pastor. Isaac quería información de la chica. El Jefe no era capaz de sacarse a Esther de la cabeza. Viviendo como vivía con Ida y Marilyn en dos habitaciones congestionadas, se imaginaba a Esther Rose desnuda, sentada en el suelo, con el dedo metido en un tarro de mayonesa.
—Por ahí va, Isaac.
Acorralaron a Honey Schapiro entre dos Cadillacs. Llevaba unas pestañas postizas tan gruesas que no cabrían en un puño. Podía verse la mancha de su entrepierna a través de la liviana tela de su falda.
—Coño —dijo Honey, dirigiendo una mirada de odio hacia Isaac—. El enviado de mi padre.
Cinco chulos, figurines que llevaban sombreros caídos y largos abrigos de gamuza hasta los tobillos, salieron de un edificio para rescatar a Honey. Ralph, su antiguo protector, estaba entre ellos.
—Colega —dijo—, ¿por qué incordias a una pobre chica?
Con otros cuatro figurines respaldándole, Ralph podía permitirse cierta arrogancia.
Brodsky se interpuso entre Isaac y los figurines.
—Esto no es un arresto. Es una conversación amistosa entre mi jefe y Honey Schapiro. O sea que largaos, u os vais a quedar sin esos sombreros de chuloputas.
Isaac sacó a Honey de entre los parachoques de los Cadillacs y la llevó hasta la acera.
—Háblame de Esther y de Rupert Weil.
—Que te follen.
Los figurines se rieron, cobijados bajo sus sombreros.
—Cielo, ¿has estado alguna vez en un centro de detención juvenil del Bronx? Las carceleras tienen mucha, mucha mala leche. Convierten a las chicas en zombis. Un día te despiertas y tienes la cabeza pelada. A las carceleras les gusta los experimentos con alicates. ¿Imaginas lo que debe ser que te sangre el pezón?
Honey estaba petrificada. Sus hombros cayeron hacia delante.
—Quiero el pedigrí de Esther… Tú debes de haberte criado con Rupert. ¿Cómo es?
Honey se rascó alrededor del ojo.
—¿Qué quieres que te diga? Yo nunca los vi liados. Rupe ya salió raro de la cuna. Con un tablero tatuado en la tripa. ¿Te parece normal? Sólo alguien como Rupert se busca una tía más chalada aún que él.
—¿Te dijo algo Esther alguna vez?
—Sí, me dijo que tendría que reservar mi chocho para el proletariado. Paridas por el estilo. ¿Quién le había preguntado nada?
Los cinco chulos pensaban que Isaac estaba loco: ¿por qué si no iba a interrogar a la chica en la calle? Brodsky tenía sus sospechas. Isaac estaba obsesionado con una chica muerta, con una piruleta que hubiera estado encantada de matarle.
—Jefe, se hace tarde. Los periodistas de sucesos no saben de lealtades. Le harán la entrevista al Vaquero si no estás allí para satisfacerles.
El coche del comisionado se quedó un rato más en Times Square. Brodsky tuvo que entrar al Tivoli para rastrear a Wadsworth, el negro lechoso de Isaac. El chófer salió solo a la calle. Metió la cabeza por la ventanilla de Isaac.
—Wadsworth dice que él no se sienta en un coche de la policía. Que se verá contigo en el vestíbulo. De ahí no pasa.
Isaac envió de nuevo al chófer al interior del Tivoli.
—Brodsky, dile que hoy no estoy de humor. Y que estoy demasiado nervioso como para respirar el aire de un cine.
Wadsworth entró subrepticiamente en el coche; se sentó delante, con Isaac, mientras Brodsky pasaba el tiempo bajo la marquesina, absorto en los pechos del póster más cercano a la taquilla. Wadsworth se quedó agazapado en su asiento. Tenía los ojos rosados de una platija recién pescada. No quiso saludar a Isaac ni en yiddish ni en inglés. Isaac tuvo que hablar primero.
—Wads, no te haría esto sin un buen motivo. Lo sabes. Necesito algo. Los Guzmann me han birlado un cadáver. Se están metiendo en mis asuntos. No voy a por sus partidas de dados, Wads. Por mí, que sigan jugando en paz. Dime sólo dónde está el mercado local de putas, adónde van los Guzmann para canjear las chiquillas que secuestran en la estación de autobuses.
Wadsworth no cedía. Le mostró a Isaac la arrugada palma de la mano.
—Y ya puestos, ¿por qué no me das una navaja de afeitar, comisionado? Así me corto yo solo, antes de que los Guzmann tengan oportunidad.
—No seas tonto, Wads. No preparo una redada. Voy solo tras los mercaderes de putas. Los Guzmann no sabrán nunca de dónde sale la información. ¿Cómo iban a saberlo? ¿Y a qué viene lo de insultarme con el título de comisionado? Sólo soy un jefe de pacotilla.
—Isaac, Zorro no se chupa el dedo. Si le revientas el mercadillo, sabrá por qué.
—Wads, los Guzmann son unos chulos de putas asquerosos. Como te toquen, les arrancaré los huevos y los guardaré en formol —Wadsworth no sonrió—. Tienes una gran familia, Wads. Alguien con tantos tíos y primos en viviendas municipales no puede ser tan remilgado. ¿Me entiendes? Puedes cortar los lazos conmigo, Wads, estás en tu derecho. Pero si el Vaquero se entera de que ya no estás conmigo, te va a quitar la butaca del cine.
—Isaac, comparados contigo, los Guzmann son unos ángeles.
—Estoy de acuerdo. Los Guzmann envuelven el dinero en chales para ir a rezar, pero ¿a que no pueden sacarte de la trena? Tu amigo soy yo, no Zorro. Recuérdalo. Y ahora suéltalo. ¿Cómo se llama el mercado de putas?
—Zuckerdorff. Es un almacén de mercancía defectuosa. Material de segunda y tercera. Zorro alquila la sala de muestras cada semana.
—¿Qué es, una empresa fantasma?
—No. En Zuckerdorff le podrías comprar blusas a tus novias. Isaac, ve con cuidado con el viejo. Es el tío abuelo de Zorro.
Brodsky condujo a Isaac hasta «Zuckerdorff’s de la Sexta Avenida», que estaba en el sótano de una fábrica de pijamas de la calle Cuarenta, entre la Décima y la Undécima. Zuckerdorff no tenía secretarias ni encargados de almacén. Era un hombre de hermosas cejas y rostro de huesos marcados. Debía de rondar los ochenta años. Isaac le hizo salir de detrás de un muro de cajas de camisería. Zuckerdorff se tomó a malas la intrusión.
—Caballeros, ¿tienen ustedes un papel del juez? Si no es así, déjenme en paz.
El Jefe no quiso sacar la placa de inspector, de modo que fue Brodsky quien tuvo que sacar su insignia dorada. Zuckerdorff se rió en la cara del chófer.
—He visto muchas de ésas. Van bien para espantar a las cucarachas[17].
—¿Quieres que le parta la cara, Isaac?
Isaac rodeó a Brodsky para ver más de cerca al tío abuelo de Zorro. Apabullar a un viejo de sienes azuladas le hacía sentirse mal consigo mismo. Pero no podía permitir que una tribu de proxenetas del Bronx se riera de él en su barrio.
—Zuckerdorff, si está contando con Zorro, olvídelo. Yo a los Guzmann me los como crudos. Saben mejor que las ancas de rana. De modo que piense bien en lo que vengo a decirle. Una de dos, o aparta a Zorro de su empresa y le prohíbe que pasee a sus putas por este recinto o tendrá que almacenar sus cajas en la calle. Le puedo convertir en vendedor ambulante en menos tiempo del que tarda Zorro en hacerle la pedicura a su padre.
Zuckerdorff llegó cojeando hasta el teléfono. Marcó un número sin dejar de mirar a Isaac. Su conversación fue muy breve.
—Zelmo, aquí Tomás… Tengo a dos faigels en la oficina… Tíos raros… Polis con ideas grandes… Les gusta amenazar a la gente.
Zuckerdorff se llevó un dedo a los labios para suprimir una risita. Los huesos de su cara temblaban.
—Amigos míos, mejor será que abandonen el edificio. Porque sus insignias van a acabar en el retrete en un minuto. Si deciden esperar, les puedo ofrecer un té rojo estupendo.
A Isaac le dio por pensar si los marranos le ponían mermelada o sangre al té. Sentía más curiosidad por ese dato que por la identidad del benefactor de Zuckerdorff.
Un hombre entró dando grandes pisotones en el sótano. «Debe de llevar suelas de las gruesas», pensó Isaac.
—¿De qué comisaría sois? —gruñó el tipo, que aún no había visto a Isaac—. ¿Habéis venido a ver qué se puede pescar? Os voy a romper los dedos.
Isaac reconoció a Zelmo Beard, un desaliñado detective de la brigada de atracos. Zelmo fijó la mirada en los ojos de Isaac. La barbilla perdió su firmeza. Sus orejas parecieron esconderse tras su cuello. Se tambaleó, embutido en su holgado abrigo, y tiró el muro de cajas de camisería. Zuckerdorff tenía ya todos los indicios que le hacían falta a un vendedor de camisas taradas. Miró a Isaac. Aquel poli era capaz de cualquier maldad. ¿Cómo explicar si no el súbito sonrojo de Zelmo Beard?
Zelmo se arrodilló junto a los muslos de Isaac.
—Jefe, no sabía que la Oficina del Comisionado se interesaba por Zuckerdorff… Pero trabaja a muy baja escala, lo juro. Transacciones de pacotilla. No es más que un chatarrero venido a más.
—Pensaba que tenías más seso, Zelmo. ¿Qué haces protegiendo a una familia que no hace más que incordiarme?
—Isaac, de verdad que Zorro me la trae floja.
—Demuéstramelo. Quiero que no sea capaz de encontrar otro local para sus nenas. Me da igual dónde aparezca Zorro, tú le persigues, Zelmo, ¿está claro? Puedes empezar con Zuckerdorff. Métele unas cuantas citaciones, violaciones de las leyes antiincendios, lo de siempre. Así Zorro sabrá que le envío mis saludos. Vámonos, Brodsky.
El chófer iba exultante por la Décima Avenida. Su jefe debía de ser el más grande detective sobre la faz de la Tierra: mejor que Maigret, mejor que el Hombre Delgado, mejor que Rosenblatt el Vaquero. Isaac el Justo era capaz de destruir a los Guzmann y todos sus vínculos en Manhattan sin mover siquiera un dedo. En la boca tenía miel y ácido. Podía arrancarte la cara de un mordisco o arrullarte en tus sueños.
—Isaac, los periodistas, Isaac. Los vas a apabullar. ¿Pongo rumbo a la central?
—Brodsky, ahora vamos a Bellevue.
El coche avanzó hacia el este mientras Brodsky se agarraba enfurruñado al volante. Detestaba los hospitales, sus gruesas chimeneas y el ladrillo descubierto de sus muros. Isaac subió a la habitación de su madre. Encontró en el pasillo a sus sobrinos, Davey y Michael. Los chicos llevaban puesta la ropa de caza: trajes eduardinos adaptados a las medidas de un niño, camisas de cuello duro y dos corbatas idénticas de color rojo encendido.
—¡Tío Isaac, tío Isaac! —chillaron, al tiempo que se abalanzaban sobre él.
Isaac tuvo que sobornarlos a ambos con monedas de medio dólar para que soltasen la presa de sus rodillas. El pasillo iba a ser pronto escenario de una batalla. Los chicos esperaban para lanzarse sobre su padre. ¿Dónde estaba la exmujer de Leo? Davey y Michael no podían haberse plantado solos frente a la puerta de su abuela.
—Mi papá es un asesino —dijo Michael.
—¿A quién ha matado?
—Nos está matando a mi madre y a mí.
Isaac no podía discutir con un niño de siete años. Dejó a sus sobrinos para ir a ver a su madre. Sophie tenía quien velase por ella: Marilyn, Leo y Alfred Abdullah, su pretendiente de Pacific Street. Abdullah saludó a Isaac con una sonrisa entristecida. Aquel árabe americano de origen libanés lloraba tanto las heridas de Sophie como cualquiera de sus hijos. Su madre yacía sobre los cojines; tenía yodo en los labios, diversos fluidos goteaban dentro y fuera de su cuerpo a través de una maraña de tubos. Marilyn musitó un «hola» ronco. Isaac se sentía incómodo con su hija en la habitación. Percibió la tensión, el aleteo nervioso de sus párpados. Marilyn se sentía enferma sin Coen. E Isaac había contribuido a ello. Ojos Azules estaba a sólo dos plantas de distancia, en el ala de vigilancia, ocupándose de Stanley Chin. Marilyn no tenía acceso a esa área; en el ala de vigilancia no se permitía el paso a las visitas de vigilantes, enfermeras o policías.
Leo advirtió la frialdad reinante entre padre e hija. Se acercó más a la silla de Marilyn. Marilyn era su muro de contención. Recordó la promesa que Isaac le había hecho de arrancarle un pulmón si no renunciaba a su escondite en la prisión civil. Leo no había hecho preparativo alguno para salir de Crosby Street. El clima le sentaba bien. Podía fumar, jugar a las cartas y escaquearse para ir a visitar a su madre. Sentado junto a Marilyn, esperaba la explosión de furia de Isaac. Sin embargo, había interpretado mal al Jefe. Isaac estaba demasiado ocupado con Rupert, Esther y los Guzmann como para preocuparse de una amenaza propia. Distraído, con la mirada fija en los tubos, se dirigió a Alfred Abdullah:
—¿Qué tal va todo por Pacific Street?
La mirada alarmada de Abdullah se dirigía más allá de Isaac: la cabeza de Sophie se había alzado de entre las almohadas.
—El bebé —dijo—. Traedme al bebé.
Dormida, Sophie tenía el aspecto de una mujer con la piel en llamas, y su rostro se hundía bajo el yodo y el flujo de la sangre. Al salir del coma, su complexión cambió. Durante los periodos de lucidez adquiría un color pálido, como la piel de un ratón. Las pipetas de vidrio oscilaron encima de un brazo obstruyendo el flujo de los tubos.
—Traedme a mi bebé —dijo.
Isaac se llevó las dos manos al pecho. Abdullah se pellizcaba la garganta. Leo se tapó los ojos. Sólo Marilyn tuvo suficiente presencia de ánimo para sujetar los tubos y reducir el balanceo.
—Por Dios —dijo—. ¿Es que no lo veis? La abuela está llamando a Leo.
Leo se levantó de un salto de la silla. Apoyó un hombro en la cama. Sophie empezó a acariciar su cabeza calva. Leo lloraba mientras los dedos de su madre rozaban su cuero cabelludo.
—Shhh —dijo ella—. ¿Dónde está el filisteo?
Abdullah se acuclilló junto a Leo. Sophie le rechazó.
—Tú no —dijo—, ¿dónde está el filisteo?
—Mamá —dijo Isaac, sintiendo que sus tobillos se hundían en el suelo—. Estoy aquí.
—¿Te viste con el gallito?
Isaac se encogió de hombros, desconcertado.
—El gallito —insistió Sophie—. En París. En Francia.
Isaac se sintió pillado con las manos en la masa. Leo debía de haberse ido de la lengua: su madre no podía saber de su encuentro con Joel en los bajos fondos de París, a menos que el suero que le administraban alimentase también su intuición.
Sophie ya había acariciado bastante la calva de Leo. Alargó la mano para alcanzar la de Abdullah. Leo no se quiso mover: mantuvo la oreja pegada al camisón de hospital de Sophie. Ella sonreía.
—¿Te ganas la vida, Alfred?
Abdullah contestó que sí.
—Bien. Porque yo no gasto mi dinero con pobretones.
Absolutamente rendido a ella, Abdullah no reveló su incomodidad. Leo apartó la oreja de la cama.
—Mamá delira —le susurró a Marilyn al hombro.
—Isaac. ¿Follas últimamente?
—¿Quién tiene tiempo para eso, mamá?
Leo le tiró de la manga a Isaac.
—No le respondas… Isaac, el cerebro se le está esponjando. ¿Sabes lo que significa estar treinta años sin marido?
Sophie se desplomó sobre las almohadas. Su boca se retorció una vez. Sus ojos expresaban confusión. Lamió el yodo de sus labios. Eructó. Se sumió en un sueño profundo cogida de la mano de Abdullah. Leo salió en silencio de la habitación.
Atrapado entre Abdullah y Marilyn, Isaac se sentía cohibido. No podía dejar de admirar la actividad de Sophie en busca de novios dentro y fuera de los comas. No había suero que aplacase la sexualidad de su madre. Su piel volvía a oscurecerse. Isaac se quedó a solas con su hija. Oyeron una agria disputa en el pasillo.
Leo se había enzarzado con su exmujer. La elusiva Selma estaba en el suelo entre las rodillas de Leo, mientras Davey y Michael se colgaban de la espalda de su padre.
—¡Dejadme que acabe con ella de una vez por todas! —decía Leo jadeando, y había en su voz un eco de violencia que Isaac no había percibido nunca en su hermano. Leo hacía caso omiso de los arañazos de Michael. Davey estaba sentado en su nuca. Leo rodeaba con los dedos la garganta de Selma.
—¿Tengo que sufrir por tu culpa?
Isaac tuvo que apartar a Davey y Michael agarrándolos por la culera de los pantalones antes de llegar a Leo.
—Vuelve a tu cárcel. Leo, los guardas echarán de menos las partidas de pinacle contigo.
Leo se dirigió tambaleante hacia la salida; de todas las puertas asomaban enfermeras, pacientes, visitas que le miraban con odio. Davey y Michael miraban con gesto ceñudo. Aún en el suelo, Selma empezó a retorcerse. Bajo la nariz se había juntado algo de baba.
—Me ha roto por dentro… Oh, Dios mío… Oh, oh.
Con un gesto de dolor, Selma se apretó las costillas.
—Enfermera, ayúdeme, ayúdeme.
Los niños se arrodillaron junto a su madre, hartos de pelear, pero aterrados por el culebreo de su cuerpo. Isaac comprendió el jueguecito de Selma. Su saliva estaba limpia: no pudo ver ni rastro de sangre. Sus gritos tenían demasiado ritmo. Se agachó y se inclinó sobre Selma, de forma que los niños no pudieran oírle.
—En pie, cuñada. En este sitio no cubren el seguro por colisión. Por si estás pensando en hospitalizarte, te diré lo que pienso. En algunas salas las camas tienen esposas colgando. Te encerraré, hermana. Esto es Bellevue, ¿recuerdas? Se sabe de gente que se ha pasado años deambulando por el ala de los locos.
—Cacho cabrón —masculló Selma al pecho de Isaac, al tiempo que se recomponía las medias.
Los niños fueron testigos de la milagrosa recuperación de Selma. Se abrazaron a ella, apartando a Isaac con leves y bien dirigidos golpes.
Marilyn sonreía asomada a la puerta de la habitación de su abuela. Isaac soportaba la plaga de un enjambre de parientes, como cualquier patriarca judío. Él constituía el pegamento familiar. Los Sidel se hubieran desmigajado hacía tiempo de no ser por los cuidados de Isaac. Él se encargaba de calmar y de abofetear, él reparaba los lazos rotos; él, el increíble padre de Marilyn.
Los periodistas de sucesos querían que la rueda de prensa se celebrase en el despacho del comisionado de la policía, para poder fisgar el mobiliario que había aportado un antiguo comisionado, Teddy Roosevelt: cortinajes, un escritorio gigantesco, varios retratos de Teddy en las paredes. Isaac no lo permitió. Condujo a los reporteros a su propio despacho, en el que no había chimeneas de mármol, ni candelabros, ni ventanas en tonos castaños, ni un escritorio con muescas y cicatrices históricas y un espacioso hueco adaptado especialmente a las rodillas de un futuro presidente de Estados Unidos, y que sólo podía recordar a aquellos hombres y mujeres sus viejas y abarrotadas «chabolas de noticias» en Baxter Street. Isaac no sirvió sándwiches, ni presentó a un capitán de la policía de uniforme impecable que coquetease con ellos; Brodsky se convirtió en su secretario de prensa. El chófer se pavoneaba detrás de Isaac cargado con los sobres pertenecientes al caso de los piruletas.
El Jefe habló de la aventura de Rupert y Stanley en Chinatown con un estilo tosco, sin adornos, guiños ni anécdotas, y sin la afectación de Barney Rosenblatt (al Vaquero le encantaba mostrar las esposas a la prensa). Brodsky no oyó el crujir de una sola pluma. Aferrados a sus libretas, los reporteros escuchaban con la cabeza ladeada. El enviado del Times fue el primero en lanzarse contra Isaac. ¿Podría el Jefe ayudarle a entender? ¿Qué opinaba la Oficina del Comisionado primero de las bandas independientes como la de los piruletas, que se cebaban en ancianos y ancianas sin causa aparente y se dedicaban a una destrucción irracional?
—Es un fenómeno a escala mundial —dijo Isaac, mientras se frotaba el mentón—. Sucede lo mismo en París. La policía francesa podría encontrar en sus archivos a cualquier maestro del crimen, pero son los criminales adolescentes —los «piruletas»— quienes dominan los Campos Elíseos. Son niños que atracan bancos. Sin nombre, sin rostro. Billy el Niño con un pañuelo barato en la nariz.
—O Robin Hood —dijo Tony Brill, el gordo con credenciales del The Toad.
Ni Brodsky ni Isaac le habían visto en la central.
Isaac miró con el ceño fruncido al enviado de The Toad y pasó por alto lo de Robin Hood.
—Atracadores y violadores de ocho años en Nueva York —dijo—. Asesinos a los nueve, a los diez. ¿Qué hemos de hacer, incluir informes de niños en nuestros archivos confidenciales?
El corresponsal de Newsweek sentía pasión por los tests de inteligencia. Apartó a Isaac de cuestiones abstractas y le pidió que buscase en los sobres que tenía Brodsky en la mano.
—Jefe, debe usted de tener a un buen número de detectives investigando. ¿Dónde está la ficha de Rupert Weil?
Brodsky se ponía nervioso mientras rebuscaba en los distintos sobres. El corresponsal estaba ya muy seguro de sí mismo.
—¿Cuál es el coeficiente de inteligencia del chaval?
—Doscientos siete —dijo Isaac, al tiempo que ordenaba a Brodsky que cerrase los sobres.
El enviado del Daily News se animó.
—El chico debe de ser un genio. Me parece que Mozart no pasaba de ciento noventa y nueve.
—Doscientos siete —repitió Isaac.
El corresponsal era obstinado.
—¿Qué hay de Esther?
—Fue a una escuela religiosa —dijo Isaac—. Sus profesores eran sefarditas tradicionalistas, gente muy suspicaz. Se negaron a proporcionarnos ningún informe. Pero no confío demasiado en los coeficientes de inteligencia. Pueden decirnos muy poca cosa. Rupert fue en su día jugador de ajedrez. Podría haber sido un gran maestro, ¿quién sabe? Lo dejó a los doce años. ¿Era la «inteligencia» lo que le indicaba dónde colocar un caballo? Piensen en Bobby Fischer. Tiene un coeficiente de ciento ocho, o ciento nueve. ¿Pueden darme una teoría acerca de la genialidad? No quiero desmerecer el fabuloso cociente de Rupert. Pero su genio nace del voluntarismo, de una obstinación enloquecedora, y no de su talento por controlar la casilla apropiada. Créanme. Los genios andan escasos hoy en día. Tienen el poder de centrarse en un objeto, una fruta, el corazón de alguien, y de dejar al margen el resto de este mundo de mierda.
Los reporteros no habían contado con que un inspector de policía les saliese con nociones filosóficas. Las dos encantadoras señoritas del Squire de Brooklyn, que estaban del lado del Rosenblatt el Vaquero, señalaron que era una extraña circunstancia que Stanley Chin y Sophie Sidel hubiesen acabado en el mismo hospital. ¿Era aquello una maniobra para desorientar al Vaquero? ¿La historia de Saint Bartholomew había sido un montaje dirigido a los periódicos y las revistas? ¿Trabajaba Rupert Weil para la Oficina del Comisionado primero? ¿Había secuestrado a Chin por orden de Isaac?
—Pura coincidencia —masculló Isaac—. Stanley no tiene ahora nada que ver con mi madre. Y es de locos pensar que Rupert pueda trabajar para mí.
—No tan de locos —dijo Tony Brill.
—¿Qué quiere decir?
—Nada…
Tony Brill tuvo que dar marcha atrás ante la terrible mirada de Isaac. The Toad no podía ofrecerle un seguro contra socavones, ni contra barandillas mal fijadas en la central.
—Jefe Sidel, ¿no era usted amigo del padre de Rupert? Quizá el muchacho estuviese buscando una forma sutil de cooperar con usted.
—Chorradas —dijo Brodsky.
Los miembros de la brigada de pistolas de goma de Isaac se asomaron al despacho. Al no llevar pistola al cinto, los periodistas les tomaron por civiles, y supusieron que podían mostrarse groseros con unos simples oficinistas. Los de la brigada le hacían gestos de urgencia a Isaac con caras desencajadas. Brodsky se unió a ellos. Los pantalones empezaron a resbalarle bajo la tripa. Tuvo que meter las manos en los bolsillos para no quedar en evidencia.
—La rueda de prensa ha terminado —graznó, con la boca muy prieta.
Los reporteros salieron formando un tumulto del despacho de Isaac, descontentos con los movimientos subrepticios de la gente del comisionado. Isaac se quedó con Brodsky y los de las pistolas de goma.
—¿Qué ha pasado?
—Isaac, ha llegado un paquete para ti… de Rupert Weil. Hemos llamado a los artificieros. Van a traer un perro adiestrado para que lo olfatee. Podría ser un paquete bomba.
—Idiotas —dijo Isaac—. No me hace falta ningún perro.
El paquete estaba envuelto con papel de estraza, y atado con cordel fuerte, del tipo que se usa para preparar bialys y amarrar los rollos. Era un paquete enorme, de más de medio metro de alto. Isaac no pudo cortar el cordel con los dientes: las fibras eran demasiado ásperas. Brodsky salió corriendo en busca de unas tijeras. Isaac cortó los nudos. Consiguió rasgar el papel de estraza. Los pistoleros de goma pudieron ver los contornos redondeados de una sombrerera, una sombrerera con un nombre escrito: Philip Weil. Isaac abrió la caja. Brodsky se llevó las manos a las orejas. El resto de los hombres de Isaac se echaron a un lado. Vieron una mano rebuscando entre periódicos arrugados.
—¿Qué coño es, Isaac?
Isaac sacó una ficha de ajedrez, un alfil negro tallado en madera, con las puntas de la mitra destacadas en la parte superior; una pieza barata salida de la colección del propio Rupert. Los pistoleros de goma estaba desconcertados. Para ellos, el paquete confirmaba la locura de Rupert. Isaac no quiso darles su opinión. Los echó a todos de su despacho.
—Brodsky, cierra la puerta.
Isaac sostuvo la ficha entre los dedos. Palpó las ondulaciones de la madera (el alfil de Rupert tenía una tripa hinchada), la fina capa de pintura negra, que empezaba a saltar, las zonas rugosas junto a la mitra. «Rupert me quiere decir algo», pensó Isaac. El regalo del alfil no obedecía a un capricho. ¿Le estaba desafiando aquel chico a una partida por correo? ¿Debía Isaac responder con un alfil del bando opuesto? No. No era eso lo que Rupert estaba buscando. La ficha de ajedrez tenía que referirse al juego de su padre. Philip era un maestro con dos alfiles trabajando al unísono. Siempre jugaba con negras contra Isaac, con lo que le daba una clara ventaja. Isaac hacía el primer movimiento. Philip no se sentaba con sus piezas a verlas venir. Desdeñaba las líneas de defensa habituales. Philip atacaba siempre. No era de los que se zampan los peones e incordian al rey, estrangulándolo lentamente. Mientras le asediabas con un ejército de torres y caballos, lanzadas tus piezas en gloriosa misión, él se escurría junto a ellas y usaba sus alfiles para rebanarle el gaznate a tu reina.
—Va a por una de mis chicas.
Isaac escupió en la sombrerera. ¿Cuántas reinas podía tener un poli? ¿Tres o cuatro? «Rupert quiere atizarme igual que me atizaba su padre». Isaac no pensaba que el chico tocara a Sophie otra vez. Pero el Jefe tenía un corazón cauteloso. Pondría a otro ángel frente a la puerta de Sophie por si había malinterpretado la lógica de Rupert. ¿Sería su mujer, la baronesa Kathleen? Rupert tendría que sacarla de entre los pantanos de Florida, el nuevo señorío de Kathleen. ¿Ida Stutz? ¿Qué tenía que ver Rupert con la prometida de Isaac?
—Marilyn —dijo Isaac, con un inequívoco tono nasal.
Tenía que ser ella.
El perro llegó de la calle Veinte, que es donde la brigada de artificieros tenía las perreras, en el tejado de la Academia de Policía. Isaac había esperado un pastor alemán de orejas relucientes y hocico muy largo. Lo que llegó fue un ratón, cuarto y mitad de perro, un cocker spaniel de patas contrahechas y un cuerpo abrazado al suelo. Isaac sintió lástima de la criatura. No podía enviarlo de vuelta a la calle Veinte sin dejarle que olisquease la sombrerera.
En el ala de vigilancia de Bellevue había una mesa de ping-pong, antiguas paletas de lija y una bolsa de pelotas polvorientas: perfecto para Manfred Coen. Podía pasar el rato peloteando sobre la mesa. Aquel día sólo había tres pacientes: un musulmán negro con una herida en el muslo, un ladrón de coches portorriqueño desequilibrado que había intentado ahorcarse en comisaría y Stanley Chin. Ninguno estaba en condiciones de jugar contra Coen. Pero los suaves picotazos que oían surgir de la pala de lija empezaban a ponerles nerviosos. Stanley tuvo que gritar desde su cama para detener los golpes de Coen.
—Ojos Azules, te echo una partida.
Coen rió.
—Te harás daño en los dedos, Stanley. No puedes coger una pala.
—No me hace falta pala —dijo alzando la mano enyesada—. Juego con esto.
—¿Con el yeso? —dijo Coen—. Los médicos me arrancarán la piel a tiras.
—¿Por qué iban a enterarse? Venga, Ojos Azules, no tengas miedo.
Coen encontró una silla de ruedas. Empujó a Stanley desde la cama hasta la mesa de ping-pong, y le colgó de tal manera que la barbilla quedase cerca de la marca central de la mesa. Coen tomó su pala. No quiso darle ángulo. No quería confundir al chaval con los efectos que pudiera sacarle a la lija. Lanzó la pelota por encima de la red. Stanley respondió con un golpe de su manopla izquierda. Coen se lanzó a por la pelota con las rodillas muy separadas. No le dio. Miró ceñudo su pala y sacó otra pelota de la bolsa. La sopló primero, y comprobó el sellado aplastándola contra la mesa bajo la palma de la mano. Esperó a oír el sordo «ploc» que indicaba que la pelota estaba rajada. No sonó ningún «ploc». Sacó de nuevo. Stanley golpeó la pelota con la otra manopla. Coen juntó las rodillas. Estaba anonadado. No había paleado más que aire. Stanley le había dado un efecto endiablado con el yeso de la mano.
—Es kung-fu, tío.
Stanley se llevó el yeso a la mano. No podía parar de reír. No había querido burlarse de Coen, pero ver así de disgustado a un policía, con una pala en la mano, era suficiente para que un chico se partiese de risa.
—Se llama el puño de hierro. Hace falta concentración, tío. Apuntas a un sitio concreto. A veces falla, señor Coen. Pero cuando le das a la pelota, ya la tienes.
Un camillero llamó a Coen al teléfono. Manfred seguía confundido. ¿Cómo podía un chico en silla de ruedas y con manoplas en lugar de manos cargarse su juego? Coen deseó haber traído consigo su Mark V al ala de vigilancia. Se hubiera enterado entonces aquel crío de lo que valía un puño de hierro frente a un par de milímetros de esponja. Brodsky le gritaba por el auricular.
—¿Qué pasa, Coen, estás sordo?
Manfred jugueteó con el auricular.
—Te oigo alto y claro, Brodsky.
—Pues mueve el culo y ven a la central.
—¿Qué pasa con Stanley Chin?
—Olvida al chinito. Y Coen, tráete la pipa. Como se te caiga una bala al suelo el comisionado te mata. Es por Rupert Weil. Creo que Isaac quiere que te lo cargues.