Rupert manoseaba los muebles y enseres de Esther: una silla rota, el acerico que usan las costureras sefardíes, lazos de sus días en la yeshiva, tampones guardados en una caja de bombones, unas cuantas tizas de colores, material químico variado y un cazo lleno de pegotes, los bienes terrenales que había llevado consigo al bloque de apartamentos de Suffolk Street, el último domicilio de Esther. Rupert estaba ansioso por maldecirla. El acerico se deshizo entre sus dedos. Los lazos se desintegraron con un par de tirones. La tiza sangró en verde y amarillo sobre sus palmas. No conseguía llamarla «puta».
¿Por qué había sido tan estúpido al no pensar en los ingredientes del cazo de Esther? Debía de haber robado la receta del Libro de cocina del anarquista. Rupert el apestoso se había olvidado de cómo huele una bomba. ¿Se había inventado Esther una mecha esponjosa? ¿Había prendido los tarros con un Tampax? ¿O la había trincado Isaac en la puerta, le había mordido las tetas, la había encerrado en una habitación y luego tirado una cerilla dentro? Tales secuencias no eran de la incumbencia de Rupert.
Tanto daba cómo hubiese muerto Esther, se iba a tirar a por Isaac tan pronto como pudiese.
Era el Año Nuevo chino, el año del cisne, y Rupert tenía un compromiso más urgente. Se había propuesto liberar a Stanley Chin. Esther era un peso en su cabeza, una añoranza dura y amarga que le aguijoneaba con ideas descabelladas (¿era kusher follar con una chica muerta?) y le hacía tiritar mientras regresaban a él impresiones de su cuerpo y de su mente que amenazaban con desquiciarlo a cada momento. En ese estado planeó su ataque a Saint Bartholomew. Le cortaría la garganta a toda enfermera y todo detective que se le pusiera por delante. Se llevaría al prisionero a hombros, lo metería en un ferry camino de Chinatown (Rupert le haría una seña desde la orilla) y Stanley celebraría el Año Nuevo en un café chino.
Rupert le conoció en Seward Park, donde coincidieron siendo estudiantes de primer curso. Stanley era un musculitos, recaudador a las órdenes de los comerciantes y caseros chinos, y guardaespaldas miembro del Club Republicano de Pell Street. Lo que impresionó a Rupert fue la futilidad de las acciones de los republicanos de Chinatown: Stanley Chin escogía siempre el bando de los perdedores. Era un muchacho de Hong Kong, enamorado de las pesas, los cigarrillos americanos y de Bruce Lee. Era capaz de triturar ladrillos con los dientes, de atravesar un muro de una patada, de tronchar las patas de una mesa; hasta que el Mordisco del Dragón de Pell Street, la anterior banda de Stanley, le envió a Saint Bartholomew con los dedos de manos y pies reventados. Rupert se sentía responsable; él había sacado a Stanley de Chinatown, él le había reclutado para su insegura causa, la aniquilación de Isaac, y él le había presentado a Esther Rose.
Había gorilas de Mulberry Street patrullando por el vecindario de Rupert con instrucciones muy precisas. Amerigo Genussa, del club social Garibaldi, les había advertido: no podían volver a Little Italy sin algún jirón del cuerpo de Rupert Weil como prueba: una oreja, una uña, un ombligo judío, cualquier cosa que le dejase incapacitado durante los siguientes diez años. Rupert los vio, vestidos con largos abrigos grises, encogidos de frío en Suffolk Street, soplándose los dedos para atenuar un frío asesino cada vez más cercano. Un mal viento salido de Bowery debía de haberlos puesto tras su pista. No sentía ningún respeto por los gorilas. La idea de ser un matón por dinero le asqueaba.
Le hubiera gustado tirar la silla de Esther por la escalera de incendios, y verla volar hasta que estallara encima de sus sesos, si no hubiera tenido tanta prisa.
Salió a la calle por una ventana del sótano de la parte trasera del edificio. Los gorilas podían resoplar el resto de sus vidas: los mocos se les helarían en las narices antes de que encontrasen a Rupert Weil. Se acercó corriendo a la fábrica de encurtidos de Broome. Los vendedores habían encendido una fogata en el recinto para mantener tibias sus conservas. La salmuera derramada de los barriles llegó al corazón de Rupert. Le hubiera gustado meter las orejas en un barril. Un tipo gordo le gruñó con evidente descontento. Era Tony Brill. El periodista llevaba una hora esperando junto a los barriles.
—Dame —dijo Rupert.
—Primero hablamos. ¿Qué sentiste al golpear a la madre de Isaac?
Los ojos de Rupert soltaban chispas al mirar al periodista.
—No había nada que sentir. Había que sacar a Isaac de su madriguera. Hicimos lo que había que hacer.
—¿Disfrutasteis con ello?
—Eres un cerdo —dijo Rupert.
—Pero si estuvisteis a punto de meterla.
—Nanay. Se cayó. Se dio un golpe en la cabeza. Nosotros no fuimos… Escucha, matar no es tan difícil cuando se tiene a Isaac de maestro.
El periodista sacó una colección de billetes de dólar del bolsillo, veinte billetes que había conseguido que le prestaran su casera y el medio para el que trabajaba entonces, un periódico underground llamado The Toad[16].
—Ahora cuéntame tu historia —dijo, mientras retorcía la lengua en la boca—. Cuéntalo todo. Tú, Esther y Stanley Chin.
Rupert dijo:
—Mañana.
Al periodista le goteaba la saliva al hablar.
—¿Estás loco? ¿Estás mal de la azotea? Mañana puede que nieve. Igual me pillo una gripe y me muero. La pasta manda. Quiero la historia, o me devuelves los veinte machacantes.
Rupert ya estaba a medio camino de Ludlow Street.
—La tendrás —le gritó, con los dólares bien apretados en el puño.
El periodista intentaba seguirle el paso.
—Rupert, ¿sueñas alguna vez con la madre de Isaac?
—Sólo cuando tengo el estómago vacío.
—¿Cada cuánto es eso?
—Una de cada dos noches.
Stanley Chin no podía comer ni cenar sin tener a dos detectives a su lado. Aquellos caballeros se comían su compota de ciruelas. Stanley no hacía caso de las letanías de las enfermeras a propósito del estado de sus intestinos. Era su prisionero favorito: las enfermeras de Saint Bartholomew adoraban a aquel delincuente de cara bonita. Pero las tripas se le encogieron cuando los detectives Murray y John le contaron las noticias del domingo: esa chica judía, Esther Rose, había estado en la central y se había comido una mayonesa muy picante. El equipo médico le había sacado las cejas de la pared con unas pinzas. Los dos se dieron un toquecito tras las orejas. Trabajaban para Rosenblatt, el Gran Judío, pero no llorarían por Esther Rose. Si hacía falta, mantendrían esposado a la cama al chino. Estaban esperando a Ojos Azules. Era cosa segura que Isaac enviaría a sus ángeles a secuestrar a Stanley Chin. El Jefe perdía influencia.
Stanley tenía una deuda de gratitud con los detectives Murray y John: poca cosa podía hacer por sí solo con los dedos metidos en mitones de yeso. Por eso, Murray, John o una de las enfermeras tenía que acercarle el vaso de agua a los labios, cambiarle el pijama, encender y apagar la radio y quitarle de la pierna hilachas del colchón si le picaba. Los detectives se dieron cuenta de que Stanley estaba de un humor de perros. No les había pedido que le rascasen la espalda ni una vez en los últimos tres turnos. Los bíceps empezaban a ajársele. Las cuerdas musculosas de su cuello estaban ahora adormecidas. Llevaba a Esther clavada en las tripas.
Aquello no era un amor infantil, ni la pasión de un chico de Hong Kong por una chica de piel blanca, una blanca de Brooklyn, una «ojos redondos» cualquiera. No tenía nada que ver con la palidez de la piel. Esther era más oscura que él. Ella tenía sudor en las axilas, una generosa línea húmeda que iba del hombro hasta el codo y hacía estornudar a Stanley. No era su pelo encrespado lo que le había seducido. Y no era tampoco su educación religiosa (nunca había oído hablar de una yeshiva antes de conocer a Esther Rose). Era un cúmulo de cosas: el sonido rasposo de su voz, su forma de arremangarse, su habilidad a la hora de discutir filosofías antiguas y medievales (Esther conocía las enseñanzas de cinco o seis sacerdotes árabes), el relieve de sus pezones bajo su única camisa oscura, la silueta de sus pies, las llagas que tenía en brazos y rodillas de tanto dibujar en los techos con tiza, los mismos dibujos, latigazos de color que revelaban bocas amargas, largas lenguas y genitales erguidos e inflamados que crecían y se retorcían sin descanso. Los horrores que Esther producía sobre techos y paredes reconfortaban a Stanley: eran los mismos chillidos que oía en su cabeza.
Había estado soñando con Esther gracias a la píldora que las enfermeras le ponían en la boca, algo amarillo que enseguida aplastaría bajo la lengua; pero de pronto vio que un hechicero entraba en la habitación, un hechicero de orejas huesudas, embutido en una bata de camillero demasiado pequeña, que empujaba con las mangas una silla de ruedas. El hechicero maniobró en torno a los zapatos tricolores de los detectives.
—Disculpen —dijo.
Al detective Murray no le gustaron las tensas mejillas del camillero, pero no quería contradecir las reglas del hospital. El hechicero sonrió.
—Sala de rehabilitación. Ayúdenme a levantarle del colchón.
El detective John subió la cabeza de la cama de hospital de Stanley y entre los dos le sentaron en la silla de ruedas de un suave empujón. John gruñó al camillero.
—Más vale que tenga cuidado con Stan. Le queremos de vuelta vivo.
En ese momento salió a relucir su desconfianza habitual.
—Eh, muchacho, ¿en qué planta está la sala de rehabilitación?
El hechicero empezó a empujar la silla.
—En el tejado. Junto al solárium.
A Stanley se le escapaba la risa antes incluso de alcanzar la puerta.
—Rupert. ¿De dónde has sacado el disfraz, tío?
—Calla —dijo Rupert, mientras le sacaba al pasillo—. Lo he robado de la lavandería.
—¿Y la silla? —dijo Stanley, sacudiendo los brazos del artilugio.
—La saqué de la sala de enfermeras.
—Ojos que no ven… Rupe, los detectives de ahí dentro te hubieran volado la cara si hubieran imaginado que eras Rupert de los piruletas. Son unos descerebrados. Pero se han portado bien conmigo.
Encontraron una rampa por la que llegaron hasta la planta baja. Rupert empezó a dar órdenes a las enfermeras y demás personal. Su rudeza oficial consiguió superar la falta de lógica de un chico que abandonaba Saint Bartholomew en silla de ruedas, con las manos y pies enyesados, vestido con un pijama. Rupert lo descargó en un taxi inclinando la silla contra la portezuela. El taxista quiso ayudarle a plegar la silla de ruedas.
—Déjela —masculló Rupert.
Fueron dando tumbos atravesando las tierras llanas de la Corona. El júbilo inicial había desaparecido. Al pensar en Esther, los dos se sintieron mustios.
Dentro del taxi había una carga estática que restregaba las rodillas de Stanley: no podía arrellanarse en el asiento sin sufrir pequeños chispazos eléctricos. Ver a Rupert con las mejillas hundidas se le hacía raro. Un mes atrás, había sido el rechoncho mesías de Stanley. Para Stanley, leer un libro era una tortura (el alfabeto inglés le daba arcadas), pero Rupert conseguía arrancarle sentido a cualquier texto. En Seward Park hostigaba a los instructores con sus disquisiciones en torno a Coleridge, Karl Marx y el cadáver de Shakespeare. Para Stanley, el mundo era suicida. Consiguió que Stanley apreciase la polaridad existente entre Nueva York y Hong Kong. Los ricos trepan y trepan, decía Rupert, mientras los pobres tiemblan como cucarachas en el fondo del bote. Se aplastan unas a otras y acaban por morir. Stanley había intentado resistirse a la actitud de Rupert.
—¿De qué conoces tú Hong Kong? —le decía—. ¿Has estado allá, Rupe?
El mesías se mordía los mofletes, más rellenos por entonces.
—Atontado, para ver Hong Kong te miro a ti.
Stanley podría haberle roto la oreja a Rupert. Podría haberle arrancado la nariz con un solo dedo engarfiado. Podría haber aligerado a Rupert de su cabellera, al estilo indio, con sólo apretarle las sienes hasta que el mesías sintiese arder su cráneo. Pero respetaba demasiado la erudición. Mantuvo los dedos apartados de la cara de Rupert.
El mesías no le falló. Encontró un objetivo para su causa: Isaac Sidel. El Jefe había acudido a Seward Park el día de presentación de futuras carreras a los alumnos de último curso para dirigir el principal discurso. Rupert señaló el bordado en la manga del gran hombre (Isaac llevaba puesta su chaqueta de Riverdale). «Ése es el hijoputa que nos controla a todos». Isaac les habló de oportunidades, de la abierta acogida de nuevas ideas en la central de policía, del trabajo de un detective de Nueva York; llevó consigo además al guaperas. Las chicas se lo comían con los ojos desde sus asientos. Le pidió a Ojos Azules que mostrase su arma. Rupert y Stanley se encogieron en su hilera de asientos. El veneno pasó de muchacho a muchacho: tenían la lengua en carne viva.
El taxi no podía llegar a Chinatown. Mott Street estaba saturada de gente en plena celebración. Tuvieron que bajarse en Canal. El cuerpo de Rupert hacía las veces de muleta. Con los pies enyesados, Stanley sólo podía avanzar a saltitos. Llegaron hasta Mott por Bayard Street. Los petardos zumbaban en sus oídos e inflaban sus rostros con humo y un ruido insoportable. Rupert tiritaba mientras la sordera se apoderaba de su cabeza. Bailarines callejeros, provistos de máscaras de dragón de ojos saltones y cuernos que llegaban hasta las escaleras de incendios, serpenteaban tras los chicos y les empujaron contra las bocas de riego y los escaparates de las fruterías. Rieron con las banderas del club republicano de Pell Street, que saludaba al Año Nuevo con pancartas agujereadas por los petardos.
Avanzaron por la cuneta, Stanley apoyado en el cuerpo encogido de Rupert, y acabaron por llegar al salón de té New Territories, un local para caballeros llegados de Hong Kong. Rupert tuvo que hacer un poco de sitio a empellones. Sentó a Stanley frente al mostrador, cubierto de naranjas y mandarinas. Nadie sonrió a los muchachos. Rupert empezó a sacar billetes de dólar del bolsillo.
—Ten —le dijo, volviendo a guardar los billetes en el pijama de Stanley—. Me tengo que pirar. No estamos ni a diez manzanas del despacho de Isaac. No quiero tener más detectives pisándome el rastro.
Stanley se miró ceñudo el yeso de los dedos.
—Ojalá pudiera ayudarte, Rupe… Le daría a Isaac un dolor de oídos que no se le quitaría jamás.
—Ah, no te preocupes. Isaac es mío.
Stanley sintió que le tocaban el hombro: Rupert se había ido. Se sacudió las imágenes de Esther encargando en su mejor cantonés bolitas de gamba y sopa de judías con requesón. Al fijarse en los solteros de Hong Kong, todos con el cuenco de arroz pegado a la barbilla, se dio cuenta de la futilidad de su situación. No podía sostener ni un tenedor (los palillos se le hubieran partido en el regazo). Llegaron las bolitas de gamba. Stanley no estaba dispuesto a arrastrar la cara por el mostrador, ni a lamer la masa hasta que asomase un poco de gamba picada. No podía ni poner las bolitas en la sopa. Con furiosos gestos de la boca consiguió robar un cigarrillo. Fumó, apoyado contra el mostrador, prisionero en su taburete. No habría podido llegar por sí solo hasta la puerta.
Una hilera de caras le observaba al otro lado de la ventana.
Una tras otra, las caras compusieron una sonrisa. A Stanley le parecieron gatos. Aquellos chicos tenían cuatro pelos pegados a la barbilla. Eran el Mordisco del Dragón. Joey, Sam, Sol y Marv: podrían ser los nombres de chicos de una yeshiva. O eso pensaba Stanley. Entraron, más bien se aposentaron, las piernas muy rígidas, en el local. El aire se enrareció con la fragancia de las naranjas y del jabón de Hong Kong. Los solteros juntaron las rodillas para hacer sitio a los dragones de Pell Street, que a su paso tumbaban servilleteros y tarros de mostaza barriéndolos con las faldas de sus jerséis de invierno. Los dragones rodearon a Stanley Chin.
—Mira tú por donde. Si es el mismísimo.
—¿Cómo te va, grandullón? ¿Enamorado aún de los «ojos redondos»?
—Parece triste sin su piruleta.
Marv era el más callado. Cogió un tenedor del mostrador y rascó con él el muslo de Stanley. Los otros tres dragones salieron en busca de más cubiertos. Sam intentó meterle una bolita de gamba en la garganta. Joey le vertió la sopa por el cuello del pijama. Le robaron los billetes de dólar. Stanley tenía sus armas. Podía darles un golpe con el codo. Pero no pudo mantener el equilibrio. Se cayó del taburete al intentar darle en la nariz a Marvin. Los chicos empezaron a patearle. Un tacón se le clavó en los riñones. Empezó a tragar sangre. Tenía a los cuatro dragones encima. De pronto se levantaron. Les oyó decir «su puta madre». Los jerséis de invierno se desvanecieron. Alguien les había asustado.
Stanley no conseguía ver quién había sido su salvador. Vio racimos de naranjas. Miró a izquierda y derecha. El suelo del local le magullaba los huesos del cráneo. Los solteros no eran cuidadosos, tiraban el arroz al suelo. Sus mitones de yeso estaban sucios. Le dolía la boca. De pronto estuvo cubierto de abrigos. Le levantaron entre tres hombres. No podían ser más que polis. Aun con la nariz sangrando reconoció a Manfred Coen, el detective de ojos azules de Isaac. Aquel poli estaba de un modo u otro presente en la vida de Stanley. «Ojos Azules», quiso decir Stanley. De su boca salieron burbujas. «Rupert le odia, señor Coen». Manfred le enjugó la boca con un pañuelo bordado. Stanley mordió el pañuelo para aliviar la presión sobre la nariz. No quería estornudar sangre encima de un abrigo de pelo de camello. Ojos Azules tenía unos pulgares muy tiernos. Sabía masajear la piel de un muchacho, incluso debajo de un pañuelo ensangrentado.