11

El olor a requesón en la nevera de su padre podría volver loca a cualquier chica. Atrapada entre su padre y su «prometida», Marilyn se sumió en amargas cavilaciones acerca de lo que había sido su vida pasada y presente: Sarah Lawrence, tres maridos, requesón y ahora Rivington Street, todo en siete años. Tenía que librarse de los blintzes y de Ida Stutz. Marilyn necesitaba a Ojos Azules, pero Isaac lo había apartado de ella. Se puso su abrigo de invierno, cerró con llave la puerta de la casa y salió a la calle. No había forma de escapar a Isaac. La saludaron en la fábrica de matzohs, en la tienda de bocaditos que tenía ciruelas pasas en la vitrina, en la panadería húngara, donde vendían cortezas de pan moreno capaces de curar el estreñimiento, los diviesos y la gota a viudas y divorciadas.

—Hola, señorita Sidel. Dígame, ¿qué tal está el Jefe hoy? No sea tímida, cariño. Coja un trozo de strudel para su padre y otro para usted. Por favor. No me irá a sacar la cartera, ¿verdad? Es demasiado temprano para cambiarle un billete de diez.

El puto East Side al completo era el hogar de su padre. Tendría que ir de compras a Little Italy si quería seguir con vida. En el territorio de su padre nadie le permitía pagar por lo que pidiera. A una manzana del apartamento de Rivington Street ya iba cargada de paquetes. Llevaba strudel, matzohs enteros de trigo, palitos de pan y pipas de calabaza. Se encaminó al bar de Bummy en Broadway Este, segura de que allí podría descansar de los adoradores de Isaac. En el bar de Bummy despreciaban a su padre.

Marilyn pidió un whisky sour con dos rodajas de limón y un poquito de sal. Sabía que en la cocina de Bummy trabajaba un viejo delincuente, Gulavitch el Tuerto, víctima de su padre. Isaac le había saltado un ojo con los dedos. Se preguntó si el hampón intentaría vengarse con ella. Pero no podía ver el interior de la cocina.

Bummy Gilman se acercó a su taburete. Tener a una chica delgaducha y con tetas en el bar le preocupaba. Un zorrón como Marilyn le podía traer problemas. Isaac era muy capaz de cargarse cualquier bar.

—No me pongas esa cara, Bummy —dijo ella—. No soy la mensajera de Isaac. No te traigo saludos de su parte.

—¿Quién ha dicho que seas una soplona, Marilyn? Yo no.

Bummy le gritó al camarero:

—George, a esta señorita le falta hielo en el vaso.

El camarero llegó con la cubeta del hielo. Luego se retiró a su sitio, jugueteando con los botones de su chaqueta roja.

Bummy se apartó un momento de Marilyn para susurrar al camarero al oído:

—Entretenía, George. Si te pide guerra, se la das.

El camarero se relamió los dientes.

—Dios, anda y que no me gustaría.

—Olvídalo, George. Está envenenada. Su padre tiene unas manos terroríficas. Le bastaría con medio dedo para arrancarte la nariz. Es una devoradora de hombres. No te miento.

Bummy se metió en la cocina en busca de Gula el Tuerto. Gula estaba encorvado sobre el perol de las patatas. Sabía saltarle los brotes a una patata en menos tiempo del que tardaba un carterista marrano del Bronx en echarte mano al pantalón.

—Gula —dijo Bummy muy zumbón—, ¿te gustaría echar un casquete?

—No deberías hacer bromas con eso, Bummy —dijo Gulavitch, al tiempo que se separaba del perol.

—¿Sabes a quién tenemos ahí fuera sentada de piernas cruzadas, cariñín? A la hija de Isaac. Está que se sale por ti.

—Déjala que se salga.

—Hazle un regalito, por lo menos. Tú perdiste un ojo. Toma uno de los suyos.

—No me sirve —dijo Gulavitch—. ¿Ella qué ha hecho? Se la debo a Isaac, no a la niña.

Bummy no iba a discutir con un hampón de sesera frágil. Volvió con George. En su cabeza bullían imágenes de Isaac. El Jefe era el amo de Broadway Este. Bummy tenía que bailarle el agua al gran judío en la central y hacerle reverencias a Isaac, so pena de tener que trasladar el bar a Brooklyn. Estaba harto.

—George, tienes luz verde. Es toda tuya. Tíratela. Me da igual. Pero anda con ojo. Se magulla. Si Isaac ve alguna vez marcas de tus dedos en su cuello, eres hombre muerto.

George acarició una de sus mangas rojas.

—Tú déjame a mí, Bummy.

Bummy se sentó junto a la caja registradora, jugueteando con los recibos del día anterior, y observó cómo George engatusaba a Marilyn la Fiera. No pudo por menos que admirar la habilidad de George. El camarero pasaba ya los pulgares sobre el trasero de Marilyn antes de que Bummy hubiese acabado con los recibos. Detrás del bar había un pequeño recinto en el que Bummy organizaba peleas de perros para los clientes especiales, y alguna que otra vez un número picante (las chicas que se desnudaban en el bar de Bummy eran un préstamo de Zorro Guzmann). El recinto pasaba a ser pista de baile cuando Bummy iba corto de perros o de chicas.

Marilyn salió a la pista con George. No le bastaba con el whisky y la sal entre los labios. Necesitaba algo de sudor, y compañía masculina, para aliviarla de Rivington Street y del color de los ojos de Coen. No veía ninguna solemnidad en que una polla se metiera entre los pliegues de su entrepierna. Sabía lo que significaba bailar con George. No interceptó el recorrido de su muñeca. A George le gustaba acariciar a las chicas con un dedo metido en la ropa interior y Sinatra de fondo en el tocadiscos de Bummy.

—Pequeña —le dijo—, vente conmigo a casa.

El silencio no arredra a George. Era un camarero paciente. Fue a buscar las llaves de Bummy.

—La tengo a huevo, Bummy. Lo sé. —Le temblaban las manos—. Te lo juro, está abierta de piernas.

Bummy le dio las llaves del dormitorio que tenía encima del bar. Era un refugio para sus clientes, que podían así cortejar a las reinas grotescas de Zorro sin tener que salir de Broadway Este. George condujo a Marilyn a través de la cocina; allí pudo echarle un vistazo a Gula y su perol de patatas (el perol era de paredes altas, y muy, muy oscuro). Luego subieron por la escalera privada de Bummy. La desvistió, sin quitar las llaves de la puerta, y amontonó la blusa y la falda en una silla. Se mostró mucho más meticuloso con su chaqueta roja, y no la colgó de una percha en el armario de Bummy hasta que las hombreras estuvieron alineadas. Llevaba ligas en las rodillas y un braguero para mantener la hernia en su sitio. George no tenía vello púbico. Cuando se quitó el braguero, Marilyn vio que un bulto del tamaño de un guisante le salía justo encima del muslo, Su entrepierna pelona era rasposa al tacto. George la empujó a la cama doble de Bummy: al moverse, la hernia se desplazaba por la línea del muslo.

A Marilyn no le repelía un guisante errabundo bajo la piel. Un hombre con hernia bien podía hacer de ella una mujer apasionada, pero George era demasiado rudo. Se subió encima de Marilyn, las ligas rozando contra sus piernas, y entró en ella a la fuerza. Ella no se quejó. No había ido al bar de Bummy a por té y pastas. Tenía whisky en los pulmones. Soportó el roce de las ligas y los míseros y flojos embistes de George. No pudo siquiera cogerle por las orejas para adaptar su ritmo. Él no bajaba la cabeza. Su orgasmo fue un gruñido de desdén. Se bajó de Marilyn, recompuso el cinto de su braguero y sacó la chaqueta del armario.

—Voy con prisa —dijo—. Bummy me necesita… Se siente solo cuando no estoy en la barra.

Marilyn se quedó en la cama. No quería bajar demasiado pronto y ponerse a chupetear licor de cerezas. Un whisky sour la predispondría contra Coen. Se enfrentó a su amargura aferrándose a las sábanas color lavanda de Bummy. Jesús, María y José, si Ojos Azules ya no iba a penetrarla, siempre podría buscar a George.

Finalmente se vistió, tras recuperar la ropa de la silla. No encontró ningún trapo en el cuarto, y tuvo que salir con leche en el muslo.

—No está tan mal ser una solterona. Puedo sobrevivir sin Manfred Coen.

No le preocupaba entrar en la cocina. Si quería, Gulavitch podía quedarse con su cuello y jugar con él. Ella le ayudaría a colocar los pulgares sobre la tráquea. Gula alzó la vista del perol y la llamó.

—Señorita, tengo una cara de patata para ti.

Había estado tallando una patata florecida con las uñas. La cara tenía nariz, orejas, labios y dos brotes por ojos. Gula le había dado una barbilla curvada y había marcado el pico entre las entradas del pelo, con lo que la patata tenía los rasgos crispados de un penitente. Los detalles sombríos no disgustaron a Marilyn. Aquella patata era un gesto de cariño. Le entró la llantina, descompuesta por los rasgos de ese rostro desencajado. El regalo cubría una necesidad que ningún marido podía sustituir. Gula debía de haber visto el rostro de locura en su cara cuando cruzó la cocina junto a George. ¿Estaba diciéndole con la patata «no estás sola, señorita»? Hubiera podido gritar «¡Huevos azules y el mierda de mi padre!» apoyada en el pecho de Gula sin sentirse avergonzada. Gula ofreció a Marilyn el trapo que llevaba en la manga. Ella se enjugó los ojos.

—No te sientes a la barra. Bummy es un soplapollas. Aquí nadie te quiere. Y dile a tu padre que Gula el Tuerto le folla por la nariz.

—Se lo diré, señor Gulavitch. Lo prometo.

Y salió de la cocina con el trapo apretado en un puño: pasó junto a Bummy, que se mofó de la astrosa caída de su falda, y junto a George, que la insultó por inflamar el bulto de su bajo vientre. A Marilyn le dio igual. Tomó sus paquetes del taburete, los matzohs y las pipas de calabaza, y se fue de Broadway Este.