Marilyn no llevaba nada bien su nueva soltería. En casa de su padre había más de una mujer. Isaac se había llevado a su «prometida» a vivir a Rivington Street. No podía permitir que Ida Stutz siguiera viviendo en su apartamento cuando Rupert Weil podía tomar al asalto su escalera de incendios. Por eso los tres tenían que compartir el aire de dos habitaciones pequeñas. Las chicas no acababan de congeniar. Marilyn lo intentaba, pero Ida se sentía incómoda en presencia de una chica con estudios. Se avergonzaba de su sudor, y de los trocitos de queso que se le enredaban en el pelo cuando preparaba blintzes en el restaurante. Su cuerpo parecía un artículo de saldo comparado con los esbeltos codos y los ijares goyim de Marilyn. Ida lloriqueaba ante el queso: le hubiera gustado meter la cabeza en un barreño de champú de avena hasta ahogarse.
Marilyn sólo conseguía relajarse cuando Isaac y su «prometida» salían a trabajar. A partir de ese momento tenía el piso de Rivington Street para ella sola. Entonces podía bañarse por las tardes, limarse las uñas, contemplar las venas de las manos. Echaba de menos a Ojos Azules. Pero si conspiraba a espaldas de su padre y acudía corriendo a ver a Coen tiraría por tierra su carrera con Isaac y la Oficina del Comisionado. Marilyn percibía el revanchismo de su padre. Isaac tenía celos de Coen.
En tanto que hija soltera de Isaac, compartía el retrete con el viejo del apartamento de enfrente. El viejo acaparaba las instalaciones. Soltero él también, despreciaba a toda mujer que se sentase para hacer pis. Marilyn tenía que tirar de la cadena por él: era demasiado remilgado para tocar la manija de la cisterna. Quizá hubiera podido desentenderse por completo del viejo si éste se hubiese molestado en cerrar la puerta del retrete. Se sentaba siempre con los pantalones arrebujados de cualquier manera y colgados de un clavo encima de la cabeza, se daba con los puños en las rodillas y cantaba canciones escandalosas a todo pulmón, canciones de cortejo, imaginaba Marilyn, dada la febril entonación del viejo. No tenía otra forma de saberlo. Las canciones no cuadraban con ningún idioma que Marilyn conociese: parecía ensamblar retazos de inglés, yiddish y húngaro. Marilyn no tenía ganas de descifrar su significado.
Aquella mañana, desesperada por hacer pis, entró en el retrete a la carrera. Dio un salto a un lado para evitar el choque con las rodillas del viejo solterón. Su pecho chocó contra la pared. El viejo se quedó sentado, chasqueando la lengua, y le mostró un pito de un rojo increíble, salido de su bajo vientre para rondar a una chica judioirlandesa. Marilyn necesitaba a Coen.
Ni siquiera el comisionado de la policía consiguió arrancar a Isaac de su escritorio. El humor de perros del Jefe tenía confundidos a sus subordinados. Si la piruleta había saltado por los aires ya no podía hacerle daño. Isaac era un héroe. ¿O es que no había sobrevivido a las bombas caseras de Esther, a aquel potingue de los tarros de mayonesa? ¿De qué se lamentaba el Jefe?
Isaac pasó horas sentado sin mostrar el menor signo de flojera en las espesas mejillas. No quería seguirles la corriente a sus hombres. Pertenecían a la brigada de las pistolas de goma, antiguos ángeles de Isaac que habían sufrido la humillación máxima: la Oficina del Comisionado les había retirado sus cuarenta y cinco por un exceso de celo en el cumplimiento del deber. Los servicios internos les habían acusado de ser de gatillo muy fácil. Al parecer habían volado más sesos de la cuenta. Ahora trabajaban de oficinistas para Isaac. Eran muy sensibles al menor cambio de su humor, a ese cabello erizado tras las orejas que delataba su ansiedad. ¿Qué estaría esperando el Jefe?
El teléfono sonó hacia las tres de la tarde. La patrulla de pistolas de goma comprobó que los cabellos de Isaac se disparaban: aquellos hombres habían desarrollado poderes psíquicos para detectar los distintos sonidos que podían producir un teléfono. Isaac acercó la lengua al auricular.
—¿Diga?
—¿Está ahí Isaac el Puro?
El aire se escapó resoplando entre los carrillos de Isaac, que se distendieron.
—Llamo por Esther Rose. Tú la mataste, chulo putas. Ella te llevaba sopa, y tú vas y la arrojas a un montón de mierda.
—Vaya sopa —dijo Isaac—. Venía en un tarro especial. ¿Dónde estás, Rupert?
—¿A que te gustaría saberlo? ¿Lloró mientras la torturabas, Isaac? ¿O te escupió a la cara?
—Rupert, tenemos que hablar. Nos encontraremos donde tú quieras.
Los de las pistolas de goma se afanaban en rastrear la llamada de Rupert. El Jefe los ahuyentó del equipo de sonido con un gesto de la barbilla. No podían creer que Isaac se achantara ante un piruleta.
—¿Quién se encargó del brazo de Esther, el detective rubito? También me encargaré de él.
—¿Ojos Azules? Nunca ha visto a Esther Rose. No salgas a la calle, Rupert. Hay unos cuantos tipejos italianos que te están buscando.
—¿Intentas retenerme mientras tus técnicos localizan mi cabina, Isaac? Olvídalo. Voy a colgar.
—Nos sobreestimas, Rupert. Es el FBI el que enreda con los cables, no nosotros. Nosotros somos hombres primitivos.
—Vas a ser primitivo antes de lo que crees. Me voy a cebar con tu mandíbula. Pienso ponerte los dientes en conserva. Enviaré tus tripas a la central por correo, a pagar en destino. Todos te recordarán, Isaac. Desearás no haber jodido nunca a Esther. Adiós.
Isaac sostenía el teléfono muerto en el regazo. Los de las pistolas de goma se quitaron de en medio. El Jefe estaba inmerso en sus cavilaciones. El forense y los chicos de dactiloscopia que habían empolvado los tarros de mayonesa no supieron decirle nada excepto que Esther se había inmolado. Isaac tendría que sacar conclusiones por su cuenta. Una chica descuidada no deja el abrigo debajo del lavabo. La desnudez de Esther desbarataba la teoría más sencilla de una muerte accidental. ¿Le gustaba acaso manipular bombas sin estar vestida? ¿Quién iba a creerse que una chica quería morir con Isaac? Esperaba que Rupert pudiera revelarle quién era Esther. Las instrucciones del muchacho eran lentas. Rupert tenía a Isaac por un asesino.
Había enviado a Coen a Brooklyn para entrevistarse con la familia de Esther. Coen salió vivo a duras penas de allí. Los sefarditas le habían insultado y arañado. Negaron conocer siquiera a Esther. Isaac no estaba satisfecho. Ya había tratado con judíos más extraños que aquéllos. ¿Había hecho reír a aquel tzaddik[15] de Williamsburg o no? Había bailado con los hasidim en una sinagoga más grande que un campo de fútbol. De modo que Isaac salió en busca de Esther. Se llevó a Brodsky consigo. Isaac no hubiera querido compañía en Manhattan o el Bronx, donde podía detectar cualquier calle con la nariz. Pero Brooklyn era una segunda Arabia, innavegable para Isaac sin coche, un desierto de vecindarios contradictorios, sanguinario, suave, con bolsas de aire capaces de penetrar los calzones más gruesos de un policía hasta causarle escalofríos. Isaac encontró a la gente de Esther en un bloque de viviendas privadas cercano a Gravesend y a Coney Island Creek. No le invitaron a pasar. Un tipo con casquete que bien podría haber sido el padre, el tío o el hermano de Esther (sus cejas crispadas y las orejas pendulares hacían imposible adivinar su edad) salió a recibir a Isaac con un cuchillo de cocina. Isaac retrocedió por el camino de entrada, decepcionado por los judíos sefarditas. Hizo una seña a Brodsky, con la mano en dirección a Manhattan.
Horas después volvía a llamar a Brodsky. Isaac quería ir al depósito de cadáveres de Bellevue. Los de las pistolas de goma embutieron en los impermeables un cargamento de lápices (al Jefe le gustaba hacer apuntes en sus viajes con Brodsky). El chófer parecía alicaído. Prefería mantenerse alejado de los hospitales y de los depósitos. La intención de Isaac no era forzar a Brodsky a vérselas con un truculento médico forense. El Jefe iba en busca del cadáver de Esther. Los sefarditas no lo habían reclamado y lo habían abandonado en los frigoríficos municipales. Si las Manos de Esaú se negaban a enterrar a una piruleta judía por cuestiones estatutarias (Barney Rosenblatt tenía el poder de vetar la petición de Isaac), él mismo pagaría de su bolsillo una tumba, una con una lápida decente.
El encargado del depósito se mostró esquivo con Isaac. Juró por su vida que Esther había desaparecido.
—Isaac, tú tienes autoridad. Tira abajo las paredes si quieres. El forense tiene miedo al comisionado. Pero no vas a encontrar ni una mierda. A esa chica ya se la han llevado.
—¿Se la han llevado a Ward’s Island con el turno de los indigentes?
La idea de que pudiesen meter a Esther en una fosa común enloqueció a Isaac. Se le hacía repugnante. Aquellas tumbas eran vaciadas cada diez o veinte años para hacer sitio a una nueva tanda de huesos.
El encargado sonrió.
—No ha ido a Ward’s Island, Isaac. Alguien firmó por ella.
—Enséñame el registro, mamón.
El encargado regresó con una tarjeta larga.
—¿Era pariente? —masculló Isaac.
—No, aquí pone «admirador».
—¿Cómo se llama el admirador?… ¿No será Rupert?
El encargado achinó los ojos para leer mejor.
—No está muy claro, Isaac. Una palabra. Empieza por Z.
—Zorro —dijo Isaac, con una iluminación repentina, mientras miraba por encima del hombro del encargado.
El encargado entornó los ojos.
—Isaac, al depósito no se le toma el pelo. ¿Quién es Zorro?
—Uno de los chicos Guzmann.
El cementerio estaba en Bronxville, y los Guzmann tenían allí una fosa familiar. Tras hablar con otro encargado, Isaac descubrió que Zorro Guzmann se había hecho con Esther dos horas antes. Salió del depósito a la carrera. Brodsky se afanaba tras él.
—No tiene sentido, Isaac. ¿Qué iban a querer los Guzmann con una piruleta? ¿Tienen un plan para revivirla? ¿La van a vender en la calle?
Los Guzmann, un clan de judíos marranos del Perú, carteristas, rateros y proxenetas, se habían establecido en el Bronx y se habían convertido en los príncipes de las apuestas de Boston Road. Habían hecho su agosto entre latinos, irlandeses pobres, negros y viejos judíos. Isaac nunca se había inmiscuido en sus negocios de baja estofa. Pero la tribu había empezado a infestar Manhattan. Los Guzmann secuestraban chiquillas recién llegadas al puerto y las subastaban en los burdeles locales. Isaac se había propuesto sacar a la tribu de su territorio. Los piruletas le habían retrasado. No le quedaba tiempo para ocuparse de unos cuantos chulos mugrientos.
El chófer le llevó a Bronxville. La fosa familiar de los Guzmann era una loma de hierba helada. Tres viejos tiritaban frente a una herida fresca sobre la loma. Eran plañideros expertos. Los Guzmann los habían contratado para llorar por Esther. Vestían los caftanes de un gran rabino, con la salvedad de que en el pecho de todos había una cruz. Zorro estaba con ellos, enfundado en un abrigo a cuadros. Brodsky llamó la atención de Isaac con una risotada.
—Isaac, ¿quieres que le tire colina abajo? Ya que están aquí, que los viejos esos lloren por Zorro. Un toque en la cabeza y el caso Guzmann queda cerrado. A Zorro ya no le quedará cerebro.
Isaac le señaló a un hombre al otro extremo de la colina, un hombre sin el gusto por la ropa de Zorro: llevaba puestas unas orejeras salidas de una tienda de saldos del Bronx, una bufanda manchada como un moquero, un fárrago de jerséis, un mono de trabajo de fondillos abultados que se acababa a media pantorrilla y unos chanclos con una hebilla imposibles de abrochar. Tenía una nariz chata y la frente más ancha de lo normal.
—Hazme un favor, Brodsky. A partir de ahora, las amenazas las susurras. Ése de ahí es Jorge. El hermano mayor de Zorro. Las balas ni le tocan. Tiene una piel de elefante. Como le hagamos algo a Zorro nos envía al hoyo. Pórtate bien.
Isaac se acercó a Zorro Guzmann (su nombre de pila era César) con las manos fuera de los bolsillos, de forma que Jorge no malinterpretase los gestos amistosos de Isaac y se lanzase colina abajo con las orejeras torcidas y los chanclos chirriando. Zorro tenía barro en sus zapatos de piel de cerdo. Su abrigo multicolor se volvía anaranjado con el atardecer. Isaac procuró no fijarse en los finos zapatos de Zorro.
—Zorro, ¿desde cuándo se interesa Papá por los asuntos de una chica de yeshiva? Brooklyn no es vuestro barrio.
—¿Estás llamando iletrado a mi padre? Lee el Daily News todos los días. La chica es ladina, ¿no? ¿Tú te crees que mi padre va a dejar que descanse en una tumba impura? No cuando es una judía española. ¿Ves a los plañideros de la colina? Son hombres santos. Llevan maldiciendo al padre y la madre de Esther desde las dos.
—Es una historia conmovedora, pero ¿estás seguro de que Papá no está honrando a Esther porque intentó asesinarme?
—No blasfemes en un cementerio, Isaac. Mi padre es un hombre religioso. A él no le importa si vives o mueres.
—Mejor para él, Zorro. Yo respeto a tu familia. Nunca me he entrometido en los asuntos de los Guzmann en Boston Road. Conque quítate la cera de las orejas. Manhattan no es para vosotros. Las cucarachas de allí tienen muy mal morder.
—Isaac, ni siquiera sé escribir bien Manhattan. ¿Para qué me iba a ir a vivir allí?
Isaac había terminado con el aviso obligado. Ya tenía previsto hacer trizas el espectacular abrigo de Zorro. Arrastraría a los Guzmann por las alcantarillas tan pronto acabase con lo que tenía entre manos en Manhattan.
—¿No me vas a preguntar por Ojos Azules, César?
Zorro removió la tierra con la piel de cerdo de sus pies.
—No hables de azul. El azul es un color sucio en mi religión. A ver si aprendes historia, Isaac. Todos los magistrados vestían de azul en Portugal y en España hace seiscientos años. ¿A que no sabes por qué? Un color oscuro evitaba que la peste a judío se instalase en tus sobacos.
—¿Te lo ha contado tu padre?
—No, lo aprendí de mis hermanos.
Los cuatro hermanos de Zorro, Alejandro, Topal, Jorge y Jerónimo, eran sabios del Bronx, incapaces de leer los carteles de la calle y de comprender las sutilezas de una puerta giratoria. Jerónimo, el mayor de todos, dormía en una cuna.
—Aún no me has preguntado por Coen, César.
—No hay nada que preguntar. Coen se largó de la tienda de dulces de Papá. Buscó protección bajo tu ala.
Coen se había criado en Boston Road, donde Papá Guzmann mantenía su imperio bajo la tapadera de los batidos y los caramelos blandos. Fue Papá el que empujó al suicidio a los padres de Coen: les tuvo controlados con pequeños préstamos en metálico hasta que la miserable huevería que regentaban pasó a manos de Papá.
Zorro empezó a alejarse de Isaac. Estaba en Brooklyn a petición de su padre para enterrar a una ladina a la que nadie quería en la hierba helada, en presencia de tres rabinos cristianos que pululaban ahora por el túmulo sagrado de los Guzmann.
—Isaac, esto es un funeral. Ahora no puedo hablar.
Isaac abandonó cansinamente el cementerio junto a Brodsky. El chófer vigilaba a escondidas a Jorge Guzmann mirando por encima del hombro: le desconcertaba que un tarado con chanclos abiertos intimidase al Jefe.
—Isaac, por favor, déjame que le arree en la cabeza al tal Jorge. A ver qué sale, si agua, meados o sangre.
El Jefe hizo callar a Brodsky con un gruñido horrible. No necesitaba compañía. Se acomodó en el asiento trasero del coche. El calor que rebosaba su mirada hubiera bastado para arrancarle los labios a Brodsky.
—Esther —murmuró.
Estaba harto de un mundo de piruletas.