Isaac llego a Neptune Manor, en Ocean Parkway, vestido de diario: no había querido pasar por el apartamento de su esposa en Riverdale para rescatar una de sus cinco chaquetas de terciopelo (amarillo champán, verde pepino, naranja, rojo y gris topo) sólo para ir a la boda de una solterona. Marilyn se había negado a ir con él, de modo que había llevado consigo a Coen. Los «cuervos» de la oficina de Barney Rosenblatt, que por respeto habían renunciado a sus bolsillos de cuero y habían acudido vestidos en imitación de piel de tiburón y lustrosa gabardina, rieron por lo bajo al ver a la «pareja» de Isaac. Coen estaba con la mierda al cuello, todos lo sabían: había incurrido en el pecado capital de pretender a Marilyn Sidel. Isaac y Coen se sentaron en una esquina, lejos de la mesa de los novios, a la que el Vaquero se sentaba con su hija mayor, su reciente yerno (un mercero de dientes podridos), el comisionado primero O’Roarke, el inspector jefe y el jefe de la policía, acompañados por sus esposas, y con dos jóvenes tenientes de alcalde, personas honorables de largas patillas y licenciaturas universitarias que se sentían a sus anchas en una sala llena de polis. Anita Rosenblatt lucía un velo que tapaba una nariz torcida y la larga y pronunciada barbilla de su padre. La novia tenía treinta y dos años. Padecía de una galopante alopecia, consecuencia de un desajuste nervioso que le había envenenado el cuero cabelludo. Ni siquiera Isaac, que detestaba al Vaquero, podía ser indiferente al atractivo de Anita vestida de novia. Había sobrevivido a las calvas y a las imperfecciones de su rostro. Cuando Anita miraba al mercero le acometía un rubor que podía con cualquier velo y era capaz de arrancar de un pellizco la amargura de las mejillas de un comisionado irlandés.
Anita presidía el bufé. Los fiscales adjuntos de los distritos de Manhattan, Brooklyn y Queens, de pie frente a la novia, consumían ingentes platos de col en vinagre. Una fuente, coronada por una figura de Neptuno surgiendo de entre las aguas (hecha en oro y plata) escupía ponche de limón en un cuenco cercano a los pies de Neptuno con fuerza suficiente para ahogar a un bebé o a un cachorrillo.
Isaac descubrió a Herbert Pimloe tras una bandeja de salami. Sólo el respeto por el comisionado primero O’Roarke le impidió a Isaac clavarle un salami en la garganta a Pimloe. O’Roarke era un hombre enfermo. No le hacía falta, además, que sus inspectores le pusieran en evidencia en un evento social. Isaac encajonó a Pimloe contra los salamis sin una pizca de malicia.
—Herbert, he oído que el Vaquero tiene un mozo nuevo.
Pimloe intentó escabullirse del bufé. Isaac le mantuvo en su sitio con dos dedos. Pimloe no se atrevía a moverse.
—No te puedes creer todo lo que te digan, Isaac.
—Herbert. ¿Tienes ya el anillito de boda del Vaquero? ¿O es una relación informal?
Pimloe dedicó a Isaac una sonrisa forzada. Las venas de sus orejas habían enrojecido.
—No deberías hacer tanto caso al FBI, Jefe.
—¿Cuánto te prometió el Vaquero, Herbert? ¿Media ciudad? ¿Eso costaba que te pasases a su bando? ¿Qué va a darte, Brooklyn o el Bronx? Quiero saberlo, Herbert.
—No te la he jugado, Isaac, te lo juro.
—Pimloe, tú le dijiste al Vaquero dónde encontrar a Stanley Chin. Y no me vengas con chorradas sobre Newgate. Newgate no le lamería el culo al Vaquero. Es demasiado orgulloso. Para algo así hay que ser de Harvard.
Isaac dejó a Pimloe meditabundo, recostado contra la húmeda piel de los salamis. Su rabia era en gran medida falsa. El Jefe no podía tomarle a mal a un niñato que intentase salir adelante. Herbert iba a por lo seguro. Le parecía que el Vaquero era mejor rabino que O’Roarke. ¿Por qué iba Pimloe a poner la placa y el culo a disposición de un comisionado moribundo?
Isaac se acercó a la mesa de los novios. Quizá tuviera una enganchada pendiente con Barney, pero no pensaba insultar a la novia. Besó a Anita bajo el velo, y le deseó un matrimonio largo y feliz pese a las rencillas de la central. El velo rozó la nariz de Isaac. Pudo sentir la encorsetada rigidez del vestido. Rezó porque Anita no perdiese nunca a su esposo el mercero. Sabía todo lo que hay que saber sobre hijas con talento para escabullirse de sus maridos. Pensar en Marilyn hizo que Isaac se acordara de Coen. Antes prefería verla soltera que con Ojos Azules. Coen era el poli perfecto. Desprovisto de ideas propias y de ambición, era de toda confianza. ¿Qué podía ofrecerle a Marilyn más que sus malditos ojos azules?
Bajo la fría y conejil mirada del comisionado de la policía y su señora, ocupados en hincharse a ensalada de patatas mientras escrutaban cada invitado nuevo, Isaac se vio obligado a estrechar la mano del Vaquero.
—Suerte —dijo Isaac, la sonrisa escondida tras las arrugas de una manga.
El Vaquero acogió a Isaac con desdén y una panoplia dignos del mejor proxeneta. Vestía un traje azul oscuro con corbatín de seda, faja y pantalones más anchos que una falda; su rango, «jefe de detectives», aparecía inscrito en filigrana en unos gemelos de perla moteada. El Vaquero había apoquinado trece mil dólares para hacerse con un local suficientemente grande en el que festejar a su alopécica hija, y antes preferiría colgarse de las magníficas cortinas de su oficina (instaladas por Teddy Roosevelt setenta años atrás) que permitir que Isaac le fastidiase su día de gloria. Él mismo se había ocupado de que Isaac y su amiguito se viesen relegados a una mesa prácticamente dentro de la cocina, de forma que el hedor de la grasa de pollo les recordase su mísera condición. Ojos Azules le gustaba menos aún de lo que le gustaba Isaac. Los chicos guapos como Coen eran los que habían tonteado con la hija de Barney y habían plantado a Anita una y otra vez, hasta que el Vaquero decidió intervenir. Le buscó a Anita un prometido, un comerciante de cincuenta y ocho años sin nada con lo que comerciar, un solterón con unas facturas espeluznantes de dentista, un huérfano más ávido por tener de padre político a alguien capaz de achantar a los detectives de los cinco barrios. Barney le buscó un localito en Schermerhorn Street, apenas una rendija en el muro de dos carretillas de profundidad y convirtió al huérfano en un mercero. El jefe de detectives no podía tener a su hija encamada con un desharrapado.
—No te preocupes por nada, Isaac. La comida del hospital no matará a Stanley Chin. Mis hombres le han alimentado con barritas de chocolate.
El Vaquero tenía derecho a mostrarse ufano: tenía a Anita asegurada de por vida (el mercero quedaría huérfano de sí mismo si se le ocurría desaparecer de Schermerhorn Street), le había levantado a uno de los piruletas a Isaac en Corona y ya le había cotorreado al comisionado que habían trincado a Ojos Azules con la zorrita de Marilyn. Pero Isaac pasó junto a él, murmurando apenas un saludo al comisionado y a su esposa, y arrumbó al sur a lo largo de la mesa nupcial hasta llegar junto al comisionado primero. Isaac no había ido a discutir sobre cuestiones policiales con su jefe. No le habló a O’Roarke del nido de ladrones de coches que sus ángeles habían descubierto en la tercera división: policías que suministraban Fords y Buicks a los apostadores de Nueva Jersey. Isaac tenía los detalles en la cabeza: sólo importunaría a O’Roarke con ellos cuando estuviera listo para caer sobre aquellos polis y reventar su nido. Isaac se recostó contra la mesa.
—¿Quiere que les traiga algo a usted y a su esposa del bufé, comisionado Ned?
El comisionado primero miró a Isaac con unos centelleantes ojos verdes capaces de resistir la corrosión de los medicamentos y el radio que se veía obligado a ingerir. Antes de que el tumor de su garganta se llevase consigo parte de su concentración, O’Roarke había sido el policía más temido de Nueva York. Un comisionado de la policía estaba literalmente casado con el alcalde y, enredado en la política municipal, no acostumbraba a durar más de unos meses en el cargo. El comisionado primero llevaba treinta años en su puesto. Él había introducido a los nuevos comisionados y había barrido la porquería de su predecesor. O’Roarke era lo más parecido a la perennidad que podía conocer un policía. Y ahora el comisionado primero se estaba muriendo a chorro.
O’Roarke, amable siempre con Isaac, le preguntó por Coen.
—¿Por qué está Manfred tan lejos? ¿Está jugando de exterior? Desde este extremo de la mesa no le veo.
—No pasa nada, comisionado Ned. Es que el Vaquero no le quiere cerca de la novia.
—Eso le pega al Vaquero. ¿Y nosotros qué? Cuando Manfred sonríe me alivia la indigestión.
—Se lo puedo traer, pero por aquí se meterá en líos. Cuanto más lejos del Vaquero esté, mejor.
Isaac mandó recado de que trajesen a Ojos Azules. Coen pasó junto a las mesas reservadas a los sargentos, parientes lejanos y simples capitanes de comisaría, que se burlaron de él parapetados tras sus servilletas, porque no podían arriesgarse a meterse con Isaac en campo abierto. Isaac se largó. Bastante había sufrido durante el bufé, mientras enseñaba los colmillos a los comisionados, a los tenientes de alcalde y a los más señalados de entre los Rosenblatt, de modo que se escabulló como mejor pudo del salón para evitar una cena sentado en la que tendría que engullir pechuga de pavo, judías verdes, col al estilo del Neptune y un cuenco de cóctel de frutas con los cuervos de Barney y toda una jerarquía de polis gordos. Ojos Azules le sustituiría. Isaac dio a Coen un golpecito en la barbilla antes de salir.
—Estate atento al comisionado primero. Si se pone a escupir sangre o algo, me llamas.
A partir de ese momento, Coen estaba solo. No podía evaporarse, como el Jefe. Se había resignado a un domingo perdido. El comisionado primero le consiguió una silla. Mal que bien le hicieron sitio en la mesa de los novios. Coen no podía hacer un feo al comisionado Ned. Una baba oscura se acumulaba en la boca del Vaquero a medida que engullía gajos de pomelo. Tendría que quedarse. El bufé fue retirado rumbo a la cocina como una montaña exhausta mientras las delicias bailoteaban en las bandejas. Durante el primer plato apareció un trío de músicos, saxofón, acordeón y contrabajo. La banda se instaló en lo que minutos antes era el arco interior del bufé. Se invitó a los presentes a bailar entre plato y plato, de modo que el personal de cocina tuviese oportunidad de despejar las mesas; los cocineros tenían que decorar quinientas fuentes con bolas de puré de patata para el segundo plato.
El intenso aullido del saxofón invadió el salón con una ráfaga de metal. El contrabajista tenía dedos regordetes. El acordeonista era incapaz de arrastrar a un policía a la pista de baile. Con la pistola colgada del cinto, la mayoría se mostraban reacios a bailar. A sus esposas poco les importaba: querían bailar con Coen. Ojos Azules tuvo que dejar la mesa. Los cuervos le dedicaron miradas asesinas. Una tras otra, las esposas se abrazaron a él. El acordeonista tenía preparada una canción picante hebrea para los de las Manos de Esaú y gigas irlandesas para los polis católicos de la Santa Cruz. Las esposas interrumpieron sus tonadas. Exigieron una lenta. Coen iba de foxtrot en foxtrot. No conseguía que las esposas se cansasen. Incluso le obligaban a cambiar de pareja a medio paso. El constante roce de pieles le provocó además una desafortunada erección. Las esposas aprovecharon esa vulnerabilidad para bailar pegadas a Ojos Azules. Sus maridos parecían cada vez más adustos. Mentalmente hacían prácticas de tiro en la Neptune Manor, y reventaban a tiros las encantadoras orejitas y la boquita preciosa de Coen. Ojos Azules les resultaba intolerable. Aquellos hombres cumplían con sus turnos preocupados por los espías que el comisionado primero pudiera haber infiltrado en sus comisarías; no tenían por qué soportar además que un ángel de Isaac tonteara con sus señoras.
La novia del mercero debió de percibir la desesperación de Coen. Se levantó, sujetando en un puño parte del vestido, para meterse entre las mujeres y alejarlas de Coen. Pero no había contado con la delicadeza de líneas de Coen, con el roce de una uña contra su palma, con aquel bulto avergonzado. Su cara ardía, y bajo el velo se encendían manchas de rubor. Tragó saliva para pensar en otra cosa. El mercero se sintió mortificado. Su Anita bailaba a medio metro de él con las muñecas rígidas. La curva de su espalda era inconfundible. Anita se reclinaba en Coen. El mercero buscó a su suegro con gesto de rabia. El Vaquero no había estado ocioso sentado a la mesa: llevaba planeando la caída de Coen desde que empezó el foxtrot. Barney conocía a un frutero de Bath Beach, un chico italiano muy simpático, que por cien dólares estaría dispuesto a llevarse por delante a Coen. El frutero ofrecía además garantías: si fallaba, no aceptaba ni un centavo.
Pero un milagro se abatió sobre el salón del banquete: el pito de Coen perdió fuerza. Anita se apartó de él. Había unos cuantos centímetros entre Coen y ella. Su tez arrebatada se amansó bajo el velo. En breve recuperaría su color habitual. Coen la acompañó hasta la mesa, mientras los comisionados aplaudían débilmente a la novia. El mercero tenía negros pensamientos sobre la noche de bodas. Ojos Azules se sentó con la nariz casi pegada a los cubiertos, decidido a no dirigir la mirada al velo de Anita. Una vez Coen hubo guardado sus zapatos de baile bajo la mesa, Barney pudo politiquear de nuevo con los invitados a la boda. Llegaron los camareros: nubecillas de vapor nacían de las pechugas de pavo, cada una acompañada de sus bolas de patata sobre fondo de guisantes.
Isaac disfrutaba de las tardes de domingo en Centre Street, cuando la Oficina del Comisionado no estaba a reventar de detectives y de policías jóvenes empleados como correos o secretarias. Podía asomarse a los pasillos semidesiertos sin tropezar con dignatarios ni con gente del FBI, ni con inspectores visitantes de la brigada de homicidios de Londres o de la Süreté francesa; sólo policías de domingo, como él, casados con sus libretas y sus placas, que apreciaban el olor de la madera oscura y la comodidad de un edificio que se hundía: el edificio de la central desaparecía bajo el suelo a un ritmo de seis centímetros al año. El inmueble había sido apuntalado y los ingenieros municipales aseguraban que podían retardar el proceso en casi dos centímetros.
Isaac pasó agachado bajo los puntales, asidos al edificio como una gigantesca falda de hierro, cruzó la estrecha puerta principal (la central tenía que poder discernir los enemigos de los amigos) y se detuvo frente a la cabina de seguridad. El guardia, que trabajaba en Brooklyn el resto de la semana, estaba sentado tras una cabina a prueba de balas. Phinney, aquel guardia de domingo, tenía la habilidad de ligar con chicas recién llegadas de la calle. Les daba palique mientras esperaban frente a la cabina y apoyaban las tetas contra el vidrio verde antibalas. El agente era lo bastante discreto para no invitarlas al interior de la cabina. En aquel momento tenía a una chica con él. Isaac sólo pudo verle un lado de la cara. Llevaba las piernas al aire bajo el abrigo. A Isaac le atrajo la tersura de sus pantorrillas, pero no conseguía entender cómo podía ir una chica sin calcetines en pleno febrero. Saludó al guardia. Phinney dijo «buenas tardes, Jefe» con una sonrisa bovina. Isaac tenía motivos para mostrarse indulgente con él. La mafia irlandesa saldría corriendo a comulgar tras la boda de Barney: la central estaba libre de comisionados.
Isaac subió a su planta. El sargento de guardia, del equipo de O’Roarke, estaba dormido en un banco. Isaac no quiso molestarle. Cerró la puerta de su despacho con un suave tirón del pomo. Pensaba revisar unas cuantas cintas que le había preparado un confidente suyo con la grabación de unos policías extorsionando un supermercado. Se sentó tras su escritorio y se puso a buscar las cintas. Se pilló los dedos con un cajón, pero Isaac no era de los que gritaban su dolor. Hubiera jurado que el escritorio empezaba a temblar. Una fuerte detonación, como el estallido de una bolsa de papel dentro de su cabeza, catapultó a Isaac lejos de la silla. La ventana escupía cristales. Isaac tenía la mejilla contra la pared. Nuevos temblores sacudieron el suelo, gruesas ondas de aire espeso llenaron de humo la boca de Isaac. El Jefe salió a rastras de su despacho, escupiendo flemas y trocitos de yeso. Se habían abierto grietas en el techo y las paredes eran ahora de papel.
El sargento de guardia estaba debajo del banco. Asomó la cabeza para mirar a Isaac, que tenía la cabeza casi completamente blanca (el Jefe no se había sacudido el yeso).
—Dios se apiade de nosotros, Isaac, al fin ha pasado. El edificio se ha hundido. ¿Llegarán hasta nosotros, Jefe? ¿Crees que serán capaces de sacarnos de aquí?
Los delirios del sargento hicieron sonreír a Isaac.
—Tranquilo, Malone. Será un rescate sencillo. No podemos habernos hundido más de trescientos metros.
El sargento volvió a meter la cabeza debajo del banco. Isaac se sintió avergonzado.
—¿Malone? Lo siento… Ha sido una bomba pequeña. Debe de haber estallado en los servicios que hay debajo de mi despacho.
Malone no movió la cabeza.
—Isaac, ¿pueden haber sido los chalados de los portorriqueños o los chicos de la Liberación Negra? ¿Han intentado enterrar vivos a unos cuantos polis?
—No, no, el regalito iba para mí.
Isaac bajó corriendo al siguiente piso. Entro en los servicios con un pañuelo sobre la cara. Había un abrigo de color verde guisante debajo del lavabo. Isaac se dijo a sí mismo que era un imbécil y un pardillo; tendría que haberse fijado más en la chica sin medias. No era posible que Phinney la hubiese llevado a la central. Ella le había utilizado. Pudo verle la cara mejor. Estaba comida por el vidrio y el polvo. No encontró su ropa interior. Había ido en burea de Isaac vistiendo un abrigo de color verde, unos mocasines y piel. Junto al cuerpo había tres tarros rotos de mayonesa. No fue hasta después de olisquear los tarros cuando Isaac vio que la detonación le había arrancado un brazo a la chica.
Dos hombres penetraron en el retrete, pertrechados con cascos, mandiles gruesos, trajes de amianto y gigantescos guantes de esponja. Eran miembros de la brigada de explosivos adscrita a la Academia de Policía. Isaac se plantó frente a ellos.
—Podéis iros a casa —les dijo—. El caso está cerrado. Ya os enteraréis a través de mi informe.
Los dos cascos le dedicaron un «vete a cagar». Aquello era asunto suyo. Nadie podía decirles que eran unos intrusos cuando había habido una explosión. Tenían que cribar los escombros.
Isaac les dio su nombre y a continuación gritó a los sombreros de amianto:
—Tengo el beneplácito del comisionado primero. Como toquéis un solo trozo de vidrio o mováis algo haré que os quemen la lengua.
Los hombres se encogieron de hombros tras sus mandiles. No iban a enfrentarse a Isaac el Puro con guantes de esponja. Echaron un vistazo a la entrepierna de la chica muerta y salieron, sin interés alguno por el brazo arrancado. Phinney, el guardia de domingo, estaba encogido junto a las escaleras. Tenía el rostro cetrino. Temeroso de entrar, gritó desde la puerta:
—¿Quién era esa estúpida, Isaac?
—Una de los piruletas, Esther Rose.
—Me dijo que tenía que hacer pis… Yo… Isaac, ¿cómo iba a saber que escondía un petardo bajo el abrigo?
—La has cagado, Phinney. La central no es un meadero público. Se supone que nadie sube por esas escaleras. Olvídate de la pensión: te van a colgar del techo hasta que sangres por las orejas.
Phinney se mordisqueaba los nudillos.
—¿Qué podría contarles, Isaac? Por favor, dame una historia.
—Hay que ser listo para mentir, Phinney. Di la verdad. Y ahora calla y vuelve a tu puesto. El Vaquero está a un río de distancia. Vamos a tener cien polis en la chepa en menos de nada.