—Señor Weil. Señor Philip Weil.
El reportero se acuclilló frente al pomo de la puerta y apoyó la cara contra el ojo de la cerradura, a la espera de que la oscuridad desapareciese. Era un jovencito listo, recién salido de la escuela de periodismo, con cierta predisposición a identificar los pecadillos veniales de su generación. Había recibido ya palabras de ánimo de un puñado de revistas: nada en firme a lo que echar el diente, pero si conseguía entrevistar al padre de Rupert Weil, el monstruo regordete y aniñado, ninguna revista le cerraría sus puertas. Los muslos le ardían. No estaba acostumbrado a estar acuclillado tanto tiempo. Y la oscuridad de la cerradura le había nublado el ojo.
—Tengo cincuenta dólares para usted, señor Weil… Dinero por una conversación —dijo, con un billete de dólar roto y dos fichas para el metro en el bolsillo.
Estaba decidido a sacar de su madriguera al padre del monstruo, ese recluso, ese fracasado jugador de ajedrez, ese bufón de Essex Street que en tiempos fue amigo del gran Isaac Sidel y, si no, a entrar con cualquier artimaña en el apartamento.
—No está hablando con ningún buitre, señor Weil. Yo jamás degradaría a su hijo. Soy Tony Brill, el periodista. Tengo influencia, señor Weil… Puedo engatusar a la policía y hacer que Rupert quede como un héroe… De usted depende.
Philip estaba escondido en la cocina, aguantando inmune las imprecaciones de Tony Brill. No pensaba vender la historia de Rupert por más dinero que pudiese ofrecer el periodista. Se había visto asediado con llamadas telefónicas, telegramas y llamadas a su puerta. El rostro de Rupert aparecía a toda página en los periódicos, con notas a pie de foto en las que se hablaba de trastornos mentales y de bandidaje. «La Banda de los Piruletas»; «Ataques relámpago en la ciudad». «Rupert Weil, el demonio adolescente». «Esther Rose, la seductora, el diablo santo, desertora de la Liga de Defensa Judía y mamá de los piruletas». Y «Stanley Chin, el matón de Hong Kong». Un detective gordinflas, Rosenblatt el Vaquero, infestaba el televisor de Philip. El Vaquero lanzaba avisos a potenciales delincuentes desde el lecho de hospital de Stanley, convertido en una miniprisión, y ocupaba todas las cadenas con descripciones de Rupert y Esther Rose, buenas dosis de autocomplacencia y anécdotas de su carrera policial. Philip no vio a Isaac en ninguno de los programas y noticiarios centrados en el Vaquero Rosenblatt; ninguno de los detectives que le atosigaban por teléfono pertenecía a la oficina de Coen.
Cuando las voces afables de la oficina del fiscal del distrito intentaban sacarle información con amenazas, Philip berreaba al auricular:
—¡Hablaré con Isaac, y con nadie más!
Pero Isaac no acudía. El Jefe había desaparecido de la vida de Philip tras una única visita. Y Philip se quedó solo, encogido en la cocina, contemplando las locuras de su chico.
Philip cerró los ojos: quería librarse de los salobres cálculos que flotaban en su cabeza. Pensar podía acabar con él, haría que su nariz se estrellase contra las casillas pintadas de un tablero de ajedrez. No era capaz de acallar los ladridos al otro lado de la puerta. Tan pronto se rindió al ruido y se dejó caer contra la pared, los ladridos ganaron en atractivo: consiguieron sacarle de la cocina. Los gañidos le resultaban cada vez más familiares. Aplastó una oreja contra la puerta.
—Déjame entrar, papá.
—¿Rupert? —dijo, mientras forcejeaba con la cadena de seguridad.
Incluso si Tony Brill fuese alguna especie de mago de los sonidos, ¿cómo había reproducido el timbre exacto de la voz de Rupert? Philip alargó la mano fuera de la puerta, aferró una chaqueta y arrastró a Rupert al interior. Sus mejillas gruesas habían desaparecido. Estaba demacrado. Llevaba puesta la chaqueta de un policía local. De un buen tirón, las mangas le hubieran llegado a los tobillos. Envuelto en aquella tela oscura y abultada, Rupert no tenía puños, ni garganta, ni pecho. Philip le ayudó a quitársela. A excepción de unas viejas deportivas destrozadas y de unos pantalones, iba desnudo bajo la chaqueta. El primer vello masculino, casi rubio, despuntaba alrededor de sus pezones. A Philip se le escapó un aullido: su loco amor por el chico se había convertido en una furia incontrolable. Enseguida tuvo la oreja de Rupert entre los dedos. Hubiera podido ir a por la nariz. Rupert le tiró al suelo. Philip se incorporó, las rodillas contra el pecho. Un mero empujón había bastado para tumbarle. No había sido un golpe con mala intención.
—No vuelvas a cogerme de la oreja, papá. Ya soy demasiado mayor.
Rupert no se estaba regodeando: cogió a Philip por debajo de los brazos y le ayudó a ponerse de pie. Al recoger a su padre del suelo lo hizo con delicadeza. Luego se encaminó a la cocina. Philip sólo podía verle la espalda: medio Rupert estaba dentro de la nevera. Atacó con furia la piel de un tomate, y manchó las paredes de la nevera con motas rojas de saliva. Engulló pepinillos en vinagre. Se empapuzó con un paquete de queso fresco. Philip estaba consternado con el apetito de su hijo. Nunca había visto a un chico con unas mandíbulas tan ansiosas. Rupert era todo lengua y dientes. Philip ya no sabía cómo tratarle. ¿Cómo iba a enfrentarse con aquel hijo suyo que intentaba meterse el universo en la boca?
—Rupert, ¿has visto a un periodista en el pasillo, un tipo llamado Brill?
Rupert surgió de la nevera, cubierto hasta las cejas de migas de queso.
—¿El culogordo de la gabardina? Hasta me ha saludado.
—Pero te habrá visto en la puerta.
—¿Y qué? ¿Qué va a hacer, papá? Déjale que se chive a Isaac. Me importa una mierda.
—Isaac ha estado aquí —declaró Philip tirándole del hombro, mientras Rupert se zambullía de nuevo en el queso—. He dicho que Isaac ha estado aquí.
Rupert masculló su respuesta con la boca en la nevera.
—Te he oído, papá.
Salió a respirar, limpiándose la nariz de queso.
—¿Por qué le proporcionaste fotos de Esther y mías?
—Hubiera tirado abajo las paredes, Rupert. Isaac no deja nunca mucho espacio de maniobra. Pero quiere ayudarnos… ¿Te ha hecho algo malo, Rupert?
—Eres un tarugo, papá. De tanto darte por culo, Isaac te ha dejado ciego. Ni tú ni Mordecai sois capaces de dejar de rendirle pleitesía. Es vuestro rey. Mordecai al menos saca algo en claro. Gracias a Isaac puede fardar. Se le llena la boca hablando del dios judío que domina la ciudad de Nueva York, el detective kosher capaz de resolver cualquier crimen. ¿Y tú qué, papá? La envidia te reconcome sin que digas ni media palabra. ¿Qué tienes que sea tuyo? Isaac te ha dejado sus sobras. Te ha hecho el príncipe de un bloque de Essex Street. Vas por ahí con tus tres camisas buenas deseando ser Isaac.
—Eso es absurdo —dijo Philip—. No le envidio su éxito.
Rupert se relamió unos dientes lobunos.
—¿Éxito, papá? Eso es. ¿Éxito en qué? ¿En cargarse a la gente? En pavonearse delante de los portorriqueños y los judíos pobretones. Isaac caga en paz porque tiene quien le adore y quien le respalde. Sabe que puede entrar en cualquier iglesia, en cualquier terreno a ambos lados de Bowery y tener una sonrisa garantizada. Hasta el tío de los rabanitos le hace reverencias. Papá, si consiguieseis aprender a despreciarle, se iría a casita con las orejas sangrando. Se desintegraría. Se quedaría llorando en Riverdale.
Rupert rescató su chaqueta del suelo y empezó a llenar los bolsillos con comida. Después de saquear la nevera de su padre, se internó en la chaqueta y se dirigió a la puerta caminando como un pato. Los bolsillos le colgaban por debajo de las rodillas.
—Yo te esconderé —dijo Philip—. Puedes quedarte aquí.
—¿Qué pasará cuando Isaac pase la aspiradora debajo de la cama?
—Que encontrará polvo de veinte años y unos cuantos peones perdidos.
—Gracias, papá, pero me tengo que ir.
Rupert se remangó para poder abrazar a su padre. Luego salió al pasillo, mientras los botes tintineaban en sus bolsillos. Tony Brill apareció tras una de las puertas de incendios.
—Es él, ¿verdad, señor Weil? Rupert en persona. Sé reconocer a un fugitivo por sus andares.
Tony Brill no fue tras Rupert. Se lanzó contra la puerta de Philip. Philip le echó el candado.
—Yo puedo salvarle, señor Weil… Confíe en mí.
Philip regresó a la cocina, pasando por alto el charloteo. Ahora le interesaba el informe del tiempo. ¿Habían anunciado nieve por televisión? Con aquellas deportivas, Rupert podía agarrar una pulmonía. No tendría que haberle dejado salir sin una camiseta en condiciones. El chico ni se preocupaba por el mal tiempo. Tendrían que helársele los pulgares para que empezase a pensar en la congelación. ¿Cómo podría enviarle señales? ¿Y si colgaba bufandas de la escalera de incendios? Rió amargamente su propia incompetencia. Tenía las energías justas para convertirse en padre. Su esposa, una muchacha rusa de bellos pechos y trasero plano, nunca dejó de mirarle a los ojos en once años y huyó de casa antes de que Rupert cumpliese seis años. Sonia, la estalinista, debía de haber encontrado otras causas que no fueran la de un hombre dispuesto a morir por Trostki, el ajedrez y un hijo que se parecía más a su esposo que a ella. Por lo que había podido saber estaba en Oregón y vivía con una familia de recolectores de manzanas, una señora rusa de cabello gris.
Philip se reprendió a sí mismo. Un padre debería tener derecho a secuestrar a su propio hijo, siquiera por un tiempo. Había querido hostigar al chico con preguntas, preguntas brutales y no una lista dialéctica, con la que Rupert tendría la oportunidad de inventar alguna mísera excusa, una racionalización de por qué había asustado a tenderos ancianos y había enviado a la madre de Isaac a Bellevue. Pero Philip no tenía poder alguno: sus preguntas rebotarían en Rupert y le zumbarían a él, a Philip, en las orejas. Si Rupert tenía un dybbuk en su interior, un demonio que le devoraba los intestinos, ¿quién lo había puesto allí? Un dybbuk tan sólo podía haber pasado de padre a hijo. La violencia con la que Philip había castigado su cuerpo, la forma en que había mordisqueado sus miembros, las laceraciones producidas bocado a bocado, la podredumbre de una vida intramuros, el veneno de las fórmulas de ajedrez, los distintos grados de matanza perpetrados sobre el tablero, las dementes caricias hechas hombrecitos de madera, peones, alfiles y reyes, debían de haber creado un bichejo horrible e incómodo que se había introducido bajo la piel de Rupert, se había aferrado a sus testículos, le había estirado las tripas y provocado una rabieta en su cerebro. Philip era el dybbuk. Nadie más.
Rupert se había dado a la fuga. Tenía que combatir el peso de sus bolsillos, las botellas y frascos resbaladizos, el viento que golpeaba las enormes solapas de la chaqueta robada en una mugrienta caseta de la policía local. En su estómago gorgoteaban los pepinillos engullidos en casa de su padre. No podía cruzar a la carrera un bloque de viviendas sociales con los bolsillos a reventar y digerir a la vez pepinillos y queso. El hipo cortó su penosa carrera. Evitó a los compradores que se agolpaban a la salida de la fábrica de bialys[6] de Grand Street cargados con bolsas de pan de cebolla. Podrían haberle reconocido, incluso llevando aquella chaqueta. En ese caso gritarían, le marcarían la cara con el bialy e irían en busca del Gran Jefe Judío, Isaac Sidel, o del policía local más cercano. No tenía paciencia para ponerse a esquivar bialys y sacarse cebolla de los ojos. Iba a ver a Esther Rose.
Rupert no llegaba a comprender todos los fervores de Esther. Había salido de una yeshiva[7] de Brownsville que sólo aceptaba a las hijas de los sefarditas de Brooklyn. Incrustada en un barrio de portorriqueños, negros y rudos judíos polacos, estaba vallada por los cuatro costados. La yeshiva era inexpugnable. Ningún judío polaco tenía acceso a las salas de oración ni a la biblioteca. Las chicas entraban apresuradamente por una puerta trasera. Tenían escasas oportunidades de inspeccionar lo que existía más allá del muro frontal de la yeshiva. Eran conscientes del poder hipnótico de una bombilla de veinticinco vatios. Sabían localizar los pasamanos en la oscuridad. Su mérito era que sabían recitar ladino, la mezcla de español medieval y hebreo de uso exclusivo en aquella yeshiva. Los sacerdotes sefarditas que dirigían la escuela se habían propuesto empujar a cada muchacha hacia la histeria. Las chicas tenían que ponderar su propia insignificancia. Llegaban a desesperarse por el exagerado tamaño de sus pezones, la desafortunada forma de sus pechos, la menor señal de vello púbico, las manchas de sangre en sus bragas. Nadie sobre la faz de la tierra excepto la rastrera mujer cargaba con la maldición del flujo menstrual, les enseñaban sus maestros. Un sistema de cambalaches les había escogido ya marido dentro de sus propias familias. Sólo una chica con el pleno respaldo de su familia podía buscarse un auténtico marido, que por lo general le doblaba en edad.
Esther aprendió los rituales del matrimonio en la escuela Brownsville para muchachas sefardíes: los velos que llevaría, las tablas menstruales que debería guardar para avisar a su marido de sus días exactos de impureza. Esther pasó por eso durante siete años, murmurando una plegaria cada vez que tocaba por descuido sus pezones o su entrepierna, soñando con una vida como mula de carga para su marido y su familia, intercambiando vello púbico con una pecaminosa compañera de la escuela, sintiendo cuchillas en el vientre cuando le llegaba el periodo, despreciando su actividad intestinal, su sudor y el color de su orina. Un mes antes de su previsto matrimonio con un mercader de nariz peluda, Esther huyó. Vagó por Brooklyn, y trabajó para la compañía telefónica. Luego se alistó en la Liga de Defensa Judía. Sus padres, que vivían en un enclave de judíos sefarditas entre Coney Island y Gravesend, incluyeron a Esther en su plegaria por los muertos. No podían tolerar la existencia de una hija que despreciaba un contrato de matrimonio para abrazar la causa de la Liga de Defensa Judía. El sionismo no significaba nada para la familia de Esther. Israel era algo para alemanes, rusos y polacos, bárbaros para la mayoría de los sefardíes, que recordaban la bondad de los moros con los judíos españoles. Los antepasados de Esther Rose, matemáticos, profetas y prestamistas, habían prosperado bajo el dominio árabe. Era difícil para los sefardíes del sur de Brooklyn guardar legítimo rencor a Egipto y Arabia Saudí, o a los sirios y libaneses de Atlantic Avenue.
Rupert tropezó con Esther Rose por vez primera frente a la embajada rusa en Manhattan medio año atrás. Ella portaba una pancarta que denunciaba la intransigencia soviética hacia el Estado de Israel. Increpaba a la policía y a los ciudadanos de la Quinta Avenida, vestida con una blusa vieja y maloliente y una falda que dejaba al descubierto tobillos y rodillas sin lavar. Se abalanzaba sobre sus adversarios con el pelo despeinado y unas uñas que tenían las mismas incisiones que una sierra. Rupert no podía apartar la mirada de Esther Rose. Nunca había conocido a una chica que viviese en el filo de la navaja. Esther se fijó en el muchacho gordinflón que la contemplaba. No le arrancó las cejas a mordiscos. Vio más allá del prosaísmo de sus fofas mejillas. No asustaría a aquel chico con pancartas ni con uñas melladas.
Fue a tomar batidos con él a un tugurio de la Tercera. Él dejó escapar su edad: quince años. Esther había recogido a un niño (a ella le quedaban dos años para cumplir los veinte). Aquellas mejillas fofas desprendían una erudición capaz de penetrar bajo el sostén de una chica de yeshiva. El niño hablaba de Sófocles, del rabino Akiba, de san Agustín, el Baal Shem, Robespierre, Nikolái Ciógol, Jerónimo Bosco, Huey P. Newton, el príncipe Kropotkin, y Nicodemo de Jerusalén. Tenía los ojos delirantes y crispados de un sacerdote sefardita y los dedos agrios de un muchacho virgen. Se hubiera metido a gusto bajo la mesa con Rupert y lo hubiera chupeteado con la lengua llena aún de crema de café. A él el batido debía de haberle vuelto reticente. Le daba reparo yacer en un lecho de cucarachas y papeles de chocolatina delante de la gente de la barra.
Esther recurrió a su ingenio. Se decidió por Atlantic Avenue, donde sabía de un colchón que podía alquilarse por horas. Rupert no quiso ir. Aquello violentaba su sentido de la pureza. La llevó a un edificio abandonado de Norfolk Street. Se desnudaron entre los escombros: las rodillas de Esther se hundían en las tablas del suelo. El chico se mostró apasionado con ella. Acarició a Esther con astuta convicción y pronto cada uno lamía el polvo del cuerpo del otro. Esther era una chica de Brooklyn. Norfolk Street seguía siendo un misterio para ella. Pero era capaz de amar un edificio de escaleras desvencijadas, paredes podridas y ventanas tapiadas con hojalata. Abandonó la causa de Palestina a favor de Rupert. Traicionó a la Liga de Defensa Judía y se quedó en las cercanías de Norfolk Street para convertirse en la «mamá» permanente de Rupert.
Rupert se alejó a hurtadillas de casa de su padre, encorvado bajo el peso de los botes en los bolsillos. Intentaba sacudirse aquel periodista, Tony Brill. Entró y salió de callejones y más callejones. Tenía los tobillos hinchados por el roce con los botes que se colgaban de la cadera. Esther debía cambiar constantemente de edificio para protegerse de los curiosos y de la policía del East Side portorriqueño y judío. Rupert la encontró en Suffolk Street. Era una chica caprichosa y se había escondido en un apartamento que tenía gárgolas en la cornisa, desagües con la nariz rota. Rupert entró por una ventana de la planta baja, se agarró los bolsillos para pasar por el alféizar. Pudo seguir la ascensión de Esther por el edificio siguiendo el rastro de sus dibujos en cada tramo de escaleras. Había pintado caras a lápiz en los descansillos, caras de frente hinchada y boca espumajeante: hombres y mujeres drogados con la carga de sus propios y pesados cerebros. Los dibujos acababan de forma abrupta en el cuarto piso. Rupert no tuvo que subir más.
—Esther —llamó—. Soy yo.
Esther estaba sentada con las piernas cruzadas, profundamente concentrada y se había puesto una manta encima, como una squaw de Brooklyn (Esther despreciaba la ropa de calle). Cocinaba algo en un cazo con el hornillo que Rupert le había dado. El olor que salía del cazo se asentó bajo la lengua de Rupert. Se puso a dar vueltas por la habitación, mordiendo la chaqueta para evitar tragarse su saliva envenenada.
—¿Qué demonios estás haciendo? —le gritó mientras el humo de Esther le empañaba los ojos.
—Comida —dijo—. Comida para Isaac.
—Isaac no es gilipollas. No va a beber fango de un cazo.
—Pues tendré que dárselo yo en la boca. A Isaac le puedo llenar el buche cuando quiera.
—¿Cómo? —preguntó Rupert—. ¿Le vas a enviar por correo rabanitos envenenados?
—No. Me pienso colar en su asquerosa oficina.
—Esther, Isaac tiene una fortaleza en Centre Street. ¿Sabes cuántas pistolas hay en cada piso? Hay detectives que duermen allí. No se puede ni mear sin escolta.
—¿Y qué? —dijo ella—. No voy a sostenérsela a Isaac.
—Escúchame, Esther. Hace cuatro días que no comes.
Se palmeó los bultos de los bolsillos.
—Tengo pepinillos en vinagre, de mi padre. Tengo col rellena. Tengo hojas de parra.
—No tengo hambre.
Esther se había mostrado fría con Rupert la última semana: le culpaba de haber perdido a Stanley Chin. Habían ido a Corona porque Manhattan estaba infestado de polis y gorilas de Mulberry Street. Eran suficientemente astutos para esquivar a los gorilas, que parecían perdidos fuera de Little Italy y no eran capaces de distinguir entre un pasamontañas (aportación de Esther a la banda), un gorro de lana y una bufanda de invierno. Aquellos gorilas debían de proceder de un clima más cálido, en el que a ninguna persona en su sano juicio se le ocurriría liarse un trapo a la cabeza. Pero los piruletas no lo tenían tan claro con la policía: los había listos y bobos, e incluso un poli bobo podía avisar a Isaac con un transmisor de radio.
Lo de Corona fue idea de Rupert; su intención era acosar a Isaac desde un vecindario nuevo. La banda atacaría las tiendas de comestibles y escupiría el nombre de Isaac a sus víctimas. Pero una banda de críos chinos les había seguido más allá del límite de Queensboro. Eran viejos compatriotas de Stanley, de sus días de matón a sueldo de los mercaderes y políticos republicanos de Pell Street. La banda buscaba venganza: Stanley había insultado a sus antiguos patronos del Club Republicano de Pell Street, al perpetrar atracos en Chinatown como miembro de los piruletas. Los chiquillos chinos, llamados el Mordisco del Dragón por sus enemigos, no estaban interesados en Rupert ni en Esther Rose: no era su misión castigar a dos judíos de ojos redondos. Se echaron encima de Stanley frente a la salida del metro en Corona, le tiraron al suelo y le rompieron todos y cada uno de los dedos de las manos y los pies, mientras Esther gritaba y se arrojaba sobre ellos y dos dragones desocupados sujetaban a Rupert por los brazos. Esther prohibió a Rupert cualquier explicación. Con la cabeza contra la entrepierna de un dragón, pudo oír el crujir de los dedos de Stanley. Rupert salió de Corona sin marca alguna.
Esther se quedó mirando la engorrosa chaqueta.
—Quítate eso de encima —le dijo—. Pareces un guardia de tráfico.
Rupert le obedeció. Tenía la carne de gallina. No consiguió apartarla del mejunje que preparaba para Isaac. Sus intenciones eran claras. Quería follar con Esther. Rupert tenía perfecto derecho a ser lascivo con ella. Adoraba el cuerpo de Esther, la piel húmeda de una chica de yeshiva, la caída exquisita de los hombros, el arqueo de su espalda, la sal que lamía de su ombligo, el aroma cenagoso que emanaba de la parte trasera de sus rodillas, la bifurcación de sus caderas. Antes de Esther había tocado a una chica en la escuela, había palpado los exagerados pezones del pecho de aquella chica, su piel seca e inodora, el vello ralo que crecía entre las costuras de sus bragas. Pero nunca habría comprendido la delicada y húmeda maquinaria del aparato femenino sin Esther. Rupert hubiera matado a todo Essex Street por el privilegio de hundir la cara entre las piernas de Esther, o por follarla hasta que el cuello le vibrase con la fuerza de su orgasmo.
Pero ese día ella no iba a darle nada. Rupert lo entendía. Esther le estaba castigando por la caída de Stanley. ¿Tendría que romperse los pulgares para congraciarse con ella? Verse privado de su cuerpo le aterrorizaba. Se hubiera arrodillado sobre el suelo polvoriento para lamerle las rodillas si hubiera sabido que con eso la excitaría, o al menos la cogería desprevenida. Se metió las manos en las axilas para conservarlas calientes. Temblaba, y se estaba enfurruñando, y la carne de gallina serpenteaba por su espalda.
Esther se movió y lanzó su manta hacia Rupert, para tenerlo a su alcance. Se apretaron ombligo con ombligo en aquel frío: entonces Esther recolocó la manta, y ambos bajaron juntos, las caderas del uno rozando las del otro, al tiempo que caían los pantalones de Rupert. Rodaron sobre la manta, mientras Rupert seguía sorprendido por el súbito cambio de su suerte. No importaba cuántas veces se acoplasen sus cuerpos: nunca alcanzaría a entender las necesidades de Esther. Pero no ponía en duda la bendición que suponía dormir con Esther. Le había envuelto con la manta, y tenía trocitos de lana en los oídos, y a Esther debajo. Se introdujo en ella, soltando sus caderas con una mano que no había perdido aún la gordura infantil. Esther tuvo su orgasmo con el pelo de Rupert en la boca. Ahora estaba quieta, pendiente de la excitación que iba acumulándose en su nariz. Esther sabía qué pasaba cuando un hombre empezaba a resoplar. Sacó a Rupert de su interior con un fuerte apretón de los músculos abdominales antes de que tuviera oportunidad de jadear contra su cara (las chicas de la yeshiva no creían en condones, diafragmas o dispositivos intrauterinos). Rupert se derramó sobre su pecho. No se enfurruñó. Intentó dibujar sobre su piel con el esperma, pintar sobre Esther con un dedo pringoso, pero ella no le dejó. Se hizo con la manta y volvió al cazo.
—Necesito amoníaco para la sopa —dijo.
Rupert se puso los pantalones.
—¿Por qué amoníaco?
—Consíguemelo y ya está.
—Esther, no puedo ni cambiar los pepinillos por pasta. ¿Quién me va a dar amoníaco gratis?
—Róbalo —le susurró ella al oído—. Y no vuelvas sin mis cosas.
Rupert salió del edificio llevando aún las botellas y botes (había olvidado vaciar la chaqueta). Salió trastabillando a las estrechas cunetas de Suffolk Street, mientras sus deportivas resbalaban sobre la piedra virgen. Agarró los bolsillos e intentó recordar si en el colmado de los cubanos tenían amoníaco. No conseguía determinar la naturaleza de la sopa de Esther: fuese lo que fuese lo que le preparaba a Isaac, ¿se servía caliente o frío? Un hombre gordo vestido con un abrigo militar informe le acorraló en Norfolk Street. Era Tony Brill. Rupert hizo un gesto de desprecio.
—Tú sígueme y verás lo que les pasa a tus huevos. Ya sabes lo que le hago a la gente. Soy Rupert Weil.
Tony Brill salió corriendo detrás de Rupert. Pronto estuvieron los dos resoplando. El periodista consiguió arrancarle tres palabras a la garganta.
—Venga, habla conmigo.
Se pararon a descansar en lados opuestos de una farola. Rupert extendió la palma de la mano.
—Pasta, cacho cabrón. Dame toda tu pasta.
Tony Brill se apresuró a poner un dólar roto en la mano de Rupert.
—Ahí tienes. ¿Hablarás ahora?
Rupert apretó el puño, con el dólar asomando entre los dedos. Ya tenía dinero para el amoníaco y estaba demasiado exhausto para robar un colmado.
—Rupert, puedes hacerte famoso. Dime, ¿sufres cuando oyes que te llaman bandolero urbano? ¿Qué significado tiene tu renuncia a tocar el dinero? ¿Vas buscando sangre y no dinero? ¿Seguiréis atracando tiendas tú y Esther sin Stanley Chin? ¿Eres otra especie de Robin Hood?
—No —dijo Rupert—, soy el hijo de mi padre.
Apartó a Tony Brill de la acera con un empujón y corrió hacia la altura de la calle donde había varios colmados.
Esther estaba cansada de remover la sopa en aquel cazo pringoso: aún podía oír el chup-chup de las burbujas bajo la costra. Nada excepto el amoníaco acallaría ese ruido. Haría tragar la sopa a Isaac hasta que le saliese por las orejas. Hay más de una manera de envenenar a un poli judío de los gordos. Isaac estaría meando sangre mañana. Rupert era demasiado blando. No podría castigar al Jefe sin Esther Rose.
Las chicas de una yeshiva no son ciegas: había visto que la grasa de Rupert desaparecía. ¿Quién estaba drenando las mejillas de Rupert? Isaac el Puro.
Todo el terror de Rupert tenía su origen en el pez gordo judío. Ella ya se lo había dicho.
—Rupert, quieres demasiado a tu padre. ¿Es culpa tuya que Isaac lo tenga en un puño? ¿Por qué no hizo las maletas hace años y se mudó lejos de Essex Street? Isaac está matando a tu padre. No dejes que te mate a ti.
Él se había enfadado con ella.
—¿Y tú cómo coño sabes tanto? ¿Es que tus rabinos te enseñaron la filosofía de Philip Weil? A mi padre le da miedo mudarse. ¿En serio esperas que cruce el puente de Brooklyn? En un sitio desconocido se moriría. Pregunta a los científicos. Te puedes volver loco si te alejas del lugar donde naciste.
—Ya buscaremos otro sitio. Cuando se te encogen las agallas ya es demasiado tarde.
—Deja de hablar de mi padre. Y deja sus agallas en paz.
Aquello no le ofendió. No podía dejar de amar a aquel chico obstinado. El sudor fluía de las cejas de Rupert. Los hoyuelos de sus mejillas se redondeaban. Para ella era más guapo que el nene de Isaac, el señorito Ojos Azules. Ella no se bajaría las bragas ni ante el poli más guapo del mundo. Era muy selectiva con los hombres a los que se tiraba. Camioneros, tenderos, chicos de la liga sí, pero ningún detective rubio entraba en la lista.
La sopa del cazo de Esther olía peor que el semen de un gato de Williamsburg. Los vapores empezaban a atacarle la nariz. Tenía que salir de allí. Cogió su abrigo color verde guisante. Las manos se hundieron en los bolsillos como la cabeza de un topo, pero no lo abrochó. La manta cayó de sus pantorrillas. Esther no era chica de falda. Con las piernas envueltas en tela no se podía sentir el viento en el cuerpo. Llevaba un pasamontañas enrollado en el bolsillo. Podía hacer que el terror cayese sobre el vecindario con sólo ponérselo sobre la cara. Los comerciantes gritarían: «¡un piruleta, un piruleta!» y correrían a refugiarse al fondo de sus tiendas. Ver el tembleque de un tendero ya no le satisfacía. Los comerciantes tenían un rey de patillas rizosas. Isaac el judío. Esther había jurado desquiciarle.
La primera vez que Rupert la llevó con él al East Side, a Norfolk Street, a Essex, Delancey y Grand, Esther comprendió las reglas del territorio.
—¿Quién es el que corta el bacalao aquí?
El chico no supo qué decirle.
—¿A qué te refieres, Esther?
—Alguien ha estado exprimiendo estas calles durante mucho tiempo. Está demasiado tranquilo. No hay ni gota de anarquía en todo Broadway Este. ¿Dónde está el jefazo?
Rupert pensó por un instante. Al fin murmuró:
—En la central de policía.
Y le habló de Isaac, y del control de Isaac sobre los bajos fondos, sobre los policías, los tenderos, el instituto de Seward Park, Ida Stutz, Mordecai, Philip y el mismo Rupert.
—Es un asco —dijo Rupert—. Pero nadie quiere decirlo.
Esther comprendió. Isaac era el Moisés de Clinton y Delancey. ¿O no le habían llenado la cabeza con la santidad de los patriarcas aquellos sacerdotes idiotas? Los judíos tenían más padres de los que Esther podía aguantar. Un ejército de padres, con una sola palabra bajo la lengua: «obedece». Cuando se casara, decían los sacerdotes, ¿no sería su esposo como un padre para ella? Un padre que disfrutaría de las partes de Esther. Tendría que abrirse de piernas para su esposo-padre, raparse el pelo para él (el pelo en el cráneo femenino era señal de degradación y lujuria), alimentarle, follarle, remendarle las camisas, frotar las manchas de pis de sus calzoncillos y llenarse el vientre de herederos.
Una esposa era apenas mejor que las bestias del campo. Le habían enseñado a cerrar los ojos y gruñir cuando su esposo la cubriese (las relaciones en cualquier otra variación o posición eran perversas e impúdicas). Él, el señor de la casa, estaba obligado a follar pensando en la Torah, mientras su esposa sufría la presión de las rodillas de su amo y señor y rezaba para que fuera un varón. Gracias a Dios por la menstruación, pensaba Esther. La esposa con sangre en su ropa interior era una propiedad impura. Su señor no podía beber de su copa, ni rozarla siquiera con un dedo tras la primera gota. Entonces tenía noches y días para ella sola. No volvería a ser pura hasta que limpiase la cera de sus orejas y hundiese la rosada cabeza en un barreño de agua legamosa. Tales eran los placeres de una esposa de la yeshiva.
Esther tenía la solución. Se convertiría en la novia de Isaac. No sería un matrimonio de conveniencia, dispuesto por un tío rico, con dotes sustanciosas y completos ajuares. Esther se saltaría las tradicionales bendiciones ladinas. Construiría un matrimonio sin velos nupciales, ni palios enjoyados tan viejos como la ocupación sarracena de Sevilla. No habría nada entre Esther e Isaac más que orgullo, veneno y una lujuria animal. Marido y mujer se harían trizas la noche de bodas, fornicarían con la energía del odio absoluto. Él le aporrearía los riñones con cada salto de su dura tripa de policía, y su esperma humeante le escaldaría la entrepierna. Ella sorbería las delicadas legañas de sus ojos. Isaac arrasaría con sus dedos las envolturas de su cara, arruinada ya por los salvajes lengüetazos de la propia Esther. La carnicería continuaría hasta la mañana siguiente, y entonces se encontrarían los restos de Esther e Isaac bajo un revoltijo de sábanas nupciales color lavanda: dos tibias bien conservadas y un coágulo púrpura de sangre.
Esther se llevó sus visiones a la calle. Varios obreros que cavaban zanjas en la acera vieron por casualidad una chica cuyas tetas asomaban por debajo del abrigo. Dejaron sus palas y aullaron a Esther.
—Cariño, guapa, nena, te va a coger frío sin camiseta. Ven con nosotros, que te cortaremos el viento.
Esther bordeó las zanjas, decidida a no cambiar el estado de los botones. Los repartidores y jubilados de Grand Street vieron el abrigo abierto y sintieron un golpe entre los ojos: hacía daño ver un pezón moverse bajo la luz invernal.
—Coño[8] —dijeron los repartidores. Los ancianos se encogieron de hombros avergonzados y se consolaron pensando en un bialy y en té de color pis.
Rupert estaba a unos tres metros. No había oído la conmoción que rodeaba a Esther. En su frente se habían formado dos bultos. Esther no le tocó el hombro, ni le dijo nada. Respetaba demasiado las reflexiones de Rupert. Llevaba el amoníaco de Esther bajo el brazo. Pasó absorto junto a ella, sin reparar en los aullidos de los obreros y los repartidores. Esther le adoraba, gordo o flaco, pero le asustó su aspecto esquelético. «Rupe —le hubiera gustado decirle—. Olvida a esos dragones chinos. Stanley no morirá en Corona. No es culpa tuya que nunca aprendieras kung-fu. Ya no estoy enfadada». Pero el afilado perfil de sus orejas la sobresaltó, y no dijo una palabra.
A Esther le entró hambre mientras bajaba por Ludlow Street. Se abrochó el abrigo para despistar a los dependientes portorriqueños y entró en el diminuto supermercado[9]. Otra chica entró en la tienda mientras Esther escondía una mandarina mohosa bajo el abrigo. La nariz judía de la muchacha y su alborotado pelo judío no le pasaron desapercibidos a Esther. «Yo conozco a esa guarra». La delgaducha hija de Isaac. Tenía que ser ella. La guarra vivía ahora con Isaac. Rupert y Esther la habían visto alguna vez sentada en la escalera de incendios de Isaac. A Marilyn le gustaba sumergirse en el aire frío. Los dos la habían observado desde los tejados, y Esther había deseado poder romperle las rodillas a Marilyn. En el supermercado se sintió menos furiosa, y apenas sí sintió el impulso de ponerse el pasamontañas y asustar a Marilyn la Fiera. El húmedo roce de la piel de la mandarina contra sus pechos apaciguó a Esther Rose. Siguió pispando más fruta.
Los dependientes tenían calada a Esther. ¿Cuántas muchachas[10] se paseaban por un supermercado con un abrigo verde guisante de embarazada? Abrieron de un tirón los botones del abrigo, al tiempo que gritaban «¡ladrona, ladrona!». Mandarinas, aguacates y pimientos muy maduros cayeron en el suelo del supermercado con un agónico chasquido. Esther intentó alcanzar a todos los dependientes con un golpe circular de codo.
—¿Queréis un viaje en los huevos?
—Llama a la poli, tío —gritó el encargado. Entonces reconoció a Marilyn, que estaba intentando colocarse entre los dependientes y Esther—. Su padre debería venir, señorita[11] Marilyn. Esta muchacha[12] necesita esposas y una pistola[13] en la boca.
—Yo pagaré —le espetó Marilyn a la nerviosa mata de pelo que era el encargado.
Vio los espumarajos del labio de Esther. Era de tontos detener a nadie por unos aguacates y unos pimientos verdes. La chica estaba o bien loca o bien muerta de hambre y ganas de comer fruta. Marilyn sacó un dólar del monedero. Los dependientes no quisieron aceptar su dinero.
—No, no, señorita Marilyn.
Soltaron el abrigo de Esther. Ésta acercó los dientes a la barbilla de Marilyn.
—¿Alguien te ha pedido tu puta caridad?
—Loca[14] —se susurraron los dependientes unos a otros.
Los raterillos como Esther eran una molestia constante en su negocio. Las cucarachas, las hormigas, los perros, los ratones y depredadores por el estilo podían muy bien acabar con las existencias de cualquiera.
Marilyn no se quedó con los dependientes. Salió a la calle y siguió el rastro del abrigo verde de Esther. Las dos chicas se cruzaron en Grand Street.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Marilyn.
Esther sonrió.
—¿Yo? Rupertina. Vivo en los pisos de protección oficial. Tengo once hermanos, señorita, lo juro por Dios. Mi mamá está muerta. A mi padre no le queda ni un diente. Chupa las alcantarillas para sobrevivir. Y su padre, señorita, ¿está vivo?
La calamitosa historia de la chica caló profundamente en Marilyn. Pero en la voz de Rupertina había un timbre curioso.
—¿Conoces a mi padre? Es inspector de policía. Isaac Sidel.
Esther tuvo que contener su lástima por Marilyn la Fiera. La zorrita iba a quedarse huérfana en menos de veinte horas.
—Nunca he oído hablar de ningún Isaac, señorita.
Esther ganó la acera y se alejó. Le hubiera gustado tener una piruleta envuelta en el pasamontañas. La hubiera mordido con papel y todo y tendría jugo de colores en la lengua. Los rugidos de su tripa la empujaron hacia Suffolk Street y los pepinillos encurtidos de Rupert. Los chulillos de las pistas de balonmano de Seward Park la incordiaron sin cesar. Los chicos llevaban bufandas, deportivas azules y palillos de plata en la oreja izquierda. Llevaban bastones de punta suficientemente afilada como para rajar los bolsillos de una chica.
—Vente a jugar con nosotros, mamasita. Nos lo pasaremos en grande contigo.
Esther les dedicó un gruñido y apartó los bastones de un manotazo.
—¿No sabéis quién soy? —dijo, dispuesta a coger uno de los pendientes y tirar de la oreja a cualquiera de los chulillos—. Soy la hija de Isaac.
Los chicos recuperaron sus bastones.
—¿Isaac el mandamás? —dijeron—. ¿Papá Judío?
—El mismo.
No acababan de creérselo.
—¿Qué hace la hija del mandamás por la calle sin falda ni blusa?
—Vengo de un rendez-vous.
—¿Y eso qué es? —quisieron saber los chicos.
—Un encuentro religioso. Con un rabino. Se celebra en una piscina. Todos los meses. Te limpia de gérmenes.
Los chulillos se apartaron de Esther: podía contaminarles con sus historias de rabinos, gérmenes y piscinas.
Esther llegó a Suffolk Street. Rupert esperaba en el cuarto piso del bloque de apartamentos de Esther con una botella de amoníaco. Entraron en la habitación en la que Esther tenía el cazo. Volvió a encender el hornillo y vertió un poco de amoníaco sobre la sopa sin dar las gracias al muchacho.
—Pepinillos —dijo—. Tráeme uno.
Rupert le llevó los tarros de su padre. Mientras Esther removía el mejunje, él le fue metiendo en la boca pepinillos, hojas de parra y trocitos de col. Ella se deshizo del abrigo y Rupert tuvo que fijar la vista en la pared para apartar de su mente la pujanza de su culo y la hermosa firmeza de sus costillas. Esther tenía una concentración aterradora. Si intentaba follarla en mitad de la preparación de la sopa se ganaría un buen grito. Rupert conocía sus limitaciones. Él era el jefe de los piruletas sólo nominalmente. El espíritu de la banda surgía de Esther. Ella era la que planeaba las incursiones en el East Side. El plan era cortar al gigante en rodajas dedo a dedo: atacar a Isaac en la periferia, ganar resguardo en sus axilas y poco a poco talar todos sus miembros.
Los ojos de Rupert estaban hundidos en la pared cuando notó que una mano penetraba en su chaqueta. Esther había empezado a desnudarle. No se resistió. Aceptaba sus favores siempre que se le presentaban.
—Sigo creyendo que Isaac no se tomará tu sopa tan fácilmente.
—Cállate —dijo ella.
El corazón de él latía contra la palma de su mano. Pronto estuvieron tendidos sobre el abrigo de Esther. Aquél era un chico frágil, cuyo corazón latía como el de un pájaro capturado. Según las enseñanzas de los sacerdotes sefarditas, era pecaminoso fornicar con Esther encima. Que les dieran por culo. Esther se inventaría su propia religión. Estaba enamorada de un chico que había visto a su padre desarrollarse a sí mismo durante quince años. Las muertes graduales eran las más feas. Rupert había contraído la enfermedad de su padre. No era capaz de salir de debajo de Isaac. Su lengua se alojó entre los dientes de Rupert. Oyó que el chico suspiraba. Tendría que engordar de nuevo esa cara. Era imposible mientras Isaac siguiese vivo. Esther estaba decidida a ganar aun cuando eso supusiera convertirse en la novia de Isaac. No se inquietaba por ello. Sería un matrimonio muy austero.