7

El hombre del FBI no dejaba en paz a Isaac. Tenía su propio cojín en la central, y con él entraba y salía del despacho de Isaac. Newgate adoraba al Jefe. Salido de Bethesda, en Maryland, había aterrizado en un universo de detectives judíos, irlandeses y negros, y quería que Isaac comprendiese que él no era un episcopaliano más. Aseguraba que tenía parte de cherokee. Esa pizca de exotismo hacía reír a los hombres de Isaac: la posibilidad de que tuviera sangre india no les acercaba en absoluto a Newgate. Era un pelele, un idiota de Maryland que robaba las palabras de la boca de Isaac. No les impresionaba que dijese que había que «enterrar» a Amerigo Genussa o que iba a «tirar abajo» Mulberry Street. En un año los italianos estarían pasados de moda y los del FBI se encaramarían a los árboles por miedo a los activistas negros y a los nacionalistas portorriqueños.

Newgate se removió intranquilo en el cojín cuando en el despacho de Isaac entró un negro blanco, un negro blanco que vestía un traje azul de gamuza. En toda su vida en el FBI no se había cruzado nunca con una criatura tan extraña. Era Wadsworth, el albino de la Cuarenta y dos, que ahora se protegía el rostro del sol que entraba por las ventanas de Isaac. Sólo Isaac comprendía el sacrificio de Wadsworth: el albino no se hubiera expuesto a los terribles efectos de la luz diurna si no tuviese algo importante que contar.

Barney Rosenblatt le interrumpió. El jefe de detectives entró en tromba en el despacho, mientras sus tirantes se abrían con irritación. No se dirigía a un negro vestido de gamuza azul. Fingió que Wadsworth era invisible y se lanzó a por Isaac.

—¿Estás loco? ¿Te traes a un payaso semejante a la central? ¿No puedes negociar con él en otro sitio? Conseguirás que al comisionado le dé un ataque. Los macacos como ése apestan. Va a conseguir que mis hombres se caguen, Isaac.

—Cómemela, Vaquero —dijo Wadsworth, al tiempo que se sacudía una mota de polvo de la manga.

Barney le lanzó un golpe a Wadsworth sin apartar la vista de Isaac.

—Fuera —dijo Isaac—. Tengo adscrito a este hombre. Hazle daño y te trincaré tan rápido por el cuello que se te caerá la lengua.

Barney hervía detrás de sus tirantes: contra Wadsworth, Isaac y Newgate.

—Sácate el algodón de las orejas, Isaac. Soy yo, Barney Rosenblatt, ¿te acuerdas? No soy Manfred Coen. Como me busques las cosquillas no va a quedar ni una astilla en tu despacho, Isaac.

—¿Qué andas buscando, Barney? ¿Tiros? Vamos al pasillo y hacemos un duelo.

—No te pases de listo, Isaac.

Y se fue caminando con dificultad. La culata nacarada de su Colt temblaba en su bolsillo como una empuñadura indeseada. Wadsworth no sonrió siquiera: no le interesaba Barney Rosenblatt. Si quería podía mear contra los muros de la central o sacudírsela frente a cualquier comisionado. Wadsworth era inmune al arresto. Si los de atracos le sorprendían dormitando en una escalera de incendios o merodeando por una zapatería pasada la medianoche, tenían que dejarle ir. Estaba con Isaac y con el comisionado primero. Tiempo atrás, Wadsworth había sido pirómano. Ahora estaba casi retirado. Ni siquiera el comisionado primero podría salvarle si un bebé moría en uno de sus incendios. De modo que dejó su carrera de cerilla por indicación de Isaac. Sólo incendiaba edificios desalojados y aparcamientos.

—Siento causarte problemas —dijo; tuvo que esquivar la cabeza de Newgate para saludar a Isaac.

—Tú no eres el problema, Wads. ¿Quieres una cherry cola?

—Isaac, no tengo tiempo para bebidas. Creo que te he encontrado una piruleta.

—¿Dónde? —dijo Isaac, decidido a que no se le disparase la vena del cuello con Newgate delante.

—En un hospital de Corona.

Isaac se frotó la nariz.

—¿Corona? ¿Por qué Corona?

—A saber, Isaac. Mi tío Quentin trabaja en la sala de urgencias. Un chico se arrastró hasta allí con las piernas y los brazos rotos. Pero no tiene ni un rasguño en el resto del cuerpo. Mi tío no es tonto. Es la señal de fábrica del Casero, de Amerigo Genussa.

—¿Un chico de qué tipo? ¿Blanco o negro? —dijo Isaac, con la intención de despistar al del FBI.

—Tendrás que verlo por ti mismo, Isaac.

Isaac convocó a su chófer, Brodsky, a Pimloe, su lugarteniente, y a Manfred Coen, su ángel. Newgate empezó a llorarle.

—Llévame, Isaac. Llevaré un laboratorio portátil hasta la misma cama del chico. Podrás grabarle, tomarle las huellas, hacerle pruebas de orina y de sangre…

Isaac no podía dejar atrás a Newgate sin que se montase una buena: el federal podía irle con el cuento a Barney Rosenblatt.

—Ven —dijo Isaac—, pero deja el laboratorio en casa.

El FBI podía tomar huellas dactilares y restos de semen del suelo con sus laboratorios mágicos. Pero las huellas nunca eran las que hacían falta, y el semen era por lo general de perros y gatos.

Brodsky pidió por teléfono el coche del comisionado. Bajó junto con Isaac, Pimloe, Newgate y Coen a la rampa trasera de la central. Cruzaron el puente de Manhattan mientras Newgate se quedaba maravillado ante la enormidad de Brooklyn, el cual, según creía, podía tragarse todo Maryland. Brodsky iba feliz con Isaac en el coche. Coen le molestaba. El chófer despreciaba a los nenes guapos. Isaac siempre prestaba a Coen a la Oficina de Servicios Especiales cuando la esposa de un embajador empezaba a aburrirse en Nueva York. Las mujeres se pegaban a Ojos Azules. Coen era el guaperas oficial del departamento. Isaac tenía la ciudad llena de negros blancos, soplones portorriqueños y tarugos hermosos.

Un cherokee idiota de Maryland como Newgate sólo sabía moverse cogidito de la manga de Isaac. Isaac le enseñó a husmear. Isaac podía colarte pruebas en el zapato, chantajeaba a tu hermana, ponía a Coen a ligar con tu madre o tu mujer hasta que no te quedaba más remedio que aullar tu culpabilidad. Ése era Isaac el Puro, y no malgastaba sus escrúpulos con los ladrones.

Llegaron al fin a Saint Bartholomew, un diminuto hospital algo apartado de Corona Avenue. En el hospital no había espacio para los grandes coches de la policía. Brodsky encontró aparcamiento al otro lado de la calle. Wadsworth no tenía placa que enseñarles a los recepcionistas del hospital, de modo que entró justo detrás de Isaac: en la gamuza se habían formado largos pliegues de arrugas arracimadas. Los cinco se apresuraron a entrar en el ala principal, dejando atrás a enfermeras, camilleros y pacientes vestidos con camisolas arrugadas. Isaac buscaba a un chico en tracción, con los brazos y las piernas en alto. La búsqueda resultó inútil. Sorprendieron a un anciano mientras meaba tras una cortina. El viejo le tiró a Isaac un botecito de pastillas que alcanzó a Newgate en el ojo. Isaac corrió la cortina.

Wadsworth les condujo hasta un chico que tenía manoplas de yeso puestas en las manos y en los pies. Ninguna llegaba más allá de la muñeca o el tobillo. El muchacho era chino.

Coen no tuvo que mirarle mucho: era el chico que le había pateado el pecho en el centro judío. No sabía aún qué decirle a Isaac. Al Jefe no le hacían falta los codazos de Coen. Estudió la tablilla de identificación colgada de la cama. Stanley Chin no tenía domicilio: como edad constaba dieciséis y medio. La simetría de los yesos le desconcertaba. No estaba completamente seguro de que fuese obra de Amerigo. Los matones de alquiler del Casero no se hubieran limitado a romper dedos y pies. Les faltaba esa finura. El chico hubiera tenido un codo retorcido, o una rodilla rota.

Isaac se acercó a la cama. En su voz no había dureza.

—Stanley Chin. ¿Me conoces?

El chico no dijo nada. Se quedó mirando a Coen y al albino vestido de azul.

El Jefe rozó el alza de la cama, parecida a una cuna.

—Soy Isaac Sidel.

El chico soltó aire por la nariz y se repasó los dientes con el labio inferior. Isaac se preguntaba si habría enchironado al padre del chico, o si había hecho algo terrible a la familia. No recordaba haber detenido a ningún chino en los últimos cinco o diez años.

—¿Por qué tienes encima a Amerigo Genussa? —le chilló Newgate.

Isaac le ordenó que se hiciera atrás. Le prometió que si volvía a interferir le devolvería a Maryland de una patada.

—Dime, Stanley. ¿Dónde está tu colegio? ¿En Brooklyn? ¿Queens? ¿En el Bronx?

Wadsdorth le susurró a Isaac:

—El chaval va a Seward Park. Mi tío Quentin consiguió sonsacárselo.

Wadsworth se estaba poniendo nervioso en el hospital. Las paredes desprendían un resplandor blanco. No sabía funcionar sin el zumbido de una pantalla de cine. Era un adicto al tecnicolor y al polvo sobre la cara. En breve iba a rogarle a Isaac que le llevase a casa.

Isaac era consciente de las contorsiones que estaban teniendo lugar bajo la gamuza. Pero no podía soltar a Wadsworth hasta haberle apretado las tuercas al chico chino.

—¿Sabías que yo fui a Seward Park, Stanley? Me gradué en 1946. De verdad. Hace unos meses estuve dando una charla en el colegio. ¿Te acuerdas de eso?

El chico no quería responderle: sólo frotó las fundas de los pies una con otra y escrutó los ojos rosados y el pelo descolorido de Wadsworth. El albino le tenía embrujado. Brodsky le dio un toquecito a Isaac en la muñeca.

—Jefe, a éste no te lo vas a ganar con historias del colegio. Déjame que le pise los dedos, o dile a Manfred que le dé un beso en la boca.

Isaac no tuvo oportunidad de abroncar a Brodsky. La enfermera jefe, una gigantesca mujer negra con medio kilo de almidón en la bata y las mangas, cayó sobre los cinco.

—¿A qué viene lo de colarse aquí sin mi permiso?

Brodsky le respondió.

—Señora, éste es el Jefe Sidel, de la Oficina del Comisionado primero, y hace lo que le da la gana.

—En este hospital no, gordinflas.

Se volvió hacia Wadsworth.

—¿Tú quién demonios eres?

El almidón crujía ante los ojos de un confundido Wadsworth. Se escurrió entre Brodsky y el federal. Newgate buscó en su chaqueta alguna identificación.

—Señora, soy del FBI.

—Jesús, Jesús —dijo ella—. ¿Cómo habéis conseguido siquiera pasar de la puerta, panda de lunáticos?

La sangre cherokee de Newgate tintó de rojo su nariz.

—Compruébelo, enfermera. Soy Amos Newgate, de la central de Manhattan.

—Claro —dijo la mujer—, y yo soy Mamá Ganso.

Se plantó frente a Newgate, mientras el bolsillo del pecho de su bata se tensaba.

—El chico está herido. No necesita más tonterías.

Isaac hubiera querido contratar a aquella enfermera: alguien así sabría cómo mantener a Barney Rosenblatt alejado de su puerta. Pimloe guardaba un silencio desacostumbrado. El lugarteniente de Isaac solía dar la cara por él para quitarle de encima a los pelmas. Pimloe debía de haberse enamorado, y por eso Isaac tuvo que contemporizar con la enfermera.

—Señora Garden —dijo, después de leer su nombre sobre la bata almidonada—, hace usted bien en preocuparse por Stanley Chin. Es su paciente, y nosotros hemos irrumpido en su pabellón. Pero creemos que ha agredido a varias ancianas y que ha destruido algunos comercios. Voy a dejar con él a dos de mis agentes. No te tocarán, Stanley, te lo prometo.

Sacó a Wadsworth, Newgate y a los de la Oficina del Comisionado del pabellón. Situó a Brodsky en el pasillo.

—Vigila a quienquiera que visite al chico. Como si es un ejército de enanos. Entérate de quiénes son.

—¿Me quedo con él, Isaac? —dijo Coen, con las mejillas repletas de líneas de cansancio.

—No, quiero a Pimloe aquí… Herbert, localiza al médico de la planta. Consigue que esas arpías nos dejen en paz.

Newgate prefirió quedarse en el hospital. Pimloe parecía a disgusto.

—¿Quién te llevará de vuelta a Brooklyn, Isaac? Wadsworth no puede ponerse al volante.

—Coen conducirá.

Los labios de Brodsky se fruncieron en un gesto de desdén.

—Jefe, no distingue el norte del sur. Te va a tirar al océano. Te ahogarás con él.

—Ya me salvará Wadsworth —dijo Isaac, ansioso por salir del hospital.

El Jefe tenía una misión que cumplir. Se sentó con Wadsworth y Coen en el espacioso asiento delantero del coche. Coen iba encajonado contra la tapicería. Wadsworth mantuvo las manos escondidas bajo los muslos hasta que tuvo Manhattan a la vista. En la cabeza de Wadsworth, Brooklyn era un islote. No tenía las proporciones de un mundo sólido: en Brooklyn, el suelo podía hundirse.

Coen dejó a Isaac frente a las casas de Essex Street. Wadsworth intentó salir del coche de un salto. Isaac no estaba de humor para agarrarle por la gamuza. Le bloqueó el paso con la rodilla.

—Vas a ofender a mi ayudante si no te quedas sentado.

Wadsworth parecía tener miedo de sentarse solo con Ojos Azules. Los colores profundos le ponían los nervios de punta. El albino había llegado a la conclusión de que un judío de ojos azules no podía ser más que un brujo.

Isaac tenía ganas de ver a sus antiguos amigos. Stanley Chin le había retrotraído a Seward Park. El Jefe iba en busca de Mordecai y de Philip, y recordaba sus conversaciones en los tejados, las peleas a propósito de Trostki y Stalin, los campeonatos de ajedrez que acababan con el apetito de Mordecai y dejaban bizco una semana a Isaac: Philip les sorprendía primero con una apertura desacostumbrada y les vapuleaba luego con sus alfiles y sus peones. Isaac había tenido cariño a Mordecai, nada más. Philip había sido su rival. Nunca había podido competir con Philip en ajedrez, ni rebatir su defensa del hermoso rostro de Trostki. Isaac había sido siempre un estalinista trasnochado.

Isaac dejó el ajedrez por despecho, por Philip. Isaac estudiaba a los maestros, absorbía el juego fiero de sus tres ídolos, Morphy, Steinitz y Alekhine, pero Philip desmontaba toda la teoría de Isaac con su conocimiento instintivo del tablero. Había en los movimientos de Philip una música interna e infernal que contradecía los libros de ajedrez de Isaac. Isaac se volvió cada vez más taciturno. Sus tres ídolos habían caído del pedestal. Morphy, el americano que en su día fuera el jugador más perspicaz del planeta, cayó en los últimos años de su vida en el voyeurismo: espiaba por los retretes vestido de mujer. Steinitz, el enano judío de Praga, el hombre de rodillas vacilantes que había revolucionado el ajedrez al descubrir los patrones de las aperturas, yacía olvidado en una fosa común de la isla de Ward. Alekhine, el genio ruso, había huido de su país para jugar al ajedrez al más alto nivel a lo largo y ancho de Europa y Sudamérica en constante estado de ebriedad: llegó a mearse en los pantalones de un contrincante, vomitaba sobre los relojes y acabó por convertirse en el campeón y bufón oficial de la Alemania nazi.

El mismo Philip cayó «ciego» a los veinticuatro años: perdió su sentido de las piezas, descuidó la defensa de su rey, empezó a impacientarse frente al tablero y se retiró de los torneos. Philip se convirtió en un hombre de negocios que vendía bombillas y artículos de aseo personal por las tiendas del East End, además de en marido, padre y recluso. Su vida familiar no era muy distinta de la de Isaac: ambos tenían un hijo descarriado. El de Philip era un quinceañero testarudo y genial capaz de barrer del tablero a su padre desde los nueve años. Isaac decidió ir a charlar con Philip y hacer un aparte con el chico: estaba sediento de noticias de Seward Park. Quizá el muchacho pudiera contarle algo de la banda de Stanley, y además Isaac podría llorar con Philip por Marilyn la Fiera, su hija desaparecida.

Un agente de la policía local reconoció a Isaac cuando éste se detuvo frente al edificio de Philip. El agente cojeaba un poco y su uniforme no parecía ajustarse a su cuerpo.

—Jefe Isaac —le gritó—, si va en busca de los pirados de las piruletas, pruebe en otro bloque. Esta casa la vigilo yo. Esos criminales no se atreven a meterse conmigo.

—Es una visita privada —masculló Isaac—. Voy a visitar a Philip Weil.

Subió en ascensor hasta casa de Philip. El timbre no funcionaba y tuvo que llamar con los nudillos hasta que le quedaron insensibles.

—Philip, soy yo… Isaac.

La puerta se abrió para que entrara. No pudo hacerlo sin abrazarse a la espalda de Philip.

—Mordecai me ha dicho que me buscabas… ¿Qué es lo que pasa, Philip?

Isaac tenía bien cogido a Mordecai, había rescatado a su hija del basurero de un chulo de putas, pero con Philip no podía. Philip no llevaba días sin afeitarse, ni mostraba los síntomas de un campeón de ajedrez venido a menos. Vestía una camisa impecable, con botones de hueso y cuello reforzado con puntas de metal. Nada podía objetar Isaac a la raya en los pantalones de Philip, ni a la precisa caída de sus puños. Philip era un hombre casero que vestía como un figurín.

Había conservado su aire juvenil. No había sido presa del lento engorde de Mordecai, ni de la acumulación de carnes duras de Isaac. Su persistente amor por Trostki y su antigua manía por el ajedrez debían de haberle protegido de los achaques más comunes. Philip vivía en una caja cerrada.

Preparó para los dos un café que casi escaldó la lengua de Isaac. Isaac no podía creer que alguien bebiese algo tan amargo. En ese momento soñaba con los cappuccinos del club social Garibaldi.

—¿Qué problema tienes, Philip? Tendría que haber venido antes… Unos cabroncetes que atacaron a mi madre me han tenido muy ocupado.

Philip tenía algo en el cuello, una contracción repetida y molesta que parecía extenderse desde detrás de las orejas.

—Tuvimos suerte —dijo Isaac, los ojos fijos en el cuello—. Creo que hemos cogido a uno de ellos. Un chico chino. No te lo pierdas, Philip: va a Seward Park.

—Lo sé. Es Stanley Chin.

Philip se sujetó el cuello de la camisa con el pulgar. Isaac frunció el ceño.

—¿Quién te lo ha contado? ¿Has estado en Corona esta mañana, Philip? ¿Eres un mecenas del Saint Bartholomew? ¿Has estado fisgando por los pabellones?

—No. Rupert está con la banda. Es el líder.

Un temblor se adueñó de la mandíbula de Isaac y dibujó arrugas oscuras en su cuello. El hijo de Philip era un piruleta. Isaac se tiró a por los botones de la camisa de Philip.

—Pedazo de cabrón, ¿para eso me has estado enviando mensajes a través de Mordecai?

Los botones saltaron de la camisa de Philip, e Isaac estrujaba hueso de elefante con el puño.

—Philip, si mi madre muere te va a doler la oreja el resto de tu vida. No me contentaré con lisiarte. Te enterrarán con dos peones en los ojos. Tendrás todo el tiempo del mundo para jugar al ajedrez.

Philip no temblaba, ni aun con el aliento de Isaac encima.

—Isaac, no te lo podía decir directamente… Estaba paralizado. Esperaba que tú acudieses a mí. Pensaba que era una locura pasajera, algo que superaría pronto. Asaltar las tiendas del vecindario… ¿Con qué propósito? Cuando supe lo que le había hecho a tu madre, comprendí que era demasiado tarde. Isaac, nadie se te escapa por mucho tiempo. Estaba esperando que vinieses a matarme, Isaac.

Isaac tiró los botones al suelo.

—¿De qué coño me hablas? Philip, no pienso ser tu ángel vengador. Ya sufrirás lo tuyo. Quiero datos. No quiero tu miserable opinión. ¿Por qué me odia Rupert?

—Isaac, no le he hablado nunca mal de ti.

—Quizá ése sea el problema. ¿Quién es la zorrita, Philip? La chica que está con Stanley y Rupert.

—Es Esther Rose.

—¿Dónde vive?

—Vive en la calle, Isaac. Esther no tiene casa. Antes estuvo en la Liga de Defensa Judía. Estoy bastante seguro de que la echaron. Demasiado loca para ellos.

—¿Una chica de la Liga? Rupert debe de tener una fotografía de la muy puta. ¿Dónde está su cuarto?

Philip le acompañó a una habitación atestada de panfletos, cajas de cigarros, tableros de ajedrez con el marco roto, palas de ping-pong con cicatrices en sus carnes de goma, carteles en los que se anunciaban colonias nudistas, tableros de backgammon y material de guerrilla, esparcido todo sobre el bosque de libros que cubría la cómoda de Rupert, su armario, su lámpara y su cama. Isaac se puso a buscar entre aquel desorden, hundido en libros hasta las rodillas. Jugueteó con una pala de ping-pong, mientras musitaba:

—Rupert tendría que jugar con Coen, uno de mis hombres. Coen es un genio. Podría encandilar hasta a un oso polar con sus golpes.

Encontró un alijo de fotografías en una de las cajas de cigarros.

—¿Es ésta? —dijo, al tiempo que señalaba a una chica de pelo alborotado, pechos firmes y grandes ojos castaños.

—Sí, ésa es Esther.

Isaac se guardó la fotografía en el bolsillo. Luego cogió la fotografía de la graduación de Rupert en el instituto (el genio fruncía el ceño bajo su birrete), que colgaba de la pared. El vidrio del marco se resquebrajó cuando Isaac se hizo con la fotografía.

—¿Dónde está Rupert?

—Hace dos semanas que no pasa por aquí, Isaac. Sólo sé que está con Esther.

—Philip, si le ves no le pierdas de vista. Con sus tácticas ha ofendido al club social más importante de Mulberry Street. Los garibaldinos tienen ganas de partirle las piernas. Philip, entrégamelo.

—No le harán daño en comisaría, ¿verdad, Isaac? No es más que un niño… tiene quince años.

—Philip, si por mí fuera tiraría a ese niño prodigio tuyo por la ventana, pero necesito que cante. Ninguno de mis hombres le pondrá la mano encima.

Isaac llamó al Saint Bartholomew desde una cabina callejera.

—Póngame con el inspector Pimloe.

La recepcionista le devolvió el gruñido. No había ningún Pimloe ingresado en el hospital.

—No me lo ponga difícil, señora. Tiene que estar por los pasillos. Hágalo llamar… Dígale que Isaac ha dicho que más le vale ponerse al teléfono.

Isaac oyó un suspiro y el golpeteo de unos zapatos. Brodsky se puso al aparato.

—Soy yo, Jefe.

—Brodsky, vete a pincharle el teléfono a otro. Busco a Pimloe, no a ti.

—Pimloe ha desaparecido. Quizá esté escaqueándose en el sótano. A saber… Jefe, estamos con la mierda al cuello.

—¿Por qué? —dijo Isaac, rechinando los dientes—. ¿Es que Stanley Chin se ha comprado unas alitas? ¿Ha atado a la negra con las vendas y se ha dado el piro del hospital?

—El Vaquero está aquí, Isaac.

Isaac maldijo por teléfono.

—Imbécil. ¿Cómo os ha encontrado?

—Me cogió por sorpresa, Isaac. Los chicos de cuero se me echaron encima. Se ha traído un ejército al hospital. Rifles y todo. Newgate debe de haberse ido de la lengua. Para que te fíes del FBI.

—Déjate de Newgate. Ha sido Pimloe.

—Isaac, ¿estás loco? Pimloe trabaja para ti.

—Pero además se está cubriendo las espaldas. Está convencido de que el sitio más calentito de todo Nueva York está bajo las faldas de Barney Rosenblatt. Usa la cabeza, Brodsky. Es Pimloe. No puede haber sido nadie más. ¿Qué está haciendo ahora el Vaquero?

—Nos está quitando de en medio. Conoces al Vaquero, Isaac.

Es un cerdo. El chino está inmovilizado, ¿no? Pues Barney va y secuestra a dos fiscales adjuntos de distrito, coge su cámara, saca unas cuantas Polaroid del chaval, le toma las huellas con su propia tablilla y le arresta a pie de cama.

—¿Ahora Barney se dedica a trincar críos? ¿Qué coño tiene contra Stanley Chin? ¿Ha metido un pasamontañas bajo la almohada o qué?

—Por ahí no le pillarás, Isaac. Barney dice que tiene un ejército de tenderos chinos dispuestos a jurar por sus vidas que Stanley les ha robado. Mañana va a venir un juez para encausar al chaval.

—Dime una cosa. ¿Cómo ha conseguido esquivar a la enfermera negra?

—No le ha hecho falta. Los chicos de cuero le han clavado un rifle en la blusa y la han arrinconado en su escritorio.

Era de idiotas acosar a Brodsky por el asalto del Vaquero al Saint Bartholomew. Isaac colgó. A armas no iba a ganarle al jefe de detectives. El Vaquero le iría con el cuento al inspector jefe, el inspector jefe le comentaría algo al jefe de policía, el jefe de policía invitaría al comisionado primero a su ascensor privado y el comisionado primero, que no era capaz de sacudirse de encima la mafia irlandesa de la central, se pondría en contacto con Isaac. Isaac estaba frito. Tendría que cooperar con la investigación del Vaquero. No podría siquiera ocultarle las fotografías de Rupert y Esther Rose. Todo el mérito se lo llevaría el Vaquero. Seguro que ya había organizado un puesto de mando en el hospital y tenía distribuidos cuervos por todas las plantas.

Al Jefe le quedaba una alternativa. Podía sacar al chico del Saint Bartholomew con la ayuda de Brodsky y Coen y esconderlo en algún sótano. Entonces el Vaquero caería en desgracia. Pero Isaac se arriesgaba así a una guerra cruenta en la central. Tendría que enfrentar a sus ángeles contra los cuervos de Barney. El comisionado tenía cáncer de garganta. ¿Cuánto tiempo iba a poder estar del lado de Isaac? Los jefazos irlandeses preferían a Barney Rosenblatt. El Vaquero nunca se enfrentaría a la jerarquía. Destruiría de buena gana a cualquier detective que no le gustase al jefe de policía. Isaac tenía demasiado predicamento entre los agentes de a pie. Trapicheaba con portorriqueños y negros blancuzcos. Sus soplones no le mostraban lealtad más que a él. Isaac ponía en peligro la tranquilidad en la central. Los jefazos irlandeses recelaban de él.

Isaac esperó a que pasase un taxi Checker. El Jefe era muy mirado respecto a cómo desplazarse a la parte alta de la ciudad. Quería hundirse en un asiento de cuero grueso. Fue a buscar a Coen. Coen sabría aliviar su pesadumbre con té caliente y una partida de damas. Isaac no quería jugar al ajedrez con Ojos Azules. El ajedrez sacaba a relucir la ferocidad del Jefe, su propensión a abusar de un alfil débil y de una línea de peones desbaratada, e Isaac prefería no revelarle aquello a Coen. Las damas no le atraían tanto. Podía comer dos y tres veces sin deleitarse en la victoria. Y a Coen no parecía importarle quién ganaba o perdía.

Isaac no intentó subir por la escalera de incendios. Aquel día no se encontraba con ganas de colarse por la ventana de Coen. Le gustaba visitar a Ojos Azules a cualquier hora. Llamó al timbre de Coen. El Jefe tenía el oído bien entrenado: oyó unos pies arrastrarse, detrás de la puerta.

—Manfred, déjame entrar.

Nadie descorrió el cerrojo. Isaac hizo saltar la cerradura.

—¿Qué pasa, Manfred?

Se encontró con Marilyn en el recibidor de Coen. Ella le miró fijamente con ojos inmisericordes. Las magulladuras de su cara habían adquirido un intenso color verde.

Isaac dio un paso atrás. No recordaba la última vez que le habían temblado los brazos y las rodillas.

—Tendría que haber imaginado que estabas con Coen. El chico tiene buen corazón. Acogería a cualquiera. ¿Quién te ha marcado las mejillas? Manfred no ha sido.

Marilyn se dio cuenta de lo que su padre podía hacerle a aquel antiguo novio suyo de Inwood Park. Isaac era muy capaz de convertir a Brian Connell en fiambre, o de destruirle de un modo más sutil. Podría sacar a Brian de su comisaría por orden del comisionado y tenerle dando saltos por los cinco barrios hasta que el muchacho se volviese loco de agotamiento y mareo. Marilyn le juró que le habían atracado. Conocía la pasión de su padre por los detalles y su ojo para las inconsistencias. Tuvo que inventarse toda una historia.

—¿Dónde ocurrió?

—En el centro.

—¿Este u oeste?

—Isaac, deja de darme la paliza, por amor de Dios. Supongo que tienes fichados a todos los atracadores de Manhattan.

Tenía el temperamento irlandés de su madre, el ceño prieto y hermoso de Kathleen.

—¿No puedes llamarme «papá»?

—Por Dios —dijo ella—. ¿Ya volvemos con ésas? Todo el mundo te llama Isaac. ¿Por qué tendría yo que ser diferente?

Isaac sintió que recuperaba las fuerzas. Sus dedos empezaron a engarfiarse.

—Haz las maletas. Te vienes a vivir conmigo.

—Y una mierda.

Podría haberla arrastrado hasta su piso de Rivington Street y volver lilas los moratones verdosos de su cara, pero no lo hizo. Se la pensaba llevar de casa de Ojos Azules sólo a fuerza de persuasión, y no volvería a buscarle arquitectos con los que casarse. La chica se sentía fatal en estado de casada. Vivía esparciendo maridos a su alrededor, pasando de hombre en hombre. Isaac podía tolerar aquel picor entre sus muslos, pero no podía quedarse con Coen. No quería que su locura por Ojos Azules le siguiera a él a la central. Coen era suyo.

—Marilyn, si te quedas, también me quedo yo. Manfred nos preparará chocolate caliente… Nos arrullará para dormirnos en cuartos separados. Pegaremos un cartel en la pared para ver a quién le toca ducharse primero. Manfred debe de ser bueno frotando espaldas. ¿Me entiendes, Marilyn? De aquí no me voy si no es contigo.

—¿Cómo llegaste a ser tan hijo de puta, Isaac?

—Tuve que aplicarme —dijo—. Ahora haz la maleta.

Ella no se dispuso a partir. Se quedó mirando el pellizco de piel bajo la nariz de Isaac, y sintió lastima por los amigos y enemigos de su padre: nadie le ganaba por la mano a Isaac.

—Marilyn, si nos ve juntos, él será el que sufra y no tú… No me obligues a cargarme a Coen. Podría convertirlo en un oficinista de lujo. ¿Te gustaría que se pasase el resto de su vida archivando fichas en el sótano de unas oficinas? Entonces coopera conmigo.

—No lo harías —dijo ella—. No sabes arreglártelas sin Coen.

—Ya aprenderé. No subestimes a tu anciano padre, Marilyn. Los afectos no significan nada en mi oficio. Si tengo que lisiar a Manfred para conseguir lo que quiero, lo haré.

—Isaac, papaíto —dijo, y de su nariz salía humo—, no hace falta que me lo jures.

Y empezó a buscar su ropa interior, las medias de rejilla amarillas, rojas y azules, y las embutió en su maleta. Le tiró un jersey a Isaac.

—Dóblalo de una vez. ¿Cuántas manos crees que tengo?

—¿Le dejo una nota a Manfred?

—No. Ya se olerá el percal. ¿Quién más querría secuestrarme?

De pronto, Isaac se volvió tímido. No estaba acostumbrado a imponerse a su hija.

—Marilyn, si quieres puedes invitarle a casa… No he dicho que tengas que dejar de verle del todo.

—Muérete, Isaac.

Marilyn se mordió el labio para no llorar. Isaac vio la sangre. Era demasiado tímido como para enjugar la sangre con su pañuelo. Daba gracias al puñetero Jesús de Kathleen de que no tuviese más hijos. Dos Marilyns habrían acabado con él. Prefería un duelo con Barney Rosenblatt frente al despacho del jefe de policía que la contemplación de su flacucha hija. Isaac era desdichado. No era capaz de aplacar su amor por Marilyn. Era parte de su carne corpulenta. Marilyn encogió los hombros y empezó a llorar con unos balbuceos entrecortados que secaron la garganta de Isaac. Le tocó el pelo con un dedo. Ella no se movió. La sepultó entonces en un abrazo osuno.

—Todo va a ir bien, niña.

Bajaron juntos las escaleras de Coen: Isaac cargaba con la maleta, y sostenía la mano de Marilyn con una mano. Hubiera matado por el derecho a conservar a su hija. Rupert, Stanley, y el Saint Bartholomew se desvanecieron en su mente.