Los propietarios del restaurante de Ludlow Street estaban enfadados con Ida Stutz. Ya no podían hacerla trabajar doce horas al día. Ida se había vuelto arisca. Ahora insistía en su derecho a una verdadera pausa para el almuerzo. El Jefe no había llamado a la empañada ventana del restaurante desde su regreso al país, e Ida estaba dispuesta a encontrarle.
Le preocupaba Isaac. Si no le atiborraba a champiñones y sopa de cebada, se convertiría en un inspector delgaducho. La racanería con los hombres no era su estilo. Isaac necesitaba sus carnes para liberarse de sus ansiedades y de las cargas que comportaba ser padre, esposo, hijo y poli con cerebro. Ida simplificaba su vida. Sabía que él tenía una hija desaparecida, una esposa chillona y una madre en el hospital, pobre Sophie, que se llevaba árabes a la cama. Ida iba de camino a Rivington Street, a casa de Isaac. Quería renovar la tierra de sus macetas, rascar el interior de la nevera, esperarle junto a la salida de incendios.
A Ida le pareció que las calles tenían un aspecto maligno. Restos de cajas de las conserveras flotaban sobre las alcantarillas y chocaban como brazos y dedos contra el torso de una muñeca. El viento de febrero penetraba en la madera, se escurría por las rendijas de los edificios bajos y desvencijados, forzaba al viejo mendigo judío de Broome Street a hundir la cabeza en su abrigo, barría hasta la capa más profunda de las faldas de Ida y se aferraba a las costuras de sus resistentes bombachos. Ida rogaba para que nevase.
La oscura snegu de su abuela rusa (la nieve que caía en Delancey Street era más azul que blanca) cubriría con hielo las alcantarillas, ocultaría las ruinas, obligaría a las conserveras a alejar su trajín de las aceras.
Ida no añoraba el pasado. Poco le importaba que el mercado de Essex Street vendiese pelucas en lugar de queso artesano. Los cubanos habían llegado a Essex Street junto con una oleada de tenderos israelíes. Ida se alegró de su llegada. Con los israelíes discutía a propósito de sus principios paganos, de la desconfianza que le inspiraba toda tierra prometida y ver judíos con tanques, pero discutía por amor. Y los cubanos adoraban los blintzes de Ida, aunque no supieran pronunciar la palabra.
Unas manos rudas, sin guantes ni mitones, la agarraron cerca del edificio de Isaac y la arrastraron a un portal. Se vio rodeada por una confusión de máscaras. Los ojos ardientes y sudorosos que la miraban le hicieron temblar. Ida reconoció a la Banda de los Piruletas. Aquél era el trío que había pasado por el restaurante, había robado blintzes, le habían magreado el pecho, y que ahora había doblado la esquina para romperle la cabeza. Ida pudo oler el pelo de una chica bajo una de las máscaras. A la chica se le escapó un gruñido. Los otros dos eran más callados.
—El chochito de Isaac —dijo la chica, y cogió a Ida por la barbilla.
Los dos chicos tuvieron que sujetarla.
—Es inofensiva —dijo el chico más bajo—. Mírala.
La chica no se dejaba aplacar con facilidad.
—Seguro que se la chupa. Es algo que se te pega, seguro. Para mí es una guarra gordinflona. —Y se puso de puntillas para cogerle un mechón de pelo a Ida—. Dale recuerdos de Esther Rose al bueno de Isaac.
—Cállate —dijo el chico más bajo.
El alto se recostó en una hilera de buzones reventados, inhibiéndose de aquella cháchara. Cuando Ida empujó los dedos que se le clavaban en el cuero cabelludo, percibió los movimientos nerviosos del muchacho. Se alejaba de sus amigos. El pequeño, más cercano a Ida y Esther Rose, puso a Ida fuera del alcance de Rose.
—A ver si te enteras —dijo—. Ese tío es un cerdo. Tiene las orejas llenas de mierda. Se ganó su reputación chupándosela a Nueva York. Ahora es la ciudad la que se venga.
—Vamos a follárnosla —jadeó Esther—. Le quitamos la ropa de gorda y nos la follamos… Será como tirarle arpones a una ballena. Me juego algo a que está llena de papilla.
Le dio un golpe con el canto de la mano. El chico alto se alejaba ya, dando traspiés y chocando contra la pared, enganchándose el hombro con las piezas metálicas de los buzones. Esther le dio un empujón al otro.
—¿Estás conmigo, Rupe?
Rupe paró los golpes de Esther con el codo.
—Venga, nos vamos ya.
Empujaron a Ida al interior del portal, la encajonaron tras una puerta y salieron corriendo, con las máscaras cortando suavemente el aire mientras se apresuraban a ganar la calle. Ida no gimoteó. No era estrictamente el miedo lo que la retuvo tras la puerta. No alcanzaba a entender a las tres máscaras. ¿Qué querían de ella y de Isaac? Deseó poder sumergirse en el aire viciado del restaurante. A Ida le encantaba oler el salmón y el queso fresco gratinado. Se tambaleó subida a los zapatos, intentando ahuyentar el viento que golpeaba sus tobillos. Hacía muchísimo frío en el portal.
Isaac se devanaba los sesos buscando enemigos lógicos. Se había acercado hasta Bummy’s para entrevistarse con Milton Gulavitch, asesino y ladrón venido a menos que tenía coágulos en las dos piernas y una cuenta pendiente con Isaac. Veinte años atrás, Gulavitch había sido el «controlador» de Brownsville y el Nueva York Este. Ninguna lavandería del largo y agobiante pasillo que unía Brooklyn con Queens podía sobrevivir sin un permiso de Milton, que en su madurez conservaba su poder porque tenía medios legítimos con los que proteger su imperio: dos de sus hermanos eran detectives de Homicidios en el centro de Manhattan. Los dos jóvenes Gulavitch, Myron y Jay, tenían sus propios chanchullos en Little Italy; allí extorsionaban a los tenderos portorriqueños, chinos y judíos, y partían caras por cuenta de los caseros y prestamistas de Baxter Street. Isaac, el niñato detective, se encontró con Myron y Jay y ayudó a enviarlos al retiro y al oprobio. Lo de sus hermanos dolió a Myron en lo más hondo. Juró que le sacaría los ojos a Isaac: un detective ciego no husmearía en los asuntos de los demás. Cruzó el puente Williamsburg y se quedó esperando a Isaac en Mendel’s, un bar de Clinton Street frecuentado por policías y criminales judíos.
Isaac no iba a permitir que Gulavitch le echase del bar de Mendel. Por entonces era más corpulento, la piel colgaba de sus puños de muchacho. Llegó vestido de tweed, consciente de la fuerza de los pulgares de Milton y de su habilidad para saltar ojos. Isaac puso la porra y la pistola sobre el mostrador de Mendel’s. No quería que los clientes pensasen que estaba allí por algo oficial. A Gulavitch le dio la risa. No llevaba en los bolsillos más que los pulgares. Con un gesto lánguido y engañoso giró sobre su cadera para abrazar la cabeza de Isaac. Éste apretó los ojos contra el pecho del «controlador», con lo que Gulavitch no tenía dónde atacar. No había esperado una táctica semejante de un muchacho, y había dejado su cara al descubierto. Isaac le agarró con una mano rechoncha. De un duro golpe le rompió a Gulavitch el arco del ojo. Gulavitch se llevó las manos a la cara. Los clientes que tenía alrededor abrieron la boca, asombrados y asqueados. Gulavitch pasó a ser Gula el Tuerto. Desapareció del mapa y su imperio pasó a otras manos, y reapareció pasados quince años como lavaplatos y fregona de Bummy Gilman.
Isaac despreciaba a Bummy porque se mostraba servil con Barney Rosenblatt y otros capitanes de comisaría judíos, pero no había ido a reventarle el local a Bummy.
—¿Dónde está Gula? —preguntó.
A Bummy le ponía nervioso tener a Isaac en el bar. No sabía por dónde coger al Jefe, no podía sobornarle ni con sus costillas de cordero ni con espectáculos pornográficos.
—No le toques, Isaac. Está senil.
—Vale. Pero puede que tenga un par de sobrinos que le estén haciendo los recados. Tengo que saberlo.
—Isaac, no se acuerda ni de su nombre. Si le soplas se cae.
—No te preocupes, le recogeré antes de que se caiga.
Isaac entró en la cocina de Bummy. Apestaba a grasa animal y a ropa interior de viejo. Milton Gulavitch estaba quitando los ojos a una patata con el pulgar. Los pliegues de la uña tenían fascinado a Isaac.
—¿Gula?
No es que Isaac estuviese paranoico. Gulavitch se plantaba a menudo frente a la central para maldecir a Isaac. Últimamente había estado amenazando con resucitar su imperio y echárselo encima a Isaac. Barney Rosenblatt le propuso encerrar a Gulavitch. Isaac no quiso ni oír hablar de ello.
—Gula, escúchame. ¿Tienes dos sobrinos y una sobrina en Brooklyn? ¿Les has empujado a odiarme?
Gulavitch levantó la vista de la patata.
—Muérete, Isaac. Haz eso por mí.
No llevaba puesto el parche, e Isaac tuvo que mirar el hueco azulado, el desastre que él había causado. La saliva empezó a acumularse bajo la lengua de Gulavitch.
—Un día se te caerá el rabo, Isaac, y ese día te tendré a mi merced.
Isaac dio el encuentro por concluido. Fingió no ver el gesto adusto que le dedicaba Bummy desde la barra y paseó hasta Crosby Street. Insatisfecho, sin solución alguna tras sus grandes orgías, se fue a ver a su hermano. Podría haber pasado a Leo ante cualquier guarda y cualquier vigilante, pero Leo se negó a salir. Isaac no tuvo ni que gruñir el nombre de Leo. Los guardas le condujeron hasta la recepción, temblorosos ante la mirada del Jefe. Leo suponía para ellos una vergüenza: cada día que pasaba con la camisa de la prisión puesta los guardas se metían hasta los corvejones en la lista negra de Isaac. Era gente muy insegura.
—¿Te tratan con respeto, Leo? —masculló Isaac, al tiempo que los guardias se apresuraban a salir de la habitación.
La huida de los guardas volvió taciturno a Leo. No quería estar a solas con su hermano.
—No tendrías que haber hecho eso, Isaac. Se portan bien conmigo.
—Gilipollas, te reventarían los sesos si no fueras mi hermano. ¿Cómo van a ser buenos?
—Me da igual. Es un hecho. Soy invulnerable porque soy tu hermano.
Un escalofrío hizo temblar a Leo como un espantapájaros vestido con la holgada camisa; no estaba seguro ni en la condenada cárcel. Isaac llegaba a cualquier agujero. Manhattan era su tarro de miel.
—Leo, he visto a nuestro padre. Está vivo… Pinta retratos. Me preguntó por ti.
De Leo brotó un sonido que sonó casi como un rugido.
—Yo no tengo padre.
A Isaac le sorprendió el desdén de Leo.
—Te digo que está vivo… Joel, Joel. Le vi dos veces.
Leo tiró del pequeño bolsillo del chaleco de Isaac.
—No hay ningún puto Joel. Te lo advierto, Isaac. No me cabrees.
El bolsillo se desgarró. Isaac dejó que su hermano mantuviera los dedos sobre las costuras desgarradas. La violencia volcada en el bolsillo de Isaac había aplacado aparentemente a Leo. Apartó los dedos para poder llorar entre las manos.
—Sophie está en el hospital por su culpa. Ella estaría cuerda si ese peletero miserable no se hubiese largado. ¿O crees que se hubiera encaprichado si no con una chatarrería? Isaac, tú tenías tus peleas a puñetazos y las partidas de ajedrez y a tus dos amigotes, Philip y Mordecai. A ti no te faltaba de nada. ¿Y yo qué? Yo era lento, hermano. No era capaz de defender una línea de peones, ni de introducir mejoras en la defensa siciliana. Un padre hubiera podido ayudarme.
El escrutinio de su hermano puso nervioso a Isaac. No había venido a discutir la existencia de Joel. ¿Y por qué tendría que avergonzarse ahora de habilidades pasadas? Isaac había perdido su habilidad ajedrecística veinticinco años atrás. Decidió meterse en el papel de policía y empezó a sondear a su hermano.
—¿Dónde está Marilyn? Conozco todos sus movimientos. Viene a visitarte. Entra y sale cuando quiere del cuarto de mamá en el hospital. Dime, Leo, ¿quién le da cobijo? Es demasiado mirada para esconderse en el cubo de la basura. Alguien la acoge día y noche.
—No puedo decírtelo.
—¿No puedes, Leo? Esa palabra no me gusta. ¿No me la estarás escondiendo, verdad? Acuérdate de dónde vienen tus privilegios. No estoy ciego. Los guardas te dejan que te escapes hasta Bellevue. Será muy amable de su parte, Leo, pero fui yo el que les dio la idea. Y no fue por ti. Fue por mamá. Tú eres su hijo especial. No quería que se despertase en un hospital cochambroso sin tenerte a su lado. Y ahora dime, ¿quién es el cabrón, quién es el mierda que tiene a mi hija? Quiero su nombre.
—Vete al infierno, Isaac.
Isaac hubiera podido estrujarle el cuello sin dañar en absoluto su carrera. El respaldo del comisionado le daba derecho a apabullar impunemente a la gente. La lealtad de Leo hacia Marilyn le corroía por dentro. El Jefe estaba un poco celoso. Cuarenta años dando la cara por él, pensaba Isaac para sí, y prefiere a Marilyn antes que a mí. En el amor de Isaac por su hermano se entremezclaba un factor criminal: el cariño podía tornarse bilis en cuestión de segundos. Los Sidel eran gente amarga.
—Te estás aprovechando de mí, Leo. Hay una serie de hijitos e hijitas de puta ahí fuera que quieren matarnos. Han llegado hasta Sophie. No volverá a suceder. Pero no esperes que me dedique a mimarte. Os quiero a ti y a tu jeta fuera de la cárcel. Hablaré con el comisionado de prisiones si hace falta. Arreglaré lo tuyo con tu mujer. Mamá no tiene por qué estar en una habitación rodeada de extraños. Te quedarás junto a ella hasta que encuentre a esos pirados. Te doy tres días, Leo. Después tiraré abajo la cárcel.
Isaac cruzó la habitación moviendo arriba y abajo el cuello al caminar. Los guardias asomaron la cabeza. Se acercaron poco a poco a Leo y le rodearon con ademán servicial.
—¿Pinacle, Leo? Hoy somos cuatro. Listos para perder.
Leo todavía temblaba, pero no podía defraudar a los guardas.
—Señores, yo reparto primero.
Los guardas salieron a buscar sillas plegables. Leo empezó a cuadrar la baraja. Esperaba que el pinacle ayudase a salvar a aquellos hombres. Cantar colores y parejas quizá disminuyese el miedo que les infundía el Jefe.
Los guardias temblaban tanto como Leo. Estaban torpes con la baraja, y les resbalaban las cartas de las manos. No podían envidar sus parejas, ni cantar triunfos. Isaac se había cargado la tarde.