5

Marilyn no se lamentaba por estar sin blanca. En el trayecto desde Bellevue hasta casa de Coen, y de allí a la cárcel de Crosby Street, redujo sus problemas a una cuestión de logística: cómo evitar a su padre en su propio territorio. Fue a Bellevue a visitar a su abuela judía. Sophie estaba rodeada de botellas y tubos que extraían los excrementos e introducían azúcares vitales en su cuerpo gota a gota. Los hematomas de Sophie se habían vuelto ya amarillentos. No estaba en coma profundo. A veces despertaba de su sueño y miraba con recelo los tubos de la nariz, y hacía señas a Marilyn con la lengua seca. Marilyn no era capaz de calibrar el alcance de la capacidad de reconocimiento de Sophie. ¿Llamaba a una enfermera o musitaba «Kathleen», el nombre de la madre de Marilyn?

—Estoy aquí contigo, abuela Sophie. Soy la hija de Kathleen. Tu nieta Marilyn.

Se escabulló de las miradas de internos y ordenanzas de patrulla. Isaac podía estar detrás de la puerta. Tenía toda una colección de espías con la que atraparla; hombres vestidos con bata de hospital, detectives maquillados y con bigote falso que señalarían a la delgaducha hija de Isaac y correrían a llamar al Jefe. Vio a un tipo de ese pelaje mendigando por Crosby Street. Después había planeado llevarle unas galletas a su tío Leo que había hecho con la harina del único estante de la alacena de Coen. El tipo tenía trocitos de carbón alrededor de la boca. Intentaba imitar las maneras de un vagabundo. Se soplaba los nudillos, tiraba de las hilachas de su abrigo, mordisqueaba hebras de una bufanda raída… Marilyn se rió de los defectos de su disfraz. El poli iba bien calzado: sólo un vagabundo de la policía podría usar zapatos Florsheim.

Una arruga junto a los ojos perturbó a Marilyn.

—Brian Connell —dijo sin ningún pudor.

Le conocía de Echo Park, y de sus días en el instituto. Había tenido varios «novietes». Brian era uno de ellos.

—¿Mary? —dijo él.

No entendía cómo una chica era capaz de reconocerle tras el abrigo, la bufanda y la cara ennegrecida.

—Soy Marilyn. Marilyn Sidel.

El poli volvió a soplarse los nudillos. Tenía unos dientes preciosos. El recuerdo de Marilyn dio al traste con su cara enhollinada. Sus mejillas ardían de rubor al acordarse de una chica huesuda con grandes tetas.

—Es una locura que te haya ido a encontrar en lo más profundo de Manhattan. Estoy con la brigada criminal. Trabajo en Elizabeth Street. Tenemos a los jefes pisándonos el culo. Nos matarán si no encontramos a los cabrones que le han zumbado a tu abuela. Por eso llevo puesta ropa de Bowery.

Marilyn se sintió ridícula dando la patita a un novio de mucho, mucho tiempo atrás, alguien que once años antes había lamido sus carnes. Brian nunca había sido tímido con ella; y ahora allí estaba, moviéndose sin parar en sus Florsheim, con los nudillos en la boca. «Tiene miedo de mi padre», supuso Marilyn. Le enseñó las galletas.

—Tengo que llevárselas a mi tío. Ya nos veremos, Brian. Hasta luego.

Brian movió la mandíbula con gesto pícaro. No soltó la mano de Marilyn. Tuvo que doblar una rodilla para ocultar una erección.

—Marilyn, no tengas tanta prisa. Entre los dos podemos partirnos Marble Hill y el norte del Bronx. Tenemos un pasado común de chalados. Tómate una cerveza conmigo.

Brian se planteó un asuntillo rápido. Si conseguía acercarse a Marilyn y soplar sus pezones hasta que se volviera loca por él, tendría una baza que jugar con Isaac. Brian necesitaba un judío de los grandes (ninguno de los rabinos irlandeses de la central le había escogido). Isaac era el brazo derecho del comisionado y jefe de todos los rabinos, blancos, negros y portorriqueños. Una vez tuviese a Isaac de «suegro», nada podría salirle mal. Por eso acompañó a Marilyn hasta un bar de Spring Street, absorto en su sueño de una placa de detective.

El camarero guiñó un ojo a Marilyn y le metió una botella de ginebra bajo el brazo a Brian. Brian, la botella bien sujeta, esquivó los taburetes mientras el abrigo revoloteaba. Tuvo que hacer señas hasta tres veces con el cuello hasta que Marilyn le siguió a la trastienda.

—Pensaba que íbamos a beber cerveza —dijo ella.

La puerta se cerró a sus espaldas.

—Brian, éste es un auténtico reencuentro en el Bronx. No has cambiado de trucos.

—En el bar hay humedad. Aquí estaremos más tranquilos.

Brian estaba en una encrucijada: ¿se la trabajaba primero o le arrancaba la promesa de que susurraría su número y nombre de placa al oído de Isaac?

—Háblame de tu familia, Marilyn.

—Qué te voy a contar. Soy víctima de la fatiga de combate. He pasado por tres maridos. ¿Cuántas esposas tienes tú, Brian?

Madre del amor hermoso, sigue siendo una putita, canturreó Brian para sí. Dejó de intentar ocultar su erección.

—Estoy soltero, Marilyn. Te lo juro. ¿Qué marido te gustó más?

Marilyn tuvo que mentir.

—No lo recuerdo.

No quiso hablarle del marido al que adoró, el primero, Larry, un chico rubio que ceceaba y a quien maltrató con sus cariñosos ataques de furia y de celos. Educada por Kathleen, la reina de la propiedad inmobiliaria, y por Isaac el Justo, Marilyn había sido demasiado para el pobre chico rubio. El guapo de Larry se largó. Coen, el huérfano de ojos azules, le recordaba a veces a Larry.

Brian echó un trago a la botella y esbozó una sonrisa angelical. Pensaba en sexo en grupo en un sótano, en salas de musculación, y en los bosquecillos de Isham Park, y en Marilyn satisfaciendo a todas y cada una de las estrellas del club de atletismo de Inwood Hill; en su cuerpo esbelto al temblar bajo las acometidas de Brian y sus amigos, que mitigaban su temor al purgatorio en la convicción de que Marilyn no era del todo irlandesa. Los chicos interpretaban la predisposición de Marilyn a desnudarse como un ramalazo rebelde de su parte judía.

Brian se aclaró la lengua con el alcohol dulce. Su sonrisa se tornó amarga, y en sus dientes se adivinaba un algo lobuno. Los tres maridos de Marilyn le sacaban de quicio. «Zorra, puta —iba balbuciendo en silencio—, te los tiras siempre de tres en tres». Metió un dedo en la blusa de Marilyn. El dedo se quedó sobre la clavícula. Brian no sabía qué explorar. Tenía el cerebro hinchado de ginebra.

Marilyn apartó el dedo de su pecho sin maldecir a Brian. Tenía unas galletas que entregar. Vio que las mejillas de Brian estallaban. La ginebra le había llegado a la cara. La blusa saltó de sus hombros de un tirón seco. Los nudillos de Brian se aplastaron contra sus pómulos. Notó ratoncillos bajo el ojo. Quiso vomitar sangre. Brian se agachó, agarró las caderas con los pulgares y la falda de Marilyn cayó por debajo de las rodillas. La prenda, enrollada en los tobillos, le impedía darle una patada. Intentó empujarle débilmente con los codos. Brian la tiró contra el suelo.

Forcejeaba con la Marilyn de Isham Park. Podía eclipsar a los maridos, a la banda nupcial y el lecho conyugal con las medias de rejilla que le había arrebatado y estrujaba en el puño. Era la niña puta de Brian. Isaac no existía. El canal entre sus pechos, la línea temblorosa de su labio, el subir y bajar de su complicado ombligo, todo le demostraba que era una criatura del sótano, alguien de sangre manchada e historial poco fiable. Le separó las rodillas y metió la mano. Podía tolerar los arañazos en los codos y las marcas de las uñas de una puta. Siguió aplastando los nudillos contra el ojo de Marilyn. De un tirón de pelo le echó la cabeza atrás. La golpeo hasta que se calmó.

Marilyn intentó pensar en Larry. Pero se echó a llorar. Entonces pensó en Coen. Se imaginó la curva de su cuello, el aroma del polvo de talco en la avenida Amsterdam, el tacto de la rubia rodilla de Coen, y la presión que la estaba rajando desde el pecho hasta las zancas se alivió un poco. Brian pensó que estaba loca cuando la oyó murmurar:

—Ojos Azules.

Sus compañeros lo encontraron recitando avemarías tras un montón de barbas. Lo sacaron a rastras del armario de los disfraces, furiosos por los rasguños que tenía en la cara. Aquello era la brigada criminal, y no podían permitirse que un zumbado religioso les arruinase la reputación. Los detectives de la comisaría se reirían de ellos. Su propio sargento los tacharía de imbéciles. Se habían jurado que encontrarían a la Banda de las Piruletas para impresionar a la central con su habilidad a la hora de trabajar de incógnito usando unos disfraces sensacionales.

—Brian, despierta.

Brian se abrazó a las rodillas de sus compañeros y lloró aferrado a las perneras.

—Isaac me va a matar.

—¿Qué tendría pendiente contigo el gran Isaac, Brian?

—Me he follado a su hija —dijo Brian.

Los otros sonrieron y miraron a Brian con más respeto.

—Es una tía buena que se dedica a coleccionar anillos de boda. Tuve que darle una paliza.

Sus compañeros estaban horrorizados. Se sacudieron a Brian de las piernas. El gran Isaac podía entrar en cualquier comisaría y machacar a un agente vestido de pordiosero. Pero si Isaac encontraba a Brian Connell, podría acabar con todos.

—Vuelve al armario —le dijeron.

Brian se arrastró sobre el vientre, como una serpiente dentro de un calcetín de lana. De un estante cayeron pelos sueltos de un bigote, y Brian tuvo que estornudar. Estar a oscuras era desagradable. Le prometió dos novenas consecutivas a la Virgen si hacía desaparecer a Isaac. Se abrió el armario. Vio las bocas de sus compañeros.

—Es sólo Ojos Azules —dijeron.

Volvieron a sacarle, haciéndole cosquillas bajo la sobaquera. Se le escapó una risotada.

—Isaac nos tiene miedo. Envía a su perrito a enfrentarse conmigo. Me lo voy a comer. Mirad.

Coen los tenía desconcertados. Había llegado a la comisaría con la cara sin afeitar. Le recordaban siempre con trajes de espiga; a Isaac le encantaba tener presentables a los espías del Comisionado. Su grupo de detectives con manicura era ya una leyenda en las comisarías de Manhattan, donde los agentes desconfiaban de cualquier muchacho dulce sin algo de mugre bajo las uñas. Pero Coen llevaba puesto un chaquetón y unos pantalones casi tan pringosos como los de Brian. Los de la brigada criminal se acomodaron contra la pared para que Coen tuviera el camino expedito hasta Brian en el vestuario.

—¿Brian Connell? —dijo con su voz normal.

A Brian no le gustó que le saludase un poli con voz nasal. Sabía que era más rápido que ojos Azules. Clavó su revólver de servicio en la mandíbula de Coen.

—¿Crees que puedes venir a humillarme delante de mi gente? ¿Quién te ha dicho que puedes decir mi nombre? Más te vale ir pidiendo permiso, Ojitos Azules.

Coen no pestañeaba ni siquiera con una Special de la policía en la mandíbula. El cañón de la pistola rascaba ya contra sus muelas. Los de la pared hablaban entre murmullos de forenses y depósitos para Coen. Brian no conseguía que Coen cambiase de cara. Las comisuras de sus labios no se movían. Las manchitas de color que se desintegraban en sus ojos nada tenían que ver con Brian. Los ojos de Coen centelleaban al margen de lo que sucedía en el vestuario. Brian apartó el arma. Entendió la futilidad de su farol. Ojos Azules era despiadado.

Brian se desmoronó contra la puerta del armario: sus rodillas vencieron. No pudo respirar hasta que desapareció por debajo de la mirada de Coen. Mientras pugnaba por ganar algo de resuello, pensó en los inescrutables caminos de Isaac. El Jefe no entraría jamás en un vestuario. Mejor encargar a Coen que se ocupase de sus muertos. Brian se arrepentía ahora de haber estropeado la fiestecita con Marilyn. Podría haber sido uno de los ángeles de la muerte de Isaac.

Tenía miedo de tocar a Coen, de abrazarse a la rodilla de un asesino. Por eso, sollozó con los pulgares en las mangas:

—Manfred, no hagas caso de lo que te haya dicho Isaac. Marilyn y yo estuvimos saliendo un tiempo. Compruébalo. No es como si la hubiese raptado en plena calle… Manfred, me conoce de Echo Park. Los dos íbamos a clase de acordeón en la parroquia… Vaya chica. Fue la primera irlandesa judía que conocí.

¿Cómo podía Coen estirar de las orejas a alguien que estaba tan cerca del suelo? Una hora antes, Marilyn había entrado en su apartamento, desnuda bajo el abrigo, con las mejillas hinchadas y sangre en la nariz. Coen comprendió que aquellas heridas no podían deberse a un accidente. La hinchazón marcaba demasiado metódicamente su cara. Encontró la falda, la blusa y las medias desgarradas entre las galletas de la bolsa. No podía creer que aquello fuera obra de Isaac. Si al Jefe le hubiera dado por el castigo corporal, no le habría roto la cara a Marilyn. Habría llamado a Manfred, que era quien la estaba ocultando. Coen se aprovechó del aturdimiento de Marilyn. Consiguió arrancarle el nombre de Brian Connell. Fue corriendo a Elizabeth Street. Coen no tenía la habilidad de Isaac. Era torpe a la hora de idear planes. Pensaba abofetear a Brian, ¿y luego qué? ¿Qué iba a hacer, desvestir a Brian en comisaría y hacerlo arrastrarse desnudo?

Los sollozos de Brian hicieron sentirse fatal a Coen. Las orejas del agente estaban húmedas. Coen desconfiaba de los de la brigada. Eran una panda de entrometidos a los que les gustaba jugar a detectives en la calle. Se le pasaron las ganas de bajarle los pantalones a Brian.

—Escúchame bien, mamarracho. Da igual dónde vaya Marilyn, tú vas en dirección contraria. Si alguna vez vuelves a acercarte a ella desearás que Manhattan no exista.

Los compañeros de Brian se quedaron pegados contra la pared, con las tripas encogidas. No tenían la sangre fría de un detective de ojos azules. No eran más que patrulleros venidos a más, agentes sin uniforme, y no podían echarse encima de Coen. Isaac se hubiera cargado a la unidad entera y se la hubiera dado como carnaza a los negros y los tiburones comehombres del Bronx.

De Elizabeth Street, Coen fue a darse una vuelta por los centros de juventud del centro de East Side. Iba en búsqueda de adolescentes feroces, chicos y chicas que pudiesen ser piruletas. Su tercera parada fue en un centro judío en el cruce de Rivington con Suffolk. Pudo ver que los casquetes y la parafernalia religiosa brillaban por su ausencia. ¿Dónde estaban los judíos de Suffolk Street?

En el centro abundaban muchachos chinos, latinos, negros y blancos taciturnos llegados de Seward Park. La alargada sala de juegos daba la impresión de hacer frente a un tornado todas las noches. Las paredes habían sido expoliadas: la madera había desaparecido, y había agujeros allí donde tendrían que estar los adornos y los aros de baloncesto.

Había una serie de enormes y serpenteantes genitales, pintados sobre la pared, firmados por «Esther Rose». La artista había sido meticulosa con el vello púbico y lo había punteado con sombra de ojos y pintalabios de varios tonos. Al parecer, «Esther Rose» tenía una visión sesgada de las cosas: sus clítoris eran mucho mayores que sus pollas. A Coen le gustó el arte de la barra de labios. «Esther Rose» había dibujado ojitos y dientes como pastillas de chicle en torno a las raíces del vello púbico.

Bajo los genitales de «Esther Rose», escritos en un rosa muy llamativo, había varios eslóganes.

«RUPERT DICE: TODOS DESAPARECEREMOS SI ÁRABES Y JUDÍOS NO SE BESAN».

«EL PRODUCTO NACIONAL BRUTO ES UN INVENTO DE BANQUEROS CON SEMEN DE POCA CALIDAD».

«RUPERT DICE: GEORGE WASHINGTON SERÁ OLVIDADO MUCHO ANTES QUE WILLIE MAYS».

«SACHS & GIMBEL’S SON LAS PUTAS DE NUEVA YORK, DICE RUPERT».

Coen no podía dedicarse a los dichos de Rupert. Tenía que mezclarse con la población del centro, echar el anzuelo en busca de objetos y caras sospechosas: pescar a una banda de pegamujeres.

Algunos chicos vestidos con jerséis y gorras sin visera deambulaban por las esquinas, evitando a Coen y su chaquetón. Su vocabulario le tuvo desconcertado hasta que se dio cuenta de que «montañaroja», «torro» y «colonia» eran nombres de vino barato.

Los aprendices de borrachos empezaron a burlarse de Coen. Fueron juntándose en torno a una mesa de ping-pong, que consistía en una red verde torcida y una serie de desconchados. El campeón local, un chico gritón y pendenciero de pelo híspido, desafió a los borrachos a una partida si eran capaces de juntar cincuenta centavos. Los borrachos eran demasiado pobres. Entonces el campeón desafió a Coen con las cejas y un chasquido de los labios.

—¿Tienes calderilla, hermano?

Coen aceptó jugar.

Los borrachos le abuchearon. Olían ya otra víctima de la pedregosa mesa de ping-pong. Coen respondió a su alboroto con una sonrisa. Eran macarrillas sensatos. Esperaba poder descartarlos y llegar a los piruletas a través de ellos. El campeón tenía una pala de esponja con gomas recién pegadas. Le dio a Coen una pala de lija desgastada. A Coen le dio igual. El ping-pong era su juego. Había perfeccionado sus golpes en un club de la parte alta después de que su mujer se divorciase de él.

El campeón tenía un saque ilegal. No lanzaba al aire la pelota. La sostenía entre los dedos y la golpeaba mientras giraba la muñeca. La pelota salió disparada de la mesa con un efecto endiablado. El campeón había memorizado la peculiar superficie de la mesa; conocía cada montículo, cada zona muerta, cada muesca en la red. Pero Coen no era un jugador de provincias. Fue minimizando las ventajas de su contrincante, bloqueando la pelota con su escuálida pala. Le añadía además un ligero empuje, y la pelota volvía a pasar sobre la red con exactamente el mismo efecto. El campeón se quedó mirando la pelota. Nadie le había hecho nunca comerse sus efectos. Perdió la moral después de tres voleas cortas de Coen. Empezó a mordisquear la goma de su pala.

Los borrachos se negaban a aplaudir. Entornaban los ojos de una forma amenazante que no se le escapaba a Coen. Nunca había visto a quinceañeros con caras tan impasibles, con la impavidez de hombres adultos y endurecidos. Se colocaron en torno a Coen y le hostigaron en una mescolanza de español e inglés.

—¿Quién es esta borinqueña[2]?

Yo no sé[3], man, pero creo que nos vino a chingar. Traed a Stanley.

—Stanley te hará picadillo por chingarnos los cincuenta centavos.

Stanley era un muchacho chino de bíceps espectaculares. Llegó vestido con una sudadera de Bruce Lee a la que había arrancado las mangas. Coen no estaba dispuesto a rendir pleitesía a la definición muscular del chico. Los bíceps no le asustaban. Stanley tenía una cara hermosa. Eso sí preocupaba a Coen. La musculatura parecía incompatible con unos ojos dulces. El chico no tenía el gesto simiesco y las amargas mejillas de los borrachos.

Su voz era tolerante.

—¿Qué quiere de nosotros, jefe?

—Noticias —dijo Coen.

Los aprendices de borrachos achinaron los ojos. Estaban sopesando a Coen. Un alfeñique como aquél no iba a pillarles por sorpresa. Tenían verdadera facilidad para olfatear polis. Los polis no juegan a ping-pong, decidieron.

—¿No serás de los de Educación, verdad, hermanita? ¿Sabes lo que hacemos con los inspectores de educación? Les comemos la nariz, y les matamos a cosquillas.

—Te estás equivocando, broder, la muchacha[4] es del Tesoro. Te ha visto mamando de la botella y ha venido a recaudar el impuesto por el whisky.

—Y una mierda. Verás cómo es un maricón de la parte alta. Ha venido a redecorar.

Coen se desabrochó el chaquetón. Quería rascarse. Pero el corchete de la pistolera se había soltado durante la partida de ping-pong y se le cayó el arma. Los borrachos se arremolinaron en torno a ella.

Mira, mira[5] lo que se ha traído papaíto. Abríos, tíos.

Coen se sintió chasqueado: no había querido amenazarlos con la pistola. Huyeron a la carrera. El chico chino fue el único que se quedó.

«Le preguntaré qué sabe de la Banda de las Piruletas», se dijo Coen entre dientes, confiando en la inteligencia de Stanley. El centro se vació, y un paisaje poco complicado de paredes desconchadas y cables sueltos quedó a la vista. Stanley seguía sin moverse. Coen estaba a punto de mencionar a los piruletas cuando sintió que dos enormes pinzas le cogían del pecho y lo tiraban contra la mesa de ping-pong. Hubiera podido jurar que los pies de Stanley no se habían separado siquiera del suelo. El chico había dado una patata en el aire sin encogerse ni tensar su hermoso rostro y había chocado contra los pulmones de Coen con ambos pies. Coen quedó tendido en el suelo; bajo el corazón palpitaba un dolor que le sacudía la garganta y sentía las tripas en la boca. Supuso que iba a morir. Pero sus pulmones seguían inspirando y espirando. La sangre fluyó a su cabeza. Coen se puso en pie. De nuevo pensaba en piruletas.