4

La central había sido tomada por tropas de asalto. Se los encontraba por los pasillos, en las taquillas, en los retretes. Se juntaban cerca de las columnas de mármol de la planta baja chupeteando pastillas ácidas: hombres enfundados en abrigos de cuero negro. Se ladraban unos a otros y escupían a los detectives de menor rango y a los oficinistas, quienes a su vez les llamaban «cuervos» y «enterradores» por las ingentes cantidades de cuero negro que desplegaban. Los «cuervos» trabajaban para oficinas distintas. Eran rivales, miembros de unidades de élite pertenecientes al jefe de detectives, el comisionado primero y el propio comisionado de la Policía. Éste había hablado con una claridad poco habitual: quería a los cabrones que habían herido a Sophie Sidel.

Isaac evitó a los chicos de cuero. Se dispersaron tras las columnas en cuanto vieron al Jefe. Isaac tenía su propia unidad, gente sin abrigos de cuero, detectives de ojos azules, tiradores sin malos modos. Se dirigió a su oficina, que estaba frente a la de Rosenblatt el Vaquero, judío y jefe de detectives. Isaac había faltado tres días, pero su enorme escritorio de roble estaba abarrotado con memorándums y notas personales, cartas de condolencia de todos los jefes irlandeses del departamento, de la oficina del alcalde, de Newgate, el del FBI que jugaba al gin rummy con el comisionado, de Barney Rosenblatt y del comisionado de la policía, y un tarjetón azul pasado de moda con la hermosa caligrafía de O’Roarke, el comisionado primero. El teléfono había sonado sin cesar durante una hora. Se llevó el auricular a la mejilla y gruñó su nombre. No estaba de humor para Mordecai.

—Isaac, he oído lo de tu madre. El vecindario se ha sublevado. Estamos formando patrullas, Isaac. Vamos a devolver golpe por golpe. ¿Qué tal está Sophie?

—Sigue en coma.

—Sophie es una chica fuerte. Saldrá de ésta.

Isaac comprendía bien los hábitos de un viejo amigo. Mordecai no le habría llamado a la oficina para parlotear sobre Sophie. Era un hombre delicado, Mordecai. Tenía que estar buscando algo más.

—¿Es por Honey? —dijo el Jefe—. No ha vuelto a escaparse del nido, ¿verdad? Esta mañana no puedo ir a buscarla. Pero te puedo dejar a Brodsky, o a Coen.

Isaac oyó un ruido que podía ser un sollozo de Mordecai o bien un silbido de la línea.

—Honey está en casa… Es Philip. ¿No podrías visitarle? Está fatal, Isaac.

—Por amor de Dios, tengo a mi madre muriéndose en Bellevue con un montón de tubos clavados y tú me das la lata con Philip. ¿Qué pasa, que ha empeorado su juego de ajedrez? Philip no levanta jamás el culo. Adiós, Mordecai.

Mordecai, Philip e Isaac habían sido los tres grandes cerebros del instituto de Seward Park. Abanderados del equipo de ajedrez, adoradores de Sergei Eisenstein y Dashiell Hammett, habían sido inseparables en 1943, 1944 y 1945. Pero Mordecai y Philip siguieron siendo visionarios e Isaac entró en la policía. Llamó gritando a Pimloe, que era quien llevaba la brigada de chivatos del comisionado cuando Isaac no estaba. Llevaba puesta la insignia de su hermandad en Harvard, Phi Beta Kappa. Isaac despreciaba la insignia de Pimloe. Él no había hecho más que cuatro miserables semestres en Columbia College, y allí había vivido en una celda de monje en Morningside Heights.

—¿Dónde está Coen?

—Ha salido a seguir un rastro, como todos.

Pimloe levantó la tablilla, en la que tenía un mapa detallado del bajo Manhattan: cuadros verdes para los parques municipales y una estrella azul para la comisaría central; el mapa estaba cubierto de marcas de boli hechas por él.

—La semana pasada asaltaron veinte locales, Isaac. Seis entre Essex y Bowery, seis en Chinatown, cinco en Little Italy, uno en SoHo y dos en Hudson Street. Barney los llama «los niños de la piruleta». No sé qué viejales de Little Italy jura que entraron en su tienda chupando piruletas.

—¿Estás cooperando con Barney Rosenblatt, Herbert?

—No se puede dejar al margen de esto al Vaquero, Isaac. El comisionado de la policía le respalda.

—Ya diré yo a quién puedo dejar al margen. Hay más de una banda trabajando las calles, Herbert. Puede que tu mapa esté un poco pasado, y que tengamos un buen puñado de piruletas entre manos.

—Todo coincide, Isaac. Golpean a los ancianos. Llevan máscaras. No cogen el dinero.

—¿Qué teoría tienes, Herbert? Dime qué piensas tú.

—Chalados. Son chalados, seguro. Atacan, se esconden y atacan. Una puta guerra de piruletas.

—¿Incluye tu teoría a mi madre?

—¿A qué viene eso, Isaac? Aquello fue simple casualidad. Podría haberle tocado a cualquier vieja en su tienda.

—Un cuerno, casual. Alguien me está enviando un mensaje, y no sé por qué. ¿Qué es lo que tienes, Herbert?

Pimloe llevó al Jefe hasta su esquina favorita, delante de la sala de interrogatorios de la segunda planta. Se quedaron mirando a través del espejo unidireccional a los sospechosos que entre Pimloe, Barney Rosenblatt y los «cuervos» habían juntado para Isaac: retrasados mentales de un hotel de la Octava Avenida, borrachines recién salidos de Chinatown, una puta negra con costras en las rodillas, evadidos de un sanatorio mental de Nueva Jersey y dos policías portorriqueños disfrazados de macarras para que Isaac tuviera una ronda de reconocimiento espectacular. Echó un solo vistazo a las caras y arrugó el labio.

—Soltadlos.

Isaac bajó al Margedonna’s Bar and Grille de la esquina. El camarero de la barra no sonreía. Isaac lo intentó en la sala trasera, donde el jefe de detectives estaba sentado junto a sus «cuervos»: los abrigos negros de cuero colgaban encorvados de un perchero en la pared. Isaac se acercó a la larga mesa de Barney Rosenblatt. Ninguno de los cuervos le cedió su asiento. Siguieron atiborrándose de berenjenas y esperaron.

Barney Rosenblatt era el poli judío número uno de la ciudad de Nueva York. Odiaba a Isaac más que los jefes irlandeses que tenía a su lado. Isaac socavaba la autoridad de sus detectives con su tropa de chivatos y espías personales. Ambos eran oficiales en las Manos de Esaú, una fraternidad de policías judíos. Por su culpa, las Manos de Esaú estaba siempre a la greña.

Barney llevaba un Colt con su nombre y graduación grabados en el gatillo, y una pistolera de las de duelo con flecos por debajo, como Buffalo Bill. Al levantarse de la mesa, sostuvo la cartuchera por las barbas para evitar que el Colt se le clavase en la tripa. Los cuervos ya habían comido demasiados pimientos: se les humedecieron los ojos al ver a Barney abrazar a Isaac. ¿Qué eran, tipos corpulentos, osos danzarines?

No había nada de santurrón en el abrazo del Vaquero. Estrujaba las costillas de Isaac con devoción. Barney no era un mequetrefe: sabía compartir el dolor de sus enemigos.

Pero Isaac no había interrumpido el almuerzo del Vaquero para recibir un abrazo, ni había acudido al olor de un chianti en su botella forrada de paja.

—No me vengas a robar los pollos, Barney. Fuera de mi corral. Puedo arreglármelas solo.

—¿A quién llamas robapollos? —dijo el Vaquero. Se estaba aguantando las ganas de coger a Isaac por las orejas y tirarle debajo de la mesa.

—Si hay un enigma, yo lo resolveré. Las personas que han tocado a mi madre se las verán conmigo.

—Nada de vendettas, Isaac. Esto es cosa de la policía. Les puedo echar encima a todo Manhattan Sur, sean quienes sean.

—Barney, no quiero a tu gente correteando por ahí. La función es mía. Apártate.

—¿A quién tienes tú, Isaac? ¿A Ojos Azules? Ese imbécil no encontraría ni su polla por la calle.

—Cuida la lengua, Barney. Estás hablando de uno de mis hombres.

El Vaquero tuvo que dejarle marchar. En tanto que jefe de detectives, estaba por encima de las escaleras que otros inspectores tenían que trepar. Pero el comisionado se moría de cáncer, y el poli que heredase su sillón controlaría a la policía de la ciudad. Barney no necesitaba siquiera plantearse quién sería el heredero de O’Roarke. Aun así, se sentía con ánimo de celebración. Su hija mayor, una solterona de treinta y dos años, estaría casada en ocho días. Era la última hija por casar de Barney. ¿Qué había conseguido Isaac? Había casado tres veces a la misma hija.

Isaac no dio señal de que bajase Brodsky; el chófer le habría distraído. Se fue en taxi, reacio a discutir los peligros del azúcar, la criminalidad y el tiempo.

El taxista supuso que Isaac sería un zar de la pornografía, o bien el representante de zorritas de poca monta; nadie le había pedido nunca que pasease frente a los cines de sesión continua de la Cuarenta y dos.

—Ése es —dijo Isaac, y salió del taxi de un salto.

El taxista le vio desaparecer en el descansillo del Tivoli. No podía creerse las agallas de Isaac.

—Ese tío debe de creer que es invisible. Pasa a través de las taquillas.

Isaac escudriñó las filas traseras. No podía tomar prestada la linterna de uno de los acomodadores. Wadsworth, el hombre al que buscaba, se hubiera escondido. Esquivó a los chicos que se prostituían junto a los pasillos.

—¿Quieres un dedito, cielo? Te costará. Seis dólares una pulgada.

Isaac podría haberlos enchironado, pero habría perdido a su hombre. Tenía que proteger el hogar de Wadsworth.

A sus espaldas oyó un crujido apagado.

—¿Vas machst, du, Isaac?

El Jefe tuvo que reírse. Wadsworth se negaba a aceptar que Isaac fuese un judío angloamericano sin conocimientos de yiddish.

—Me va bien, Wadsworth.

Wadsworth era albino, un negro lechoso de ojos rosáceos. No podía vivir a la luz del sol. Necesitaba penumbra las veinticuatro horas. Vivía en el Tivoli: se enjuagaba la boca en la fuente, lavaba su ropa en los lavabos y se escabullía a la calle a medianoche, para regresar al cine antes de que el sol tuviera oportunidad de salir. Se alimentaba de palomitas con mantequilla y barritas de chocolate de las máquinas del Tivoli. Podía mantener la misma postura mientras veía dibujos, películas y anuncios. Wadsworth aseguraba que no necesitaba dormir.

—¿Te has ocupado de mis tíos, Isaac? Mis tíos son muy importantes para mí.

—Lo intento, Wads. No me puedo saltar las listas de la Administración así como así. Pero puede que haya una plaza de mecanógrafo en el Departamento de Parques.

—Isaac, mis tíos no saben escribir a máquina.

El Jefe tenía que contentar a Wadsworth con favores, pequeños y grandes. Se ocupaba de encontrar trabajos temporales para la extensa familia de Wadsworth: tíos, primos, amigos… Wadsworth no buscaba el provecho propio. Era el mejor informador que Isaac había tenido nunca. Ladrón de profesión y pirómano ocasional, vendía relojes y zapatos a bomberos, poceros e hijos de mañosos. Tenía contactos en los barrios de lujo y en los bajos fondos con carteristas, usureros y extorsionadores. Wadsworth acaparaba la información antes incluso de que saliese a la calle.

—Isaac, si has venido por lo de tu madre, no te puedo ayudar. Una pandilla de cabrones con máscaras que se dedican a partir caras sin echar mano a la caja… Suena a trabajo de aficionados.

—O a cuestión personal. Wadsworth, ¿sabes de alguien que me odie tanto como para enviar a una panda de críos a tocarme los cojones?

—¿Me estás preguntando si tienes enemigos, Isaac? Podría mencionar a diez polis que estarían encantados de asesinarte, incluido Rosenblatt el Vaquero.

—Yo de veinte, pero esto no es obra de un poli. ¿Qué hay de los Guzmann?

Los Guzmann, apostadores y carteristas del Bronx, se estaban convirtiendo en proxenetas. Se habían infiltrado en el vecindario de Isaac en busca de carne fresca, treceañeras, todas blancas, e Isaac había jurado que expulsaría a los Guzmann de Manhattan. Lo que hizo fue colocar a sus hombres en las estaciones de autobuses y contrarrestar su habilidad para engatusar a las muchachas.

—¿Me la están devolviendo los Guzmann, Wadsworth?

—Naa —dijo Wadsworth, mostrando la palidez del labio—. Los Guzmann tienen su corazoncito. No irían a por tu madre. Irían directos a ti.

El rojo oscuro de sus pupilas ardía en el aire polvoriento del Tivoli: Isaac tuvo que apartar la mirada de los ojos de Wadsworth. Wadsworth dijo:

—Prueba con Amerigo.

—¿Por qué iba Amerigo a ir detrás de mí?

—Ha estado quejándose, Isaac, no sé más. Cree que te lo montas con el FBI.

—Eso es politiqueo de oficina, Wadsworth. El comisionado tiene que ser educado y cooperar. A veces utilizamos sus laboratorios. Pero Newgate es un pelele. ¿Para qué iba yo a liarme con él?

—A mí no me lo cuentes, tío. Díselo a Amerigo.

La cruda luz del día hizo parpadear a Isaac a las puertas del Tivoli. Era un poli poco acostumbrado a las cuevas. Empezó a rezongar contra las teorías de Pimloe sobre la Banda de la Piruleta. Su oficina no había sabido encontrar más que mierda. Pimloe le había presentado una colección de pringados para luego hablar de ataques casuales. Isaac tenía otra idea sobre aquellas piruletas. Habían asustado a Ida, su novia, asaltado su local de Essex Street y dado una paliza a su madre en una misma noche. Querían que Isaac captara el mensaje. ¿Era posible que Amerigo Genussa fuera el benefactor de la banda, el que había señalado a Isaac y había dado a los chicos las máscaras y las piruletas?

Amerigo era presidente del club social Garibaldi, y el padrone de Mulberry Street. Antes de introducirse en el mercado inmobiliario y comprar una sexta parte de Little Italy, había sido un cocinero excepcional. Tuvo que renunciar al Caffè da Amerigo para controlar sus empresas y garantizar la seguridad en las calles. Los portorriqueños hacían incursiones y los chinos se hacían con los edificios en venta al norte de Canal, pero Amerigo había mantenido a los negros a raya. Sus empleados alardeaban de que sus mammas y sus novias no podían ver una cara negra en media milla a la redonda del club social Garibaldi, como no fuese la de un poli o la de un hombre del FBI.

Los garibaldinos tenían montada una guerra personal contra el FBI, cuyos espantajos e informadores atestaban las calles de Amerigo, intervenían sus teléfonos, espiaban por sus ventanas, le colaban cables por las paredes e intentaban ligar con las hijas de los tenderos, panaderos y restauradores de Mulberry.

Isaac volvió a coger un taxi, esta vez para ir a Grand Street. Pasó por el puesto de frutas de Murray Baldassare, que estaba frente a la repostería Ferrara. Murray había sido un canario de segunda fila a sueldo de la Oficina del Comisionado hasta que Isaac se lo cedió a Newgate. Ahora era el señuelo de Newgate, el soplón del FBI. Newgate financió la carrera de frutero de Murray: invirtió cuatro mil dólares en el puesto. Murray ya no tenía tiempo para la fruta. Las mujeres del vecindario le arrancaban las bolsas de mandarinas de las manos. La idea era que Murray espiara en Ferrara; Newgate tenía la sospecha de que los don de Grand Street cerraban sus tratos frente a tazones de café y bandejitas de pastas sicilianas en Ferrara. No había en Little Italy un niño de más de seis años que no supiera que Murray Baldassare era un confidente. Seguía vivo porque no tenía nada que pasarle a Newgate. El propio Amerigo comía mandarinas de Murray.

Murray dio un respingo al ver el reflejo de Isaac sobre la ventanita de su puesto. Le entró un hipo que le golpeaba bajo los pulmones. Isaac tuvo que darle con el puño sobre el hombro hasta que el frutero recuperó el habla. Las mandarinas tenían un tinte rojizo: Isaac consiguió que sangraran. Cogió una del escaparate: la piel se rasgó bajo la fuerza de la uña amarillenta de Isaac.

El néctar interior se apelmazaba sobre los hilillos que cubrían el fruto.

—Jefe —dijo Murray—. ¿A qué vienes aquí? ¿Es que quieres verme muerto?

Isaac se chupó los dedos.

—Tranquilo, Murray. Amerigo sabe que estabas conmigo. No te hará daño.

—No es por Amerigo. Es por el FBI. Newgate me machacará. ¿Te crees que es tonto? Sabe pensar solito. Los informes que le paso no valen una mierda. Va a decir que Amerigo, tú y yo le estamos tomando el pelo.

—¿No fui yo el que te metió en el negocio, Murray? No te me quejes. Ahora eres famoso. Nadie le había sacado antes un puesto de frutas al FBI.

—Isaac, te lo ruego, sácame de ésta.

Isaac volvió a colocar la mandarina abierta en el escaparate.

—Cuéntame cosas, Murray. Tú vigilas las calles. ¿Ha estado Amerigo reclutando últimamente?

Los ojos de Murray viajaron desde el techo hacia los zapatos de Isaac.

—Creo que sí.

—¿Cuántos, Murray, cuántos ha reclutado?

—Tres o cuatro.

—¿Son piruletas… niños? ¿Uno de ellos una chica? ¿Los envió a pisotear a mi madre?

Bajo las mejillas de Murray comenzó un temblor que descartaba todo farol.

—¿Tu madre, Isaac?… Newgate no me lo dijo. ¿Quién iba a hacer algo tan terrible?

Isaac dobló la esquina mientras Murray se quedaba preso tras su vidrio, enterrado en mandarinas hasta la entrepierna, el tronco torcido e inerte, y el rostro que había adoptado un gesto mecanizado: ojos de mirada perdida en un nido de agujeros. Era un descarte, un espía fabricado, mimado, preparado y establecido por Isaac y entregado luego al FBI.

El Jefe sentía remordimientos por Murray. Pero Newgate había estado dando la tabarra al comisionado, pidiéndole uno de los famosos espías de Isaac, y Murray era el espía que Isaac podía permitirse perder. El jefe pasó frente a los clubs sociales de Mulberry Street, de contraventanas pintadas a franjas verdes y el inevitable «SÓLO MIEMBROS» rascado sobre la pintura.

Isaac entró en el Garibaldi. Los miembros lo miraron, pero nadie le echó. Los garibaldinos supieron soportar su olor de policía, la burda corbata, los zapatos de piel de ternero, los calcetines naranjas y el sacrilegio de una pistola en el local. La mayoría de ellos eran hombres que pasaban de los sesenta, cómodamente enfundados en ropa interior de abrigo que asomaba por los tobillos y las muñecas. Bebían café negro con unas gotas de anís o cappuccinos de la enorme máquina del Garibaldi.

Del estómago de Isaac escaparon algunos gruñidos. Era un adicto al café con leche humeante. Le dejaban indiferente los espressos de Bleecker y MacDougal, y el Caffé Borgia, donde inundaban el café con nata montada, y el Reggio, en el que servían un moka bastante potable pero poca cosa más. Isaac iba al local de Vinnie, en Sullivan, para disfrutar de cappuccinos en vaso, o a Manganaro’s, en la Novena Avenida, si se veía con ganas de charlar con el camarero de la barra, que sólo a regañadientes aceptaba tirar de las manijas de su máquina de espressos.

El aroma del café dentro del club Garibaldi, espesado por el calor de los radiadores, podía volver loco a un policía. Los garibaldinos hacían los mejores cappuccinos de Nueva York. Eso no era atribuible a las maravillas de una máquina que hacía una espuma sensacional y filtraba agua hirviendo a través del café molido. Era la devoción de los propios garibaldinos, que no se planteaban siquiera hacer cappuccinos a cambio de dinero.

Amerigo Genussa estaba sentado entre los garibaldinos y vestía una llamativa camisa roja que se ensanchaba en los puños. No era mayor que Isaac, y tenía cicatrices junto a los ojos, de las peleas sostenidas en las cocinas de Little Italy; estaba concentrado en una partida de dominó.

Isaac decidió no romper el silencio del club Garibaldi. Soportaría el dominó, los tazones de cappuccino, incluso el odio que Amerigo sentía por él. Pero el calor sibilante de la calefacción le afectaba, se pegaba a la piel de detrás de sus orejas. El rojo de la camisa de Amerigo se volvió amargo en la boca de Isaac, y podía sentir ya el gusto de la seca superficie de las fichas de dominó.

—¿Quietes un café, Isaac?

—No.

Amerigo tomó dos tazones de los anaqueles. Subrepticiamente, sin un aleteo de la nariz, Isaac contempló la creación del café. La máquina temblequeó con un ruido de succión mientras Amerigo calentaba la leche. Bajó la palanca, y de dos bocas brotó el café.

—Me duele tener en el club a alguien enfurruñado. Si no sabes sonreír, quédate fuera.

Empujó uno de los tazones hacia Isaac. El Jefe se quedó mirando las burbujas de la leche.

—Muérdeme la mano si quieres, posadero, pero no vuelvas a acercarte a mi madre. Te mataré tan lentamente que el cerebro se te escurrirá por la oreja antes de que puedas morir.

—Anda y cómeme el rabo, Isaac. Si hubiera ido a por tu madre, no habría dejado el trabajo a medias.

Los garibaldinos juguetearon con las fichas mientras Amerigo e Isaac se observaban uno a otro frente a los tazones de cappuccino.

—Dime que no has estado contratando matones en la calle.

—Pues claro que sí. ¿Crees que tu madre ha sido la única víctima? Los cabrones se han metido en mi territorio, le han abierto la cabeza a la señora Pasquino, le han destrozado la panadería y se han vuelto a la judería para comerse su mortadela kosher. Les pienso romper los pies, Isaac.

—¿Me estás diciendo que es una banda de estudiantes rabínicos, Amerigo? ¿Un club de kárate judío? No me vengas con cuentos.

—Hay dos que son judíos, seguro. Chico y chica. El otro es un negro de algún tipo. Y si no es un moreno, será turco, o un japo. Son ellos, Isaac.

Isaac hundió la cara sobre el tazón de cappuccino.

—Amerigo, de esos piruletas me encargo yo. Retira a tus hombres.

—Imposible, Isaac. ¿Para qué discutir? Los dos somos soldados. Tú tienes tu territorio, yo tengo el mío. ¿Qué tal está tu hija? ¿Se ha casado bien esta vez?

—Está bien —dijo Isaac, con café entre los dientes—. Ha pillado a un arquitecto.

¿Cómo iba a contarle al encargado que su hija se había desbocado, y que andaba suelta por ahí, con los piruletas rondando por las calles?

—Y tu hermano, Leo, ¿ya se acabaron sus problemas?

—A Leo le va bien.

El café se iba abriendo paso por el sistema de Isaac: estaba rizando la piel de sus rodillas, y silbaba bajo las bolsas de los ojos. Isaac habría vendido a su hija por otro segundo cappuccino. Los garibaldinos le tenían en su poder.

—Isaac, he oído que tu novio tiene almohada propia en el cuartel general. Ya no tiene que dormitar en el regazo del comisionado.

—No llevo la cuenta de mis novios. Identifícalo.

—Newgate.

—Pero por Dios —dijo Isaac, saliendo del embotamiento causado por el café—. ¿Qué te puede hacer a ti Newgate? Se ahogaría en un charco si el comisionado de la policía no le tuviese cogido de la manita.

—Me hace quedar mal, Isaac. Asusta a las madres italianas jóvenes con sus ojos feos. Las madres dicen que Newgate es un brujo. Supón que tienen niños deformes: soy yo el que se la carga. ¿Qué tiene en contra de la raza italiana? ¿Qué cree, que Sicilia es el país del demonio? En la mitad de mis edificios han reventado los retretes. Me paso el día chapoteando entre mierda con botas de fontanero y el muy tarado me viene con lo del crimen organizado.

—Quéjate al Vaquero, no a mí. Rosenblatt es el que se lleva bien con el FBI.

Isaac sorbió los restos de café de entre sus dientes.

—Mantén a tus gorilas en tu lado de Bowery. Si los pillo cerca de Essex Street, no estarán en condiciones de buscar piruletas.

Isaac se levantó sin fantasía alguna de destrucción. No pensaba escupir sobre los dominós, ni reventar la máquina del espresso, ni llevarse a los garibaldinos a comisaría. No tenía cuentas pendientes con Amerigo Genussa. Sorteó las mesas y llegó a la calle.