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Isaac estaba sentado en el piso superior de un palacete húmedo del Quai Voltaire. Tenía los pies fríos. Rodeado de armeros, inspectores retirados de policía, fabricantes de artilugios de espionaje y un equipo de especialistas de los laboratorios policiales de Amberes y Brujas, intentaba salir del paso gracias al francés que había aprendido en el colegio. Las frases galopaban en sus oídos. No era capaz de descifrar todo aquel guirigay. Se sentía desdichado. Su primer paseo por París le había hundido.

Pertrechado en su Nueva York, había llegado ojeroso, dispuesto a chupetear su tarro de miel y a desdeñar aquella ciudad. Isaac no tenía instinto de turista. No era de los que gravitan hacia la torre Eiffel y los campos de Marte. Pocos meses atrás, Herbert Pimloe, el chico de Harvard, subalterno en la Oficina del Comisionado y viajero voraz, había regresado de París con un recorte de diario para Isaac, en el que se anunciaban los servicios de un tal «Monsieur Sidel, portraitiste», cuyo centro permanente de operaciones era el vestíbulo de un hotel de la avenida Kléber, cerca del Arco de Triunfo.

—Jefe —dijo Pimloe, con un dedo en el recorte y orgulloso de sí mismo—. ¿No será pariente suyo?

Isaac sintió arder la garganta. No había contado con que su padre se pusiese a jugar a Lázaro después de veinticinco años. Se suponía que Joel Sidel estaba entre los desaparecidos, entre los muertos. Isaac habría querido olvidar el nombre de su padre. Entonces quiso asesinar a Joel, enfrentarse a él en la avenida Kléber y abollarle la cabeza. Isaac empezó a conspirar y a abusar un poco de su influencia. Se invitó a sí mismo a una conferencia en torno al crimen dirigida a armeros y detectives de provincias. Había ido a París a matar, mutilar y a por lo que se le debía.

Camino a la conferencia, mientras cruzaba el Sena, Isaac iba dispuesto a escupir sobre las barcazas del río, a pasar por alto los loros chillones de ancianas de ropa polvorienta y a evitar las librerías de viejo y los organilleros. Pero no supo protegerse contra la Île de la Cité: Una isla de piedra, una ciudad medieval que surgía de las aguas y que robó el habla a Isaac. Se quedó mirando la punta ajardinada de la isla; era una mandra verde delante de los muros grises de las mansiones y las agujas de Notre Dame. La piedra ascendente entre la bruma del río borroso le resultaba insufrible. Nada en Nueva York podía empequeñecer una visión semejante. Las chimeneas de Welfare resultaban ridículas comparadas con aquellos muros empapados. Isaac llegó a la conferencia con cara avinagrada.

Uno de los especialistas de Brujas arrinconó a Isaac tras una breve ponencia sobre los ladrones de bancos parisinos. El flamenco, que hablaba un más que aceptable inglés, daba cabezadas pesimistas que Isaac no alcanzaba a comprender.

—Inspector Sidel, ¿cuál es la situación en América? ¿Hay criminales aficionados? ¿Despreciables apaches imposibles de rastrear? París está plagado de ellos. No me refiero a la escoria de los barrios africanos. Ésos no son una amenaza. Pero los jóvenes salvajes de los pisos de protección oficial en torno a Glignancourt y del resto de madrigueras del extrarradio… Ésos son cucarachas armadas con pistolas. Aparecen por los Campos Elíseos, asaltan un banco y se retiran a su agujero. ¿Y qué se puede hacer? No hay estructura, no hay una banda organizada, no existen bajos fondos como tales. No hay más que cucarachas, cucarachas aisladas.

—En Estados Unidos tenemos también, monsieur, pero no tantas —dijo Isaac, más preocupado por su padre Joel, el pusilánime pintor del hotel de la avenida Kléber.

—Entonces, ¿qué consejo tiene para sus amigos de París, inspector Sidel?

—Entren en la zona.

—¿Con un ejército?

—No, con espías.

—Ah —dijo el flamenco, simpatizando con Isaac—. Es cuestión de infiltrarse. Si no se puede expulsar a las cucarachas, se duerme en sus lechos. Quédese en París, inspector. Tiene futuro en la Süreté.

Isaac se marchó de la conferencia antes del almuerzo. Recuperó el paso en el Quai Voltaire, de camino hacia los Inválidos. Todo iría bien mientras supiera mantenerse alejado de las sudorosas piedras de la Cité. Nueva York volvía a él: las mansardas de Commerce Street, los decrépitos muros de Cherry Lane, los mataderos de Gansevoort, las increíbles fábricas de Lafayette y Upper Mulberry, con sus rejas de acero. Podía abarcar París de un pestañeo.

Isaac agradeció llegar a los bulevares por encima del Trocadero. Ya no tendría que batallar con callejas sinuosas. Cerraba los ojos, podía husmear la avenida Madison en las pequeñas panaderías y joyerías de la rue Hamelin. El Iroquois de la avenida Kléber no le sorprendió: tenía que ser un hotel para estadounidenses ricos. Los afluentes del Ohio componían una mueca desde el enorme pictograma de la fachada. En el centro del recibidor tuvo que rodear una inmensa torre Eiffel. Isaac se negó a sonreír.

Su padre estaba en desventaja. Era el único pintor del vestíbulo. Isaac no podía mostrarse compasivo con el caballete de aquel hombre de setenta años. Era el mismo que había vuelto loca a su madre y había hecho un pelele de su hermano. Sophie llegó dando tumbos hasta una tienda de trastos, Isaac se convirtió en un flic y Leo se arrastró a la deriva de la adolescencia al matrimonio y de allí a la cárcel por moroso.

Isaac no podía dejar de observar la técnica de su padre. Joel cazaba a los estadounidenses recién salidos del ascensor. Con un gesto del dedo y un astuto arquear de la espalda atraía a una pareja hasta su banqueta. Mientras esposo y esposa posaban con cámara, fotómetro y guías de viaje, Joel mojaba su grueso pincel en un bote y pintaba sus contornos y los rasgos más evidentes en menos de un minuto, antes de que tuvieran oportunidad de protestar. Les cobraba veinte francos por su trabajo. La verosimilitud no contaba. Un exceso de fidelidad habría ofendido a las parejas, que se iban asombradas de la velocidad de Joel con el pincel. Isaac ahogó un gruñido contra la solapa de su gabardina. No había ido a París a jugar a los espías.

Joel no dormitaba. Hizo un reconocimiento preliminar: aquél tenía que ser uno de sus dos chicos.

—¿Leo? —dijo.

—No, papá. Vuelve a mirar.

Joel dejó caer el pincel en un trapo: allí se quedó oscilando como la cabeza de un pez.

—Isaac, debes de haber heredado la cara de tu hermano. No me defrauda que seas tú. Tú eres mi hijo mayor. Ha pasado medio siglo y aún eres capaz de llamarme «papá».

—No exageres, papá. Hace cincuenta años yo no había venido al mundo.

Isaac entornó los ojos para apreciar mejor la coloración poco natural de su padre, el rojo acentuado alrededor de los ojos, de las mejillas y la nariz y el azul de las prominencias del cráneo. Joel se había puesto colorete. Llevaba un foulard al cuello y un guardapolvos de pintor verde botella que habría servido para identificarle como retratista en cualquier contexto. Era el uniforme de Joel en el Iroquois.

—Te esperaba, Isaac. No me sorprendes. ¿Has venido a asesinar a tu padre?

Las arrugas en la maciza barbilla de Isaac se contrajeron hasta su boca y formaron una sonrisa hiriente.

—Regístrame, papá. Estoy limpio. En París no se pueden colar armas de contrabando.

—Tú colarías lo que hiciera falta, Isaac. No creas que no estoy al corriente de tu carrera. Puede que sea un mierda, pero sigo la pista a mis chicos. Tu hija se llama Marilyn. Es una belleza irlandesa. Lleva unos cuantos maridos a sus espaldas. ¿Te sorprende lo mucho que sé, Isaac? Hay un chico de la Séptima que antes trabajaba para mí y que viene a París una vez al año. Es un comprador internacional, tiene millones en los bolsillos, bebe vino y habla de mi familia. ¿Qué hace Leo?

—Leo está en la cárcel —escupió Isaac entre los dientes.

El colorete se intensificó bajo los ojos de Joel. Se parapetó tras su guardapolvos y se asomó al caballete, el cráneo tintado de azul. Escudriñaba los ascensores olfateando carnaza estadounidense.

—Estoy descuidando mi negocio, Isaac. Presiento que voy a tener una mala tarde.

Mencionó una dirección en la rue Vieille-du-Temple.

—Está en el Marais, detrás de Rivoli. Sólo tienes que preguntar por los judíos. Lo encontrarás, Isaac. Te llevará un rato. Cuando llegues podrás matarme.

Isaac se fue del hotel para que su padre pudiera seguir con sus manejos. Ya en la rue Hamelin sacó un gigantesco mapa de París y buscó la casilla adecuada. Con lógica de policía, calculó dos horas de caminata. Isaac tiró hacia el este, por encima de la curva del río, y apareció en la Place des Etats-Unis.

Dos hombres, vestidos con chaquetas brillantes, rondaban cerca de Isaac mientras buscaban palomas a las que alimentar. Isaac vigilaba su juego de manos. Aquel interés por las aves le parecía falso. (Isaac no había visto ni una cagada de pájaro en toda la plaza). Los abrigos brillantes eran propiedad de un carterista y de su gancho. Isaac calibró al equipo de descuideros en un instante. No podían ser sudamericanos. Los Guzmann (un clan de rateros peruanos) nunca llevarían abrigos brillantes. Tenían que ser de Argelia o de Sicilia. Chavales hambrientos con los dedos suaves y delgados de una chica.

El equipo se abrió para rodear a Isaac. El gancho, un muchacho con la nariz marcada, empujó a Isaac contra el ratero. El muchacho oyó un aullido terrible. La mano del carterista estaba presa en la gabardina de Isaac. Isaac estrujó aquellos dedos tan femeninos con un nuevo apretón del puño. Puso de rodillas al carterista.

No había olvidado al otro. Isaac vio claramente que el gancho era el peor de los dos. Tenía un pincho, un patético cuchillo de cocina sin mango. Pretendía ensartar a Isaac. Pero no iba a hacer sangre al Jefe. Isaac le arreó una sola vez, detrás de la oreja, y el gancho huyó disparado a través de la plaza. El Jefe empezaba a cogerle cariño a París.

Isaac llegó a las Tullerías con más de una hora que matar. Le gustaron las medidas del jardín, alargado y muerto. Los mendigos que pedían en los bordes del paseo tenían una independencia que Isaac supo admirar. Vestidos con cálidos abrigos, ninguno hizo ademán de seguirle o de percibir su presencia.

La euforia de Isaac empezó a decaer en la rue Rivoli. Una exuberante formación de la policía montada, sobre cuyas espaldas caían penachos de plumas y que llevaban cascos de plata en la cabeza, le hizo pensar en el uniforme de su padre. Isaac estaba enfadado. Aumentaba su rabia contra Joel. «Mi padre es un payaso», pensó. Un payaso de camisa verde moco.

La rue Rivoli se convirtió en una zona de desangelados grandes almacenes, en la que las ventanas presentaban el aspecto escuálido de una zona de guerra, y pronto Isaac se encontró en el Marais. Estrechas callejuelas de edificios corcovados confluían unas en otras en ángulos desquiciados e indefinidos. Por encima de Isaac, las chimeneas germinaban cómo verrugas en un dedo monstruoso. Pasó junto a carnicerías kosher, tiendas que vendían Boercht Romain y Salami Hongrois, pintadas que escupían eslóganes en competición (Israël Vaincre! y Halte à l’Agression Arabe), y una sinagoga exclusiva para norteafricanos. Joel, que siempre había maldecido a los rabinos de Nueva York, se había vuelto religioso con la edad.

Isaac lamentaba haber hecho el viaje; debería haber ido a Londres, el Londres de Whitechapel, de donde procedía el padre de Joel; era comerciante al por menor, vendía pantalones bombachos en Princelet Street y era el acólito en la sinagoga de Spitalfield. Incluso entonces, los Sidel no oraban; estaban al frente de las finanzas de la sinagoga y de la cocina económica para indigentes judíos. Eran todos gente caritativa.

Isaac encontró al fin el piso de Joel en la rue Vieille-du-Temple. No parecía que hubiese por ningún sitio un patio o un pasillo por el que pasar. Se quedó frente a la casa hasta que una anciana salió de una abertura del muro. Isaac entró.

Caminó a tientas en la oscuridad, buscando la inexistente barandilla con ambas manos. Tocó la madera grasienta y áspera de un techo bajo. Tras colarse por un umbral difícil de encontrar salió a la parte trasera. Estaba en un patio interior de suelo azul y desolado y un grupo de árboles hundidos. Se acercó a las escaleras caminando pesadamente. Su padre vivía en el ático.

La amante de Joel era vietnamita (Sophie nunca se había ocupado de divorciarse de su marido errante); era una mujer de mandíbula delicada y exquisitos pómulos, que trabajaba de camarera en el Iroquois. Joel la llamaba Mauricette. No debía de tener más de treinta años, pero fuera del Iroquois Joel era un hombre mucho más joven. Se había quitado el guardapolvos verde botella y los aperos de retratista, y vestía una camisa vieja de terciopelo que obligó a Isaac a hacer frente a la belleza de su padre. Joel no era un payaso en casa. Se había deshecho del colorete.

—¿Quién te ha rajado el abrigo, Isaac?

—No es nada, papá. Me encontré con dos carteristas por la calle. Querían bailar conmigo. Les rechacé. Durante las siguientes dos semanas no tendrán los dedos tan ligeros.

Joel se encogió de hombros ante la historia de Isaac; no sabía desentrañar historias de detectives. Llamó a Isaac a la mesa. El aroma de un arroz perfectamente cocinado atrapó a Isaac por la nariz. Se ablandó un poco al ver la situación de su padre. Joel no precisaba más que una habitación. Todas sus posesiones estaban allí.

Comieron pescado con las manos y chupetearon las espinas. Isaac bebió un vino sedoso que gruñía en la garganta. Joel no le hostigó hasta el final de la cena.

—Un superdetective con un hermano pequeño entre rejas… Ahí tiene que haber alguna moraleja, Isaac. ¿Es que violó a la mujer del comisionado?

—Papá, te aseguro que no está encerrado con criminales. Es sólo una demanda civil. Yo no dejaría que un pervertido se acercase a Leo. Tengo un hermano al que le parece que ser sordo, ciego y mudo es caballeroso. Va por ahí regalando hasta las tripas. Se rascó el culo con una pluma descargada y así firmó su sentencia. Ahora es un esclavo. Su exmujer es dueña hasta de sus dientes. A Leo los huevos le cuelgan hasta el suelo. No puede hacer frente a la pensión.

—Yo podría juntar quinientos dólares, Isaac. ¿Cuánto necesita?

—No hables de dinero, papá, hazme el favor. ¿Te crees que no querría ayudar a ese miserable? No quiere aceptar ni cinco. Disfruta con su miseria.

Isaac bajó las escaleras con pasos vacilantes. El vino le había enrojecido el cuello. Se agarró a las paredes, riéndose como un niño tonto que acaba de escapar de casa de su padre. En cuanto llegó a la húmeda tierra azul del patio, se sintió más indulgente con su padre. Su madre estaba loca mucho antes de que Joel se fuera. Fisgaba en los cubos de basura, coleccionaba cartones fétidos y horribles trozos de cordel al mismo tiempo que Joel amasaba sus millones. Isaac la amaba, y sentía cariño por sus montones de chatarra y por los árabes que se traía a casa, mendigos, músicos fracasados y cocineros en paro, después de carroñear por Atlantic Avenue, pero ¿por qué tendría su padre que escoger quedarse junto a una mujer con patillas perennes y un óxido indeleble en los dedos que no podía lavarse?

A Isaac le gustó Mauricette. No era mala madrastra para él, y tampoco era un simple apéndice de su padre: no era una esposa superficial. Había juntado su sangre y su saliva con la de Joel en aquella habitación tan llena de vida.

Isaac volvió a su hotel cerca de la Place Vendôme. Intentó echar una siesta, pero el sonido metálico del teléfono rompió su modorra. No necesitó la ayuda de operadoras extranjeras. Reconoció enseguida el «hola» nasal de Coen.

—Vuelve a casa, Isaac. Tu madre está herida. A tu madre le han hecho daño.