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Marilyn sobrevivía alimentándose de latas de atún. No se dejó ver por la calle hasta que Ojos Azules pudo asegurarle que Isaac estaba en su avión rumbo a París. La Oficina del Comisionado confirmó la noticia: Isaac había embarcado a las 19.00 horas. Marilyn y Coen llevaban vagueando en la cama desde el mediodía. Ella se quedó mirándole mientras él se abotonaba la camisa blanca encima de su bonito cuello. Dejó la pistolera para el final.

—Espera, Manfred. Voy contigo.

Coen había quedado a cargo del coche de Isaac. Ojos Azules detestaba conducir. Había tantos movimientos subrepticios en los portales, mendigos que saltaban a la calzada, perros que perseguían autobuses o se metían bajo las ruedas, que era fácil burlar la mirada de un poli.

—¿Crees tú que Isaac hará una revisión completa de la policía francesa?

Marilyn estaba aburrida. No conseguía hacer hablar a Coen. Se propuso engatusarle con los secretos de su padre.

—Tienes un jefe algo marrullero, Manfred: Isaac no va allí a codearse con otros detectives. Va a ver a su padre.

Surgieron surcos en el mentón de Coen. Marilyn se avergonzó de su crudeza. El padre de Coen se había suicidado. Diez años atrás, cuando Ojos Azules estaba destinado en Alemania, papá Coen decidió gasearse. Coen llevaba puesta esa cara triste desde entonces.

—No sabía que Isaac tuviese padre… Un padre aún vivo.

—Para él es una vergüenza. Como tener a un hermano en la cárcel.

Coen había aprendido a no mencionar a Leo, el hermano pequeño de Isaac, que estaba enjaulado en Crosby Street, en un anexo provisional de la prisión civil, por un problema con la pensión de divorcio. El departamento de policía se encogió de hombros ante esa situación indigna. Pero el comisionado no podía hacer nada. Leo se negaba a salir de la cárcel.

—¿Qué tiene de vergonzoso un padre, Marilyn?

—Abandonó a la familia hace años. Isaac tuvo que dejar el colegio. ¿No te lo ha contado? Su padre era incluso millonario. Joel Sidel, el príncipe de las estolas de piel. Lo abandonó todo por un pincel pringoso. Tenía la nariz larga como Gauguin. Creía que París era el nuevo Tahití. Quería pintar las selvas que rodean el Sacré Coeur.

Lo de las selvas de París no le dijo nada a Coen.

—¿Por qué iba a ir precisamente Isaac a visitarle ahora?

—Porque presiente su muerte.

Las mejillas descarnadas de Coen hicieron arrepentirse a Marilyn de su vocabulario corrupto, absorbido en Sarah Lawrence y en las cenas de sus muchos maridos.

—Manfred, Isaac va a cumplir cuarenta y cinco años. Es una edad peligrosa. Necesita a su padre. Ver a Joel le demostrará que aún tiene muchos años por delante.

Coen la dejó en Crosby Street. Luego aparcaría en la plaza de Isaac del garaje de la policía, se acercaría al cuartel general, soplaría el polvo del escritorio de Isaac y contestaría al teléfono en nombre del Jefe: «Oficina del Comisionado, inspector Sidel», mientras el perfume de Marilyn se asentaba en él.

En el anexo de Crosby Street había acabado ya la hora de visitas, pero Marilyn consiguió entrar. Ninguno de los guardias podía recordar el nombre de su actual marido. Todos la conocían como «señorita Sidel». Ni siquiera el jefe quería estar a malas con la niña de Isaac. Kl mismo condujo a Leo hasta Marilyn, al tiempo que musitaba halagos acerca del viaje de Isaac.

—Va a enseñar a cazar delincuentes en París, como está mandado, señorita Sidel.

Leo flotaba dentro de una camisa de prisionero excesivamente grande. Era difícil pensar en él como en un tío. Estaba condenado de por vida a ser el hermano pequeño de Isaac.

Leo carecía de cicatrices de prisión. Llevaba su propio horario en Crosby Street, comía chocolatinas de la máquina y machacaba a los guardias al pinacle, a las damas y al bridge. No había criminales con los que intimar. Sólo casos como el de Leo, hombres que no habían pagado la pensión y que habían sido detenidos por desacato. Los detectives de la oficina del sheriff habían trincado a Leo en el abarrotado recibidor del edificio en el que trabajaba, había quedado expuesto a las miradas avergonzadas de los ejecutivos, clientes y secretarias, y se lo habían llevado esposado tras una queja de su exesposa. Los detectives estaban tan incómodos como Leo. No les hacía gracia que les identificasen como los hombres que habían detenido al hermano de Isaac el Justo.

Marilyn sentía debilidad por Leo. No acudía a él como la compasiva hija de Isaac. Podía identificarse con el drama de Leo. Leo era especial, de su clase: los dos habían tenido que sufrir la ruptura de un matrimonio, a los dos los habían despellejado vivos.

Se abrazaron y se besaron en la sala de visitas de la prisión sin escuchar un solo gruñido de los guardas.

—Estás tan contenta como yo, ¿eh, Marilyn? Por fin respiro. Ha corrido la voz de que Isaac ha salido del país. Me parece que voy a engordar estos días. ¿Y qué tal tú?

Marilyn alargó el abrazo.

—Tío Leo, ojalá tuviera los tres mil para sacarte de aquí. ¿Bastaría con eso para satisfacer a la estúpida de Selma? Puedo estrangularla por ti, si quieres. Seguro que Isaac me quitaba el muerto de encima. Pero entonces serías un viudo con hijos. ¿Vienen Davey y Michael a visitarte?

El rostro de Leo se ensombreció. Se apartó de Marilyn.

—Están de parte de su madre —dijo—. Me envían notas cargadas de veneno. Selma les obliga a practicar caligrafía conmigo.

Puedo oír su lengua tras las palabras. «Papá, nos estás matando». Marilyn, esa mujer tiene dinero como para asfixiar a un elefante. Guarda sus libretas en un sujetador viejo.

A Marilyn le irritaba su incapacidad para ayudar a Leo. Sus dos últimos maridos eran ricos, pero ella estaba sin blanca. Tenía que pedir dinero prestado a Coen.

—Sophie o Isaac podrían apoquinar. Podría pedírselo, Leo.

—Nunca, Marilyn, y no lo olvides. En octubre cumplí cuarenta y dos. ¿Tú crees que puedo ir a pedirle algo a mi mamá o gorronearlo al gran Isaac? Casi prefiero que me saquen de aquí y me peguen un tiro. Me da igual cómo me liquiden, mientras no se entere Sophie. Marilyn, Isaac no le ha contado nada a mamá, ¿verdad? La llamo todas las mañanas. Le he contado que estoy en un hotel que no tiene teléfono en la habitación. Es curioso, hoy no ha contestado. Debe de haber salido a por más trastos.

—Isaac acaba por joder a todos, pero no se chivará. No por ti. Le resultaría demasiado embarazoso. Tendría que explicarle a tu madre por qué estás en la cárcel. No te inquietes, Leo. Yo convenceré a Sophie por ti. Voy a verla ahora mismo.

Los guardas fueron encadenando banalidades de camino a la salida. Se esforzaban por estar a buenas con Isaac.

—Nosotros cuidaremos de Leo, señorita Sidel. Se lo tenemos montado como un club de campo.

Marilyn cruzó por Bowery hasta llegar al territorio de Isaac, el East Side portorriqueño y judío. Se le escapó una sonrisa al ver la antigua sinagoga de Forsyth Street, convertida hoy en templo adventista pero con la estrella de David intacta aún en el pequeño tragaluz circular cercano al tejado. Más tarde iría a comprar ropa interior a Orchard Street. Primero tenía que ver a Sophie.

Israel se había hecho con Essex Street. Albaricoques de Galilea, ciruelas de Haifa y espaguetis made in Tel Aviv predominaban en los escaparates de las minúsculas tiendas de alimentación. Se imaginó la frustración que aquello debía de haber supuesto para su abuela, acérrima defensora de la Diáspora: árabes y judíos sin hogar en un universo de gentiles. Sophie no tenía el lote habitual de cacharros frente a su puerta. ¿Estaría dando sopa a los mendigos?

¿O se habría ido a sopesar un ganso bien gordo a la carnicería cristiana? La puerta estaba entreabierta.

Marilyn no sabía nada de las ciruelas de Haifa. Era una chica de nariz irlandesa, cautiva de las iglesias de Marble Hill, con recuerdos de guantes de comunión y de curas a los que se les escapaba la babilla. Apasionada como era, permitió que la desflorasen a los doce y medio. A los catorce cumplidos, su fama se extendía desde Riverdale a Washington Heights, y en los sótanos de Fordham Road se pudrían ya trozos de sus braguitas. Tal precocidad en la parte alta de la ciudad, impedía que la chica estableciera vínculos con su misteriosa abuela, Sophie la Urraca. Marilyn entendía el estado de las cosas. Sophie no habría dejado de lado sus productos para prodigar sus atenciones a un vagabundo, era demasiado precavida. Marilyn saltó por encima de los cascados carritos que tanto apreciaba Sophie. Todos eran vehículos sin posibilidad de reparación. Ninguno andaba. Sin embargo, Sophie había atado las carcasas entre sí con alambre.

Marilyn se aventuró en el interior de la tienda. No le llamaron la atención las pantallas desgarradas de las lámparas. Podía ser obra de Sophie. Echó un vistazo bajo un montón de mantas llenas de bultos extraños que había en una esquina. No le sorprendió ver el brazo de Sophie: descansaba en una posición natural, sin una sola mácula en sus hermosas venas. ¿Era así como dormía una abuela?

Marilyn tiró de las mantas siguiendo el sentido del brazo. Apareció la cabeza de Sophie: reposaba sobre una sangre convertida ya en gelatina espesa y corrosiva. La gelatina llegaba hasta las orejas. En la frente tenía marcas parecidas a las que deja la hebilla de un cinturón sobre la piel. Los gritos de Marilyn se ahogaron en un suspiro seco. Llegó a trompicones hasta el teléfono. Ni siquiera pensó en una ambulancia. Presa del pánico, sólo pensó en llamar a Coen.