1

—Ojos Azules.

Se sentía en deuda con él por los surcos de su cara, los prominentes pómulos en los que a veces despuntaban un color que daba miedo. Las motas de sus ojos podrían hacer daño a cualquier chica que acabase de huir de su marido. Ella no quería que le echasen el lazo otra vez. Había acudido a él en busca de té ruso, almohadas firmes y la comodidad de un refugio temporal.

—Marilyn —dijo él, con un tono nasal que hizo que ella diera un respingo.

Tenía la voz de su padre. Y Marilyn se negaba a lidiar con Isaac en la cama de Coen.

—Marilyn, ¿no deberías hablar con Isaac?

—Que le follen.

Había deshecho el equipaje hacía una hora. La maleta estaba bajo la bolsa de la lavandería de Coen. Pensaba en mezclar su ropa interior sucia con la de él. La enjuagaría toda en la bañera con el Woolite que había llevado consigo cuando Coen se fuese a trabajar.

—Imagínate que lo descubre, Marilyn. Lo de mentir no se me da bien.

Ella mantenía su clavícula entre los dientes y le daba pequeños y precisos mordiscos para excitarlo, para excitar al hombre de su padre. No admitiría protestas. Le clavó los pezones contra el pecho. Le pasó la lengua bajo el brazo. Pero si no conseguía escapar a sus ojos se convertiría en víctima de Coen, caería ella sola en la trampa.

Cada vez que desfallecía y dejaba que la observase con aquel azul infernal, bajaba la cabeza para lamer las cicatrices de la espalda (recuerdos que Coen había traído de las calles) o miraba la pistolera que había en la mesa.

Se montó a horcajadas sobre él y le restregó la polla con un dedo ensalivado. Su azul ya no podía hacerle daño. Los ojos de Coen se espesaban ahora con manchas impuras. Empujó a Coen dentro de ella, le exprimió con la presión de sus caderas hasta perder toda noción de Isaac y de aquel marido suyo, arquitecto de Brooklyn; respondió al amable cuerpo de Coen.

Divorciada dos veces a los veinticinco años, Marilyn engullía maridos más deprisa que cualquier otra chica del Bronx-Manhattan que hubiera salido del Sarah Lawrence. Isaac siempre había aparecido para encontrarle maridos, tipos gentiles con empleos de cuarenta mil dólares y un ramillete de títulos universitarios. Su padre se sentaba en la comisaría central tras las nobles paredes del Comisionado primero de policía. Marilyn había oído que le habían invitado a París en calidad de Mejor Policía del Año del año 1970-1971 o algo por el estilo. Coen era el bufón de Isaac, un espía a sueldo del comisionado.

Absorbió a borbotones el olor de los rubios cabellos de Coen. Se corrió cinco veces, la lengua enroscada cada vez más profundamente en su boca. Ahora sí podía suplicarle.

—Córrete dentro de mí, Manfred, por favor.

Vio la duda en la firmeza de su labio. A él le daba miedo dejar preñada a la hija de Isaac e imponerle un nieto, un bebé Coen, al Jefe. Pero Marilyn era una criatura obstinada. Alineó con la mejilla mandíbula hinchada de Coen. Entendía los recovecos de aquel poli de su padre. Era un chico tímido, un judío huérfano que tenía una veta de guapo y se alimentaba de tristezas del Bronx: su padre y su madre se habían suicidado. Calmó los puntos de tensión en la garganta de Coen con la carne de su hombro y la poderosa membrana de su oreja.

Marilyn no había contado con el teléfono. Coen se salió de ella antes de que pudiera meter el aparato bajo la cama de una patada.

—Joder —fue lo único que se le ocurrió decir.

Se acurrucó junto a Coen para escuchar a su padre. Isaac llamaba desde Times Square.

—Manfred —graznó—, Marilyn ha vuelto a dejar a su marido. ¿Se ha puesto en contacto contigo?

—No —dijo Ojos Azules.

Marilyn le agradeció que no perdiese la erección a pesar de la tensión creada por la llamada de su padre.

—Quédate ahí —dijo Isaac—. Siempre va a buscarte.

Coen volvió a la cama sin erección. Marilyn no podía tomárselo a mal. Su padre tenía cogida por las pelotas a media Nueva York.

—Isaac es muy listo —dijo—. Tiene un mapa mío en la cabeza, como si fuese un tablero de Monopoly. Conoce cada uno de mis escondites, mi querido padre. Y cada abrevadero.

—No seas tan dura con él, Marilyn. Se preocupa por ti.

—Despierta ya, Manfred. Tú eres igual que yo. Los dos estamos en su lista de víctimas. ¿O no somos divorciados los dos?

Su comentario hizo reír al poli. Podría enamorarse de él, quizá, si él tuviera el valor de chafar su placa y escupir a Isaac en la cara. Pero no debía ser muy dura con él, ni estrangularle con sus fantasías y esperanzas. Coen era Coen.

Isaac no había patrullado Times Square, no se había acodado en mugrientos bares y había curioseado por los escaparates pornográficos, por cuenta de la Oficina del Comisionado. Iba en misión personal. Entraba y salía del coche con una fotografía en la mano. Tenía a su disposición el coche privado del comisionado, un Buick enorme con cristales a prueba de balas, pero prefería no servirse del chófer oficial. Isaac tenía su propio hombre. Brodsky el Gordo, un detective de primera de ojillos porcinos, el mandado de Isaac.

—¿Quién es la cría, Isaac? Dices que no la has visto desde que tenía cinco años. ¿Cómo la vas a reconocer por una mierda de foto?

—No es tu problema —dijo Isaac.

Cerca de la Cuarenta y seis encontró a una chica de nariz gruesa y falda corta de verano (era febrero). Le abrió la puerta del coche.

—Sube, Honey Schapiro.

La chica tenía verdugones en las rodillas.

—Soy Naomi, señor —dijo gruñendo a Isaac—. ¿Quién es usted?

Él se abalanzó sobre ella y la sentó en su regazo, pero no pudo cerrar la puerta. Honey pataleaba muy fuerte. Isaac tuvo que apartarla para que no le mordiese las orejas.

—¿De qué va esto? ¿No serás de la patrulla cazachochos? Los conozco a todos.

Empezó a llamar a gritos a su protector, un tipo llamado Ralph que se acercó corriendo desde la Cuarenta y cinco envuelto en su abrigo de cuero. Brodsky le jodía más que Isaac. El chófer le apuntaba a la entrepierna con la pistolera.

—Eh, hermano —dijo Ralph, con una leve inclinación hacia Isaac—. Habla conmigo.

Ralph no echó mano de su fajo de billetes. El Buick le había puesto en guardia: un poli del montón no le habría ido a buscar con un coche tan llamativo.

—¿La vas a empapelar?

—No —dijo Isaac—. Se va a casa con su padre.

—No me jodas, hombre. ¿Qué quieres, que te compre un sombrero? Pues te lo compro, pero la pluma la pones tú. Hoy no suelto más de cincuenta.

Entonces vio el ribete azul de la placa de Isaac. Sintió un escalofrío bajo el abrigo. Ralph se sabía al dedillo las comisarías de Manhattan: ningún detective tenía una placa con ribete azul.

Isaac le habló a través de la ventanilla.

—Olvídate de Honey Schapiro, ¿me oyes? Si vuelvo a pillarla por encima de la calle Catorce yo mismo vendré a machacarte la cara.

Le hizo una seña a Brodksy, y Ralph se despidió del Buick con las rodillas temblorosas. No le gustaba que le timasen. Si hubiera sabido que Honey tenía aquellos contactos, no le habría golpeado en las piernas. Al contrario, la habría premiado con una mejor esquina y una clientela más limpia. Aquella putita judía y fea tenía sus valedores en la policía.

Brodsky iba riéndose de camino al centro con Isaac y la chica.

—Anda y que no sabes acojonar a un chulo negro, Isaac. ¿Le has visto los ojos?

—Cállate —dijo Isaac.

Brodsky quedó satisfecho. Le encantaba que el Jefe le abroncase. Un insulto de Isaac le daba vigor, le mantenía alerta. Brodsky podía cagarse en todos y cada uno de los polis de la central, incluido el irlandés número uno, el comisionado O’Roarke, pero el chófer había jurado lealtad a Isaac. «O es que no se va a París, a Francia —pensaba Brodsky—. ¿Qué otro policía recorre siete mil kilómetros para dar una clase?».

La chica se bajó del regazo de Isaac. Al ver los bancos y la hierba helada del jardín de Union Square le entró pánico. En la Segunda Avenida arrugó la barbilla contra el acolchado bajo la ventanilla. Contempló el descenso de Isaac hacia el bajo East Side con expresión tristona y amarga.

Brodsky se dio cuenta del estado de ánimo de la chica.

—Encanto, ¿quieres una gominola?

—Déjala en paz —dijo Isaac.

Aparcaron en un solar que había detrás de las viviendas municipales de Essex Street, e Isaac dejó su carnet de inspector jefe de la Oficina del Comisionado sobre el salpicadero. El olor a orina les acompañó hasta las puertas traseras del bloque de viviendas. Brodsky estaba a punto de hacer un comentario a propósito del olor, pero se dio cuenta a tiempo de que Isaac le miraba fijamente. Mostró su placa al vigilante del bloque, que tenía una porra deformada y la cara sin afeitar. Leyó las pintadas del ascensor con desprecio evidente. Essex Street tiene el aroma y el encanto de un zoo. Brodsky vivía en una casa de Spuyten Duyvil. Se llegaba a Essex, Clinton o Delancey para comprar rábanos y trozos de pan de cebolla, desconocidos en su zona de Riverdale.

Isaac y la chica perdieron el rubor invernal en los pasillos sobrecalentados del noveno piso. Entraron en un apartamento de paredes verdes y descoloridas. Brodsky fue el último en cruzar la puerta. Un hombre con pijama de seda, al que no le quedaba un solo diente, abrazó a la chica y empezó a sollozar, con la cara apoyada en el brazo. Al advertir la presencia de Brodsky, un extraño, recuperó la compostura.

—Yo la busco durante meses, y tú la encuentras en hora y media. Eres un mago, Isaac. Era una cría la última vez que la viste.

—Tenía la foto, Mordecai. No ha sido nada.

—Nada, dice. El cuerpo de policía estaría a ciegas sin ti.

—Mordecai, tengo que irme.

El Jefe fijó la mirada en Honey; no conseguía relajarse entre los brazos de su padre. Tenía los rasgos cerúleos de una muñeca abotargada.

—Otra cosa, Isaac. Philip te está buscando.

Isaac se dirigió a la puerta; no quería verse arrastrado a otra disputa familiar. Tenía sus propios problemas: una hija salvaje e incontrolable que cambiaba de marido a mitad de invierno.

—Ya le veré luego, Mordecai. Ahora no.

Brodsky subió al ascensor con Isaac. Escuchó gritos y llantos que salían del apartamento y el eco de un bofetón. El escándalo que montaban Mordecai y Honey le hizo sonreír. El Jefe le pinchó con el pulgar.

—Brodsky, piensa en otra cosa. Ésos son asuntos privados.

—¿Quién es ese tío, Isaac? ¿El novio de tu madre, o qué?

—Fui con él al instituto.

—Estás de broma. Isaac, si podría ser tu abuelo, te lo juro.

—Olvídalo. Mordecai no tiene un dentista en Park Avenue que le cuide las encías.

—¿A qué se dedica, Isaac?

—¿Mordecai? Es una reliquia de la Segunda Guerra Mundial. Se ocupó de todos los jardines de la Victoria desde Chinatown hasta Corlears Hook, pero no se guardó ni una zanahoria para él.

¿Qué podía decirle Isaac a su chófer? Mordecai se había instalado a cien metros del instituto donde había estudiado, el Seward Park, y ya no se había movido. Isaac no tenía nada contra los territorios delimitados. Había nacido en Broadway Oeste, en un edificio propiedad de judíos londinenses, hombres y mujeres con un vocabulario mucho más extenso que el de sus vecinos yanquis. Pese a ello prefería Essex Street, donde su madre llevaba una chatarrería, al Broadway Oeste de los judíos de Londres, y al Riverdale de Brodsky y de Kathleen, la exesposa de Isaac.

El chófer se detuvo frente a la planta de conservas en el cruce de Essex con Broome para comprar un tarro de rabanitos rallados, blancos y puros, que no tenían el sabor dulzón de la remolacha. Sólo las mujeres deshidratadas y los trepas de la oficina del fiscal del distrito compraban rábanos rojos. Metió la nariz en el tarro, aspiró hasta que se le quedaron los ojos en blanco y se recuperó a tiempo de ver que Isaac pasaba de largo por la chatarrería de Sophie Sidel.

—Isaac, ¿no vas a sentarte con tu madre?

El Jefe no quiso responder.

—Brodsky, el comisionado necesita el coche. Llévaselo.

Isaac esperaba escabullirse de su madre. Tenía demasiadas cuestiones sin resolver en la cabeza. Iría a visitarla a la vuelta de París, no antes. Entró en el local de platos preparados de Hubert, a cinco puertas de la de Sophie. El lugar parecía en perfecto orden; las bolitas de pescado humeaban tras el mostrador de vidrio, y el jugo de varios budines borboteaba en los fogones, pero Hubert estaba desencajado. Era un hombre pequeño, de hombros puntiagudos y tenía la melena enmarañada de un león, bultos en las cejas y varios puntos oscuros a lo largo de la barbilla tapados con papel higiénico.

—¿Qué ha pasado, Hubert? —dijo Isaac mientras se encaramaba a su silla favorita—. ¿Te has afeitado con un solo ojo esta mañana?

Isaac no había previsto nada malo. La tienda era su corral. Otros inspectores jefes se sentaban en cocederos escogidos, en Mulberry o en Grand, codo con codo, junto a los lugartenientes y jefecillos de la mafia. Isaac comía solo. En la tienda de Hubert podía seguir las grietas de la pared sin interrupciones. A Hubert no le había faltado ni un centavo de la caja registradora en quince años. Los matones del East Side se habían acostumbrado a evitar el establecimiento. Si entraban en Hubert’s para calentarse las manos con un tazón de té invernal, tenían cuidado de dejar una propina generosa.

El Jefe no carecía de sensibilidad. Al ver que la enorme cabeza de león no le respondía morruda, ni salpicaba de sopa de cebada el mantel con el brío acostumbrado, Isaac adoptó otra táctica.

—¿Quién te lo ha hecho? ¿Eran negros o blancos?

—Blancos como la nieve —dijo Hubert.

—¿Cuánto se llevaron?

—Nada. No tocaron la caja. Rompieron un par de sillas, me abofetearon y se fueron.

—¿Cómo iban vestidos, Hubert?

—Chaquetas militares, o de la marina, ¡yo qué sé! Llevaban la cara tapada. Con pasamontañas.

—Entonces, ¿cómo sabes que eran blancos?

—Por las manos, Isaac, por las manos. Uno de ellos era una chica. No soy detective, pero sé reconocer el perfil de una teta.

—¿Cuándo pasó?

—Ayer. Justo antes de cerrar.

—¿Y por qué dejas pasar un día entero sin que yo me entere?

—Isaac, para ya con la inquisición, por favor. No es asunto de la policía. Locuras de chavales. Podrían haber ido a por cualquiera.

—Por supuesto —dijo Isaac, con la lengua apelmazada—. Estaban jugando a truco o trato sólo que Halloween no se celebra en febrero. Tu dinero era demasiado bueno para ellos, y por eso asaltaron tu cráneo. ¿Cuántos eran?

—Tres.

En la boca de Hubert se acumulaba la saliva.

—Me voy una semana. Uno de mis hombres se ocupará.

Los chichones de la cabeza del león se oscurecieron.

—Isaac, no quiero polis en mi local. Brodsky tiene los codos muy anchos. No deja sitio para que la gente tome su sopa.

—Te enviaré a Coen. Es pequeño. Hechizará a tus clientes con sus ojos azules.

Isaac golpeó con los nudillos en la ventana del café de Ludlow Street; era un lugar que prefería evitar. Estaba a rebosar de dramaturgos y eruditos hambrientos que intentaban interesarle en sus conversaciones sobre Spinoza, Israel, la brutalidad policial y la extraña pareja de hermanos que formaban Aarón y Moisés. Los dramaturgos no le despreciaban. Reconocían en Isaac al ángel guardián de Ludlow y East Street. Él era quien mantenía las calles limpias de criminales, y su fuerza física no les sorprendía. Le habían amamantado con leche extraña. Su madre era una mujer de temperamento obstinado. Prefería la amistad de los árabes y los portorriqueños a la de los judíos.

La reacción de la cajera al golpeteo de Isaac hizo reír a los clientes. Ida Stutz se despojó del uniforme y se empolvó la cara apresuradamente. Ida era la prometida de Isaac. Todos sabían que Isaac tenía una esposa irlandesa en Riverdale, pero no hubiera sido inteligente por su parte ofender a Ida. Ella era la que proporcionaba mondadientes a los intelectuales, la que les daba de tapadillo trocitos de mantequilla y rollitos extra, porque sentía simpatía por los hombres desnutridos. Ida tenía piernas y brazos largos, en ellos residía su belleza. Trabajaba también en el restaurante de Ludlow. Era una mula de carga durante prácticamente todas las mañanas y tardes. Los dueños del restaurante la hacían sudar la gota gorda. Sabían que podían contar con ella y con sus anchas espaldas. Por eso le permitían una excentricidad: cuando el Jefe llamaba, Ida desaparecía.

Isaac tenía alquiladas dos habitaciones minúsculas en Rivington Street. Compartía el retrete con un viejo solterón que meaba en cualquier parte. Se lavaba en un barreño en la cocina donde no cabía si no metía las orejas entre las rodillas, y fue en esta posición tan poco digna como Ida encontró al Jefe. Vio la maleta encima de la cama, rebosante de ropa interior almidonada, cuadernos y un tarro de miel.

—Te conozco, Isaac. Lo de enjabonarte el ombligo es para despistar. Tienes la cabeza en París.

Mientras se retorcía en el barreño, prisionero de sus propias rodillas, Isaac se vio obligado a sonreír. Kathleen, su esposa, había sido una belleza extraordinaria. Incluso a sus cuarenta y nueve años (era cinco años mayor que el Jefe) tenía pechos que hubieran hecho enrojecer a Ida. Pero Isaac nunca había sido un sibarita de la carne. Renunció a su hogar en Riverdale porque Kathleen se había independizado progresivamente de él. Era dueña de impresionantes propiedades inmobiliarias y los terrenos que tenía en Florida consumían la mayor parte de su energía. Isaac no necesitaba arrastrarse hasta el centro del East Side en busca de amor. Podría haberse quedado en la parte alta de la ciudad, cerca de viudas de buen ver, aspirantes a estrella que se morían por los polis intelectuales o tías buenas propietarias de áticos de lujo y traseros reconstruidos. Ida le gustaba más. Tenía una lengua que sabía ponerle en su sitio, y una boca capaz de chuparle todos los dientes. A ella no le importaba cómo se comportaba Isaac. Ida no era frágil. Podía corresponder a los besos, abrazos de oso y mordiscos de Isaac. Empezó a desvestirse.

—Éste es tu último baño en América. ¿No lamentas la falta de una bañera más grande?

—Ida, en el cuartel general hay una bañera en la que cabemos tú, yo y otros cinco policías. ¿Quieres que vayamos?

—Ya iremos —dijo ella—, cuando no tengas prisa.

Y se puso a secarle con talco florentino comprado en Mulberry Street, un talco tan fino que podía curar hasta la impureza más sutil. Se tendió en la cama junto al endulzado cuerpo de Isaac, sin molestarse en hacer a un lado la maleta. Aquel cuello suyo de toro, espolvoreado de talco, no la intimidaba. Ida no idealizaba en absoluto a su prometido. Le había sacado un ojo a un quinqui del oeste de Nueva York, había roto el brazo a varios sospechosos y había sobrevivido a tiroteos con portorriqueños y judíos duros de pelar. Pero ella había sabido ver al niño que había dentro del oso. Le encantaba que le mimasen. Bajo la espolvoreada piel vivía un temor que Ida sabía cómo aplacar. El Jefe no hacía alarde de masculinidad. Temblaba entre los brazos de Ida. Sus arrebatos de pasión eran como el braceo primitivo de alguien a punto de ahogarse.

El oso quedo callado tras amarla. Ida se negó a unirse a su malhumor mientras aún goteaba el esperma de Isaac. Por eso le tiró de la nariz. El Jefe puso la pierna sobre el tarro de miel y una pila de calzoncillos.

—¿De dónde vienen tus problemas, Isaac?

—Ah —mintió—, estaba pensando en un caso.

Masculló el nombre de Hubert.

—Una banda le ha dado una paliza. No tocaron la caja. Me huele raro.

—Será gente expulsada de la Liga de Defensa Judía. Puede que Hubert no sea lo suficiente kosher. Sirve mantequilla con la carne.

—No me vengas con ésas, Ida. Esto no es obra de chicos judíos. Forrar de chichones a un viejo…

—¿Eso te parece especial? Mira mis brazos.

Se fijó en los moratones de la carne de Ida, huellas de dedos que se estaban volviendo marrones. El halo que rodeaba los cardenales daba cuenta de la presión que debía de haberse aplicado.

—La misma banda —dijo ella—. A mí también fueron a verme. Se llevaron blintzes[1], pero no dinero.

—¿Qué más hicieron, Ida?

—Un par de gracias. Uno me sujetó los brazos mientras el otro me metía la mano debajo de la blusa.

El Jefe tiró la ropa interior de la cama.

—Ida, pienso encontrar esa mano y cortarla en cuanto vuelva.

Ida alisó con dos dedos el pliegue de sus labios.

—¿Quieres que te cuente la cantidad de veces que un cliente ha intentado meterme mano?

—Ésos no eran clientes —dijo el Jefe.

Pero Ida ya le tenía cogido de las orejas. Le masajeaba los huesecillos de la nuca. Isaac tendría que estar anudándose la corbata. No podía esperar ni diez minutos. Hundió la cara en el pecho de Ida. La maleta cayó al suelo.

Isaac no conseguía librarse de los problemas de siempre. El olor a leche de Ida trajo a Marilyn a casa otra vez. El Jefe no jugaba al incesto en su cama. Sabía distinguir entre las dos mujeres. Pero había besos que dolían. Allí estaba él, anhelante de leche de Ida, mientras su hija iba de marido en marido y era incapaz de confiar en él.