La tarde había llegado a su fin. Y con ella, la última entrega de su historia en Blackwell. El final de un cuento entre la niebla.
Desde que vio aparecer la brújula entre las manos de Margaret, Dickens sintió que La Isla se había despegado del tiempo y flotaba a la deriva. En esos segundos o minutos, no supo cuántos, Margaret le contó que su padre, Friedman, la había educado como si fuera hija suya, pero que siempre mantuvo correspondencia con La Isla. Mucho tiempo después supo que le enviaba cartas a Anne cada ciertos meses, incluso alguna foto de cómo iba creciendo, que la enfermera leía a los demás implicados convirtiendo aquellas jornadas, de nuevo, en un cuentacuentos. Una nueva ilusión que durante años recibirían desde el exterior donde aquella parte de su alma que ya era libre correteaba y crecía en la otra orilla.
Nunca supieron si Lili reconocía a su bebé en aquellas fotos porque hasta el día en que desapareció, siguió acunándola entre sus brazos.
—Mi padre —dijo Margaret intentando contener la emoción— siempre me dijo que yo había sido salvada de las aguas, igual que Moisés. Más adelante me explicó que había nacido en la isla de Blackwell… En aquel momento pensé que me habían recogido en el orfanato, pero nunca, por mucho que le insistí, me reveló quién fue mi madre.
—Porque nunca lo supo —la interrumpió Dickens, que recordó al nervioso Friedman con afecto.
Margaret le explicó cómo un día, a los dieciséis años, quiso conocer el lugar donde había nacido, ya que había perdido la esperanza de encontrar a la persona que la trajo al mundo, y entonces su padre no tuvo más remedio que ponerla en contacto con Anne Radcliffe.
—Tengo que reconocer que cuando vi por primera vez este lugar, a las personas que vivían en él, quise huir —admitió la joven—. Quise olvidarlo, pero no pude. Y más tarde supe que tenía que hacer algo. —Tomó aire—. Anne siempre me dijo que merecía la pena que esperara a que fuera usted quien me contara toda mi historia.
Dickens le estrechó las manos.
—Pero ¿por qué yo?
Margaret sonrió.
—Porque, según ella, usted contaba los cuentos como nadie.
La hija de Lili se llevó la mano a la boca, se disculpó, le hizo una caricia en el hombro al escritor, y avanzó hacia la playa con su brújula en la mano y aquella fotografía en la que por fin podía ponerle rostro a su madre. Nellie hizo un amago de correr tras ella pero poco a poco se quedó parada, como una muñeca a la que se le hubiera acabado la cuerda.
Allí estaba por fin el tesoro de la isla de Blackwell que había ido a buscar, un sueño de muchos convertido en realidad, pensó el escritor, mientras sobre aquella figura también esbelta, elegante y frágil que ahora flagelaba el viento, empezó a pintar con su imaginación y sin esfuerzo a la etérea Lili señalando el horizonte. Y la joven estuvo un rato llorando al lado del agua, consultando aquella brújula que desde siempre había ido con ella. La observó apuntar a todas las latitudes y a ninguna mientras completaba las piezas que le faltaban al puzle de su memoria, y pudo por fin empezar a amar aquel recuerdo. El de su madre. La mujer que incluso en los abismos de su locura fue capaz de conducirla hacia la libertad.
La pequeña Nellie corrió hacia Dickens y se colgó de su cuello.
Él la sujetó de las manos y la hizo dar vueltas y vueltas hasta que ésta tuvo la sensación de volar.
¿Podía la imaginación darle la libertad a los no libres?, se preguntó Dickens mientras el paisaje giraba a su alrededor, ¿podían las voces menos escuchadas alzarse con un sueño común?… Ésas eran las preguntas que le habían llevado de vuelta a Blackwell. Ésas y una que reservaba para Anne y que ella le había contestado desde el más allá: sí, ahora sabía que sí, se dijo, mientras reía a carcajadas contagiado por la niñez y recordaba a Anne, jugando con el pequeño Tim, bajo el sol, aquel día.
Margaret era la respuesta viviente a todas aquellas preguntas.
«Lo conseguimos, Anne», susurró Dickens a aquella invocación que aún seguía jugando con el pelo rubio y suelto sobre la arena de la playa. «Lo conseguimos»…
Cuando la maestra regresó caminando encontró al escritor con Nellie riendo a carcajadas. Y sin pensarlo dos veces estiró el brazo con la brújula sobre su mano abierta.
—Yo ya he cumplido mi sueño —sentenció Margaret con los ojos irritados y sonrientes—. Gracias a su relato, por fin he encontrado a mi madre.
Él entornó los ojos y negó con la cabeza.
—Está bien, Margaret, lo entiendo, pero ya no me pertenece. Eres tú quien debe decidir a quién vas a dársela.
Entonces ella observó el artefacto durante unos segundos y se agachó ante Nellie, que los escuchaba sumida en el silencio de las muñecas.
La niña se echó hacia atrás los pesados tirabuzones con un gracioso gesto de mujercita, luego la tomó entre sus manos como si fuera un tesoro y, a continuación, la agitó un poco.
«Hurra, hurra», chilló de pronto bailoteando y brincando como una rana. «Mi brújula, mi brújula», cascabeleó su voz alrededor del faro, y se la enseñó a todo el que se encontró, descongelando uno a uno los movimientos de los enfermos que ahora se acercaban de nuevo hacia ellos. «¡Es la brújula de los sueños!», gritó una y otra vez hasta que algo la detuvo, y observó el aparato de nuevo ladeando la cabeza: su aguja giraba veloz, enloquecida…
¿A quién le entregaría la brújula Nellie cuando encontrara su destino?, se preguntó Dickens mientras observaba aquel pequeño cuerpo clavado en la playa entre las lánguidas siluetas de los pacientes.
Nellie contempló su brújula girar y girar, igual que haría cuando diera la vuelta al mundo tras los pasos de Phileas Fogg, y sería al conocer a un veterano Julio Verne en París, cuando éste le preguntó por aquel artilugio averiado que llevaba con ella. Entonces Nellie le contó para qué servía, y que un día de invierno se la regaló en la playa un hombre mayor, cuando aún era muy pequeña. Así descubrió Nellie, de palabras de un pasmado Verne, la identidad de aquel hombre.
Como Margaret, años atrás, Nellie decidió ese día que ya había cumplido su sueño de dar la vuelta al mundo, así que se la regaló al autor de aquella aventura que tanto la había hecho soñar y éste, aún conmovido por la casualidad, la aceptó encantado. A quién se la regalaría Verne y cuál fue su sueño cumplido, es ya otra historia.
Pero para todo ello faltaban aún muchos años, y de momento Nellie corría sobre la playa nevada, con su brújula mágica en la mano.
Dickens se divirtió viéndola correr y luego se giró hacia Margaret, quien caminaba saludando a los enfermos por sus nombres, recortándose sobre la pátina luminosa del río.
El escritor sintió entonces una ráfaga de pura e inexplicable felicidad.
—Margaret —le gritó, con una nueva energía, y cuando ella se giró, exclamó—: Piensa un deseo.
Ella le observó sonriente, desde lejos, como si no acabara de entender. Y su grito también llamó la atención de los enfermos que, poco a poco, se fueron girando hacia él.
—¡Vamos! ¡Imagina lo que quieras! Podemos imaginar lo que queramos.
Y de pronto, no fue la voz de Margaret sino otra la que aceptó aquel regalo.
—¡Caminar sobre el río hasta Manhattan! —chilló un hombre con el uniforme del manicomio que corría frenético con sus brazos en cruz como si ya hubiera inventado el aeroplano.
Dickens lo contempló trotar alrededor del faro perseguido por Nellie, gritando su deseo y aquello le hizo reír.
Se quitó el sombrero y le sacudió unas partículas de hollín. Aquél era un buen final, se dijo orgulloso, mientras contemplaba correr a su pequeño relevo. Se encajó el sombrero de copa, empuñó su bastón con la mano izquierda y se colocó bajo el brazo su Cuento de Navidad. Y mientras escuchaba la risa de Nellie sostenida por el vendaval, cerró los ojos para atrapar en ellos el recuerdo de Anne Radcliffe.
Por eso fue Margaret la única que cayó en la cuenta.
—Dios mío… —exclamó ésta con la mano sobre la boca y la mirada fija en un punto cercano a la orilla.
Charles se giró hacia donde Margaret miraba y el resto de los lunáticos se acercaron corriendo.
En los años que le faltaban por vivir nunca se le olvidaría al escritor aquella imagen. Allí estaba el loco, sí, pero de pie sobre el río observándoles satisfecho, ¿era cierto o su mente le engañaba?, caminaba sobre las aguas, podía jurarlo, y lo hacía despacio, con la mirada de los que han sido iluminados.
Donde todo es imposible todo es posible…, recordó Charles boquiabierto, y se frotó los ojos. Y entonces, al grito de «¡libertad!», los otros enfermos saltaron de la orilla y empezaron a resbalar por aquel río que había dejado de ser una barrera.
La Isla había decidido regalarle un último milagro.
No fue hasta ese momento cuando Dickens se percató de que en el tiempo que duró su largo relato, el East River se había helado. Así eran los cuentos. Ellos mismos decidían cómo ser terminados.
Miró hacia el río y sus ojos azules se contagiaron del blanco: los barcos aparecían atrapados entre el hielo como si fueran de cristal, sus banderas rígidas caían con el peso de la escarcha. Incluso podían adivinarse las pequeñas siluetas de los más intrépidos que se aventuraban a pisar el río también desde la otra orilla. Y Dickens, Margaret y Nellie empezaron a reír, rieron mucho, de forma incontenible, irrefrenable, arrolladora, mientras veían a los locos correr por el blanco espejo en dirección a Manhattan perseguidos por las enfermeras que resbalaban y caían una y otra vez sobre sus blandos traseros.
Hasta le pareció al escritor que el viento traía la risa de Anne Radcliffe desde el más allá, liberándose ella también en una transparente carcajada, y la risa de los que allí murieron, la de Ada y Florita, la de los que estuvieron presos, la de Marley y el Ratón, la cavernosa risa de los que fueron esclavos. Todas aquellas carcajadas incorpóreas las trajo el aire; incluso a Nellie le pareció escuchar a Lili reír cuando, en el otro extremo del río, vio cómo empezaba a emerger su sueño.
La niña, sin soltar nunca más su brújula hechizada, caminó despacio con la vista en la otra orilla, y allí, frente a ella y tras el estruendo seco de un terremoto, vio surgir un bosque de luminosas torres de piedra que se alzaron hasta el cielo, y unas puntadas rápidas sobre el aire tejieron puentes de hilo de oro de una isla a otra, como si fueran obra de una invisible araña, hasta que, más allá de donde se alejaba la última figura que corría sobre el hielo, mucho más allá, donde terminaban La Isla y el río, donde empezaba la bruma, la vio.
Nellie abrió su boca redonda y roja con asombro infantil. Allí estaba. Era real. La dama blanca que Lili soñaba despierta sobre el río. Y muchas de aquellas pequeñas figuras que huían despavoridas sobre el hielo también parecieron verla, porque fueron deteniéndose, aquí y allá, sobre el río congelado.
La observaron caminar rotunda sobre las aguas, con el rostro imperturbable y su túnica que arrastraba la niebla, hasta que alcanzó el punto exacto donde los ríos besaban el mar. Entonces alzó el brazo derecho para agarrar una estrella por su empuñadura, la arrancó del firmamento hasta que fosforesció sobre su enorme mano y luego se giró lentamente hacia el océano preparada para quizás, algún día, recibir a los libres.