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Arrodillado sobre la fría piedra, Charles repasó con los dedos su nombre como cuando repasaba sus labios.

ANNE RADCLIFFE (1822-1866)

Repasó también las fechas que atrapaban entre paréntesis todos los años que había vivido sin ella, todos y cada uno de los segundos en los que sus ojos rasgados estuvieron abiertos, escuchó todas y cada una de sus carcajadas y de sus desvelos; allí, ante aquella piedra, fue donde descubrió que la había amado tanto, tantísimo, como puede amarse a un recuerdo.

El río parecía haber enmudecido de pronto en un respetuoso silencio de duelo y un grupo de pacientes del manicomio se habían ido acercando como todas las tardes hasta la tumba de la enfermera para contarle sus delirios, para hablar con ella.

Ahora volvían a rodear a Charles igual que aquel invierno de 1842, como si esperaran que les contara uno de sus cuentos.

Margaret se acercó al escritor y le ayudó a levantarse.

Incluso la pequeña Nellie, conmovida, le extendió su manita.

Allí, al pie del faro, había querido ser enterrada Anne, aunque no estaba permitido, aunque no fuera un lugar santo, porque sí lo era para ella. Dickens sonrió dolorido.

—Desde luego, me habrías decepcionado si no hubieras cometido este último acto de rebeldía, Anne Radcliffe —dijo con los labios temblorosos, mirando hacia su tumba, mientras se sacudía los pantalones.

Y es que no había un lugar mejor que aquél para recordarla, se convenció. En la lápida, bajo su nombre, rezaba una frase:

La verdadera luz de esta isla

Porque eso irradiaba el alma de Anne, luz, dijo Dickens, y durante muchos años estuvo iluminado por ella, cuando caminaba otra vez entre sus afectados colegas de la Royal Society de Londres, cuando conversaba con los políticos con los que habitualmente tomaba el té y sándwiches de pepino, quienes se angustiaban como chiquillos al encontrar un tropiezo en el camino, sí, cuando hablaban de la imposibilidad de expresarse en contra de la corona, del poder, cuando gimoteaban por no tener herramientas para que se impusiera la libertad…, entonces él los observaba y se observaba a sí mismo con una ternura muy parecida a la vergüenza, sacaba el cada vez más viejo daguerrotipo del cajón de su escritorio y le venía a la cabeza la luz de aquella mujer, su fuerza y La Isla…

—Esta isla —rugió el escritor—, esta cárcel de agua, un lugar donde todo por lo que el hombre había luchado no existía, donde se habían quedado, sin embargo, las personas más libres que había conocido, ¿me comprende, Margaret?, las menos resignadas con los abusos y con la injusticia. Las que me enseñaron, como Lili, que para alcanzar la libertad, primero había que ser capaz de soñar con ella.

Charles se frotó el rostro con las manos, agotado.

Y allí se encontraban de nuevo, mientras en la otra orilla se construía el mundo…

Cómo le habría gustado recibir aunque sólo hubiera sido un mensaje suyo durante todos esos años, le confesó a Margaret chasqueando la lengua. Durante todo ese tiempo le envió a La Isla cada libro que publicó, siempre con un mensaje encriptado en la dedicatoria, incluso en aquel Cuento de Navidad que escribió al año siguiente y que, en justicia, le pertenecía más que a nadie.

—Pero ella nunca me respondió —se lamentó el escritor—. Ni siquiera sé si le llegaron. Supongo que era la más sensata de los dos.

Pero en ese momento Margaret, que había entrado al observatorio para dejarle unos momentos de intimidad, vino a llevarle la contraria. Regresó hasta la playa, y cuando llegó hasta él, lentamente, le extendió algo que tenía escondido a su espalda.

Dickens reconoció al instante la cubierta arabesca y roja de esa primera edición, ya desgastada, como de haber sido leída muchas veces. En letras doradas aparecía su nombre y el título:

CHARLES DICKENS

Cuento de Navidad

Abrió el libro y de él se descosieron algunas hojas. En la primera página reconoció, en su propia letra, uno de aquellos mensajes que lanzaba como en una botella:

Londres, diciembre de 1843

Para mi siempre querida Anne:

Recuerda que sigo sujetando mi extremo del cabo.

Con mi mayor afecto y admiración,

Charles

Y cuando estaba a punto de cerrar el volumen, lo vio. Una frase simple, limpia, pequeña y perfecta que no le pertenecía, con una letra diminuta y escarpada que nunca había visto antes, pero que, sin poder evitarlo, llegó hasta sus oídos con un suave acento celta. Decía sólo: «Yo también. Por siempre», y luego su firma con un borrón de tinta al final, como si se hubiera mojado en algún momento.

Un mensaje que llegaba hasta él atravesando los remotos abismos de la muerte, que Anne quiso que le fuera entregado cuando volviera a La Isla y que quizás, en persona, nunca habría sido capaz de darle. Dickens cerró el libro y acarició la cubierta con el dorso de su mano.

—Es para usted —asintió Margaret, luchando por despegarse las palabras de la garganta.

Un silencio frío y extraño se adueñó de La Isla. Hasta las personas que se habían congregado allí parecían haberse convertido en estatuas de hielo. Las gaviotas planeaban sobre ellos en una calma sostenida. Sólo Nellie, agarrada de la mano del escritor, tarareaba aún algunas palabras sueltas de aquella melodía recién aprendida.

¿Podía un imperceptible movimiento de una generación provocar una revolución en la siguiente?, se había preguntado Anne Radcliffe muchas veces durante sus noches en vela en el observatorio. Allí estaban, Nellie, Margaret y él, tres generaciones, tres destinos unidos por una isla. Si hubieran sido ciertas las sospechas de Scraugh y los escritores tuvieran la facultad de intuir el futuro, quizás habría podido imaginarse Dickens que aquél, su pequeño y nuevo personaje, también regresaría a La Isla para devolverle el favor; que conservaría en la memoria palabras, canciones e imágenes de ese día, y también su apodo, Nellie, aunque no recordaría debérselo a la protagonista de Almacén de Antigüedades; podría haber visto el escritor que esa niña se convertiría con poco más de veinte años en la periodista más famosa del momento, y la persona que inventaría el periodismo de investigación cuando se infiltrara en el temido hospital de la isla de Blackwell haciéndose pasar por demente; podría haber llegado a imaginarse que publicaría un polémico libro, 10 días en un manicomio, que haría temblar las conciencias de todo el país.

El libro que acabó para siempre con los abusos de la Isla cuando el caso fue llevado ante el Gran Jurado.

Nellie, aquella niña que sería recordada por la Historia como la benefactora de la isla de Blackwell, corrió hacia ellos haciendo volar su abrigo azul y Margaret la recogió en sus brazos.

—Entonces usted conoció mucho a Anne —quiso saber Charles, intrigado.

Margaret sonrió. Lo cierto era que parte de la historia se la había contado la enfermera, pero ya conocía el carácter de Anne, era muy introvertida para sus sentimientos, y siempre se reservaba los detalles importantes.

—Sí me había contado, sin embargo, que usted era de origen humilde como ella —aseguró Margaret.

Dickens se giró hacia la maestra arqueando las cejas.

—¿Cómo dice?

Margaret no entendió su sorpresa.

—Eso es imposible, querida —aseguró él—. Porque muchas veces estuve a punto de hablarle de ello, y aunque luego me arrepentí…, nunca lo hice.

La maestra dudó por un momento si era apropiado ahondar en aquello o le ofendería.

—Anne… me dijo que lo supo porque siempre se guardaba en el bolsillo algo del desayuno para más tarde —dijo, atenta a sus reacciones—, y también porque vigilaba los alimentos hasta que llegaban a la mesa como algunas personas de La Isla, y porque además…

—¡Qué barbaridad! —Resopló cruzándose de brazos—. A aquella enfermera insolente era imposible ocultarle nada. —Hizo una mueca.

Se miraron durante unos segundos. Luego se echaron a reír. Desde luego Anne tenía dotes detectivescas, recordó Margaret, y luego alzó la vista al cielo que empezaba a oxidarse por momentos. La tarde se les había echado encima, advirtió mientras se cerraba el chal marrón de lana. Habría que empezar a pensar en recogerse. Y entonces, como si aún le quedara alguna intriga zumbándole en la cabeza, se giró hacia el escritor.

—¿Puedo hacerle una pregunta más?

—Claro, querida —consintió él—. Con todas las que me ha hecho, ¿le queda alguna? No se prive, después de todo, le he confesado en una tarde lo que le he ocultado a mi confesor durante cincuenta años.

Ella vaciló unos instantes.

—Diga, diga…

—¿Por qué daba vueltas la brújula?

Él sonrió.

—Desde luego es usted más tozuda que cualquier periodista que haya conocido. —Juntó las manos y las frotó entre sí—. Bueno, como quiera, me temo que al final voy a tener que decepcionarla.

Y entonces le explicó que durante un baile que se hizo en su honor cuando volvió a Nueva York, conoció a un ingeniero que le aseguró que Blackwell era un yacimiento de granito… pero también de magnetita.

—De modo que, siento informarle, ¡ahora mismo probablemente estemos imantados! —concluyó el escritor.

Aunque en su fuero interno, en aquel momento como ahora, lo cierto era que le importaba un comino ese dato. Si había algo que para él estaba claro, le aseguró a Margaret mientras ésta le alcanzaba su sombrero de copa y su bastón, era que aquella brújula fue el objeto que su imaginación escogió para darle fuerza, para tomar decisiones, como un médium que concentrara su don en una bola de cristal. Eso era lo de menos, querida… Margaret le escuchaba con una atención desmesurada. Casi sin pestañear. Quizás arrepintiéndose de haber renunciado a esa partícula de magia que tanto la había hecho soñar durante su relato.

—No ponga esa cara y hágame caso sólo en una cosa: que la realidad nunca le estropee una buena historia —sentenció el escritor.

Por eso aquella historia, la de la brújula, recordaba habérsela contado sólo a una persona durante todo aquel tiempo, a la única que la habría creído y, por lo tanto, disfrutado, y esa persona fue Julio Verne, en París, en 1855. Si había alguien que podía tragársela sin hacer conjeturas, ése era él.

—Y mírele ahora… —Soltó una carcajada—. ¡Su credulidad le está haciendo rico!

Dickens recordó el gesto de sugestión del joven Verne: «Una brújula que te orientaba para encontrar tus sueños…», había dicho en alto una y otra vez, y no sólo creyó a pies juntillas aquella historia fantástica, sino que lamentó no tener uno de esos artefactos.

—La brújula que me regaló Mary se convirtió para mí en un símbolo. —Charles dibujaba los puntos cardinales con su bastón sobre la arena—. La imaginación nos hace libres, Margaret. Y si hubo algo que me enseñó mi propia experiencia, fue que por muy inalterable que parezca un destino, éste puede cambiar de rumbo, porque cada uno somos dueños del nuestro. Hasta en un lugar tan inmutable como éste. Y por eso…

—Por eso decidió entregársela a esa niña —le interrumpió Margaret, con los ojos perdidos en el horizonte.

—Sí —afirmó tajante—, porque yo ya había recibido el mayor de los regalos.

—Para que la guiara en la vida —insistió la maestra.

—Para que no olvidara que debía seguir siempre su propio camino, sí.

—¿Y cree que a ella le sirvió?

Dickens respiró hondo y dio un golpe seco con su bastón sobre el suelo. Dejó su mirada lejos. Muy lejos.

—No lo sé, Margaret. Eso no lo sabremos nunca.

Y entonces ella dijo algo inexplicable:

—O quizás sí.

Entonces Margaret introdujo la mano en el bolsillo de su falda, y entre sus manos apareció, como por arte de magia, aquel viejo objeto dorado.

Charles pestañeó un par de veces despacio, como si intentara despertarse de un sueño de siglos, y levantó la vista hacia ese último personaje que se le revelaba de pronto, que ya no era una maestra, ni siquiera Margaret. Contempló su rostro sonrosado, la sonrisa natural, su pelo más oscuro que el de su madre azotado por el aire cada vez más frío, y a su mente llegó la voz de Anne: «Tú y yo no seremos capaces de acabar con esta isla, lo que sí podemos hacer es sacar a este niño de ella, y que él, en el futuro, saque a otro, y el otro a diez más…», y allí estaba Margaret, frente a él, como si toda ella fuera una respuesta a las preguntas que se hicieron entonces, «y esos cincuenta terminarán siendo un ejército de personas libres que conservarán en su memoria que una vez alguien les ayudó a reescribir su destino, sabrán que es posible…». Y con las manos temblorosas, manchadas de tinta, tomó el rostro de la chica que había roto a llorar igual que cuando por primera vez cogió su manita.