Isla de Blackwell, 1867
Dickens siguió cantando. Cantaba ahora con la voz rota por el tiempo, como si durante aquellos veinticinco años nunca hubiera dejado de entonar ese himno escrito por un comerciante de esclavos redimido, que, como una ironía del destino, pronto sería adoptado por los coros góspel, que sonaría en las gargantas de Harlem para llorar a Luther King, que gritarían después los jóvenes para luchar contra la guerra del Vietnam.
Dickens siguió cantando, y Margaret y la pequeña Nellie le escucharon abrazadas a su lado. Los enfermos del manicomio habían salido al exterior y ahora les rodeaban con curiosidad, como aquella vez, como tantos años atrás. Y qué pasó después, le había preguntado Margaret, secándose las mejillas con un pañuelo. Dickens dejó su mirada en el horizonte gris ahora colonizado por el humo de las fábricas. «Pasaron los años, querida, sólo pasaron los años…»
El escritor recordó cómo, al llegar al puerto de Manhattan, con su bullicio luminoso y sus prisas, contempló la línea plana llena de pesados edificios grises en que se convertía Blackwell desde la otra orilla, y todo le pareció un sueño.
Tan cerca y tan lejos…
Estrechó la mano del preso Marley, quien, con suma delicadeza, le entregó el estuche de la cámara y se despidió con una reverencia de cabeza.
Así se alejó la barca, como siempre, desgarrando la niebla.
Luego Seymour Friedman silbó a un cochero y antes de despedirse, Charles depositó el estuche de la cámara, con mucho cuidado, dentro del carruaje. «Tome usted éste», le dijo, «no sea que vayan a robarle la cámara». El periodista obedeció al instante y abrió mucho los ojos. Oh, no, que no dijera eso ni en broma, resopló. No tendría dinero para comprarse otra en mil años. Entonces el escritor se abrió la levita y metió la mano en su bolsillo; cuánto podría costar una de ésas, le preguntó. Y después le puso una gran cantidad de billetes en la mano, ¿así habría suficiente? Por si alguna vez se le averiaba, dijo. El periodista abrió los ojos aún más. Pero señor Dickens… El escritor le interrumpió, si a partir de ese momento tenía alguna pregunta, le recomendó que se pusiera en contacto, con mucha discreción, con Anne Radcliffe.
Charles cerró la puerta del carruaje y el otro asomó por la ventanilla. «Cuídela mucho, Friedman», le dijo enfatizando cada palabra, «y dígale de mi parte a su mujer que no desespere», hizo una misteriosa pausa: «A veces los hijos vienen solos después de muchos años cuando uno menos se lo espera, créame. En eso tengo experiencia…». Y le dio dos golpes secos al carruaje.
El periodista, seguro de que Dickens había enloquecido durante su estancia y tan confundido como contento, subió esa tarde las escaleras de su casa con tal energía que hasta le pareció que su cámara le pesaba menos que otras veces, y no entendería las palabras del escritor hasta que abriera el estuche delante de su mujer, mientras le contaba eufórico la exclusiva que había conseguido y el dinero… ¡era el milagro que esperaban!, le estaba diciendo justo cuando apareció ante ellos el rostro sonrosado de aquel bebé con una brújula sobre su pecho que, como su Moisés, había sido salvada de las aguas.
Margaret intentó preguntarle algo que no escuchó porque Dickens siguió cantando sobre la arena de la playa y recordó cómo, cuando se quedó a solas en la ermita, cambió a la niña del baúl a aquel estuche. ¿Fue un pálpito o se lo dictó su razón? Recordó cómo escondió la cámara del fotógrafo tras el púlpito y avisó a Anne, antes de subirse a la barca, para que más tarde ocultara el aparato en el observatorio.
Y Dickens siguió cantando porque, en realidad, nunca había dejado de cantar aquella estrofa: «Una vez estuve perdido, pero ahora me he encontrado. Una vez estuve ciego, pero ahora veo…». Y a lomos de su voz pasaron años, Margaret, sólo pasaron los años: volvió a Inglaterra con Kate, su libro Notas de América en el que ofrecía su visión del Nuevo Mundo fue atacado duramente por la crítica neoyorquina, que además se afanó en desprestigiar su obra, y cuando ya pensaba que no se recuperaría de aquel golpe, se dijo que debía volver a seguir su intuición, que en Blackwell le habían enseñado a volver a creer en el poder de la fantasía, que sólo aliándose con ella se lograba vencer cualquier obstáculo, y si no podía contar todo lo que allí vivió, sí quiso escribir ese cuento de Navidad que les contaba en la playa, para ellos… Citó a su editor, estaba pensando en escribir un cuento de fantasmas y esperanza… Cómo iba a pensar que sería precisamente ese cuento el que le haría entrar de golpe en los libros de Historia.
Y Dickens siguió cantando y su garganta se encogió un poco como si aún se sintiera culpable, de alguna forma, y delante de sus ojos pasaron como una ráfaga, uno a uno, los nacimientos de sus otros seis hijos, el sonado divorcio de Kate, la noticia de la muerte de su querido Washington y el estallido de su tan vaticinada guerra…
Margaret y Nellie escucharon al escritor cantar con la mirada perdida en el ahora silencioso río. Por la mente de la maestra de Blackwell también desfilaron, como soldados de esa guerra, los recuerdos que compartió con Anne Radcliffe durante el tiempo en que coincidieron en La Isla, el tiempo en el que se hicieron amigas: sus paseos por la playa con Darcy, la viuda del farero, que fue su gran amiga, con qué gracia le relataba Anne antiguas historias de La Isla, y reconoció, sí, algunos de los personajes de los que entonces le hablaba, y que gracias al relato de Dickens y al daguerrotipo que ahora tenía entre sus manos, había conseguido poner rostro y voz: aquella anciana y elegante mujer que vivió cien años, quien antes que ella se encargó de enseñar a leer y escribir a muchos niños de La Isla; un pequeño ratero, el más famoso de los Five Points, que terminó haciéndose el jefe de una banda que regentaba un coche de bomberos y, aunque siguió dedicándose a diversas actividades ilícitas, también salvó muchas vidas por ser capaz de introducirse entre los escombros de cualquier agujero; el pequeño Tim, que regresó a su casa cuando a su padre no pudieron declararle culpable; y recordó también al señor Scraugh, el antiguo director, quien, al contrario que Scrooge, siguió aumentando su cadena de eslabones, y en los últimos años de su vida se consumió en su propio caldo de arrepentimientos tardíos; igual que la vieja Grady, que acabó sus días sentada al trasluz de una de las ventanas del manicomio, acosada por cientos de vengativos fantasmas. Nunca, sin embargo, había llegado a creer del todo la leyenda de la señorita Lili hasta entonces, se dijo con una sonrisa tierna, cosa que a Anne, según cumplía años, le enfurecía más y ahora entendía por qué: según contaban, un día tormentoso que, como otras veces, había salido a señalar el horizonte desde la playa, Lili desapareció. Y desde las ventanas, algunos dementes aseguraron haberla visto alejarse sobre el agua, arrastrada por la bruma.
Margaret respiró hondo. Cómo echaba a Anne de menos. Cómo le habría gustado estar allí con ellos en ese momento. La maestra evocó su mirada triunfal de Radcliffe cuando por fin se inauguró el Smallpox Hospital en el extremo sur de La Isla que tanto impulsó mientras fue jefa de enfermeras y cómo, por una broma del destino, fue la terrible epidemia de viruela que vivieron un par de años atrás la que democratizó la isla de Blackwell por un tiempo. La ley de infecciosos llevó a todo el que la padecía a La Isla. Todos. Pobres y ricos, negros y blancos, fueron goteando dentro del nuevo hospital. A ellos dedicó Anne Radcliffe sus últimos días: secó el sudor de sus frentes, les aplicó cremas calmantes que había aprendido de Florita, y les contó cuentos que ya podía leer con mayor fluidez, muchos de ellos de Dickens, día y noche, para que olvidaran la enfermedad, para que soñaran despiertos, hasta que ella misma se contagió.
Y Anne, la soñadora, la noche en que se despidió del mundo cabalgando sobre la fiebre, le aseguró a Margaret que algún día, el gran escritor Charles Dickens volvería a La Isla para contarle un cuento.
Uno muy bello en el que ella vivía desde entonces…