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Día 14

Cuando la luz del amanecer decidió colarse por la ventana y Charles abrió los ojos, se encontró recostado sobre el sillón con Anne entre sus brazos envuelta en una manta. A su lado, sobre una butaca, descansaba el bebé de Lili que acompasaba su respiración a las suyas. Durante una eternidad estuvieron así, con los ojos cerrados pero despiertos, alargando aquel instante de felicidad pura que dejarían atrapada en sus memorias como un capítulo más de aquel cuento. Qué impotencia la de no poder escribir la realidad como una novela, pensó Charles, mientras jugaba a enredar sus dedos en los rizos de ella, sin imaginarse que de su historia de amor podía haber testigos, que alguien observaba aquella escena como un lector intruso, tras el cristal empañado, con los ojos babeando de sorpresa y de ira. Alguien que, después de lo que acababa de ver, estaba dispuesta a dar un golpe de estado a aquel desenlace.

Mientras, en el otro extremo de La Isla, entre las brumas de la mañana se abría paso ya la barca impulsada a remo por los seis convictos del penal. La espesa niebla descorrió sus cortinas y Seymour Friedman obtuvo una de las imágenes más impactantes de su vida como periodista. Lamentó tener la cámara dentro de su estuche y que el trípode no pudiera guardar el equilibro en tan rudimentario transporte. Años después, cuando su hija le preguntara cuáles eran las mejores fotos que había realizado durante su vida, le respondería acordándose de aquella visión: «Las que no he hecho». Porque para fotografiar lo que en esos momentos tenía ante sus ojos, necesitaría haber sido capaz de capturar en un daguerrotipo el movimiento anémico de las sedosas capas de niebla sobre el rostro de pirata del guardia, los 360 grados de agua plomiza a su alrededor, el peso de los edificios de piedra que parecían ir a hundir la isla, el caminar penitente de los presos en sus uniformes de rayas en cuadrillas perfectamente organizadas y la atmósfera de aventura que imprimía aquel faro al paisaje, rebotando contra el espesor de las nubes. Un daguerrotipo en movimiento, se dijo el pequeño periodista, sin imaginarse que cuando el invento de los hermanos Lumière viajara a Nueva York, una de las primeras filmaciones de la ciudad sería un recorrido en una barca alrededor de ese mismo pedazo de tierra.

Fue al poner un pie en el muelle de Blackwell cuando Seymour Friedman realmente decidió que acababa de soltar la última amarra que le unía a la realidad. Un gigante negro con una antorcha encendida le esperaba en tierra, solemne.

—Que la suerte le acompañe —decretó el Gigante, recogiendo el gran estuche que protegía el armatoste de la cámara sobre un hombro.

Marley se ató sus greñas en una coleta, volvió a colocarse el gorro de rayas y bajó del bote de un salto, aseguró a Friedman que iría a avisar inmediatamente al señor Dickens de su llegada y se alejó cargando el baúl de viaje del escritor. El periodista, aún aturdido, se limitó a seguir a su cámara —«cuidado, por favor, que es frágil, mucho cuidado…»— que viajaba en brazos de aquel ser que parecía venir de otro mundo, hasta que llegaron a la capilla de San Nelson, que al fotógrafo le pareció al principio la guarida de un náufrago.

En el manicomio, Ada también había madrugado, quería prepararse para el final de su misión y peinaba con sus manos temblonas la roja melena de Lili en una larga trenza. Tenían que estar preparadas, querida, había anunciado a la joven madre.

Éste era el principio de su liberación.

En su mente había convertido a aquel bebé en el heredero del Nuevo Mundo.

El vástago a quien le pertenecería Norteamérica una vez que los ingleses recuperaran lo que era suyo para el Imperio.

Y, de alguna forma, así era. Mientras, Lili, atrapada en su propio delirio, seguía observando con ternura sus brazos vacíos sobre su pecho, como si estuviera acunando a un bebé invisible. Esto lo haría durante años y todo el mundo la conocería en la isla por ello. Muchas leyendas circularon desde entonces en torno a Lili y los pocos que supieron su secreto muchas veces sufrieron al verla cantarle nanas al viento, sin saber que en su delirio aquel bebé nunca abandonó en realidad sus brazos.

Una habitación más allá, Darcy Moore estiraba su cama intentando disimular una sonrisa de quinceañera que ocupaba todo su rostro. Se había despertado con una canción atrapada entre los labios y una melodía de violín bailándole en el corazón. La misma que casualmente cantaba a esas horas el farero McCarthy mientras escurría unas hojas de té que le había dado Florita en el único cazo que tenía en el faro. No sospechó ni por un momento que aquel brebaje que tan amablemente le había regalado la anciana fuera, para ella al menos, un filtro de amor. Sin embargo y tras el primer sorbo, miró con tristeza aquella taza de lata abollada que nunca había tenido una pareja, y apoyado en la barandilla, en lo alto de su torre de luz, se sintió más solo que nunca.

Ya tenía una propiedad.

También un trabajo: anunciar a los navegantes que habían llegado a su destino. Pero ¿cuál era el suyo? ¿Cuándo llegaría él a casa? ¿De qué servía todo aquello si no podía compartirlo con nadie?, se angustió McCarthy, y dio varias vueltas a la terraza de su torre. Entonces le pareció escuchar pasos entre las nubes y no supo por qué, pero se imaginó a Darcy Moore saludándole desde abajo y llamando a la puerta. Forzó sus ojos cansados todo lo que pudo, pero en su lugar vio al preso Marley al lado de un baúl de viaje golpeando con los nudillos, y luego con las palmas de la mano, en la entrada del observatorio.

Cuando Charles abrió la puerta se encontró con los ojos del preso, por primera vez despejados, que le observaban con intensidad. Ya había llegado el fotógrafo, le anunció, arrastrando sus cadenas dentro de la habitación. Entre los dos metieron el baúl en el interior. Anne, al lado de la chimenea, mecía a la pequeña entre sus brazos mientras le daba el biberón de tisana, pero al ver el baúl se detuvo por un momento.

—Tenemos que darnos prisa —insistió Marley—. Tom está con el periodista y no había nadie vigilando ahí fuera. Es peligroso.

Y se pusieron manos a la obra. Charles se remangó la camisa y sacó la ropa que había en el baúl mientras Marley hacía unos agujeros en un lateral ayudándose del atizador de la chimenea. El interior estaba forrado de raso amarillo y una vez estuvo acolchado con unos cojines del sillón les pareció la cuna de una princesa. El ambiente de la habitación empezaba a ser sofocante. Los tres se miraron sabiendo que había llegado el momento. Marley se acercó a la enfermera.

—¿Puedo? —le preguntó mirando a la pequeña.

Anne le acercó el bebé y se lo dejó en los brazos. Le inundó su olor a leche y se dejó contagiar por el gris extraño de sus pupilas. Luego la besó en la frente y le dijo: «Buena suerte, chiquitina», antes de devolvérsela precipitadamente a la enfermera y anunciar tajante que los esperaría fuera montando guardia mientras se deshacía la coleta y unas greñas de pelo intentaron ocultar sus ojos.

—Marley —le dijo Charles con la botella de brandy de Irving en la mano—. Asegúrate de que el guardia que lleva la barca le pega unos buenos tragos antes de salir. Dile que es de mi parte. Por ayudarnos con el equipaje…

El preso cogió la botella y salió del observatorio.

Charles contempló a la pequeña quien, tras haber tragado con ansia, lloriqueaba de sueño entre los brazos de la enfermera.

—No podemos esperar más, Anne —le dijo él—. Ha llegado el momento.

Ella asintió en silencio, la besó precipitadamente y, sosteniendo su cabecita, la depositó en el interior de aquella cuna improvisada. Luego se abrazó a Charles. «Gracias…», dijo en voz muy baja, «gracias», mientras con sus ojos le empapaba el chaleco y luego sus labios. Él envolvió sus manos, de nuevo frías, entre las suyas.

—Vamos a sacar de La Isla a esta jovencita, Anne. Te lo prometo.

El bebé, que se entretenía tirando de la manta con la que la habían envuelto, se abandonó en un dilatado bostezo. El brebaje de Florita estaba empezando a hacer efecto. Charles se puso su levita y sintió que algo le pesaba en el bolsillo. Metió la mano y allí estaba de nuevo, el tacto redondo y frío del destino.

Extrajo la brújula y la abrió.

Su aguja seguía fija, esta vez apuntando hacia donde se encontraba aquel baúl tras el cual Anne le observaba. Y fue entonces cuando entendió que lo había encontrado por fin. Que aquella brújula, como le anunció la joven Mary en su lecho de muerte, le había llevado hasta uno de sus sueños. Uno que estaba a punto de cumplir y que, como Anne vaticinó, recordaría hasta el final de sus días.

Su sueño era poder sacar a aquella criatura de allí. Lanzarla a un nuevo y excitante destino. Por primera vez una aventura real, no hecha de tinta y papel.

No podía fallarles ahora.

El escritor se acercó al baúl y el bebé, aunque dormido, pareció sentir su presencia porque alargó los bracitos entre los que Charles, instintivamente, dejó aquel artefacto dorado.

—Esta brújula te ayudará a encontrar tus sueños, pequeña —le susurró mientras acariciaba su cabecita, parafraseando a su querida cuñada—, y a cambio, tú ayudarás a otros a conseguir los suyos.

Anne lo abrazó por la espalda y luego le ayudó a cerrar la tapa del arcón, con cuidado para no despertarla, detrás de la que desapareció el rostro de aquella niña a la que pensaron que jamás volverían a ver.

La noche anterior, Luciana había sido encargada por miss Grady de avisar a las personas que habían formado parte del experimento. El señor Dickens quería despedirse de ellos y había hecho llamar a un periodista del New York Times para sacarles una foto testimonial de aquel encuentro. Como era de suponer, esto había originado un gran revuelo entre las enfermeras. ¿El New York Times?, se decían unas a otras durante el desayuno. ¿Y saldrían también ellas en la prensa? Pero Luciana, a pesar de ser una adicta a los ecos de sociedad, esa mañana se sentía devorada por la envidia y el odio. No había podido dormir. Porque la noche anterior miss Grady había convocado a todas las enfermeras para comunicarles que empezaría a preparar a Anne Radcliffe para que la sustituyera en un futuro. ¿Cómo podía ser? ¡Si la despreciaba! La gota que colmó el vaso llegó cuando una compañera le contó entre risitas que esa noche el señor Dickens había pedido permiso para celebrar una fiesta de despedida a la que no fue invitada.

Sin embargo, sí estaría Anne Radcliffe.

Ella, ella… ¡Ella! Sí. Ella, se dijo mientras se cepillaba el espeso cabello negro a tirones, ella… con su carita de niña y su mente perversa había conseguido engatusarle. Ella que no era capaz de leer dos líneas seguidas de una de sus novelas. ¿Por qué?, se dijo lloriqueando de rabia mientras se vestía para dar un paseo, incapaz de permanecer ni un segundo más en la cama. «¿Qué ha visto en ella?», se preguntó en alto, arrastrando su falda por el camino helado hasta que la curiosidad, o el instinto de hembra despechada, le hizo acercarse al observatorio. Cuando estuvo cerca, caminó agachada hasta llegar a una de las ventanas.

Se asomó con cautela.

El interior estaba en penumbra. Entre el vapor que empañaba el cristal creyó que lo que veían sus ojos era parte de una pesadilla. Estaban allí, los vio abrazados, bañados por la luz de la chimenea, y entonces le pareció ver… No, no podía ser, se dijo. Aquello tenía que ser la proyección de un mal sueño porque no tenía ningún sentido.

Más tarde, cuando trató de contárselo a miss Grady aun a riesgo de que considerara que estaba loca, ésta no quiso siquiera escucharla.

—Pero miss Grady —le insistió mientras le tendía una humeante taza de té—. Tiene que escucharme. Los he visto juntos. Abrazados. Y tenían con ellos…

La enfermera jefe estrelló de un manotazo la taza contra el suelo y la agarró del pelo.

—No sé qué parte no ha entendido, Luciana. Le he dicho que no tengo tiempo para sus celos de mujerzuela. Haga el favor de tranquilizarse, vaya a buscar a las personas que le he pedido y deje que se saquen esa foto y se larguen de una vez. ¿Me ha escuchado bien?

La italiana recogió del suelo la taza y su cofia, que había salido disparada con el zarandeo, y salió temblorosa del comedor ante la mirada tensa de sus compañeras. No, se dijo entre lágrimas, de ninguna forma consentiría ser humillada por Anne Radcliffe.

En la capilla de San Nelson se había ido congregando una serie de personajes que tenían a Seymour Friedman estupefacto. La primera que se le presentó fue Florita, quien no había parado de preguntarle todo tipo de cuestiones científicas mientras el periodista miraba dentro de sus ojos opacos.

—Y dígame, cocone: en aquella isla de la que usted viene, ¿estudian los planetas? —dijo mientras su rostro se arrugaba en una sonrisa—. ¿Saben, por ejemplo, que estamos viviendo una alineación de astros que no se dará hasta dentro de ciento cuarenta y cinco años?

—Pues no sé qué decirle, señora —respondió el hombre, intentando acostumbrarse a su olor fuerte y ácido—. Yo no lo he leído en ningún periódico.

—Y otra cosa: ¿tiene usted tabaco? —La vieja chamana hizo una mueca.

Friedman abrió mucho los ojos. Pero no por la petición de la chamana, sino porque cruzó delante de ellos un hombre que saludó con un «buenos días» muy cortés y la piel tan azul como el cielo de Manhattan en verano.

Después llegaron Lili y Ada. Esta última había pasado toda la mañana preparándose para la sesión de fotos y así se lo había hecho saber a todo el personal de su mansión, le explicaba al cada vez más desconcertado periodista; además, era una gran lectora de su periódico, y le mostró aquel ejemplar del que ya le quedaba poco más que la portada. El hombre distinguió entre la tinta borrosa la fecha. Cinco años atrás. Justo cuando comenzaba la crisis, se dijo. En aquel momento no se fijó en Lili, quien se deslizó en un banco silenciosa, con delicadeza, como si temiera despertar a la criatura inmaterial que cargaba en sus brazos.

En la puerta charloteaban Darcy Moore, quien había dejado suelta y alborotada su oscura pelambrera, y su farero, que había apretado el paso al verla llegar a la capilla.

McCarthy no podía dejar de admirarla. Qué hermosa estaba con su pelo suelto y qué bien le sentaba la luz del río, pensó él.

Darcy se dio la vuelta echándose hacia atrás el pelo. Qué porte tenía con aquella barba blanca y cómo le gustaban los entraditos en años, observó ella.

—¿Y hasta cuándo estará usted recluida en Blackwell? —le preguntó McCarthy, que no podía imaginarse el dejar de ver su rostro de almendra.

—Bueno —se contoneó ella—, en realidad es difícil saberlo. Tengo que esperar un parte médico.

—¿Y puedo preguntar por qué la recluyeron? —quiso saber el hombre por primera vez.

—Lo cierto es que… —explicó ella con una pretendida timidez—. En realidad fue porque yo admití ser incapaz de controlarme…, ya sabe…, tengo un problema…, soy demasiado fogosa… Si no lo hubieran considerado un problema, habría ido a parar con mi bonito trasero a la cárcel.

El hombre respiró hondo, escondió las manos en los bolsillos de su raído pantalón y, sin poder mirarla, resolvió:

—¿Y ayudaría que alguien…, no sé, es un suponer, vaya…, quisiera hacerse cargo de usted, de su seguridad y de su fogosidad…, digo, de su enfermedad?

La mujer se sonrió. Estaba claro que aquel hombre pensaba que le ofrecía poco. Pero poco era mucho más de lo que había tenido nunca. Le ofrecía una taza de té caliente, cantar las canciones de su infancia, y vivir en una torre a la que daría calor para guiar a los barcos entre las rocas. Y calor, lo que se dice calor, a ella le sobraba, pensó. Podría haber dado combustible a los faros de todo el continente. Ella no quiso saber que él estuvo loco una vez y ni él que ella había sido prostituta. Y lo cierto es que, en veinte años de matrimonio, nunca lo supieron.

El Ratón y el pequeño Tim jugaban en la pradera a inventar el futuro del bebé de Lili. Tim opinaba que sería adoptado por una familia de marineros y que pronto le enseñarían a navegar y se haría exploradora y lucharía contra los piratas… El Ratón le rebatió burlándose: ¡pero si no había chicas exploradoras!, que no fuera tonto, se carcajeó un rato. No…, sería una niña muy estudiosa y cuando fuera mayor, una gran dama que vestiría de colores brillantes y llevaría un enorme sombrero con el que le costaría subir y bajar de su carruaje, decidió el Ratón, recordando a las que paseaban por Broadway y que había visto la noche anterior paseando junto a Dickens.

Sería como ellas, resolvió, y le mostró la punta de los incisivos al intentar algo que al pequeño Tim le pareció una sonrisa.

—¡Ya llegan, ya llegan! —gritó este último, entusiasmado cuando vio aparecer a la enfermera entre la bruma, custodiada por Tom y su antorcha.

Tras ella, Marley y Charles cargaban con el baúl, cada uno de un asa. Todos salieron de la capilla y el viento tocó la campana del Boreas como si fuera a celebrarse una boda. Cuando el periodista los vio aparecer no podía creerse que el hombre que tenía delante fuera el mismo que había dejado en la barca tan sólo dos semanas atrás. Estaba más delgado, una incipiente barba que nunca más se afeitaría había cubierto su barbilla y sus ojos parecían guardar la luz de alguien a quien le habían revelado los misterios del mundo. Cuando dejaron el baúl en el interior de la capilla, Charles salió, cerró la puerta tras de sí y estrechó la mano de Friedman.

—Gracias por venir, señor Friedman. Hoy es un gran día —le aseguró, y hasta su voz le sonó distinta al periodista.

Qué raro, pensó; de pronto parecía habérsele adherido un suave acento irlandés del que antes no se había percatado.

Por indicación del fotógrafo, todos juntos se dirigieron a la playa, cargando de nuevo con el baúl —cosa que no terminó de entender Friedman—, y una vez allí, Charles se sentó sobre su equipaje, y el resto del grupo le fue rodeando poco a poco, como tantas veces cuando les contaba su cuento. A sus pies, el pequeño Tim, con las muletas cruzadas sobre sus piernas; luego Florita extendiendo su falda remendada de pájaros azules y verdes; Ada con sus flores de papel entre el pelo; Darcy Moore sacando pecho cogida del brazo del farero; el Ratón, de piernas cruzadas en la arena un poco adelantado, y Marley detrás, mascando tabaco, como si pasara por allí. Tom, con su antorcha encendida y la corona de acebo que asomaba en su frondosa cabeza, permanecía solemne como un gran candelabro, a la izquierda. Y a ambos lados de Charles, Anne Radcliffe, apoyando su mano suavemente sobre el hombro del escritor, y al otro la señorita Lili, quien, con la mirada perdida, rozaba con sus dedos el baúl de viaje.

El periodista contempló aquella extraordinaria estampa. En verdad que aquel Dickens era peculiar, pensó, mientras le observaba a través de la lente de su caja de madera en la que acababa de encajar el trípode. Pero de momento, el bueno de Seymour Friedman no podía imaginar lo que retrataba en realidad, ni que había un personaje más en aquella foto, ni cómo estaba a punto de cambiar su destino cuando atrapara aquella imagen y quedara impresa para siempre en su futuro. Tampoco entendió por qué las miradas de algunos de ellos se dirigieron instintivamente hacia el baúl donde estaba sentado Dickens. Parecían adorarlo de verdad, pensó el periodista al contemplar sus rostros ilusionados; pobres diablos, se dijo, total por unas cuantas ropas viejas…, aunque en sus ojos adivinó una complicidad extraña, como si estuvieran unidos por algo más fuerte que el aislamiento y la tragedia.

—¿Y nos van a atrapar dentro de esa cajita? —preguntó el pequeño Tim en alto, posibilidad que alarmó a Florita, quien imaginó su alma capturada en aquel pequeño cofre como si fuera una jaula de grillos.

No obstante, el verdadero pánico se desató cuando el atareado Friedman le preguntó a Dickens con toda naturalidad si disparaba otra vez.

Un grito de Ada de «¡cuerpo a tierra!» disolvió de forma brusca la reunión, convencida de que aquel hombre pertenecía a las tropas enemigas. «¡Sí! ¡Es un traidor!», gritó antes de tirarse sobre el baúl trastornada como si quisiera defenderlo con su vida. Aquel alboroto dio la sesión por finalizada. Y una vez que consiguieron calmar a Ada y comprobar que no se había roto ningún hueso, todos caminaron de nuevo y a paso ligero hacia la capilla.

La barca llegaría en una hora, les anunció Luciana, quien acudió ante tanto alboroto, y un destello de rencor le brilló en el rostro.

Anne y Charles se dirigieron una mirada de angustia.

—En ese caso, me gustaría rezar un rato —dijo él, de pronto, dejando a la italiana confundida y luego, dirigiéndose al periodista—: ¿No le importa, Friedman? Voy a pedir por estas pobres almas antes de irme. ¿Quiere acompañarme, Anne?

Ella asintió rápidamente y caminó tras él. El periodista, algo extrañado ante aquella urgencia espiritual del escritor a quien hasta entonces se le conocía por su escepticismo, decidió otorgarle ese tiempo y le informó de que se daría una vuelta por la playa para curiosear un rato. No era común ver Nueva York desde esa orilla, dijo, mientras se ladeaba la gorra y observaba cómo Dickens cargaba otra vez con su baúl con ayuda de Marley hasta la puerta de la capilla. El periodista guardó su cámara con suma delicadeza justo cuando el solícito gigante le arrancó el maletín de la mano y lo llevó hacia la capilla.

—Vaya, vaya tranquilo —le animó Charles—. Nosotros le esperaremos aquí cuidando el equipaje hasta que vuelva. En décimas de segundo le desaparecería hasta la ropa si se descuida. —Y dicho esto, cerró la puerta de la ermita.

El periodista, acompañado de Marley, se alejó vacilante por la playa, dando patadas a los restos de vida que dejaba el río en la arena, preguntándose cómo sería vivir en aquel lugar sin esperanza, sin alegría, sin nada, donde hasta las gaviotas parecían haber hecho un voto de silencio.

En el interior de la capilla olía a barco como tantas veces. Anne se había arrodillado e intentaba ver algo por uno de los agujeros del baúl, cuando Charles la tomó del brazo y la condujo hasta el altar despacio. Su uniforme blanco se transformó por momentos en un vestido de novia.

Ella le rodeó el cuello con los brazos.

—Ya hemos llegado al final de nuestra aventura —susurró mientras con su dedo herido repasaba las primeras arrugas que se anunciaban en la frente del novelista, esas que ahora sabía que se fruncían cuando creaba, el lugar donde, estaba convencida, anidaban sus cuentos… Y le besó.

Él la miró a los ojos, aquellos dos tajos de agua que atrapaban los colores cambiantes del río. Quizás, si ella supiera que sus orígenes no eran tan distintos, quizás…

—Quiero decirte algo, Anne. —Dudó por unos instantes. Tomó aire—: Hay algo que no te he dicho y que quiero que tú sepas y que nadie más sabrá nunca… Yo, en realidad…

Ella volvió a besarle reclamando su derecho a la ignorancia.

—Tú eres y siempre serás para mí Charles, el escritor de destinos —sentenció—. Un hombre maravilloso al que no olvidaré nunca.

Y él dejó que sus lágrimas por primera vez se liberaran.

Porque decirle a alguien que no ibas a olvidarlo era decir que lo amabas. Porque desde que escribió su primera palabra soñó con ser inolvidable para alguien. Lloró, sí, ante aquella mujer que sintió que ahora le conocía tanto, que había extraído de él sus mayores compromisos, su mayor verdad, que en tan sólo catorce días había conseguido desarmar su orgullo, que había sido su compañera de rebelión, su amante, su amiga, que le había inyectado la pasión por una vida que parecía haber vivido entera junto a ella. Por eso, porque supo que ella nunca se lo diría, decidió hacerlo él:

—¿Y si nunca dejo de amarte, Anne Radcliffe?

Ella se perdió en la aguada azul de sus ojos.

Y tras aquella confesión, la abrazó por última vez. Aunque lo haría muchas otras dentro de sus fantasías. Tomaría aquel rostro rubio y limpio para dárselo a mil y una heroínas, y cada declaración de amor que uno de sus personajes hizo fue portador, como un emisario de sus propias palabras, de sus sentimientos hacia Anne, con la esperanza de que, tras el océano, llegaran hasta ella como una carta cifrada.

Luego Charles le pidió estar un rato a solas. Necesitaba recomponer su rostro durante unos minutos o sospecharían.

Anne asintió despacio y desapareció cerrando la puerta tras de sí.

Cuando salió al exterior, Marley ya estaba esperando con el periodista y los otros cinco convictos al lado de la barca. El guardia del parche pirata esperaba también, con su único ojo congestionado de brandy, cortesía del señor Dickens, le había dicho Marley.

La bruma lo invadía todo como el día de su llegada.

Al muelle había llegado también Scraugh, miss Grady y Luciana, quienes parecían haber acudido a constatar que de verdad se iría. Tras ellos y en perfecta formación, todo el equipo de enfermeras, el doctor Angelopoulos y otros tres médicos jóvenes más junto a aquel atribulado aspirante a escritor.

Charles pidió al Gigante y a Marley que dejaran el equipaje en la barca. Seymour Friedman seguía a su cámara con ansiedad repitiendo «cuidado, por favor, es muy frágil, cuidado», y el resto de los miembros de la resistencia vigilaban el baúl con una sonrisa, como si todos fueran a realizar aquel viaje. Sólo la señorita Lili estaba en la playa, de puntillas, dejando que el viento jugara con su pelo, anhelante, esperando a que ocurriera su milagro.

Charles se agachó para abrazar al pequeño Tim. «Ya sabes, explorador, mantén a raya a esos tigres», y le guiñó un ojo. Luego fue Florita quien le entregó una bolsa con hojas de té para llevarse a Inglaterra y le acarició la mejilla; «mi cocone…», le susurró con ternura. Después se despidió de dos de sus fantasmas: «Buena suerte, amigo», le deseó a Tom, estrechándole la mano ante la mirada atónita de algunos miembros del equipo médico que por un momento dejaron de consultar con impaciencia sus relojes. Charles cogió la mano del Gigante entre las suyas: ojalá la próxima vez que se vieran fueran hombres libres, y Tom le bendijo con su antorcha. Luego le llegó el turno al Ratón a quien le pidió que cuidara de la señorita Lili y que recordara siempre aquella sensación que tenía ahora mismo, la de estar participando en algo grande. A continuación besó la mano de Ada, quien le entregó la flor de papel que llevaba entre el pelo, sin duda portadora de algún mensaje porque le pidió con gesto de sospecha que la plantara al llegar a Inglaterra. Darcy Moore y John McCarthy le dijeron adiós desde atrás, y Charles se percató entonces de que sus manos se entrelazaban con disimulo.

Fue Scraugh quien, avanzando entre el grupo de médicos y enfermeras, se acercó a él.

—Bien, Mr. Dickens. Espero que su estancia de este mes con nosotros le haya resultado fructífera.

—Han sido exactamente dos semanas —le corrigió Charles.

—Vaya —se rascó la barbilla—, pues tenía la sensación de que había sido mucho más, la verdad. En fin, espero que cuando hable a la prensa de nuestras instituciones… esta experiencia venga a su memoria de una forma amable… —Y lanzó una mirada aviesa al periodista.

—Gracias por su hospitalidad, señor Scraugh. Lo crea o no, me ha dado un material inmenso para mi cuento…

El director abrió la boca como para decir algo, pero en ese instante le interrumpió una especie de maullido que venía de la barca. Un llanto lejano. Algo que hizo que todos se giraran hacia el río donde Marley los observaba con el rostro espantado.

Entonces Luciana se desarmó en una estruendosa, feroz y desmedida carcajada: «Oh, mio Dio! Grazie, grazie, Madonna!». Hasta miss Grady se giró hacia ella con desconcierto.

Anne miró a Charles con angustia.

—¡Un momento! —gritó Luciana, enloquecida—. Un momento, he dicho.

Y caminó beligerante hacia la barca.

—Bajen ese baúl inmediatamente —ordenó, altiva.

Ada y Florita se cogieron de las manos, el Ratón correteó asustado hacia donde estaba Anne Radcliffe. El guardia pirata los observó atolondrado por el alcohol.

—Miss Grady, ¿qué significa esto? —vociferó Scraugh, molesto.

—Baje el baúl y lo verá. Confíe en mí, señor Scraugh —insistió la italiana.

Anne le cortó el camino.

—Miss Grady, ¿va a permitirle este comportamiento? —le advirtió Anne, amenazante.

Se organizó un gran revuelo entre los médicos y las enfermeras.

—Luciana, ¿se ha vuelto loca? —le gritó la vieja gaviota.

—No, no estoy loca, miss Grady —respondió ella riendo—. Ya verá como no estoy loca.

Mientras Anne intentaba detenerla, Charles miraba al periodista con gesto irónico y tranquilizador, girando su dedo índice en la sien dando a entender que Luciana estaba chalada.

Y en medio de aquel caos, la italiana había empezado a tirar de un asa del baúl, enloquecida, mientras Marley tiraba de la otra intentando, desesperado, mantener el equilibro sobre el bote, el guardia le gritaba a Scraugh que qué hacía, y en aquel tira y afloja el baúl cayó al agua ante los ojos de terror de todos y el asombro del periodista.

El agua empezó a colarse a gran velocidad por los respiraderos improvisados que habían hecho y se organizó un griterío entre los presentes. Anne apartó a la italiana de una bofetada y se metió en el agua hasta las rodillas, pero fue John McCarthy quien se lanzó al río para evitar que se hundiera, y momentos después miss Grady y Luciana lo arrastraron fuera del agua mientras un par de médicos atendían al farero, que tosía en la orilla escupiendo agua y tiritando.

La italiana les dirigió una mirada triunfal y manipuló el cierre con violencia, mientras Scraugh le gritaba que aquel comportamiento le parecía intolerable.

Fue Anne quien corrió agarrándose la falda empapada y se echó sobre el baúl. Luego miró a Charles suplicante; el escritor la observaba con una extraña impasividad y le hizo un gesto para que lo abriera.

Y lo abrió. Lo hizo despacio, temblando.

Y todos se asomaron a su interior.

Nada.

Sólo agua que se había colado dentro echando a perder el raso amarillo, ablandando el forro de flores que cubría la tapa.

Anne, en estado de shock, levantó los ojos irritados y Charles le devolvió una media sonrisa.

La jefa de enfermeras se giró hacia Luciana como una hidra.

—Miss Grady —rugió Scraugh, mirando de reojo al periodista y agarrándola del brazo—. Creo que debería replantearse sus criterios para escoger a las enfermeras.

Luciana, sin poder dar crédito a lo que estaba pasando, fue conducida al interior a empujones por el doctor Angelopoulos, mientras gritaba que estaba ahí. —«Ah, Madonna santissima!, ayúdame»—; que lo había visto con sus propios ojos, tenían un bebé, ¡un bebé! El resto de sus compañeras la observaron con lástima y, seguidas del abrumado grupo de doctores, emprendieron el camino de vuelta. Era una cuestión estadística, explicó Scraugh al periodista encogiéndose de hombros. A algunos miembros del personal podía quebrárseles la razón. Era un trabajo muy duro, carraspeó. Pero tenían sus métodos para estos casos extremos. Y acto seguido, miss Grady sugirió que hasta que observaran alguna mejoría en ella, dejaría a Luciana en la habitación de las de la cuerda.

Los miembros de la resistencia buscaban los ojos del escritor con la misma pregunta escrita en el rostro, y él se limitó a devolverles un gesto tranquilizador. «Adiós, amigos míos, que Dios os bendiga», dijo. Y sin perder más tiempo, Charles besó la mano de Anne por última vez. Ella aún lo miraba atónita, con la respiración entrecortada.

—Adiós, Anne. —Respiró hondo—. Y recuerde que siempre estaré sujetando mi extremo del cabo.

—Adiós, señor Dickens. —Ella sonrió como pudo—. Gracias por dejarnos vivir en uno de sus cuentos.

Luego él le susurró algo al oído y se subió en la barca.

Y todos los asombrados miembros del complot dirigieron disimuladamente sus ojos hacia el lugar donde miró Anne sin poder evitarlo: el estuche negro que descansaba al lado del periodista, en el bote, donde empezaba a escucharse de nuevo, pero de forma casi imperceptible, aquel maullido.

—¡Una última petición, Mr. Scraugh! —gritó Charles mientras los remeros separaban la barca del muelle y se colocaba su sombrero de copa—. Ya sabe que los ingleses somos muy protocolarios, y para mí sería un bonito recuerdo que los presos me fueran cantando una canción de despedida durante todo el camino. ¿Le importa que John McCarthy nos amenice con su violín desde la orilla?

Anne se debatió entre la risa y el llanto y Scraugh asintió, aturdido.

—Desde luego, claro, desde luego… —consintió, desconcertado.

Por todos los santos, pensó éste mientras se encogía dentro de su abrigo, aquel inglés era de una extravagancia insoportable.

Y así fue como Marley y Charles empezaron a entonar con todas sus fuerzas aquella canción sin esperar siquiera a los primeros acordes que sonaron en la playa. Hasta el guardia pirata, animado por el brandy, cantó.

El bote que los devolvería a la realidad se desprendió de aquella tierra de cuento y fue penetrando, palada a palada, en la niebla. Charles no paró de cantar enérgicamente Amazing Grace, aquella canción que entonaban en la ermita de San Nelson, aquel poema escrito por un tratante de esclavos, mientras veía agitarse las manos en señal de despedida y las gorras de los locos se alzaban en el aire como extrañas gaviotas. También escuchaba cantar a los miembros de la resistencia de la isla de Blackwell al son del violín, desde la orilla, luchando por que sus voces traspasaran aquel muro invisible y llegaran al otro lado, unas voces que gritaban que no se doblegarían ante un mundo injusto, que no respetarían unas leyes que no les respetaban, unos coros revolucionarios que pasarían un mensaje como esos de Nabucco que en ese instante resonaban al otro lado del mundo. Porque lo habían conseguido, que una de sus voces traspasara el río y llegara hasta Manhattan: el llanto de esa niña.

Charles buscó a Anne en la otra orilla; caminaba sobre la playa sin dejar de mirarle, con el pelo azotado por el viento que venía del mar. Y un poco más allá pudo ver a Lili, clavada en la playa como una hermosa bandera blanca, despidiéndose con su mano etérea.

—Por allí viene —exclamó, ilusionada de pronto, a la enfermera cuando llegó hasta ella, apuntando con su dedo esquelético a algún lugar donde empezaba la niebla—. Lo sabía. Es la dama del río, Anne. ¿La ves? Ha venido a llevarse a mi niña.

Y Anne la abrazó riendo, y tras el filtro borroso de sus lágrimas, contempló cómo las nubes se tragaban el bote y quiso imaginarse una gran mano de bruma que lo acunaba hasta la otra orilla.

El escritor posó sus dedos sobre el estuche de la cámara sin dejar de cantar.

Primero desaparecieron los tejados del manicomio. Luego se fueron borrando sus personajes uno a uno. Hasta que por último Anne, su heroína, se difuminó como un fantasma blanco y esbelto sobre la playa.

Después se extinguió la música del violín.

Luego las pulsaciones de luz del faro.

Y sólo quedaron sus voces rebotando contra el blanco, como si se enfrentara a la primera página de una nueva novela que se iniciaría en la otra orilla.