Día 13
Bien de mañana, miss Grady ya caminaba por los largos pasillos de su pequeño imperio en dirección al área de cuarentena. Estaba de muy mal humor. Las enfermeras que se cruzaban a su paso la saludaban sin mirarla a los ojos con la cautela con la que se actuaría ante un perro rabioso. Y es que miss Grady no podía esperar más para lanzarse sobre su presa. Desde la tarde anterior había estado intentando reunirse con el director del hospital sin éxito para tratar de una vez el gravísimo tema de las cartas que falsificaba Anne Radcliffe, y hasta esa misma mañana aquel viejo idiota no le había dado cita.
Bufó como una oca y apretó el paso. Durante toda la tarde anterior había tenido que soportar que el viento le trajera su risa de cristal desde la playa, ¡era insufrible!, rodeada de aquel grupo de miserables, protegida como siempre por ese escritor soberbio que gracias a Dios se esfumaría de sus vidas y de La Isla en unas horas. Pero por fin había llegado su momento, se dijo; Scraugh la estaba esperando en su despacho, se deleitó miss Grady, mientras colocaba un pañuelo sobre su boca y nariz, y abría la puerta de la sala de infecciosos.
Nada pudo causarle más asombro a la vieja gaviota que la visión de aquel cuarto… ¡vacío! ¿Qué se había propuesto esa odiosa zorra? ¿Con qué permiso había sacado a la enferma del pabellón?, y sobre todo… ¿dónde estaban?
La vieja palmípeda sonrió. Bien, muy bien…, se dijo mientras se ajustaba el cuello duro y blanco del uniforme hasta que estuvo a punto de ahogarse. Más armas a su favor. Aquella chica, además de insolente, era tonta de remate, y entonces, al darse la vuelta se la encontró en la puerta con los ojos como platos.
—Vaya, vaya… —farfulló la enfermera jefe con satisfacción—. Parece que no deja usted de hacer méritos para meterse en líos.
Anne permaneció en la puerta como una estatua de hielo. El corazón le latía con fuerza. Miss Grady se agarró el crucifijo que colgaba sobre su pecho como siempre hacía antes de condenar a alguien. Los alerones de su nariz se abrían como los de un dragón y una sonrisa sanguinaria le deformó el rostro.
—El señor Scraugh nos espera en su despacho, señorita Radcliffe, pero le avanzo que, después de lo que acabo de ver…, voy a denunciarla también a las autoridades. No se aflija, mujer, igual no hace falta que se vaya de La Isla, probablemente baste con que la cambien de uniforme y de edificio…
Y entonces Anne por fin consiguió despegar los labios. Y lo hizo con el motor de toda la rabia que había acumulado en los últimos años contra esa mujer. A su cabeza vinieron los rostros de Lili y su pequeña. No podía fallarle. No, no podía ahora que habían llegado hasta allí.
—Eso le gustaría, ¿verdad? —se le enfrentó la joven, y de su boca escapó un jadeo—. Eso le facilitaría mucho el poder seguir obligando a los enfermos a limpiar el edificio hasta caer agotados; eso les permitiría a usted y a su jauría de lobas amaestradas el poder torturar a aquellos que ya están torturados, sumergirles en agua fría, matarlos de una pulmonía… —Sus dedos se encrespaban nerviosos—. Eso le gustaría, ¿verdad? Seguir aquí instalada en su sufrimiento y hacer sufrir a los demás sin que nadie pueda impedírselo…
Miss Grady la observó con incredulidad.
—¿Cómo se atreve? —graznó con los ojos encendidos.
—No, miss Grady… ¿Cómo se atreve usted a mandar azotar a una enfermera cuando no quiere seguir sus ilícitas instrucciones? ¿Cómo se atreve a incitar a que violen a una mujer?…
—¿A esa puta? —Rió ahogadamente.
—Lo siento, miss Grady. Yo no soy capaz de mirar hacia otro lado. Y usted no me da miedo.
Anne respiró por primera vez. Retomó posiciones.
—Me importa un bledo, Radcliffe —le gritó fuera de sí—. ¿Es que no lo entiende? Usted ha cometido un delito que puedo demostrar. ¡Ha cometido dos! Y no tiene ninguna credibilidad. No encontrará una sola enfermera en esta isla lo suficientemente tarada como para que apoye sus acusaciones. Y cualquier enfermo que apoye sus teorías se considerará que delira. No hay marcas, señorita Radcliffe. —Ahora se rascaba nerviosamente la cabeza a dos manos—. No hay huellas. ¿A quién le va a pedir que hable en mi contra?, ¿a don Quijote de La Mancha?, ¿a esa lunática que la ayudaba a escribir sus cartitas y que cree que este país aún está en guerra? —Soltó un «¡ja!»—. Y ahora, sígame y cierre la boca. No tengo tiempo para sus sandeces. El director nos espera en su despacho. Y considérese una afortunada por ser expulsada mientras su inglés siga en la isla. Si no, le aseguro que sus compañeras y yo le habríamos preparado una bonita noche de despedida…
Apoyada en el dintel de la puerta como si estuviera esperando un terremoto, Anne no se movió un centímetro de donde estaba con una sonrisa iracunda temblándole en los labios que provocó que fuera la jefa de enfermeras la que caminara hacia ella amenazante.
—Sólo una pregunta, miss Grady, y luego si quiere subiremos a ver al director. —La otra se detuvo sorprendida—. ¿Por qué no sale nunca de la isla?
La jefa de enfermeras torció un poco la cabeza y apretó los dientes hasta que le dolieron.
—¿Cómo dice?
—Sí, sólo tenía curiosidad por saber por qué en los días de descanso nunca sale de la isla.
Anne levantó el mentón. Sus ojales azules se abrieron aún más. La vieja gaviota la observó sin pestañear, como si estuviera calibrando su próxima reacción.
—Y eso a usted qué le importa.
—Pues resulta que a mí no me importa pero quizás a las autoridades, sí, sí que podría importarles.
—No sabe bien dónde se está metiendo, Anne…
Miss Grady empezó a rodearla despacio pero guardando una distancia de seguridad, desafiante, como si la sobrevolara y en cualquier momento pudiera lanzarse en picado contra ella pero entonces algo la detuvo.
—Se equivoca. Anne sabe muy bien dónde se está metiendo —dijo una voz masculina que salió de la nada.
Y Charles apareció en la puerta, con el rostro grave y sus ojos fijos en la enfermera jefe, que dio un par de pasos atrás confundida.
—¿Qué significa esto? —dijo Grady, incapaz de reaccionar.
—Significa, miss Grady —comenzó Dickens con serenidad—, que aunque ninguna voz de la isla de Blackwell se hiciera escuchar, a mí sí me escucharían en aquella orilla. Significa que ahora mismo ya he escuchado bastante de sus propios labios y que, entre capítulo y capítulo de mi cuento de Navidad, he tenido la oportunidad de charlar mucho con esas personas a las que usted llama putas, miserables y tarados. Pero por si eso fuera poco —y agitó una de las cartas en su mano—, acaba de llegarme una información de un avispado periodista del New York Times al que envié su ficha y tengo que reconocer que aún estoy conmocionado por lo que ha averiguado, miss Grady… ¿O debería decir miss Gretel Dismark?
La enfermera jefe se apoyó con disimulo en el cabecero de la cama vacía e intentó fingir que la cabeza no le daba vueltas. En ella hervían ahora la humareda del burdel, los gritos de las mujeres ardiendo en aquellos agujeros a los que ella llamaba habitaciones, ¡no, no quería escucharlos!, su huida en medio de la noche mientras aún repiqueteaban las campanas de los bomberos de las bandas rivales. Recordó, consumida por su propio sadismo, el momento en el que escogió uno de los pasaportes que con frecuencia requisaba a las mujeres a las que obligaba a prostituirse y que quizás ya estuviera carbonizada entre los rescoldos malolientes del edificio; sus dos noches escondida en la casa de un antiguo cliente hasta que se embarcó hacia la isla de Blackwell para no volver. Sí, para no volver… Todo eso pasó por su cabeza como un vendaval febril del que sintió su escozor hasta que volvió a encontrarse con aquellos dos rostros que ahora la observaban acusadores, y que la despreciaban sin saber todo por lo que había pasado, sus razones, que sin duda no comprendían, no, porque en Blackwell se había recluido ella misma y ya estaba pagando bastante penitencia. Por fin había encontrado un sentido a su vida: ¡acabar con el pecado!, arrancarlo de raíz en otras personas como una sanguinolenta mala hierba; eso nunca lo entenderían, no…
—Si va a la cárcel, miss Grady, y sin duda con estas pruebas irá —continuó Charles, irrumpiendo en medio de sus justificaciones mentales—, será por mucho tiempo. Y si por casualidad acaba en el penal Blackwell, no quiero ni pensar lo que le espera encerrada entre esas presas a las que usted ha…
—¡Basta! —aulló ella, aterrorizada—. ¡Basta! ¿Qué es lo que quieren?
Anne dio unos pasos hacia ella.
—Lo más justo —dijo la joven buscando sus ojos— es que ayude a aliviar todo el daño que ha hecho, miss Grady. ¿No le parece? Que se dedique en cuerpo y alma a atender a las personas a las que usted ha ultrajado.
—Y por supuesto —añadió Charles—, que nombre su ayudante y sucesora en el cargo a esta mujer, a la que no volverá a amenazar mientras yo viva.
Miss Grady, con la barbilla apuntando por primera vez a sus enormes y flácidos pechos, asintió despacio, y Anne y Charles se observaron como los capitanes de un ejército que volvía victorioso de su primera batalla.
Cuando llamaron a la puerta de dirección, ésta se abrió con una suave protesta. El aspecto del interior les sobrecogió. Una luz extraña se colaba por los enormes ventanales. Más bien, pensó Charles, lo extraño era que se colara alguna luz, lo que hacía parecer la habitación más grande y quedaron visibles algunos muebles en los que hasta entonces no había reparado. Un fuego vigoroso ardía en la chimenea y delante de ella estaba Scraugh, con aspecto de haber dormido diez años de un tirón y más enderezado que de costumbre. Hasta miss Grady pareció percibir el cambio.
—Pase, pase, Dickens…, qué manía tiene usted de quedarse plantado en las corrientes —espetó, y los tres avanzaron hasta la chimenea.
Hubo un breve preámbulo en el que la enfermera Grady le notificó al director que había estado intentando verle porque empezaba a necesitar a alguien de su confianza en quien ir delegando la coordinación de las enfermeras. Ya iba cumpliendo años y tenía que pensar en su retiro, una cuestión que a Scraugh le sorprendió pero le pareció sensatísima. Dicho esto, ambas mujeres abandonaron el despacho ya que el director del hospital parecía querer hablar con el escritor a solas. Cuando se cerró la puerta y desapareció tras ella el rostro radiante de Anne Radcliffe, Scraugh le pidió que se sentara.
—Me han contado que, por fin, ha concluido su experimento, Mr. Dickens.
—Sí, así es.
—Tengo que felicitarle. —Se secó la afilada nariz con un enorme pañuelo—. Ha conseguido llevar a un grupo muy conflictivo con gran astucia, ¿cómo lo ha hecho?
—Me he limitado a escucharles.
El viejo puso los ojos en blanco.
—Claro, claro… —masculló—, a escucharles, en fin… —Y luego alzó la voz—: Tengo que confesarle que siempre pensé que se le irían de las manos, pero… han demostrado un comportamiento muy razonable, a excepción de ese gigante…
—Tom —apuntó Charles.
—Sí, ése. No sé por qué demonios ahora se pasa todo el día bendiciendo por ahí a la gente…
Se rascó la prominente barbilla, desfiló por la habitación con las manos enlazadas a la espalda.
—¿Puedo hacerle una pregunta, Dickens? —dijo de pronto, con cierta intriga.
—Usted dirá.
—Quizás le suene un poco extraño pero… verá, hay quien piensa que ustedes los escritores, al estar tanto tiempo a solas inventando historias, acaban desarrollando…, cómo decirlo, un sexto sentido. Una capacidad que les hace intuir lo que ocurrirá, digamos… en el futuro. —Charles intentó disimular una sonrisa y se preguntó qué le habría hecho ahora el Ratón al viejo. Scraugh prosiguió—: Me preguntaba si cree que alguna vez terminará esta crisis, si alguna vez volverán los ciudadanos de este bendito país a fiarse de algo más que no sea el sonido del oro y de la plata en sus bolsillos, si…
Charles estudió a aquel hombrecillo con lástima mientras éste seguía lanzando preguntas al aire, como si estuviera consultando al mismísimo oráculo de Delfos. Ese viejo avaro no cambiaría nunca. No era como su Scrooge. No, no tenía su capacidad de aprender o no quería hacerlo. En un momento en el que en su país las personas aún se morían de hambre, viviendo en un lugar como Blackwell rodeado de desdichados que sólo soñaban con tener una hora más de calefacción al día, aquel viejo supersticioso, convencido de las dotes adivinatorias de un escritor, sólo quería saber si alguna vez se multiplicaría el dinero que había invertido en la Bolsa, un dinero que nunca llegaría a disfrutar porque no tendría con quién y que dejaría a su muerte nadando en las turbulentas aguas de la especulación económica.
El escritor se acodó sobre sus rodillas como si fuera a contarle un gran secreto y Scraugh se acercó a él todo lo que pudo para que nadie más escuchara la revelación que sin duda se disponía a hacerle.
—No debe preocuparse, amigo mío —dijo Charles, recordando aquellas palabras de Lili, las revelaciones que le hicieron, por primera vez, tiritar de frío en La Isla—. Esta crisis pasará, como pasará y se marchitará la memoria de los hombres: y también se olvidarán de que alguna vez desconfiaron de la ambición de los políticos, el pánico del 37 pasará a la Historia, igual que pasaremos nosotros y, como siempre, detrás de una gran crisis vendrá una gran guerra que servirá para que algunos hagan dinero de la industria de la destrucción, pero… —hizo una pausa, le sonrió con rabia—, no se preocupe, como le decía, porque el fin siempre justifica los medios: llegarán períodos de bonanza que sumirán a la población en un adormecimiento y un relax que los volverá confiados de nuevo, los bancos engordarán demasiado rápido, y la sensación de bienestar será tal, que un día las personas volverán a olvidarse de confirmar si sus monedas de oro y de plata siguen en sus cajas fuertes, y entonces, cuando el país parezca más invencible que nunca, ¡boom! —dio un palmada y Scraugh un brinco—, se desatará otra crisis que revelará que toda esa felicidad era humo, otro pánico, otra depresión y vuelta a empezar, la caída en dominó de todo un sistema que traerá otro. Pero no se preocupe, como le decía, porque la vida no le alcanzará para verlo. Espero haber contestado a su pregunta, señor Scraugh.
El viejo le observó con los ojos como platos.
—¡Pero ése es un futuro terrible! —Se desplomó hacia atrás en el respaldo de su butaca. Ahora le colgaban los pies—. Hemos adoptado un sistema que funciona. ¡Que nos convertirá en un gran país! Usted es un visionario. Algo se podrá hacer para que funcione…
Charles pareció sorprendido.
—¿Algo? ¡Claro! —Scraugh pareció complacido y se dispuso a escucharle de nuevo, entregado, como frente a un púlpito—. El presupuesto tendrá que equilibrarse, el tesoro tendrá que volver a llenarse, la deuda pública tendrá que reducirse, la arrogancia de la burocracia tendrá que ser atemperada y controlada, para que el sistema no vuelva a entrar en bancarrota. Y las clases acomodadas tendrán que aprender a trabajar otra vez en lugar de vivir de sus rentas.
Scraugh tomó nota de aquella nueva sabiduría que parecía estarle iluminando mientras asentía con la cabeza pensativo.
—¡Brillante! ¡Es usted un visionario! ¿Es suyo, o es de alguno de sus nuevos reformadores ingleses? —preguntó.
—No, es de Cicerón. Siglo uno antes de Cristo. Y ahora, si me disculpa —dijo antes de levantarse y desaparecer por la puerta con un «buenas tardes».
Y el viejo se quedó allí, al lado del fuego, boquiabierto y sediento como su chimenea.
Quién sabe, quizás era cierta esa superstición y era verdad que los escritores podían intuir el futuro porque, mientras Charles bajaba la gran escalera redonda del manicomio, otro Dickens, en 1867 volvía a recordarse a sí mismo dando ese discurso, el mismo día en que se extendería el primer cable entre Wall Street y Londres. Un cable, una arteria que permitiría la primera transfusión entre dos grandes bolsas y que pronto tejería una red invisible por la que circularía un caudal de riqueza ficticia, un peligroso juego de azar al que pronto jugaría el mundo, convirtiéndolo en un descomunal y perverso casino, que provocaría otras crisis y otras hambrunas en otros siglos y otras guerras cada vez más globales.
Avance, retroceso, cogerse de la mano, reverencia y cortesía, espiral, trenzado, regreso a su sitio y avance de nuevo.
McCarthy frotaba su violín con el arco como una enorme cigarra, Anne tocaba la pandereta, y ambos golpeaban con el pie en el entarimado sobre el que estaban sentados. Tres extrañas parejas salieron a la pista: Darcy con el Ratón, quien le llegaba a la altura de su portentosa delantera; Charles con Ada, y Florita con el Gigante. Ada encabezaba el baile y parecía haber rejuvenecido diez años: arrastrado simple, arrastrado doble, cruzado y contracruzado, chasqueaba los dedos, ponía los ojos en blanco, torcía las rodillas hacia dentro, volvía hacia delante el dorso de las piernas, y giraba sobre las puntas de los pies y sobre los talones con la misma rapidez que los dedos de Anne sobre el parche de la pandereta.
Por fin había llegado el momento de la verdadera celebración. Ada marcaba los pasos del baile que todos seguían entre risas y tropezones. Charles había pedido permiso para utilizar el viejo observatorio para celebrar un baile de despedida con los que llamó sus nuevos amigos. Miss Grady se lo había trasladado al director del hospital a regañadientes, y el viejo había accedido, temeroso de que el escritor fuera a añadir algún capítulo a su vida ficticia que le devolviera a aquel cementerio de sin nombres.
Aquello sí que parecía un día de Navidad, pensó Anne mientras hacía vibrar la pandereta entre sus manos, observando el curioso retablo que ofrecía el observatorio a esas horas. Ada, con su pelo decorado con minúsculas estrellas de papel, se agarraba las faldas de tela de saco, dejando un poco visibles sus consumidos tobillos, para que el resto pudiera seguir los pasos, y todos, en dos filas perfectas, seguían sus indicaciones. Lili acunaba a su bebé al ritmo de las canciones, quien, con las manitas en alto agarrándose a las rojas hebras de su madre, parecía estar disfrutando del alboroto. McCarthy tocaba el violín mientras zapateaba sin perder de vista a Darcy Moore, que bailaba y cantaba sin soltarle la mirada. El preso Marley y Tom el Gigante también bailaban, y se turnaban haciendo rondas alrededor del edificio y evitar que alguien se acercara a curiosear. Anne había requisado fiambres y frutas del comedor de los médicos para que tuvieran su pequeño banquete. Incluso un caldero de ponche ardía en la chimenea que Florita iba sirviendo, humeante, en cacitos de barro. Hasta el pequeño Tim bailaba ahora dando palmas sobre los hombros del escritor.
Anne, sentada al lado de Lili, los observó feliz. Sin duda sería un buen padre, se dijo, mientras lo veía seguir el ritmo de la música y las indicaciones de Ada con las inservibles piernecitas de Tim, colgándole de los hombros. Entonces se descubrieron mirándose.
En ese momento McCarthy dejó de tocar. Alzó su copa y gritó:
—¡Un brindis por Anne Radcliffe, la verdadera luz de esta isla!
Y todos alzaron sus vasos. Charles pasó al pequeño Tim de sus hombros a los de Marley y se acercó a ella.
—Señorita Radcliffe —le dijo, impostando su cortesía—. ¿Me concede este baile?
Ella se ruborizó al instante porque todos los observaban con el rabillo del ojo; además, no sabía, le daría un buen pisotón, le advirtió, pero él tiró de su mano hasta ponerla de pie. El violín sonó de nuevo con acento irlandés, y sus pies respondieron a su verde naturaleza. Dio vueltas y vueltas, cogida de su brazo, hasta que sintió que desaparecían aquellas paredes y los muros de agua y el observatorio. Y no hubo de pronto cárceles ni manicomios, sólo una gran familia celebrando una fiesta.
Más tarde, felices y fatigados, se sentaron en un rincón para preparar la última etapa del plan. No podían bajar la guardia ahora que estaban tan cerca del final. Una vez neutralizada miss Grady, todo sería más fácil, dijo Anne, rehaciéndose su gruesa trenza. Ahora se había convertido en un animal herido y tenían que seguir vigilando sus reacciones. Las dos cartas que recibió Charles esa mañana eran portadoras de dos grandes noticias. No sólo Seymour Friedman, a través de sus contactos del periódico, había conseguido proporcionarles información sobre la fugitiva miss Gretel —la descripción de su lunar arácnido había sido definitiva—, sino que además le confirmaba que llegaría a La Isla la mañana siguiente para sacarle su prometida fotografía.
La otra carta era de Kate. Le confirmaba, no sin cierta preocupación, que había cumplido su encargo. Charles le había pedido que enviara al puerto su baúl pequeño de viaje con alguna de su ropa que quería repartir entre las personas de La Isla. Allí lo estaría esperando el periodista, que se lo entregaría en Blackwell. Terminaba la carta diciéndole que había recibido carta de Macredy en Londres y que, para su información, los niños estaban bien. También le decía que le echaba de menos. Charles omitió esa parte de la carta al leérsela a la enfermera. Y ella se sentía tan feliz de tener un transporte para el bebé, que ni siquiera reparó en quién firmaba la carta. Una vez Charles vaciara el contenido del baúl, Tom lo llevaría al observatorio. Le harían unos agujeros y acolcharían el interior con mantas y toallas. Luego esperarían hasta el último momento para meter al bebé en su interior. Marley sería el encargado de trasladarlo hasta la barca. Una vez allí, Charles cuidaría de él. Pero ¿qué harían si empezaba a llorar?, preguntó Charles, alarmado. La enfermera sonrió traviesa: Florita había preparado una tisana que la dejaría plácidamente dormida. Esta opción pareció alarmar al escritor. ¿Una tisana?, se angustió recordando los efectos de aquel té en la avergonzada Luciana, ¿y si la envenenaba? Anne le tranquilizó asegurándole que ella misma la había tomado para dormir la noche anterior.
—Esta noche Lili volverá a dormir a la enfermería para evitar riesgos —consideró Anne mientras la observaba acunar divertida a su pequeña.
—Entonces éstas son las últimas horas que van a pasar juntas —advirtió Charles, y aquel brillo apareció de nuevo en sus ojos—. No puedo imaginarme lo duro que tiene que ser… ¿Lo sabe ella?
La enfermera asintió con tristeza y llevó su mirada a algún punto de la pared. Pero el cerebro de Lili ya había fabricado una excusa en su cabeza para poder dejar a su bebé partir. Desde el mismo día del parto había delirado más que de costumbre. Decía ver a la dama del río asomarse por las ventanas cada vez que veía una estela de niebla. Su bebé estaría mejor con ella, dijo. Era la única que podría hacerla feliz. De modo que Lili, desde los abismos de su mente enferma, seguía escrupulosamente las instrucciones que se dio a sí misma cuando aún estaba cuerda. Aquella niña debería cruzar ese río con ella o sin ella.
Y las horas se desmadejaron lentamente aquella noche, el frío firmó una tregua con la isla, las risas se tejieron con los acordes del violín y el zapateado hasta que fueron apagándose poco a poco, dejando unas ascuas de felicidad en sus corazones.
Luego hablaron mucho, hicieron planes para el bebé de Lili, se preguntaron qué vida llevaría en la otra orilla. La otra orilla… Algunos, como McCarthy, Florita y Tim, se preguntaban cómo serían esos barrios que nunca habían pisado.
—¿Cómo es Broadway, señor Dickens? —le preguntó el Ratón.
Anne le sonrió.
—¿Damos un paseo por Manhattan, Charles?
El escritor, aun sentado, le ofreció su brazo.
—Bien… pues vámonos. —Dejó su mirada perdida—. Broadway… no puede ser más soleada. Los ladrillos rojos parecen recién salidos del horno y los techos de las diligencias brillan como el carbón. Hay cocheros como Marley, pero también los hay negros, con sombrero de paja, con gorras de hule, de piel, con chaquetas de algodón… Mirad, allí podéis ver uno con uniforme de librea, esperando a que su amo salga del banco, sin duda un republicano del Sur. —Hizo una mueca, algunos se miraron confundidos—. Pero sigamos caminando. Anne, por cierto, es precioso tu vestido azul de seda. ¡Qué Dios salve a las mujeres americanas y a sus vestidos! Qué variedad de parasoles, qué arcoíris de rasos, qué rosadas las medias finas y qué ajustados los finos zapatos… Los jóvenes caballeros son aficionados a doblarse el cuello de la camisa y a dejarse crecer las cuidadas patillas. Y según avanzamos, la calle se llena de dependientes y oficinistas que caminan al estilo byroniano.
—¿Y no hay irlandeses en esa calle? —se quejó Anne.
—¡Eso! —la secundó McCarthy.
—Sí, sí, claro… —se rió él—, iba a contarlo ahora. Cualquiera los reconocería aunque fueran enmascarados por sus levitas azules de faldón largo y botones brillantes. Llevan un trozo de papel arrugado donde uno de ellos intenta deletrear en voz alta un nombre difícil mientras otro lo busca en todas las puertas. —Señaló hacia la derecha y todos miraron hacia ese lugar—. Y esa calle en la que entramos ahora es Wall Street. En esta calle se han fabricado con rapidez muchas fortunas y muchos se han arruinado con la misma celeridad. Algunos de estos comerciantes que ahora veis han guardado el dinero bajo llave en cajas fuertes como el hombre de «Las mil y una noches», y al abrirlas no se han encontrado más que hojas marchitas. —Se escuchó un «Ooooh» de la audiencia—. Pero vámonos a calles más interesantes. ¡Cuidado! Pasan los carruajes a toda velocidad y ése ha tenido que esquivar a dos corpulentas gorrinas que doblan al trote una esquina.
—¿Cerdos? —preguntó Ada—, eso no ocurría en mi barrio.
—Sí, Ada, los cerdos son los carroñeros de estos barrios, y a veces llegan hasta los barrios elegantes. Como los dejan abandonados a su suerte desde pequeños, los cerdos de Manhattan han adquirido una inteligencia sobrenatural.
Lili soltó una carcajada cristalina de la que se contagió su bebé.
—Pero si es de noche… —susurró de pronto, y sus ojos verdes rieron también.
—Tienes razón, Lili. —Charles sonrió—. Ahora las calles están iluminadas, y ésta en concreto, salpicada de brillantes chorros de gas, me recuerda tanto a Oxford Street… Aquí y allá aparece un tramo de escaleras que conducen a un sótano. Hay boleras, salones de lectura y tabernas.
—Y en una de ellas canta una bella morena… —dijo la prostituta.
—¡Es Darcy! —chilló Florita, emocionada.
—Sí —confirmó Dickens con una sonrisa—. Esta noche actúa la gran Darcy Moore. ¿Nos asomamos por una ventana?
—¡Sí! —corearon todos al unísono.
—Está abarrotada —continuó el escritor—. ¿Escucháis la voz de Darcy?, ¿el tintineo de los martillos que rompen el hielo? La barra está llena de chupadores de cigarros, mientras unos conversan de política, otros hojean uno de esos periódicos en los que se dedican a ennegrecer reputaciones, a levantar los tejados de las casas particulares, a satisfacer con mentiras inventadas los más voraces apetitos, a atribuir a personajes públicos las más groseras, despreciables…
—¡Charles! —exclamó Anne, divertida, tirándole del brazo—. Vuelve… ¿Y si nos llevas mejor al teatro?
El otro carraspeó incómodo y se serenó.
—¿A cuál queréis ir? El Park y el Bowery son preciosos edificios, muy elegantes, pero tengo que decir que están casi desiertos. Luego está el Olympic, es un local diminuto para vodeviles y obras burlescas.
—¡Vayamos a ése! —exclamó Marley.
—Bien, pues entremos. En el escenario está el señor Michell, un actor cómico de una originalidad extraordinaria que tuve la oportunidad de conocer en Londres.
—¡Qué bien! —exclamó Ada, entusiasmada—. Entonces podremos acercarnos al camerino para que nos firme un autógrafo.
—Por supuesto, querida, por supuesto.
Así permanecieron un buen rato, visitando museos, teatros, paseando por las calles comerciales, comprando algún suculento pastel en una tahona…, mientras Lili, que sí había vivido esa Nueva York, parecía haberla borrado de su mente y permanecía con los ojos fijos en el sueño de su criatura.
Las horas se desgastaron y uno a uno y en procesión, aquellos rostros cansados y felices fueron despidiéndose de su bebé, cuya carita de piel translúcida no volverían a ver, y que esa noche se quedaría al cuidado de Anne hasta el día siguiente.
Cuando llegó el turno de Lili, decidieron dejarla a solas.
Fuera, la noche era clara. La luna había empezado a menguar y La Isla parecía atrapada bajo una campana de estrellas. A través de los cristales, pudieron ver a Lili abrazar a su bebé por última vez, besar su calva cabecita en la que hizo una señal con su dedo largo en la frente. Luego le dijo algo que intentaron leer en sus labios, la envolvió en su manta y la dejó hecha un ovillo en el sillón orejero al lado de la chimenea. «Buen viaje, mi amor», le dijo mientras aquella manita que anunciaba unos dedos tan largos como los de su madre, se agarraba ahora a uno de ellos con la fuerza del instinto. «Buen viaje, mi vida», le repitió sonriendo y por fin, una sola lágrima alargada y translúcida resbaló por su mejilla y cayó sobre la boca de su bebé, un suero mágico que se coló entre sus labios y cuyo sabor salado y dulce, sin saberlo, recordaría siempre. «Vuela libre…», le susurró mientras cruzaba la estancia, alejándose, sonriente y etérea, como la sentiría muchas veces durante su vida en los acantilados de sus sueños.
El silencio se adueñó del observatorio y todo lo que había sido música se transformó en viento que empezó a soplar de madrugada como si quisiera apagar el faro convertido en una enorme cerilla. Anne acunaba al bebé al lado del fuego dándole el biberón. Charles la observaba sentado enfrente. Por un momento podrían haber parecido unos orgullosos padres en una tierna estampa familiar. La cabellera rubia de Anne caía sobre la niña, quien tragaba con ansia y de cuando en cuando parecía ensayar su primera sonrisa.
—Va a ser una niña muy guapa —bostezó, retirando el biberón.
Secó su boquita rebosante de leche y dejó a la pequeña sobre los almohadones del sillón, plácidamente dormida.
Al levantar la vista se encontró con Charles, que la miraba de pie, a su lado, como si se hubiera quedado absorto ante la materialización de una de sus fantasías, de una forma que nunca antes la había mirado nadie. Vio a la Anne mujer, a la Anne madre, se la imaginó cuando fuera una deliciosa anciana contando fantásticos relatos a sus nietos al lado de la chimenea… Se acercó a ella, la tomó de la mano y la atrajo hacia sí. Retiró los rizos de su frente.
—No te das cuenta, ¿verdad? —Ella suspiró, vencida, sintiéndolo tan cerca—. Charles, no te das cuenta de que ya has terminado tu cuento. No lo estropees ahora con un monólogo que no te cabe.
—¿Cómo lo sabes? Ni siquiera sabes lo que dice ese monólogo.
Él acarició su mejilla blanca y áspera con el dorso de la mano. Luego repasó sus cejas rubias, descendió por su nariz hasta sus labios.
—Sí que lo sé —aseguró ella cerrando los ojos y dejando que la tomara por la cintura—. El protagonista le dice a la chica que no podrá vivir sin ella, y ella… escuchará todo esto con ojos de ternero y querrá creer por una noche que es posible. —Su cuerpo, agotado por la tensión, se meció entre sus brazos—. Pero al día siguiente, cuando la bruma se disipe y se desprenda de la isla, todo tendrá otra vez la textura de la realidad. Y ella se dará cuenta de que no nació para seguir el destino de un hombre. Y él sabrá que ni debe ni quiere abandonar a su familia.
—Pero yo soy el escritor y soy quien decide cómo terminar este cuento.
Ella abrió los ojos.
—Entonces déjame saltarme esa página, Charles. Yo soy la lectora de este cuento y decido saltarme por lo menos esta página. Dejemos las fantasías en territorio de la fantasía por una noche, y que no se digan nada más. Que sean libres por unas horas. —Buceó en sus ojos—. Y que la niebla se encargue de borrarlo todo al día siguiente.
Bajo la luz ámbar de la chimenea que pintaba la habitación de fuego, Charles la estrechó entre sus brazos y ella se perdió en aquel cuerpo grande y cálido hasta que creyó desaparecer. Luego él deshizo muy despacio aquella trenza rubia y navegó en su erizada marea de tirabuzones que entonces supo que olían a tomillo.
Acercó su boca a la suya, sintió su aliento entrecortado y besó aquellos labios pequeños y fríos que ahora tiritaban entre los suyos hasta que les dio calor.
Besaron cada centímetro de la piel del otro, caminaron y desandaron todos sus caminos, tomaron nota de cada pequeño valle, de sus depresiones y cadenas montañosas, como si fueran dos exploradores que necesitaran ansiosamente cartografiar en su memoria aquella geografía íntima, para poder recorrerla con su imaginación cuando estuvieran lejos, siempre que quisieran, como si tuvieran un mapa. Y naufragaron uno dentro del otro sin importarles si encontrarían el camino de vuelta.