Día 12
—La libertad es como el amor. Nunca se conquista del todo —dijo Anne Radcliffe, mientras introducía una llave pequeña y oxidada en la puerta de la capilla.
Charles la siguió hasta el interior. Un resplandor verdoso se colaba por los ojos de buey proyectando sobre la pared la sombra del Cristo de madera que se columpiaba como un pequeño atleta colgado de las redes. Charles se sentó en un banco que alguna vez perteneció a la cubierta de un barco y por un momento tuvo la sensación de que perdía el equilibrio y que la estancia se acunaba hacia los lados, a la deriva por el océano.
Para los miembros de la resistencia de la isla de Blackwell, los últimos dos días habían sido los más felices de sus vidas. Desde que contemplaron por primera vez el rostro del bebé de Lili, desde que fueron reales su carne rosácea y los deditos de sus pies, desde que su pequeña perfección aterrizó en La Isla empezaron a creer en los milagros. Como un bello paisaje que hubiera conseguido distraer a aquellos marineros de que su buque hacía aguas por todas partes, el bebé consiguió que al preso Marley se le olvidara el hecho de que no tendrían dónde transportarla, a la enfermera de que tendría que abandonar la isla en un par de días y a Charles de que aún no había recibido noticias del periodista ni de Kate, sus últimas dos oportunidades para que el plan al que se había comprometido tuviera éxito.
Todos los miembros de aquel complot habían ido turnándose para acudir al observatorio durante las horas destinadas a su paseo diario para hacer compañía a Lili, quien amamantaba a su pequeña, con leche y con palabras, como si la estuviera inmunizando contra los peligros del mundo, y necesitara transmitirle durante aquellos únicos dos días que pasarían juntas todo lo que la haría fuerte en el futuro que le esperaba sin ella. A través de la lengua vernácula del amor, le fue contagiando a ese nuevo ser su visión del mundo, algo que la ayudaría a ver a las personas como nadie más las veía. Igual que para Lili, Tim corría sin muletas, Ada era una gran señora y Charles, un niño soñador con las manos sucias.
También parecía habérseles olvidado a las dos personas que ahora parloteaban, preparando la capilla para la última entrega del cuento, que en un par de días no se volverían a ver.
Anne estaba radiante esa mañana. Se había recogido el pelo en una larga trenza que la hacía parecer más joven y su voz sonaba más musical que de costumbre. Llevaba una camisa con pequeños cuadros marrones, que le realzaban el pecho, y unas amplias mangas sobresalían de su delantal de enfermera.
Charles la observó detenidamente. Allí estaba Anne Radcliffe, un personaje que se alzaba heroico, majestuoso, sobre La Isla. Ya no tan rígida, ni tan vehemente. Podía apreciar cada uno de sus imperceptibles cambios. Ahora casi siempre llevaba el pelo peinado de tal forma que no escondía el largo de su melena. En sus mejillas había un suave rubor que podía ser natural, pero también un poco de maquillaje. Ese día se había puesto una camisa más entallada y favorecedora.
En el hospital preferían no hablar de la posible infectada, le estaba explicando al absorto Charles; para todos seguía durmiendo sudorosa en la zona de cuarentenas y todo el mundo parecía guardar una cierta distancia con Anne por miedo a que fuera contagioso.
—Lo único contagioso en ti es tu valentía —dijo él mientras la ayudaba a extender en el suelo una vela de barco que estaba arrumbada en una esquina—. Sin embargo, he de decirte que no estoy nada de acuerdo con tu premisa de antes. Me temo que yo soy mucho más romántico. Sí creo en la libertad y en el amor en términos absolutos.
Ella se giró sorprendida.
—¿Absolutos?
—Puede llevar una eternidad, pero si se conquistan…
—Ahora ya estás haciendo literatura, Charles.
Él arqueó las cejas con asombro afectado.
—Conociéndote, nunca habría dicho que fueras una pesimista.
—Y no lo soy —aseguró poniéndose en jarras—. Yo lucho precisamente porque creo que la libertad puede conquistarse. Lo que estoy diciendo es que, aunque yo llegue a ver en vida cómo en esta isla se respeta la dignidad de las personas, siempre tendremos que estar vigilantes para que no vuelvan a perder sus derechos. Recuerda que conocí a ancianas que habían podido votar en Jersey…
Se ajustó el delantal blanco a su estrecha cintura. O qué creía que iba a pasar si alguna vez se abolía la esclavitud, dijo. Quizás algún día ganarían la batalla de la explotación a los negros y Tom, quién sabe, podría ser un hombre libre, pero esa explotación la heredarían otros países más pobres. ¿O qué había pasado en Inglaterra?
—Cuando vosotros empezasteis a ser liberales, nosotros heredamos el virus de la esclavitud —prosiguió mientras retiraba del altar las velas—. Pero, claro, los países ricos os podéis permitir ser liberales. Y los liberales no sois más bondadosos sino más higiénicos en vuestros castigos. —Ahora enfatizaba cada argumento con el dedo índice—. En lugares de aislamiento donde no llegan las reformas, donde la niebla y el mar hacen imposible la visibilidad, ahí es donde los derechos humanos seguirán estando en peligro.
Charles la escuchó ensimismado, como siempre que la enfermera desembocaba en uno de sus manifiestos.
Anne sonrió.
—¿Qué? —dijo de pronto con suma inocencia.
Él meneó la cabeza.
—No, vamos, ¿qué estás pensando? —insistió ella.
—Lo que más lamento en estos momentos, Anne, es no poder raptarte en mi baúl de viaje —dijo, e hizo una pausa—… y llevarte de vuelta a Inglaterra para subirte encima de la mesa del Parlamento ¡y que les digas a los tories cuatro cosas!
Ella soltó una carcajada coqueta y sintió que sus orejas empezaban a arder. No había nada que más la adulara que los piropos de Charles a su inteligencia. Era el primer hombre que la escuchaba. Y eso la hacía sentirse especial. No sólo porque fuera «el gran Charles Dickens», detalle que olvidaba con frecuencia, sino porque sacaba lo mejor de ella. Avivaba su imaginación.
Hablar con él era como si a una hoguera le echaran combustible.
Brotaban de ella miles de ideas que no surgían cuando hablaba consigo misma. Y aunque sabía que no dejaba de ser un hombre con las prioridades de todos los hombres, como ejemplar de aquella especie le parecía más inofensivo y mucho más interesante que los demás.
—¿Y qué me dices del amor? —preguntó Charles mientras se le acercaba vacilante por la espalda.
Ella sintió sus pasos y también cómo aumentaban proporcionalmente sus pulsaciones.
—¿Cuál es la pregunta? —dijo ella para ganar tiempo sin darse la vuelta.
—Si crees que tampoco se conquista para siempre —aclaró él, frenando a un par de pasos antes de alcanzarla.
—Es aún más frágil que la libertad. —Tragó saliva—. Es como un recién nacido que no puede valerse por sí mismo. Que es muy difícil que sobreviva en un mundo como éste, de hambrunas y de guerras.
—Pero no es imposible si deseas cuidarlo con todas tus fuerzas, si quieres darle una oportunidad aunque parezca imposible que vaya a tener alguna. —Charles empezó a sentirse atrapado en sus propias metáforas—. Tú misma lo has dicho, Anne: el amor es como la libertad.
Respiró hondo. Necesitaba ser honesto y directo de una vez por todas. En los leves movimientos de sus hombros podía advertir su respiración agitada. Entonces Anne se dio la vuelta y le encaró.
Charles la vio asustada por primera vez desde que la conocía.
—El amor es lo contrario a la libertad, Charles —sentenció.
—Pues yo creo, Anne…, que es lo mismo —le rebatió él, dando un paso adelante que pareció alarmarla.
—Depende desde dónde se mire, ¿no crees? —se defendió ella, luchando más que nunca contra su propio instinto—. No es lo mismo ver el río desde esta orilla que desde Manhattan. Yo lo veo desde aquí. Y para mí no es un río navegable. Para una mujer, que la amen significa que alguien te diga «quiero que seas mía».
Y él, a unos centímetros de ella, sintió que entre los dos se abría un abismo profundo, y no pudo rebatirla porque eso era, en las mismas palabras, lo que le dictaba ahora su cerebro y su cuerpo. Un impulso atávico que le obligaba a querer poseer a aquella criatura extraordinaria en cuerpo y alma, para protegerla, para llevársela con él al otro extremo del mundo.
—¿No crees que estás confundiendo el amor con el deseo? —insistió él, dispuesto a continuar con aquella conversación hasta el final.
—¿No crees que puedes estar confundiéndolo tú? —le rebatió ella sosteniéndole la mirada.
Y, afortunada o desafortunadamente para ambos, alguien gritó en la puerta un «están aquí dentro» que aparcó aquella conversación hasta más adelante.
Cuando ya estuvieron todos, Charles cerró la puerta de la capilla de San Nelson. Aquélla sería la última entrega de su cuento de Navidad, se percató el escritor, aunque al ver los rostros de su pequeña audiencia, al percibir cómo habían cambiado, la potencia de sus sonrisas, la complicidad de sus miradas, se dio licencia para no recordárselo aún.
En primera fila y colgándoles los pies estaban el pequeño Tim y el Ratón. A Charles le había sorprendido un gesto de este último, la tarde anterior, cuando todos rodeaban a Lili. A Tim se le cayó una muleta al ir a besar la cabecita de la pequeña y el Ratón, quien en cualquier otra ocasión se habría carcajeado mostrándole sus incisivos, se la había recogido. Desde hacía un tiempo solían llegar juntos e incluso Tim le había contado la historia de los tigres desteñidos. Lo que Tim aún no le había contado a nadie, y el verdadero motivo de su porte heroico de esa mañana, era lo que había pasado durante el último interrogatorio previo al juicio de su padre. Sólo Marley sabía que para los presos se acababa de convertir en un pequeño héroe. La mañana anterior, cuando le sentaron en una sala fría del penal y uno de los guardias intentó convencerle de que debería decir la verdad porque era mejor para su familia, el niño se echó a llorar de una forma muy convincente y admitió haber sido él quien había robado las medicinas. Los guardias miraron a aquel niño tullido confesar y supieron que ningún juez lo condenaría. O aquel condenado crío era muy listo o, si las había robado él, era para partirle el corazón a cualquiera. Tim los observó con sus grandes ojos llenos de lágrimas y sonrió por dentro, porque acababa de aprender que no siempre con la verdad se combatía la injusticia.
Ada, por su parte, parecía haber adoptado definitivamente a Darcy Moore. En su opinión, seguía siendo descarada, contestona y ordinaria, pero nada que no pudiera limarse con una gran dosis de paciencia. Llevaba mucho tiempo buscando una dama de compañía y después de innumerables entrevistas, ella le parecía la más apropiada. Además, era muy ocurrente y la hacía reír con sus teorías sobre cómo sería el futuro. Según ella, los Estados Unidos serían independientes, ¡vaya sandez más divertida!, y las luces de gas sustituirían a las de aceite. Donde estuviera una buena vela…, prorrumpía Ada, comentarios que a Moore la hacían sonreír. A cambio de hacerle compañía y ofrecerle su brazo para pasear, Darcy disfrutaba con sus relatos sobre cortes europeas, príncipes y princesas que una vez conoció y, poco a poco, le estaba enseñando a leer utilizando ese periódico que nunca soltaba y donde para ella se había congelado el tiempo. En aquella fecha. La de su periódico. El día que perdió a su marido.
A Anne le sorprendió ver entrar a John McCarthy con su violín en una mano: «Usted perdone, señorita Radcliffe, es que yo pensé que igual necesitaban algo de música para adornar el cuento», dijo de forma atropellada, al tiempo que se quitaba la gorra y continuaba diciendo que, como había escuchado que más de una persona del grupo cantaba… Y todos se giraron hacia Moore, porque no era muy habitual que McCarthy se mezclara con las personas de la isla.
El viejo tenía un oficio solitario. Pero a todos les quedó claro que cualquier hombre que mirara demasiado al mar corría el riesgo de escuchar el canto de las sirenas, y John McCarthy parecía haber acudido al canto de una muy concreta. Una que acababa de descruzar y vuelto a cruzar las piernas un par de veces con lentitud y se congratulaba de que a aquel viejo y cantarín irlandés no le hubiera llegado la noticia de su falsa enfermedad venérea. Por eso Anne le encomendó a ella que hablara con el farero al terminar la sesión. Tenía que estar con ellos o contra ellos. Darcy se recolocó el pecho.
—Yo me encargo, señorita Radcliffe —dijo haciendo una caída de ojos—. Esta noche, McCarthy será uno de los nuestros.
Los últimos en llegar fueron Florita, que había estado montando guardia en el observatorio y comprobando el estado de Lili, y poco después llegaría el Gigante, que los bendijo con su antorcha y tomó asiento, esta vez, entre el resto de los miembros del grupo.
—Sólo falta Marley —observó Charles—. ¿Alguien le ha visto?
—Se fue con los de la barca muy de mañana —aseguró Tim.
La enfermera y Charles se miraron como si acabaran de aterrizar en la realidad de golpe. Marley no estaba porque era día de correo. Marley estaba en la barca del penal que recogería el correo y a Scraugh.
En aquel momento, sus destinos ya viajaban hacia la isla con Marley. Charles sonrió a Anne y ella respiró hondo.
Ocurriera lo que ocurriera, pensó, ya había merecido la pena el viaje.
Lo cierto era que el avaro Scrooge había sido avisado de que le visitarían tres fantasmas, recapituló Charles ante su ansioso público, y de momento sólo había conocido a dos: el fantasma de las Navidades Pasadas… —y miró al Ratón, encaramado en el asiento sonriéndoles con sus incisivos—, y el fantasma de las Navidades Presentes, explicó apuntando a Tom con la barbilla, quien levantó su antorcha como si estuvieran pasando lista. Pero la visión que ahora tenía Scrooge delante de él era la menos amable de todas, continuó Charles, desabotonándose la levita y abriendo los ojos como platos.
—Cuando estuvo cerca de él —prosiguió susurrante—, Mr. Scrooge cayó de rodillas porque, hasta el mismo aire en que se movía este espíritu parecía difundir melancolía y misterio…
Y el escritor les describió el espíritu más terrorífico de todos: vestía ropajes completamente negros que cubrían su cabeza, su rostro, sus formas corporales y sólo dejaban visible una mano extendida y cadavérica. Tan ensimismado estaba Charles en su relato, que no escuchó al pequeño Tim preguntar obsesivamente por qué aquel espíritu daba tanto miedo. No consideró Charles en ese momento la forma tan pavorosa que le estaba dando al futuro. Aquel espíritu se alzó ante ellos tan temible y negro, que sin duda le aterrorizó tanto como al propio Scrooge, tanto como al mismo Dickens, porque aquel fantasma de las Navidades Futuras no era otra cosa que la materialización del propio miedo que el escritor sentía hacia él. Porque en su cabeza, el futuro inmediato significaba la llegada de aquella barca que transportaba su correo y al director del manicomio. Y el futuro lejano era estar lejos de esa isla y de Anne.
Como si ésta pudiera leer en su angustia como en un libro, añadió:
—Es verdad que aparentemente así era el fantasma —la enfermera se sentó al lado del pequeño y le abrazó—, pero bajo sus ropas negras había un rostro de mujer que aún no se atrevía a mostrar, y unas túnicas blancas tejidas de niebla que al caminar se confundían con las nubes y el cielo.
¡Era la dama del río!, gritó Tim presa de emoción. Y aquellas palabras de Anne provocaron alivio y una pequeña fiesta entre el grupo. Charles la observó confundido durante unos instantes mientras todos se felicitaban. Y es que Anne no veía el futuro como un fantasma, no lo temía, pero lo más importante: conseguía que no lo temieran los que estaban a su lado.
Y entonces Tim, alborotado, salió de la capilla, quería ver llegar al fantasma, dijo chillando de emoción, y no pudieron disuadirlo de lo contrario. Salieron tras él hasta la playa, donde un sol de invierno lamía el paisaje. El río estaba calmado y chisporroteaba en su desembocadura. Por la orilla desfilaban carruajes en miniatura y cientos de figuritas. Charles contempló a Anne haciendo cosquillas al pequeño, que reía y gritaba y le deshacía la coleta rubia y se le agarraba del cuello otra vez. La vio tirarse a la arena al lado de sus muletas, comérselo a besos, mientras Tim contagiaba a los demás sus carcajadas como un virus de inocencia.
Encandilado por aquella escena, les relató cómo el fantasma se llevó al anciano hasta una casa donde encontraron a una bella mujer que jugaba con un niño pequeño. Darcy y Florita se miraron nerviosas, seguras de lo que aquello significaba. Era Anne, se susurraron una a la otra; sí, era ella, comentó el Ratón.
¿Por qué lo llevaba hasta allí?, le había gritado Scrooge al fantasma al reconocer a la mujer. ¡No quería estar allí!, prosiguió Charles con los ojos brillantes. Anne, agitada y aún con el niño colgado de sus brazos, lo besaba efusivamente.
—Y a Scrooge le costó soportar tanta belleza. Porque conocía a aquella mujer. —Hizo una pausa sin dejar de mirarla—. Porque una vez la amó y no fue capaz de decírselo. Y en ese momento, desde el futuro, contemplándola jugar con su hijo, se dio cuenta… —tuvo que aclararse la voz—, fue consciente de que había pasado toda una vida sin ella.
Anne levantó la mirada pero no pudo soportar la suya, mientras Tim se enredaba travieso entre su pelo y le hacía preguntas y más preguntas: ¿y por qué las olas siempre van a la orilla?, ¿y por qué el sol siempre se esconde por el mismo sitio?, ¿y por qué si las personas se quieren no se lo dicen?…, mientras ella fingía no estar escuchando el final de la historia, ni haberse fijado en él, Charles, su inolvidable Charles, y sus ojos transformados en una derretida acuarela azul, era ahora quien daba la palabra sin condiciones a su personaje. A un Scrooge que hablaría por él, un viejo que se declaraba por fin, vencido por la emoción, al reencontrarse con su amor perdido:
—Me hubiera gustado, lo admito —comenzó a decir el personaje con la voz de su escritor—, rozar tiernamente sus labios con los míos y hacerle preguntas, para que ella, al contestar, tuviera que abrirlos; contemplar las pestañas rubias de sus ojos entornados sin provocarle rubor alguno; dejar en libertad las ondas de sus cabellos, de los que un solo rizo hubiera sido un valioso regalo. —Charles le sostuvo la mirada—. En una palabra: me hubiera gustado, lo confieso, tomarme todas las ingenuas libertades de aquel niño y ser, sin embargo, lo suficientemente hombre para saber apreciar su valor.
Todos se miraron en silencio sostenidos por aquella emoción como cometas sobrevolando a los dos personajes que acababan de convertirse en protagonistas de ese capítulo. Y fue Florita la que desató un sonoro aplauso. Todos aplaudieron detrás, conmovidos. Sentada en la arena de la playa, Anne hundió su cara en la espesa cabellera de Tim para disimular las lágrimas que ahora corrían por su rostro, tras aquel monólogo de un personaje que por un momento había sido un muñeco de ventriloquia. Entonces regañó a Tim por ser tan travieso y dijo que iba a buscar su chal, que lo había dejado olvidado en el banco de la ermita.
Los demás la siguieron con la mirada. Moore dio un codazo a Ada y ésta a Florita, y las tres mujeres intercambiaron guiños de ojos y gestos de excitación mientras que los hombres del grupo, desconcertados, la veían desaparecer a grandes zancadas. Luego le hicieron alborotados gestos a Charles para que la siguiera. Y cuando éste se levantó dispuesto a hacerlo, en ese momento una voz que parecía volver para cerrar el cuento provocó el anticlímax que necesitaban.
—¡Buenos días a todos! —prorrumpió Marley tan dicharachero que apenas lo reconocieron. Sobre todo porque tenía algo chocante en la boca. Sonreía. Marley sonreía.
Tras él apareció Anne, que había vuelto corriendo al verlo pasar desde el interior de la capilla.
—Marley, ¿ha vuelto contigo el señor Scraugh? —dijo ella, fatigada.
—¿Y hay correo? —preguntó Charles sin apenas dejarla terminar.
El preso, sorprendido de que su llegada creara tantas expectativas, resolvió:
—Sí, ha vuelto el viejo y sí, he traído correo. —Y diciendo esto se acercó arrastrando sus cadenas hasta el escritor, a quien entregó dos cartas.
Anne siguió el trayecto de mano a mano de aquellos dos sobres donde viajaba su futuro, y los demás, inconscientes de que en su interior guardaban dos sentencias, reclamaron al escritor el final de la historia con la esperanza de que aquella escena tan romántica tuviera un final feliz.
—Es verdad, Charles —asintió Anne haciendo esfuerzos por mirarle—. Es importante que concluyas tu cuento. Todo lo demás puede esperar, ¿no crees?
Y él, clavándole los ojos, se guardó ambas cartas con lentitud, dentro de la levita.
Con tantas emociones, nadie se dio cuenta de que el viejo director del hospital había cruzado desde el muelle y al ver que Dickens estaba reunido en la playa con su camarilla de locos, le pudo la curiosidad y se acercó bordeando la ermita hasta que estuvo lo suficientemente cerca como para escuchar la voz redonda y actoral del inglés, justo cuando éste se disponía a relatar una escena que le concernía y mucho. En ella, el gran fantasma de las Navidades Futuras se llevaba al viejo Mr. Scrooge, tras dejar a su amor platónico —cosa que se saldó con unos cuantos abucheos por parte de la audiencia—, hasta un lecho oscuro, donde sólo había una palmatoria apagada, y un cuerpo huesudo rodeado de la mayor soledad. La puerta estaba abierta de par en par, les explicó el escritor, con su voz más siniestra. Alguien había arrancado las cortinas de la habitación y los cajones de la cómoda estaban abiertos con la ropa asomando por ellos como si el mueble sacara la lengua y se burlara de aquel triste destino. ¡Sácame de aquí!, le había gritado el viejo aterrorizado al espíritu, sin darse aún cuenta de lo que aquello significaba, siguió Charles ante su sobrecogida audiencia, y el espíritu obedeció, pero no para aliviarle, porque desde allí lo condujo a un cementerio empedrado y oscuro donde, al final de un sendero, había una solitaria tumba, aseguró Charles, con la mirada inflexible.
—«¿Era yo aquel hombre que yacía en el lecho?», exclamó Mr. Scrooge, cayendo de rodillas, y el dedo esquelético del fantasma apuntó hacia él y luego, otra vez, hacia la tumba —relató el escritor y prosiguió imitando la voz destemplada de Scraugh—: «¡No, espíritu! ¡Oh, no, no!…». Pero el dedo aún seguía apuntando hasta que el viejo avaro se agarró de la túnica del espíritu de las Navidades Futuras con desesperación y le gritó: «¡Espíritu! Escúchame». —Charles cayó de rodillas—. «¡Ya no soy el que era! ¡Ya no soy el hombre que hubiera sido sin tu intercesión! Si no me queda ninguna esperanza, ¿por qué me enseñas todo esto?»
Charles había entrado casi en trance y el resto le observaba sobrecogido. Especialmente el supersticioso director del hospital, que no podía creerse lo que estaba escuchando y lo único que le retenía de echar a correr y encerrarse en su despacho con una ristra de ajos al cuello era la necesidad de saber cómo terminaba su historia. ¿Por qué demonios mataba ahora a su personaje?, se dijo Scraugh. «¡Malditos ingleses con su maldito humor negro!», despotricó acuclillado tras la ermita encrespándose desde los pies hasta la coronilla por culpa de un escalofrío que estuvo a punto de hacerle estornudar aunque consiguió contenerse.
—Pero entonces —escuchó proseguir al escritor—, cuando el espíritu seguía apuntando a aquella tumba con su dedo acusador, el viejo unió sus manos en una última plegaria para que cambiara su destino, y en ese momento… —otra pausa—, advirtió que el fantasma experimentaba una transformación y se encogía más y más… hasta que desapareció.
—¿Desapareció? —se preguntaron unos a otros, desconcertados.
—Sí, sí —prosiguió Charles—. Y Mr. Scrooge se encontró tumbado en una cama, ¡era su propia cama!, y su dormitorio. Un resplandor blanco y tranquilizador entraba por la ventana. Se asomó por ella y la calle bullía alegre como si fuera… ¡no podía ser! Volvía a ser el día de Navidad. «¡Oh, gracias, querido amigo Jacob Marley! —exclamó Dickens imitando de nuevo la agria voz del viejo—. ¡Gracias, fantasmas, por enseñarme tantas cosas!», lloraba Scrooge, y lloraba y reía a la vez —aseguraba el escritor riendo también—. Y el viejo intentaba vestirse y se colocaba las prendas mal, al revés. Se sentía ligero como una pluma, y al salir a la calle con el rostro desencajado de felicidad gritó «¡Felices Pascuas!» a todo el que se encontró.
El escritor les relató cómo Mr. Scrooge caminó por su calle saludando a las personas a las que antes gruñía cuando se cruzaba con ellas.
—Hasta que le preguntó a un muchacho con traje de domingo: «¿Qué día es hoy, hijo?». Y el chico, con expresión de absoluto asombro, le dijo que era el día de Navidad. —Charles sonrió—. Y Mr. Scrooge, a partir de ese momento decidió ir deseándole a todo el mundo una feliz Navidad…
El escritor hizo un silencio. Una larga pausa que no fue para tomar aire, ni para imprimir misterio, sino una similar a la que hace un lector cuando sabe que está a punto de internarse en el desenlace.
Charles levantó sus manos.
—Y el viejo Scrooge no volvió a tener tratos con espíritus y siempre se dijo de él que sabía celebrar la Navidad como nadie, si es que algún ser vivo poseyó alguna vez esa sabiduría.
El escritor bajó los brazos. Les miró fatigado, satisfecho, feliz; sí, feliz. Y luego se dobló ante ellos con una teatral reverencia. Sólo el pequeño Tim fue capaz de añadir a ese punto y final una frase. Con una desmesurada alegría, gritó un «¡que Dios os bendiga a todos!», que fue secundado con un vigoroso aplauso. Parecían el público entusiasmado al finalizar un estreno; hasta el director del manicomio, aún oculto tras la capilla, aplaudió, secándose el rostro con su pañuelo, emocionado y agradecido por el hecho de que el escritor hubiera decidido salvar a su personaje, lo que provocó que Tom lo descubriera.
Se volvió hacia él con la lentitud propia de su gigantismo y con su voz de buque y alzando la tea encendida, gritó:
—¡Mr. Scrooge! —Les heló la sangre y el aplauso—. ¡Feliz Navidad!
El viejo, aún en estado de shock, hizo un mohín y sonrió todo lo que le permitía su extraña boca. Levantó una mano en señal de saludo.
—Feliz Navidad… —balbució desconcertado y reanudó, ahora sí, su camino hacia el manicomio.
Todos se miraron unos a otros estupefactos y desembocaron en un nuevo aplauso. El farero empezó a tocar un villancico afónico sin templar su violín. Feliz Navidad, se deseaban unos a otros y en su cabeza, aquel nacimiento del que no podían hablar pero que era el de su verdadero mesías, el que les anunciaba que podían cumplir un sueño; Feliz Navidad, se desearon Ada y Darcy Moore con un delicado beso; Feliz Navidad, le deseó Florita al Gigante, a quien le pidió que se agachara para besarlo en la frente; Feliz Navidad, le susurró al oído Darcy Moore al farero antes de que empezara a cantar aún más animado, y entre aquella fiesta de risas y felicitaciones, se encontraron.
—Feliz Navidad, Charles —le dijo ella ofreciéndole su mano.
—Feliz Navidad, Anne —le deseó él, besando la cara interna de su muñeca.
Y un poco después, cuando todos regresaron cruzando alegres la pradera, los dos protagonistas de ese capítulo abrieron juntos aquellas cartas, como si esperaran un diagnóstico que les podría condenar o salvar la vida.
Esa noche fue la primera que John McCarthy no pasó en su faro desde que lo construyó. También fue la primera desde hacía mucho tiempo que se sintió plena, infatigablemente feliz.
Darcy le había contado un secreto.
Había confiado en él.
Por eso, bajo una luna perezosa caminó por la isla tocando su violín. Y aquella melodía que era en realidad una nana, recorrió la isla de Blackwell como si un instrumento ingrávido flotara sobre ella arrastrado por el viento. Bajo su influjo y por unos instantes, enmudeció a los insomnes bebés del orfanato, congeló las peleas del reformatorio, calmó los dolores de los enfermos y extinguió los gritos del manicomio donde el mismo Scraugh, asomado a la ventana, se preguntaba atónito si era su razón la que estaba transformando en una bella música el aullido del viento. Esa noche, hasta los ancianos que murieron en el asilo, murieron sonriendo.